La silueta de André Verger se recortaba sobre el resplandor de la noche de París. El empresario, erguido en su sillón, inició entonces un lento golpeteo con un dedo sobre el escritorio, mientras contemplaba con gesto ausente a Cotin. Este acababa de terminar de narrar sus novedades y aguardaba instrucciones con su pose encorvada, aquella inclinación deforme que transmitía una grotesca sensación de permanente avidez.
—De todo tu relato —comenzó el ejecutivo modulando la voz—, me quedo con dos palabras, Pierre: «Viajero» y «Puerta Oscura». ¿Seguro que escuchaste bien?
El aludido se encogió de hombros.
—Tengo un oído muy fino, señor. Esos son los términos literales que salieron en la conversación.
Verger emitió un gruñido de satisfacción, procurando no exteriorizar su nerviosismo. Contempló el gesto impávido de su secuaz, incomprensible de no ser por su ignorancia sobre lo que acababa de destapar con su eficaz labor de espía y confidente. Para Pierre Cotin, aquellas palabras esenciales, «Viajero» y «Puerta Oscura», no significaban nada. Solo el fruto de un encargo más. Pero para Verger suponían la confirmación de su hipótesis más ambiciosa. Casi no lograba mantenerse en su asiento de pura impaciencia. Intuía que una nueva época se avecinaba.
Y podía ser la época de su imperio. Por fin podía quedar a su alcance el anhelado tacto del poder total, nítido, del poder en estado puro.
—¿Y conoces la identidad de ese al que aluden como Viajero? —susurró, solemne.
Cotin negó con la cabeza.
—No pude ver nada —reconoció con su acostumbrado tono desagradable—. Pero reconocería su voz, señor. Se trata de alguien muy joven.
—¡No me basta! —declaró Verger, golpeando con el puño sobre la mesa—. ¡Necesito más información! Continúa indagando, y tráeme los datos que preciso con la máxima urgencia.
—Sí, señor.
—La recompensa será mucho mayor que en otras ocasiones, Cotin.
Al aludido le brillaron los ojos de avaricia, y sus finos labios se curvaron en una sonrisa pérfida que desapareció enseguida.
—Gracias, señor. Cumpliré sus órdenes.
En cuanto Pierre Cotin se hubo ido, André Verger se levantó de su sillón y, tras pulsar un código en una placa numérica oculta y esperar el familiar zumbido de aceptación de la clave, atravesó una puerta blindada que se abría en una de las paredes laterales del despacho, camuflada bajo la apariencia de unos anaqueles repletos de expedientes. Acababa de acceder a una imponente biblioteca, donde se disponía a pasar las próximas horas estudiando documentos.
Había llegado el momento de refrescar la memoria, de resucitar leyendas ancestrales cuya sombra ganaba consistencia. No obstante, antes decidió iniciar una sesión de espiritismo para comprobar que el desequilibrio de energías se mantenía en París. Debía prestar atención a todas las dimensiones.
Sacó de un armario el material necesario y extendió sobre una mesa próxima un tapete rojo adornado con símbolos esotéricos, alrededor del cual colocó cinco velas encendidas siguiendo un trazado pentagonal. A continuación, se sentó ante aquel improvisado altar y descansó sus manos abiertas con las palmas hacia abajo sobre el paño grabado, cerrando los ojos. Sus labios comenzaron entonces a moverse de forma casi imperceptible, recitando una primitiva salmodia.
Pronto, las llamas de las velas parecieron enardecerse, y de forma simultánea las cinco lenguas de fuego que bailaban sobre los cilindros oscuros de cera multiplicaron su tamaño y la agresividad de su danza. Verger abrió de golpe los ojos al sentir sobre el rostro la vaharada de calor provocada por aquella súbita deflagración que presagiaba la llegada de una presencia no física. Tragó saliva clavando los ojos en el tapete, sorprendido ante aquellos cirios que, derritiéndose, ofrecían ahora la virulencia incendiaria de auténticas antorchas. Verger solo pretendía atisbar la dimensión espiritual, pero por lo visto alguien o algo había acudido sin ser convocado.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó en voz alta al inesperado visitante, sin despegar la mirada de la mesa—. ¿Quién eres?
El empresario recuperaba poco a poco la compostura, algo esencial si no quería perder el control de la sesión. Se dio cuenta de que, como no había preparado un tablero de ouija, el espíritu no podía comunicarse con él. Verger, improvisando una alternativa, alargó un brazo sin levantarse y atrapó unos folios que depositó sobre el tapete rojo. Encima de ellos dejó su propia mano, entre cuyos dedos abiertos ya tenía dispuesta, medio inclinada, la pluma Mont Blanc que siempre llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta. Sin moverse, se concentró para potenciar sus habilidades como médium, y en pocos segundos empezaba a sentir el característico hormigueo que anunciaba la cesión de aquella extremidad que mantenía sin apartar de los símbolos arcanos, en una postura tan tensa que daba la impresión de que se disponía a ser amputada.
