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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (6 page)

—¿Cómo es que hoy no has comido con nosotros? Algo me ha comentado tu madre de que...

—Había quedado con Mathieu, por eso he venido tarde.

Pascal respondía, pero su semblante continuaba demasiado serio, casi ausente.

—¿Te ocurre algo? —procuró indagar Fernando, demostrando a su hijo que sí había llegado a captar, siquiera por una décima de segundo, que algún asunto lo inquietaba.

Pascal le devolvió la sonrisa, un esbozo algo forzado que, sin embargo, le hizo ganar tiempo: aunque llevaban una temporada sin hablar mucho, aquel hombre culto, algo mayor, despistado y vulnerable con el que se cruzaba en casa, seguía siendo su padre. El chico miró con ternura su figura algo fondona y sus grandes entradas sobre la frente, que dejaban bien visible un rostro sereno de rasgos suaves con sus mismos ojos grises. Era un buen hombre que siempre había preferido delegar en su esposa los temas conflictivos con su hijo.

Al contrario de lo que ocurría con su madre, mucho más vivaz y dinámica, a menudo la mutua compañía que se dispensaban padre e hijo se traducía más en silencios que en conversaciones, pero ambos sabían que contaban el uno con el otro, y eso les bastaba. Al menos, hasta ese momento. En los últimos tiempos, no obstante, Pascal veía a su padre maniobrar, llevar a cabo acercamientos que le incomodaban. Sin duda su madre, siempre atenta, estaba detrás de esa estrategia. Parecía evidente que se habían dado cuenta de que algo ocurría con su hijo —hasta su mirada era distinta, de una firmeza ajena—, de que de alguna forma estaban perdiendo su complicidad, y sentían la necesidad de actuar, de reaccionar.

«Tenéis razón», se dijo Pascal. «Algo está ocurriendo. Pero no debo implicaros, será mejor para todos».

Fernando Rivas, al igual que su mujer, empezaba a echar de menos que su hijo recurriera a él. Ya no sucedía, salvo para cuestiones puramente académicas. Y tampoco era tan mayor como para requerir semejante grado de independencia. La confianza absoluta a la que Pascal los tenía acostumbrados había experimentado una brusca caída en pocas semanas. Algo había sucedido, y ellos se habían dado cuenta a pesar de que, debido a sus respectivos trabajos, coincidían poco con él. Pascal había aprendido a disfrutar de una prematura autonomía forzada por las circunstancias. Demostraba que era capaz de organizarse solo: no suspendía, no protagonizaba problemas de disciplina, y tenía sus propios amigos; muy pocos, pero buenos.

Fernando se sintió culpable.

A Pascal, que estaba sospechando la índole de las reflexiones de su padre, le habría encantado poder liberarle de aquella carga de incertidumbre, poder explicarle que lo que sucedía no tenía nada que ver con ellos, con su actuación hacia su hijo.

Pero no podía hacerlo. No debía. Bastantes personas estaban ya involucradas en el
secreto.
Tras la implicación de Mathieu, no podía arriesgar más vidas, ni le apetecía embarcarse en nuevas confesiones.

Ellos no.

La causa de sus íntimos cambios estaba más allá de lo que podían concebir sus padres, sencillamente. Un abismo los separaba. No había nada que ellos pudieran hacer. El solo les pedía, a través de su actitud prudente, que fingieran que no habían notado aquella brecha que se había abierto. Con el tiempo, él volvería a ser el de siempre, lo prometía. Pero mientras tanto les pedía con los ojos paciencia, les imploraba con su silencio esa fe ciega, incondicional, que parece legítimo exigir a los seres queridos.

Pascal necesitaba un hogar tranquilo donde poder cobijarse en los momentos en que las circunstancias amenazasen con superarle. Porque sabía que tales momentos iban a volver a producirse, tarde o temprano. Necesitaba, sobre todo, sentir que su realidad cotidiana —la de antes de que ocurriera lo que sucedió aquel último Halloween en casa de Jules Marceaux— permanecía inalterable. Aunque en el fondo supiese que aquel refugio doméstico era solo aparente, como había constatado en los recientes episodios paranormales que acababa de protagonizar. En su confidencial condición de
Viajero entre Mundos
no existía lugar donde ocultarse, donde huir. Al igual que no existían límites para sus pasos.

Pascal despertó de sus cavilaciones, susceptible en medio de una jornada que había amanecido para él no solo con escenas inquietantes, sino también repleta de una extraña melancolía de la que no lograba desembarazarse.

Su padre, de pie frente a él, con el maletín apoyado en el suelo, aguardaba todavía una respuesta.

—Te veo serio —insistió.

Pascal estuvo a punto de ceder, de pedirle que se sentara con él y escuchara todo lo que tenía que decirle. Estuvo a punto de confesarle por fin, frente a su vigoroso escepticismo de adulto, que aquel chico que tenía delante era, a pesar de su devota normalidad, el único ser humano que podía visitar el Mundo de los Muertos y volver para contarlo. Que su vida había cambiado para siempre hacía unos pocos meses, a raíz de un hecho que todavía no sabía si calificar de accidente o de predestinación. Ardía en deseos de revelarle que había algo más allá de la muerte, ahora podía confirmarlo. Y que existían el Bien y el Mal.

