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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (19 page)

BOOK: El mal
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La detective sonrió con malicia.

—Qué valor tienes, Marcel. Mira —advirtió ella—, en el sobre del mensaje de despedida se han localizado unas huellas dactilares que no tenemos registradas en nuestra base de datos, y que tampoco se corresponden con las de Lebobitz. Si tan convencido estás de que Pascal Rivas no está implicado, no tendrás inconveniente en que las coteje con las suyas.

Se hizo un silencio muy revelador. Por fin, Marcel devolvió la sonrisa a su amiga. Y ahí finalizó la conversación.

CAPITULO 16

Pascal regresaba solo a casa tras acabar las clases del
lycée,
satisfecho de que, al margen del asunto Lebobitz, de momento no hubieran vuelto a producirse fenómenos paranormales a su alrededor. Recorría con aire ausente la calle Rambuteau, disfrutando de la música procedente de los auriculares de su
iPod.
Entonces percibió a su lado el paso lento de un vehículo grande, su avance parsimonioso y solemne frente al fragor sordo de fondo que provocaba el tráfico general. Al cabo de unos segundos, intrigado por aquella presencia intuida que no acababa de superarle, se volvió. Junto a él se detenía en aquel instante un enorme Mercedes de color negro, tan impoluto que Pascal se vio reflejado en su carrocería. Aquel coche mostraba los cristales tintados, así que su interior no quedó ante su vista en un principio. Se apartó hacia el interior de la acera, aunque no continuó andando. La curiosidad siempre había condicionado sus decisiones, en un pueril coqueteo con el riesgo.

El cristal de la ventanilla trasera que quedaba frente a él comenzó a bajar, hasta dejar ver un rostro masculino de facciones elegantes y tez bronceada cuya mirada, intensa y calculadora, lo estudiaba sin disimulos.

—¿Pascal Rivas? —preguntó aquel desconocido, con una voz grave pero mesurada.

El Viajero puso un gesto de sorpresa que lo delató incluso antes de que respondiera.

—¿Me conoce? —receló, recuperando un atisbo de aplomo—. ¿Quién es usted?

—Nadie de quien debas asustarte, muchacho —aclaró el otro, esbozando una sonrisa blanca que al chico se le antojó, sin saber por qué, rezumante de ambición—. ¿Subes y damos un paseo? Necesito hablar contigo. Será solo un momento.

Pascal se quedó mirando aquel rostro de mediana edad que lo invitaba a una enigmática conversación, un semblante cuidado del que emanaba, de algún modo que no podía precisar, una nítida autoridad. A pesar de que no lo había visto en su vida, Pascal albergó la seguridad de que aquel tipo estaba acostumbrado a ser obedecido.

—¿Pretende que me meta en el coche de un desconocido? —repuso con aire insolente, aunque picado todavía más por la curiosidad.

Su interlocutor soltó una carcajada suave y cargada de auto-complacencia.

—Eso se puede arreglar —replicó—. Me llamo André Verger y soy... un hombre de negocios, un empresario —estiró uno de sus brazos, con la mano abierta; Pascal, dubitativo, terminó alargando el suyo para estrechársela—. Bueno, ya hemos dejado de ser desconocidos, ¿no?

—Si usted lo dice.

Verger se encogió de hombros. Pascal llegó a vislumbrar en el interior del lujoso habitáculo de aquel vehículo —potente pero discreto, en lo que le pareció una buena analogía de su propietario— el impecable traje de raya diplomática que vestía el tipo y su corbata chillona, una armónica salpicadura de color sobre su camisa blanca de tela exquisita atrapada con gemelos caros que asomaban entre las mangas de la americana.

—Mira a tu alrededor —le pidió Verger, y Pascal hizo caso atendiendo a toda la gente que caminaba en las proximidades—. ¿De verdad crees que, si pretendiera algo malo, te habría parado en medio de una de las avenidas más céntricas y concurridas de la ciudad?

