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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (7 page)

Él mentía a sus padres para impedir que lo llevaran a un tratamiento psicológico que adivinaba inútil en sus circunstancias.

Ante ellos se mostraba por tanto normal, o lo procuraba. Por suerte, la pasividad era tan frecuente entre los adolescentes que su propia fatiga no llamaba la atención, salvo a sus amigos. A los que también mentía, abrumado por una conjetura asfixiante que no podía compartir con nadie. Ni siquiera con Michelle. No soportaría que lo miraran con recelo, como a un bicho raro o, todavía peor, como a alguien peligroso. No estaba dispuesto a eso, cuando no sentía que constituyera un riesgo para nadie.

Ahora sí se hallaba encerrado en su propia pesadilla. Se iba hundiendo en ella más y más, como apresado por arenas movedizas, mientras Michelle y los demás se recuperaban y retornaban a la vida normal, una vida que cada vez se le antojaba más lejana. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Era todo, en efecto, una simple pesadilla? Fuera cual fuese la verdad, él se resistía a pedir ayuda. Sencillamente, no podía.

Un pensamiento atroz lo invadió: aquel inmovilismo que dominaba su cuerpo, ¿se trataba de un mecanismo de autodefensa de la estirpe vampírica, que paralizaba la iniciativa del infectado mientras duraba el proceso de transformación, para impedirle que lo obstaculizara pidiendo auxilio?

Consultó su reloj. Agradecido, se dio cuenta de que ya quedaba poco para que Michelle acudiese a su casa a visitarle, tal como habían quedado. Así se distraería, se obligaría a pensar en otras cosas y a disimular.

Asqueado, se apartó del espejo y salió del baño con los movimientos decaídos de un sonámbulo. Qué agotamiento.

CAPITULO 6

Marble Arch, Londres
12-11-2008, 18:00 h

Una fuerza invisible empujó a Agatha contra el suelo. La lámpara que colgaba del techo de la habitación comenzó a oscilar. La vidente no podía distinguirlo en medio de la oscuridad, pero escuchaba el chirriar de la pieza metálica que la sujetaba y partículas de yeso aterrizaban sobre su cabeza.

Una risa espasmódica surgió de improviso, llenando los espacios de la casa con un eco cavernoso. Y una voz juvenil, de inflexión traviesa, pronunciaba el nombre de la mujer de forma insistente:

Agatha... Agatha... Agatha
...

La voz se iba aproximando desde el pasillo, mientras algunas puertas se abrían y cerraban con estruendo.

La cadencia inofensiva de aquella llamada había erizado la piel de la vidente. Tenía que escapar de allí.

Agatha... Agatha... Agatha
... ¿
dónde estás
?

La adivina empezó a recorrer sin levantarse metros de suelo en dirección a la puerta principal, pero algo invisible atrapó sus piernas y la impulsó de nuevo hacia atrás. Ella quiso hablar, negociar. Pero su garganta continuaba negándose a emitir palabras, tan solo dejaba escapar deshilachados soplos de fuelle roto. ¿Reuniría la energía suficiente para enviar un mensaje de advertencia a Daphne de París, su hermana vidente de mayor confianza, antes de que fuera demasiado tarde? Porque aquel ser de ultratumba que había acudido a la sesión no era un simple espíritu; emanaba de él un poder tan maligno...

La luz de la habitación empezó a parpadear. La voz que pronunciaba el nombre de la vidente había llegado ya a aquella sala, ella notaba su frío esencial empapando el aire con el pausado avance de lo mortífero. La pieza triangular de madera, mientras tanto, iba recorriendo todas las letras sobre la tabla de ouija, describiendo rizos caprichosos en sus movimientos de trayectoria infantil.

Las plantas que adornaban la habitación, sobre unos maceteros próximos, murieron al instante. Perdieron su verdor para adquirir el tono pajizo de la sequedad, y sus tallos cayeron hasta colgar, inertes, sobre el borde arcilloso de los recipientes que contenían la tierra.

No podría hacerlo, no lograría avisar a la Vieja Daphne.

Los parpadeos de luz continuaban. Agatha, detenida en el suelo, alcanzaba a ver la estancia durante los fugaces momentos en los que la lámpara volvía a iluminarla antes de sucumbir otra vez a la oscuridad. En uno de aquellos guiños resplandecientes, acertó a ver una imagen pavorosa: un espejo le confirmaba que a su lado, aunque no pudiera verlo, se encontraba un niño de unos diez años, de pie, sin moverse, mirándola con una sonrisa abyecta.

Agatha intentó gritar, se apartó de la zona de aire en la que junto a ella intuyó la presencia demoníaca. Pero seguía anclada al suelo. Una mano invisible empezó a acariciarle el pelo con parsimonia, ella procuró rebelarse sin éxito, asqueada en medio de su horror de que aquel ser la rozase siquiera.

Entonces la respiración comenzó a fallarle. Sus pulmones, que sentía aplastados, no le permitían coger aire y ella empezó a boquear como un pez sacado del agua, se revolvió bajo el suplicio de la asfixia. En un último movimiento, se estiró hacia la puerta, todavía envuelta en las convulsiones que su cuerpo provocaba buscando oxígeno. A los pocos segundos quedó tumbada sobre el suelo, uno de sus brazos extendido hacia delante. Estaba muerta.

La lámpara suspendida en el techo dejó de girar, fue perdiendo impulso hasta detenerse. Y la luz recuperó su resplandor constante para dar paso a una escena de desorden estático donde todavía podía percibirse la huella reciente del Mal.