Pascal enfocaba a los ojos a su padre, con una intensidad que desorientó a Fernando Rivas.

Quería contarle que los muertos aguardan una llamada, y que mientras tanto permanecen en sus tumbas.

Pascal tragó saliva.

Y que estaba enamorado de Michelle, su mejor amiga.

Y que no podía olvidar a Beatrice, un espíritu errante.

—No pasa nada, de verdad —dijo al fin, replegándose en la comodidad de la discreción—. Vas a llegar tarde a trabajar, papá.

Fernando Rivas supo interpretar aquellas palabras y el rostro congestionado de su hijo, intuyó que, durante aquel silencio que ambos habían protagonizado, se había librado un combate que había estado a punto de ganar sin ser consciente de ello. Quizá más adelante.

—Hasta la noche, hijo.

Extendió un brazo y le revolvió el pelo como despedida. Mientras le dirigía una última mirada con la que pretendía transmitirle un apoyo que sus palabras no habían dejado traslucir, agarró su maletín y abandonó el salón rumbo hacia la salida del piso.

Pascal le siguió con la vista, meditabundo. «Lo hago por vosotros», pensó. «Ahora la muerte siempre me acompaña. No queráis saber».

* * *

Marble Arch, Londres
12-11-2008, 17:30 h

Otra bombilla se fundió, dejando la habitación casi a oscuras. Arthur Fitzgerald emitió un quejido de miedo y se levantó.

Agatha era muy consciente de los riesgos de la ouija. Entre otros, que resultaba mucho más fácil convocar ánimas que despedirlas.

Sobre todo cuando no querían retornar a su remoto cubil espiritual.

La vidente no había apartado las pupilas de la pieza de madera, que mantenía sobre el tablero de ouija. Cerró los ojos y arrugó con fuerza los párpados, intensificando su propia concentración. Pretendía así atraer hacia ella la presencia extraña que permanecía merodeando en aquella sala, intentaba dejar al margen de aquel asedio a sus vulnerables clientes. No aguantaría mucho tiempo en esa pose, ella constituía ahora un provisional dique tras el que las aguas del Más Allá iban ganando en presión, revueltas, acumulándose.

—La sesión ha terminado. Váyanse —el tono susurrante de aquella instrucción no impidió que la pareja sentada frente a ella intuyera su naturaleza imperativa—. Levántense con calma y diríjanse a la puerta. Ya.

Imperativo no,
acuciante.
El matrimonio había captado no solo la necesidad de la obediencia sino su urgencia, a pesar de que aquel final prematuro confirmaba lo infructuoso de la sesión de espiritismo que habían pagado con generosidad.

Los Fitzgerald, cuyo desconcierto iba mudando en temor, acataron la orden sin pronunciar palabra. Incluso levantaron sus sillas para no hacer ruido. La ignorancia potencia la intuición y ellos, ajenos a lo que estaba sucediendo, percibían sin embargo el siniestro sabor del peligro en el ambiente frío que emanaba desde cada rincón de aquella habitación. Había que largarse... cuanto antes.

—La llave está en la cerradura —volvió a susurrar Agatha, sin alterar su semblante inmóvil—. Dos vueltas a la derecha, cierren la puerta en cuanto salgan. Corran después sin volver la vista atrás. Deprisa.

Virginia Fitzgerald la miró agradecida mientras abrían la puerta, sabiendo distinguir en el gesto tenso de la vidente una lucha interna que los salvaba de algo, de un riesgo abstracto que de algún modo se cernía sobre ellos. Quiso responder a aquel noble comportamiento, pero Agatha se anticipó a su intención:

—Virginia, es mi trabajo —reconoció con voz crispada, a punto de ceder en el pulso interno que iba consumiendo su resistencia—. Márchense. Debo terminar esta sesión... sola.

A los pocos segundos, la única compañía con la que contaba la bruja era la presencia espiritual maligna, que insistía en liberarse de la prisión del panel de madera. Otra vela se apagó, la vidente casi pudo sentir sobre el rostro el aire removido, el soplido fugaz del ente perverso dirigiéndose a la llama tenue. Hubiera gritado de espanto al notar un tacto helado que recorría una de sus piernas. Aunque bajo la mesa no había nadie, no había nada.

Las cortinas se agitaron con furia, nuevos portazos se sucedieron en el pasillo de la casa, como si el espíritu malévolo lo fuese recorriendo, buscándola. Agatha lo vio claro, estaba perdiendo el control, agotaba con una tozudez heroica, abnegada, sus últimas fuerzas. El capitán que se hunde con su barco cuando ya no quedan pasajeros. Al menos las otras dos potenciales víctimas se encontraban a salvo. En aquel instante ya no habrían podido marcharse.

Agatha abrió los ojos y se enfrentó al tablero, a sus letras negras ahora tan diáfanas que parecían haber ganado relieve sobre el fondo, y a la presión temblorosa de la punta de flecha —vibrante bajo sus dedos—, ansiosa por mostrar un mensaje de ultratumba que la vidente se empeñaba en rechazar.

