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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (23 page)

BOOK: El mal
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Jules, despertando entonces al trance de su inquietante cicatriz, fue consciente de lo profética que podía resultar su sentencia, puesto que él se iba alejando paulatinamente del lado iluminado de la vida. Un brote de pánico le atenazó la garganta, interrumpió los latidos de su corazón estrujando sus vasos sanguíneos. Y es que Michelle hablaba del pasado reciente que, por muy duro e impactante que hubiera sido, ya no podía seguir haciendo daño; él, sin embargo, se veía inmerso en un lúgubre torbellino que conducía directamente a su futuro inmediato. Lo cual era mucho peor.

—Y luego está el silencio —reanudó ella la recreación, tras unos segundos de mutismo—, un silencio tan... compacto, tan denso, que casi puedes tocarlo. Es un silencio que asfixia, lo sientes encima, a pesar de que de vez en cuando sí se oyen extraños sonidos. Cuesta respirar en ese ambiente... opresivo.

Aullidos en la lejanía.
El hecho de aludir a distancias hizo que Michelle volviese a la descripción física de aquel espacio que había recorrido como prisionera, con grilletes en las manos y rodeada de espectros que portaban antorchas encendidas en su siniestro desfile a través de la noche.

—No hay horizonte allí, ¿sabes? —añadió—. Solo mil matices de negrura, y todo está muy quieto; ni siquiera corre el aire, y hasta en las zonas más abiertas al firmamento vacío hay una fuerte resonancia, un eco muy prolongado que siempre se deja oír. Y luego —detuvo su discurso en una pausa dramática— está el ingrediente principal, Jules.

Michelle se había girado hacia su amigo, ambos aguardando a que un semáforo se pusiera en verde, frente a un concurrido paso de peatones.

—La soledad —concluyó ella, solemne—. Una terrible soledad que te envuelve, que te cala hasta los huesos y te va devorando. —Michelle fue sacudida por un escalofrío al rememorar aquel sufrimiento espantoso que había soportado a punto de desquiciarse—. Por muy aislada que me pueda llegar a encontrar aquí, Jules, hay una cosa que ahora sí puedo jurarte, después de haber vivido esa sensación: jamás volveré a sentirme sola en este mundo. Aquí no, aunque termine siendo la última persona sobre la tierra.

Jules comprendió admirado aquella afirmación tan rotunda: Michelle había experimentado la soledad en estado puro, con una absoluta nitidez inexistente en la dimensión de los vivos.

Lo sorprendente era que se pudiera sobrevivir a eso. Que se pudiera seguir viviendo.

* * *

André Verger llevaba una hora en su despacho de la Torre Montparnasse, deslizando su pluma Montblanc entre los dedos mientras se balanceaba en su sillón giratorio. Comprobó su reloj e hizo un cálculo rápido.

—El plazo de Pascal Rivas expirará mañana a las catorce horas y treinta minutos —susurró—. Confío en que ese chico sea razonable.

Pero aquellas últimas palabras sonaron huecas, pronunciadas sin convicción, y tal como salieron de sus labios se perdieron en el desmesurado espacio de la estancia. Verger siempre se había jactado de poder emitir un juicio —certero— sobre cualquier persona tras un simple vistazo. Por eso su pesimista intuición en torno a Pascal lo ponía nervioso. Y es que Pascal se negaría a colaborar. Seguro.

Aquel hecho constituía un incómodo obstáculo con el que no había contado. Al preparar el primer encuentro, Verger había esperado enfrentarse a un joven pusilánime, superado por las circunstancias y, por tanto, fácil de manipular. Y quizá así había sido en un principio; incluso físicamente parecía cumplirse el perfil. Pero aquel chico había ido recuperando aplomo de un misterioso modo. El empresario se percataba ahora, demasiado tarde, de que había subestimado al Viajero, un vulgar adolescente elegido por las circunstancias, que sin embargo había interiorizado su condición sagrada de un modo mucho más solvente de lo que cabía esperar.

«No», se dijo Verger mientras enfocaba sus penetrantes pupilas hacia el teléfono. «No llamará; y así, con esa inadmisible omisión, me obligará a tomar otras medidas más radicales». Verger torció sus labios en una sonrisa malévola. «La audacia insensata de ese chaval será en vano».

Se levantó. Ahora debía ocuparse de otros menesteres, a los que estaba dispuesto a entregarse ciegamente gracias a la exultante energía que le suscitaba su sumisión al ente. Las tinieblas le nutrían... y él debía nutrir a la oscuridad.

La criatura le exigía un sacrificio. Debía derramarse sangre. Pero no la de cualquiera, el Mal había elegido ya al inocente.

Verger, con mirada enfebrecida, abandonó su despacho portando en su silueta la inhóspita sombra de la muerte.

Y un billete de avión.

* * *

Mathieu tragó saliva, mirando a su alrededor. El interior de aquel palacio le sobrecogía, así como la presencia de Daphne y Marcel, dos adultos que no pasaban inadvertidos en aquel grupo: ella, con sus vestimentas exóticas, los dedos retorcidos cubiertos de joyas y sus ojos lúcidos en medio de su apariencia anciana; él, de rostro sereno y complexión fuerte, irradiaba una extraña solemnidad teñida de misterio.