El empresario, sudoroso, sentía su pelo apelmazado sobre la frente.
Exactamente un minuto más tarde, Verger albergaba la certera convicción de que aquel brazo que exponía sobre la mesa ya no era suyo, en ese instante había perdido por completo la sensibilidad sobre él, a pesar de que sus dedos empezaban a agitarse como despertando de un prolongado letargo y la pluma se erguía ya en vertical sobre los folios, apresada —¿por quién?— con decisión.
Su mano, movida como un títere por un ente espiritual desconocido, comenzó a escribir sobre el papel mientras Verger se mantenía al margen, dejándose hacer con una disposición de intermediario más temerosa que convencida. Alcanzaba a ver el cuerpo de la pluma oscilar ante el dorso de su propia mano y escuchaba el ronroneo de la punta de oro deslizándose sobre el papel, como si aquella criatura que había acudido a visitarle hiciera verdaderos —e inútiles— esfuerzos por contenerse. En medio de esa situación crispante, Verger no pudo, sin embargo, evitar pensar que aquella pésima forma de escribir iba a estropearle su pluma favorita.
Estirando el cuello pudo distinguir, en contraste con la blancura del papel, las inconfundibles líneas irregulares de un trazo infantil. Aquel indicio lo noqueó de nuevo. ¿Se encontraba frente a... un niño? ¿Cómo podía un espíritu infantil hacer aquella pavorosa exhibición de energía?
Pronto pudo leer el mensaje. Entonces, con el rostro demudado por el impacto, adquirió conciencia de la genuina naturaleza del ser que se estaba comunicando con él. Y supo que había acertado al someterse de primeras a aquella presencia no invitada, en vez de procurar expulsarlo.
Esa decisión le había salvado la vida... y le abría un vasto horizonte de posibilidades.
Pascal recorrió un vestíbulo alfombrado que terminaba frente a un elevador antiguo rodeado de escaleras. Allí se detuvo y respiró con profundidad. Todavía podía retirarse, pero si no lo hacía ahora...
No. Su rango como Viajero se lo impedía. Evitando el ascensor para no ser descubierto por el ruido, empezó a subir peldaños hasta el cuarto piso. Una vez en aquella planta, observó las dos puertas, una de las cuales cobijaba a Lebobitz. Qué cerca estaba de su objetivo.
Antes de actuar, Pascal se permitió unos segundos de íntima satisfacción ante lo bien que estaba llevando a cabo sus planes. En realidad, él siempre había tenido dotes de organización y estrategia. Su actitud tímida obedecía precisamente a una decisión consciente para evitar situaciones incómodas. Sus silencios calculados, con los que buscaba un puesto segundón que le permitiera pasar inadvertido en cualquier grupo, constituían un precio que él pagaba encantado a cambio de eludir la responsabilidad del protagonismo, su verdadero talón de Aquiles: le daba miedo no estar a la altura de lo que esperarían los demás de él si abandonaba el cálido anonimato de la masa. Aquel temor a no cumplir las expectativas ajenas le había acompañado desde que era un niño.
Por eso, la misión le motivaba. Era clandestina, sin testigos que pudieran juzgarle. Ideal para un cobarde con principios.
Pascal sonrió ante su propia definición. Y puso en marcha la última fase del plan: lentamente, subió dos pisos más, bloqueó su mente... y empezó a gritar una única palabra, mientras bajaba y subía escaleras montando el mayor escándalo posible:
—¡Fuego!, ¡fuego!
Al principio, la reacción del vecindario fue limitada. Tal vez las palabras no habían salido de su boca con la suficiente convicción. Repitió la maniobra, esta vez chillando con todas sus fuerzas. La imagen de Melissa Lebobitz le ayudó a evadirse mientras lo hacía, desterrando durante unos minutos su vacilación.
Ahora la respuesta fue mucho más inmediata: de todos los pisos salía gente en pijama, niños agarrados de la mano por sus padres... El mensaje de abandonar los pisos y salir a la calle adquirió consistencia de forma espontánea.
Para cuando las puertas de la cuarta planta se abrieron, el joven español aguardaba ya, en medio del alboroto, vigilando. Enseguida reconoció a Lebobitz. Un tipo delgado de unos treinta años al que se dirigió para impedir que cerrara su puerta.
—¡No las cierren si no quieren que los bomberos las destrocen! —advirtió Pascal a los dos vecinos de aquella planta para no levantar suspicacias, mientras seguía bajando peldaños.
Lebobitz dudaba, pero la imagen de todo el mundo saliendo de la casa le convenció. ¿Quién se iba a quedar allí habiéndose desatado un incendio? Entornó la puerta de su vivienda y se apresuró a bajar las escaleras. Por el camino se cruzó con Pascal, que ahora subía fingiendo ansiedad.
Lebobitz no sospechó. ¿Cómo iba a hacerlo, ante la presencia de un simple chaval de quince años, cuando además ocultaba un secreto que era imposible que nadie conociera y que empezaba a quedar lejos en el tiempo?