De forma paulatina, la punta que sus dedos procuraban contener inició un sutil arrastre hacia nuevas letras, sin que ella pudiera evitarlo. Ya no. Muy pronto, Agatha pudo leer el mensaje completo:

Morta es
.

Agatha se puso en pie de un salto, sabía que no disponía de tiempo. Había despegado sus dedos del panel de ouija e iniciaba un ritual —su último recurso— con el que procuraba contener aquella presencia que ya se precipitaba contra ella. Debía expulsar al ente antes de que fuese demasiado tarde.

Algo cortó su aliento de cuajo, impidiendo así que terminara de recitar la salmodia salvadora. Agatha abrió mucho los ojos, conmocionada, mientras se esforzaba en extraer de su garganta sonidos inteligibles.

Nada. Lo único que surgió de entre sus labios crispados fue un gemido afónico, un aire débil con el que tampoco podría pedir ayuda.

La bola de cristal estalló sobre la mesa y la última luz se fundió, hundiendo a la vidente en una definitiva soledad oscura.

* * *

La tarde avanzaba. Jules Marceaux giró su cabeza hacia un lado, hasta sentir un crujido en sus vértebras superiores. Alzó entonces la barbilla, mirando de reojo con sus ojos negros hacia el espejo al que se había aproximado. Sí, desde esa posición se veía muy bien la diminuta cicatriz de su cuello, bajo un rostro blanquecino de mejillas hundidas que parecía pedir a gritos que alguien le insuflara un poco de aliento.

Allí estaba, desafiante en su pequeñez. La cicatriz. Todos los días la analizaba, con la insensata insistencia de quien alimenta la convicción de que cualquier mañana se levantará de la cama y aquello que monopoliza sus sentidos habrá desaparecido. Todos los días estudiaba su marca, sí, para a continuación descubrir que la odiosa señal continuaba alojada en su piel con el pertinaz apetito de un parásito.

Era como esforzarse por mantener viva una decepción crónica. Jules se estiró la piel del cuello para estudiar con mayor detenimiento aquella muesca irregular.

¿Cuántos días más le harían falta para resignarse y asumir de una vez que aquella marca le acompañaría el resto de sus días? Sin embargo, no era eso lo que le preocupaba en realidad, no se trataba de una simple cuestión estética. Una mancha en su blanquísima piel le daba igual.

De haber tenido otro origen menos nocivo, incluso hubiera contemplado la cicatriz como un elemento interesante, que aportaba un toque siniestro a su imagen gótica.

Pero no. Su preocupación se deslizaba por unos derroteros más inquietantes.

Jules, que analizaba cada detalle de la fea señal en su piel, contuvo la respiración. La marca, recuerdo del ataque del vampiro que había sufrido en su desván aquella agónica noche tiempo atrás, mostraba hoy una tonalidad rosácea que había ganado un grado en intensidad. La miró mejor, incrédulo. Sí, podía jurarlo. Casi parecía más fresca, más reciente. Justo sobre la yugular.

Pero eso era imposible; conforme transcurría el tiempo, las cicatrices iban adquiriendo una coloración más parecida a la de la piel, no al revés. Y, desde luego, se trataba de un proceso mucho más lento. En unas pocas semanas no podían producirse cambios distinguibles.

A Jules le empezaba a doler la espalda, así que dejó de inclinarse sobre el lavabo. Ya había visto suficiente, demasiado. Se enfrentaba ahora a sus propios ojos, ensombrecidos por las ojeras bajo su cabello rubio desordenado. Y en ellos se vislumbraba —basta ya de engañarse— un miedo indefinible.

En tres meses no había logrado reunir la entereza suficiente como para decírselo a sí mismo a la cara, para pronunciar sin tapujos la amenaza con la que se desprendía cada amanecer de un persistente insomnio que parecía negarse a abandonarlo. Y, tal vez por culpa de su propia paranoia, empezaba a localizar otros síntomas sospechosos de su temor.

—¡Créetelo, Jules, no te mordió! —gritó a su imagen, conmocionado, intentando en vano descartar su venenosa sospecha—. El vampiro no llegó a morderte...

Su voz se quebró en un breve sollozo. No podía afirmar aquello con total convencimiento, porque no lo recordaba. Fruto de sus heridas y del propio trauma que arrastraba desde aquella madrugada del encuentro con el monstruo, padecía una amnesia que recortaba sus recuerdos, los hacía jirones impidiéndole confirmar un consuelo que necesitaba con ansia.

«No me mordió», se repitió. «Hace meses que me habría convertido en vampiro, de no ser así».

Pero la cicatriz no solo no había desaparecido, sino que permanecía en su cuello más viva que antes. Eso era un hecho incuestionable. Y luego estaba aquel cansancio que lo tenía sometido todo el día, y que parecía acrecentarse con el sol... Y lo mal que dormía. Eran demasiadas cosas, se aliaban contra él, boicoteaban su vida.

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