Se sentía intimidado, aún no podía creer que se encontrara allí. Menos mal que la calurosa bienvenida que acababan de dispensarle sus amigos reducía la violencia de la situación. Una íntima emoción, que se negaba a reconocer, se mezclaba sin embargo con su actitud defensiva.

Fue entonces cuando sus ojos se cruzaron con los de Edouard, cuya reacción incómoda puso en evidencia que para el joven médium aquel encuentro también había constituido una sorpresa.

Luego se conocían. Mathieu lo habría jurado, aunque no podía concretar de dónde. La actitud de Edouard confirmaba su impresión. Del
lycée,
desde luego, no, pues era algo mayor que ellos y lo habrían identificado los demás. ¿Entonces? Le estrechó la mano en último lugar, mientras todos se iban sentando dispuestos frente a la chimenea de aquel vestíbulo. La reunión iba a comenzar. Aquella cita evocó en Mathieu la imagen solemne de la sesión inaugural de una logia masónica.

Se sintió importante y al mismo tiempo envuelto en una situación absurda. Todo era tan raro... Se dedicó a observar a Edouard, estudiando su cuerpo —no podía evitarlo— y sus movimientos mesurados, prudentes. Mathieu insistía rebuscando en su memoria. ¿De qué podía conocer él a un joven médium?

Edouard giró entonces la cabeza hacia él, y ambos se miraron unos instantes antes de dirigir su atención a lo que se decía en torno a la Puerta Oscura.

Pascal, en lo que había constituido la intervención inicial de aquella reunión, acababa de terminar de narrar su encuentro con Verger de aquella mañana al volver del
lycée,
e incluso había transmitido el irónico saludo dirigido a Daphne. El Viajero había omitido, sin embargo, todo lo referente al fugaz interrogatorio de Marguerite Betancourt para no verse obligado a aludir a su incursión en la dimensión de los fantasmas hogareños, algo que —ignorante de que se trataba de una información que todos manejaban ya— consideró de menor relevancia y que pensaba compartir más tarde.

—Qué desfachatez —se quejó Daphne, sorprendida de que aquel turbio médium se permitiera el lujo de enviarle saludos a través de Pascal—. Siempre fue un prepotente, ese hijo de perra. ¿Cómo se habrá enterado de la apertura de la Puerta? La ambición le pierde...

—¿Pero quién es ese hombre? —quiso saber Pascal—. ¿De qué lo conoces?

Daphne arrugó el ceño.

—André Verger perteneció a la Hermandad de Videntes... antes de que su ambición le perdiera. De esto hace muchos años.

El Viajero se quedó boquiabierto.

—¿Fuisteis colegas?

Ella asintió, poco orgullosa de aquel retazo del pasado que salía a la luz.

—Ni siquiera entonces nuestra relación fue pacífica. Ese individuo nunca ha tenido escrúpulos a la hora de conseguir sus objetivos —resopló—. Al final, negándose a acatar una sanción del Triángulo Europeo que le obligaba a dejar de ejercer como médium durante cinco años, Verger terminó desligándose de la Hermandad y comenzó a actuar por cuenta propia como hechicero y nigromante bajo la tapadera de un grupo de empresas que lleva su nombre. Apenas he tenido más noticias suyas hasta esta tarde, aunque algo seguro que no ha cambiado en él: su insaciable apetito de poder.

—En cualquier caso, ese encontronazo con Verger extiende el frente que se va abriendo ante nosotros, Pascal —reconoció Marcel—. El constituye un problema más, pero no es el único. Un cabo suelto viene a ti. No ha esperado mucho.

El Viajero pareció no entender.

—¿Cabo suelto? —repitió, extrañado—. No comprendo.

Ahora fue Daphne la que se apresuró a aclarar aquellas palabras:

—Marc.

Todos salvo el forense miraron a la bruja, ofreciendo ante ella la viva imagen de la interrogación.

—Ese ente demoníaco ya ha empezado a moverse desde su mundo.

La pitonisa se explayó entonces, asociando las muertes de Agatha y Dionisio, un terrible daño para el Triángulo Europeo de videntes, con los primeros pasos de Marc. ¿Qué tramaba aquella criatura al jugar de aquella maquiavélica forma con los destinos de todos desde el Más Allá? ¿A qué aspiraba?

Michelle, impactada como los demás ante aquellos asesinatos, se adelantó a las incógnitas que colmaban las mentes del Guardián y la médium:

—Pero se supone que esa... criatura ya está libre en el Más Allá, ¿no? ¿Por qué va a atacar a los videntes? No lo entiendo. ¿Qué consigue con eso? ¿Cómo lo hace?

—Daphne y yo estamos dándole vueltas —señaló Marcel—. La intromisión de Marc en nuestra realidad nos ha sorprendido tanto como a vosotros, aunque cualquier ente puede aprovecharse de sesiones de espiritismo para colarse en nuestro mundo, eso no es nuevo —suspiró—. Lo que está fuera de toda duda es que no se trata de ejecuciones gratuitas, así que tiene que haber un móvil que justifique esas muertes. Cuanto más tardemos en averiguarlo, más nos costará predecir sus próximos movimientos, con el riesgo que eso conlleva. Os tendremos al tanto de nuestros avances.