—Eso es cierto —tuvo que reconocer el chico, sintiendo que sus cautelas iban perdiendo consistencia frente a la curiosidad—. Pero no me meteré en su coche.

—Me permito insistir, joven. Será poco rato.

El chófer, un individuo enorme y silencioso, había salido del vehículo y ahora le ofrecía la puerta trasera del Mercedes abierta, a través de la cual Pascal distinguió con mayor claridad el ambiente acogedor de una tapicería de cuero beige, el hueco que acababa de dejar libre Verger al apartarse hacia el lado contrario.

—Solo te pido que me concedas cinco minutos —volvió a plantear el empresario desde el fondo lateral, sin perder un ápice de su cordialidad impostada—. Cinco, y ya no te molestaré más.

—Yo...

—¿Pero es que ni siquiera sientes curiosidad por conocer la razón que me ha traído hasta aquí?

Pascal estaba decidido a mantener su negativa, pero al mismo tiempo le intrigaba la aparición de aquel desconocido. Echó una última ojeada indecisa a las inmediaciones de la calle y, aproximándose al coche sin prisa, cerró la portezuela trasera y se inclinó para apoyarse en el hueco que había dejado el cristal de la ventanilla. A su espalda, el chófer, encogiéndose de hombros, pasó a ocupar su lugar en el asiento delantero, desde donde puso en punto muerto el vehículo.

—No me lo pones fácil, confío en que no aparezca ahora la policía y nos obligue a movernos de aquí —se quejó Verger, acomodándose en la parte del asiento más próxima al muchacho—. Lo que tengo que proponerte te interesa. ¿Una copa? Eres menor, pero aquí no tenemos que ceñirnos a ninguna norma. Las normas las ponemos nosotros, ¿eh?

Pascal rechazó la invitación con un gesto.

—Pero qué bien educado estás —Verger no paraba de sonreír mientras se servía una copa de Moët Chandon.

—¿Qué quiere de mí? —Pascal no renunciaba a su estado alerta. Por eso mismo quería evitar introducciones protocolarias que prolongaran aquella situación, que podía escapar a su control—. Me ha dicho que serían cinco minutos.

Pascal empleaba con aquel tipo un tono que rozaba lo desagradable. En cierto modo, él identificaba la hostilidad con la firmeza, así que procuraba ofrecer aquella imagen dura como estrategia de autoprotección. En el fondo, Pascal no hacía otra cosa que fingirse más fuerte de lo que en realidad era, pero Verger no tenía por qué darse cuenta. No obstante, los sibilinos ojos del empresario parecían demasiado inteligentes como para creerse aquella representación.

—De acuerdo —aceptó Verger, abriendo sus brazos en ademán de rendición—. Tú ganas, iré al grano —se detuvo un instante para dirigirle una profunda mirada, y Pascal se sintió radiografiado—. Resulta que tienes algo que me interesa... enormemente.

—¿Yo? —Pascal se mostró escéptico—. Lo dudo mucho, igual se equivoca de persona...

Verger sonreía.

—No —le cortó—. Jamás juego con esa posibilidad. Cuando decido un movimiento, es porque ya está todo cerrado. Nunca dejo margen al azar ni a la incertidumbre. Juego sobre seguro, porque solo me sirve ganar. Siempre ha sido así. No voy a cambiar ahora, ¿no te parece? —soltó otra de sus bruscas risas que Pascal no secundó, limitándose a encogerse de hombros. Dirigió su rostro hacia los alrededores de la acera, añorando su soledad de paseante anónimo.

—Tal vez hubiera sido más exacto decir que eres alguien que me interesa —matizó Verger, circunspecto.

Aquel cambio de rumbo en sus palabras sí llamó la atención del chico, que se había girado y ahora procuraba mantener —con altibajos— la mirada avasalladora del empresario.

—¿En qué quedamos,
tengo
algo o
soy
alguien?

Pascal se asombró de la propia firmeza de su voz, que parecía brotar insolente de unos labios que no eran los suyos.

—Eres alguien —contestó Verger—. Eres... el Viajero. Por eso he acudido a verte.