A los pocos segundos, todo el mundo estaba en la calle, esperando a los bomberos. Pascal ya se encontraba en el interior del piso de Lebobitz, rebuscando frenéticamente. Eligió, para empezar, una habitación destinada a despacho, pues le pareció el lugar lógico para guardar una carta. Como se trataba de un sobre rojo —recordaba bien la descripción facilitada por Melissa—, la búsqueda era fácil; enseguida descartaba todo el papel que sus ojos descubrían.
Pascal empezó a agobiarse. Los minutos transcurrían y seguía sin encontrar nada. Dentro de un armario halló un cajón cerrado con llave y, cogiendo un cuchillo de la cocina, acabó forzando la madera para comprobar el contenido. Dentro solo había documentos sobre cuentas bancarias.
El tiempo seguía corriendo en una cuenta atrás asfixiante. ¿Cuánto aguantaría la gente esperando en la calle, sin ver ni siquiera algo de humo que confirmara el peligro?
Pascal llegó al dormitorio. En el interior de un armario, detrás de unos trajes colgados en perchas, encontró una pequeña caja fuerte. El chico, decepcionado, se dio cuenta de que su búsqueda había terminado, allí tenía que estar lo que buscaba, pero la caja era un obstáculo insalvable. Tanta estrategia para nada...
Se disponía a marcharse cuando una voz amenazadora sonó tras él.
—¡Qué estás haciendo!
Pascal se volvió con lentitud, dominado por un miedo absoluto. Era Lebobitz.
* * *
André Verger se había apresurado a colocar un espejo encima de la mesa adaptada como altar. Ahora se enfrentaba cara a cara a un rostro malévolo de niño que, desde el otro lado, lo miraba con pupilas penetrantes. Aquellos ojos incandescentes que no pestañeaban, intensos como llamaradas, y el contraste de su gesto avieso de facciones gélidas, hicieron comprender al hechicero que se encontraba ante un ser condenado que, misteriosamente, vagaba libre por el Más Allá y había acudido hasta él.
El poder oscuro que emanaba de aquella criatura se derramaba desde su remota dimensión con el avance tortuoso de un efluvio que sedujo a Verger desde el primer instante. El médium, cauto, se limitó a aguardar con reverencia para averiguar la razón de aquel encuentro sin precedentes.
—Debes servirme, hechicero —comenzó por fin el ente, con voz gutural—. Debes convertirte en mi eco en el mundo de los vivos.
Verger inclinó la cabeza, como rindiendo culto a la figura que se materializaba a través del espejo. No dudó en someterse:
—Estoy dispuesto a obedeceros.
—Llegará la noche de mi advenimiento a vuestra región —profetizó el ser desde el Más Allá—. Y tú has de preparar mi llegada. A cambio, serás colmado en tu más insensata ambición.
Verger respiró hondo, saboreando el contenido de aquella recompensa.
—Tenéis mi palabra —se comprometió.
El hechicero alargó un brazo, alcanzó un puñal de rituales de una estantería próxima y, colocando el filo sobre su antebrazo, presionó hasta hundir la afilada cuchilla en su carne. Contuvo un gesto de dolor mientras la hoja, dirigida por la mano que atenazaba el arma, iba dibujando un sangriento trazado en forma de estrella de cinco puntas. A continuación, colocó el brazo herido junto al espejo y salpicó con su sangre el cristal. El líquido burbujeó al aterrizar sobre la pulida superficie, dejando sobre ella una huella humeante.
—Tráeme al Viajero, hechicero. Lo necesito vivo.
Asintió, impactado. A pesar de desconocer el verdadero objetivo del espíritu, tuvo claro lo que tenía que hacer. Comprobaba, sorprendido, que sus pretensiones coincidían con las de aquella entidad. El hechicero no era el único, por tanto, que sabía que la Puerta Oscura se había vuelto a abrir.
* * *
Daphne abrió los ojos de forma súbita, recuperando la consciencia. Todo su cuerpo, húmedo de sudor, se mantenía en la misma postura que había conservado mientras dormía, envuelta en una pesadilla de la que había pretendido huir en vano para eludir un desenlace que se avecinaba con el tormentoso tinte de la tragedia.
Qué imágenes tan espantosas habían abrumado su espíritu.
Qué oscuridad tan compacta flotaba en aquella atmósfera soñada de la que se desembarazaba ahora a jirones, conforme se iba consolidando su despertar.
La cabeza de la bruja, hundida sobre la almohada, ofrecía a sus ojos una única perspectiva del techo de la habitación, que le sirvió, al menos, para recuperar la serenidad. Estaba en casa.
Volvió a pensar en Agatha. Algo oscuro le había sucedido, estaba convencida. Aquella colega vidente era quien había protagonizado la pesadilla que acababa de contaminar el sueño de Daphne, hasta su dramático final. Para interpretar un sueño así no se requería una gran pericia, desde luego. Sobre todo porque esa visión parecía encajar con su premonición en casa de los Goubert.