Todos escuchaban, muy atentos. Entonces intervino Pascal:

—¿Y tiene eso algo que ver con los ataques del Más Allá que he sufrido? Porque sea lo que sea lo que se me acercó, no pudo aprovecharse de una de esas sesiones de espiritismo...

El Viajero no había olvidado las risas infantiles que alcanzó a escuchar durante el primero de aquellos episodios.

Tanto Marcel como Daphne se encogieron de hombros.

—No tenemos una respuesta para eso todavía —reconoció Marcel—. Sería posible, desde luego, si el ente hubiera llegado hasta ti a través de las vías de los fantasmas hogareños. Pero también resulta muy raro que un espíritu aproveche esos accesos al mundo de los vivos para llevar a cabo sus agresiones.

Demasiados acontecimientos excepcionales. ¿Acaso estaban cambiando los parámetros que regían el vínculo entre las diferentes dimensiones? Sin embargo, parecía más plausible que todo se debiese a la osadía de un solo culpable.

Y todo apuntaba a Marc, el ente demoníaco.

—De momento, mantente en guardia —recomendó la vidente a Pascal—, y confiemos en que no vuelvan a producirse fenómenos así.

Aquellas palabras no ayudaron a serenar el ánimo del Viajero.

CAPITULO 19

Cuando Marguerite entró en su despacho de la comisaría, ya tenía encima de la mesa un documento que atestiguaba el cauce urgente que se estaba siguiendo en el reabierto expediente Lebobitz. Dentro de un sobre marrón aguardaba el dictamen del perito grafólogo, el experto que había analizado minuciosamente cada línea de la carta que se había descubierto en casa del suicida. La idea de que un inocente estuviera cumpliendo condena —en realidad, la mera posibilidad de que a raíz de ello pudiera derivarse una cadena de responsabilidades que llegaría incluso a niveles políticos— espoleaba los ánimos en el difuso ámbito de la burocracia; si, al final, resultaba que había tenido lugar una injusticia, nadie quería ser acusado de no haber hecho todo lo posible en cuanto se barajó tal posibilidad.

—A buenas horas —refunfuñó la detective, resoplando—. No todos podrán salvar el culo si aquí pone lo que imagino...

Marguerite atrapó el sobre de un manotazo mientras se dejaba caer en su sillón, y arrancó la solapa adhesiva para extraer el informe. Enseguida sus ojos recorrían, ávidos, todas las conclusiones que aparecían redactadas, atendiendo a cada detalle que pudiera resultar relevante.

—Justo —susurró, moviendo la cabeza hacia los lados en una mueca de incredulidad—. El tipo que está en la cárcel es inocente.

Qué fuerte. Ojalá nunca tenga que verme con la justicia desde el otro lado...

No perdió el tiempo. A los pocos segundos había descolgado el teléfono y comunicaba las novedades al comisario.

—Máxima discreción —instruyó su jefe maldiciendo por lo bajo—. Este caso no debe trascender, o la mierda nos va a salpicar a todos. Esta misma tarde remitiremos al juez de guardia el dictamen grafológico y un detallado informe que quiero sobre mi mesa en una hora, para que se emita sobre la marcha una orden de puesta en libertad para el implicado. Quiero a ese hombre en la calle esta noche.

—De acuerdo, jefe —Marguerite acarició su collar de amatistas, poco satisfecha todavía—. ¿Y qué más?

Se produjo un breve silencio al otro lado.

—¿Y qué más? —repitió el comisario, a la defensiva—. Detective Betancourt, déjese de rodeos; no tengo tiempo, y mucho menos para gastarlo con usted.

«Siempre tan simpático», pensó ella. Nunca se habían llevado bien, por una cuestión de disparidad de criterios a la hora de trabajar. Los métodos poco ortodoxos de ella no convencían a algunos de sus superiores en la policía —menos mal que no se habían enterado de cómo había resuelto el caso de la desaparición de la señora Goubert—, y ello a pesar de la eficacia demostrada en diferentes ocasiones. Marguerite, tras varios conflictos con compañeros originados siempre por esa misma causa, había terminado por extraer sus propias conclusiones: la mediocridad se siente amenazada por todo aquello que cuestione los procedimientos convencionales. Los profesionales más grises, temerosos en el fondo de que algo los obligue a cambiar sus mecanizadas rutinas, reaccionan con cierta agresividad hacia cualquier innovación, originalidad, sin detenerse a valorar si las aportaciones creativas pueden suponer, en efecto, una mejora en la forma de trabajar.

Por todo eso ella resultaba incómoda; algunos habrían estado encantados de que cambiara de unidad. Menos mal que Marguerite despreciaba por completo el juicio de sus compañeros más incompetentes. El problema venía cuando necesitaba algo de sus jefes, claro. Entonces su posición era más problemática.

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