El Viajero. Aquellas eran las inconfundibles palabras que había pronunciado
.

Pascal se acordó de su padre, un consumado jugador de póquer que algunos domingos organizaba timbas en su casa con amigos. Rememoró su rostro imperturbable, su capacidad de tahúr para no delatarse ante determinadas cartas. Procuró imprimir a su gesto la misma neutralidad vacía que impedía a los adversarios de su padre adivinar el juego que llevaba entre manos.

—No sé de qué me habla —respondió, procurando eliminar cualquier inflexión comprometedora en su voz.

Pero su postura junto al coche hablaba por sí misma, poniendo en evidencia su nerviosismo. Pascal se había mantenido medio erguido desde el principio, pero ahora, de forma inconsciente, había acentuado hasta la tirantez su postura artificial, clavando sus brazos en el marco de la ventanilla. Verger, experto conocedor del lenguaje corporal, leyó aquellas señales sin esfuerzo.

—Pensaba que no querías perder tiempo —susurró con su voz envolvente, a la que había dotado de una frialdad en la que se intuía un ingrediente vagamente amenazador—. Con esa actitud no ganas nada. Ya te he dicho que no doy un paso sin confirmar toda la información. Conozco la leyenda de la Puerta Oscura, sé que se ha abierto hace poco y que tú la has cruzado. Eres el Viajero, Pascal. Por eso he venido a verte.

Pascal no tenía ni idea de cómo actuar, mantenía su pose aséptica en un vano intento de ganar tiempo. Nadie acudiría a sacarle del atolladero, nadie podía ofrecerle alternativas sobre cómo actuar en aquella situación imprevista. De repente, salía a escena aquel desconocido y demostraba disponer de una información fiable hasta un punto sobrecogedor, cuyo oscuro origen escapaba a la comprensión de Pascal.

—Tú puedes acceder al Mundo de los Muertos, al Más Allá —comenzó Verger, aproximando su rostro al de Pascal—. ¡Puedes ponerte en contacto con los seres queridos fallecidos de la gente! ¿Has pensado en lo que vale eso? ¿Se te ha ocurrido pensar lo que estaría dispuesto a pagar todo el mundo por disponer de un intermediario con esas facultades? Se acabaron las mediocres sesiones de adivinación, se acabaron los fraudes... ¡Tú puedes ir a buscar a los muertos, puedes transmitir mensajes... en ambas direcciones!

Verger cada vez gesticulaba con mayor energía, hasta convertir el baile de sus manos en aspavientos agresivos. Pascal comprobó el efecto subyugante que la mención del dinero provocaba en su interlocutor, cuyas facciones habían agudizado su perfil afilado. Supo que debía tener cuidado con aquel tipo, que exudaba ambición por todos los poros.

Pero la Puerta Oscura no está para eso
.

—Te propongo que nos asociemos —concluyó Verger. Pascal atisbó en él un rostro enfebrecido por la codicia, que enseguida desapareció para dar paso a un gesto más contenido pero igual de peligroso—. Solo necesito la ubicación de la Puerta Oscura, y un compromiso de exclusividad, tu promesa de que solo ejercerás como Viajero para mí.

—No... no sé de qué me está hablando —se mantuvo Pascal, entre titubeos, ansiando alejarse de aquel vehículo, pero sin lograr reunir la convicción suficiente como para separarse de él.

—No tienes que contestarme ahora —añadió Verger, haciendo caso omiso a aquella respuesta de aplomo postizo—. Te doy veinticuatro horas. Si aceptas, esta misma semana tendrás una cuenta numerada en Suiza, a tu nombre, con medio millón de euros. Falsearé tu edad, eso no será un problema; el dinero abre todas las puertas... menos la que tú puedes cruzar, claro. Y a vivir como un rey, Pascal. Aún no te has dado cuenta, pero al atravesar la Puerta Oscura te has convertido en una máquina de fabricar dinero, y yo soy el único con la infraestructura necesaria para hacerlo realidad y protegerte al mismo tiempo.

Protegerte.
Aquella palabra sonaba en boca de Verger de lo más irónica. ¿Acaso no suponía aquel empresario un auténtico peligro para él?

Y en cuanto al dinero... Hasta ese momento, a Pascal no se le había ocurrido que pudiera lucrarse gracias a su nueva identidad. A fin de cuentas, todo tenía un precio. Y lo que le proponía Verger era, ni más ni menos, vender la Puerta Oscura, venderse él. Aunque manifestado de una forma más elegante, claro. Pascal sintió un extraño vértigo a medida que estos pensamientos revoloteaban sin orden en su cerebro.

—El medio millón es un simple adelanto —aclaró Verger, en tono seductor—. Ganarás mucho más. Te convertirás en alguien muy rico, te lo prometo. Y haciendo feliz a mucha gente, que te iré seleccionando yo para que no te molesten, ni siquiera tendrás que verlos. Algún viaje de vez en cuando al Más Allá, y millones de euros para nosotros. Si prefieres la fama, también podemos enfocarlo así...

La fama. Fama y dinero, poder. Admiración, vividas recreaciones bajo la hipnótica persuasión de Verger. Pascal hacía verdaderos esfuerzos por no asentir, por no establecer ninguna complicidad que lo comprometiera en aquella conversación que parecía llevarlo en volandas, seducirlo con su tacto sugerente. Cualquier gesto, y ya nada detendría a aquel implacable hombre de negocios... si es que eso era posible todavía.

—Lo lamento, Monsieur Verger —se disculpó con voz débil—. Creo que se confunde de persona. De verdad.

Pascal esbozó una sonrisa desvaída.

El empresario se apartó un poco, apuró de un sorbo su copa y le lanzó una última mirada mientras le hacía un gesto al chófer para que moviera el vehículo.

—Veinticuatro horas, Pascal —suspiró—. Ni una más. Puedes tenerlo todo... o no tener nada. En tu mano está.

Verger despreciaba las palabras del chico sin el menor disimulo. Su rabia, todavía contenida, se iba filtrando entre sus maneras educadas ofreciendo un siniestro adelanto de la esencia mañosa de aquel hombre de silueta perfecta y parsimonia inglesa.

¿Nada? ¿Quedarme sin nada?
Pascal se planteó si aquella amenaza incluía la pérdida de su propia libertad.

—Le... le estoy contestando ahora, señor.

—Tienes que verme como tu socio en esto, como tu aliado —insistió el otro con una suavidad cada vez más forzada.

—Pero...

Ahora el semblante de Verger, perdiendo al fin su calculada compostura, experimentó una súbita transformación. Con el ceño fruncido, sus ojos se achicaron hasta convertirse en grietas furibundas que taladraron sin compasión al chico. Aquel hombre no estaba acostumbrado a que lo contradijeran, y sus maneras educadas, mantenidas a duras penas, constituían en ese momento una bomba de relojería.

—Hasta ahora estoy siendo muy amable —susurró apretando los labios—. No me quieras conocer como enemigo, muchacho. No tienes ni idea del poder que tengo, de lo que puedo hacerte a ti o a cualquiera que se interponga en mi camino. La Puerta Oscura será mía o de nadie más, ¿lo entiendes? Se trata de algo tan excepcional, tan valioso, que no puede quedar en manos de un miserable crío ni de... ¿quién está contigo? ¿La Vieja Daphne? —recalcó el apelativo con menosprecio, mientras Pascal procuraba reponerse del impacto que le había causado aquella nueva exhibición de información—. Entiéndelo de una vez: ya estás en mi camino. Y se trata de un camino sin arcén, chico. No es posible esquivarme; o sigues en mi dirección, o chocas conmigo. Punto. Ya es tarde para cualquier alternativa que no sea la de trabajar para mí, Pascal. No me obligues a demostrártelo, todavía podemos estar juntos en esto. Pero mi paciencia tiene un límite, no lo olvides.

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