* * *

Pascal se había quedado solo en casa, algo que empezaba a darle miedo. Confió en que no tuviera lugar ningún otro fenómeno sobrenatural, aunque, por si acaso, no se separaba de su instrumental de Viajero. Las imprudencias le podían costar caras.

El chico entró en su habitación y se tiró en la cama, dispuesto a pasar un rato escuchando música mientras hacía tiempo para volver a intentar contactar con Daphne, pues la vidente no había contestado a su primera llamada. No tenía ganas ni de chatear.

Ahora que había tomado la determinación de interrumpir la cuarentena, se sentía prisionero en su propia casa, algo que nunca hubiera imaginado que le pasaría a él, de talante más bien hogareño. Le devoraba la impaciencia.

Y el recuerdo de Beatrice.

En el fondo, sabía lo que le ocurría. Tres meses de rutina, como si nada hubiese sucedido, eran suficientes. Después de que en su vida hubiese sobrevenido algo grandioso, y ahora que todos parecían haber ido recuperándose del impacto de lo vivido, el cuerpo le pedía una nueva dosis de ese protagonismo tan ajeno a su tradicional forma de ser, pero que empezaba a agradarle.

Comenzaba a sentirse cómodo en su nuevo papel, por eso lo añoraba secretamente. Ya no estaba dispuesto a retornar a su anodina existencia, ni siquiera contando con los riesgos que entrañaba su nueva condición.

Pascal había recuperado el aplomo y la salud. Los ataques que acababa de sufrir en casa y en el
lycée
solo consolidaban su decisión de retomar sus viajes al Más Allá, pues habían evidenciado que no podía seguir manteniendo la apariencia de normalidad en caso de que así lo hubiera pretendido.

Que no era el caso.

Pascal alargó un brazo y cogió una foto enmarcada donde aparecía su grupo de amigos cenando en el McDonalds de la calle Rivoli, en cierto modo una imagen profética: en el encuadre aparecían justo los que en aquel preciso momento eran sus cómplices en el secreto de la Puerta Oscura, a excepción de los dos adultos implicados.

Allí estaba Michelle, guapísima en su estética gótica, que a Pascal no acababa de convencerle. Con la melena rubia cayéndole sobre los hombros, sonriendo con los labios maquillados de púrpura junto a Jules Marceaux, alto y escuálido, de tez muy pálida, con quien ella compartía aquella pasión por las ropas oscuras, el manga y todo lo siniestro. Ambos tenían un año más que él, dieciséis, y solían mantener discusiones sobre temas como la muerte o la interpretación de las pesadillas. Pascal sonrió. Vaya par. Pero a Michelle se lo perdonaba todo, por su mirada enérgica, por las intensas sensaciones que despertaba en él o por la cantidad de sueños de Pascal que ella, sin saberlo, había protagonizado —el Viajero hizo un mohín sufrido—, y por aquella fortaleza que ella solía exhibir y que a él le torturaba, pues la hacía parecer inaccesible.

Qué fácil había sido tenerla como amiga, y qué difícil le estaba resultando a Pascal dar un paso más. El episodio de pasión vivido con Beatrice en el Más Allá, un secreto que Pascal guardaba con celo, no ayudaba.

Lo cierto era que, últimamente, Pascal creía distinguir en la mirada de Michelle la misma inseguridad que atenazaba sus propias iniciativas, algo que le parecía buena señal. Si Michelle tuviese claro que no estaba interesada en una relación con él, ya se lo habría dicho. Ella era así. El hecho de que llevaran los dos varios meses sin atreverse a dar el paso, permitía albergar esperanzas. Aunque el proceso, de tan cauto, estuviese transformándose en una agonía para él.

Tres meses habían transcurrido, tres meses en los que habían ido coincidiendo sin atreverse a sacar el tema, por miedo a contaminarlo con las secuelas que arrastraban tras los días en los que Gautier, el vampiro, había rondado por París dejando a su paso un reguero de sangre inocente. Ni siquiera los amigos se atrevían a preguntarles, dejándolos a los dos seguir su propia hoja de ruta hacia una posible relación sentimental.

Pero las horas terribles del peligro de muerte ya formaban parte del pasado, aunque fuera un pasado reciente. Y el hecho de que Pascal hubiese rescatado a Michelle del Más Allá había adquirido, gracias a aquellas semanas de inactividad, la suficiente distancia como para que ella pudiera decidir sobre su relación con Pascal sin temer que su gratitud condicionara su decisión final.

Entonces, ¿por qué no respondía ella a su pregunta de una vez? Tal vez estaba a punto de ocurrir.

Pascal contuvo la respiración. Casi le daba más miedo intuir que se aproximaba el momento de hablar con Michelle, que la posibilidad de que aquella situación de mutuo silencio se prolongara.

Pascal volvió a la fotografía, prefería no pensar en eso.

Sentado en aquella mesa del establecimiento de comida rápida, aparecía también el rostro pícaro y atractivo de Dominique. Como siempre, se había colocado en una esquina para poder encajar su silla de ruedas. Aún no se había quitado la gorra y, para variar, ofrecía una sonrisa maliciosa, parecía estar lanzando mensajes al fotógrafo a través de sus ojos azules, comunicándose con el objetivo de la cámara para compartir comentarios de contenido sexual. Se intuía en sus ropas amplias un torso atlético, consecuencia de los años que llevaba arrastrando la silla. Sus piernas, atrofiadas, no salían en plano, invisibles bajo el tablero de la mesa cubierto de restos de mcmenús, vasos con pajita y servilletas arrugadas. Frente a él se hallaba sentado Mathieu, que exhibía su cuerpo poderoso de deportista y sus facciones firmes, abarcando con sus brazos fuertes a los demás en una especie de abrazo de equipo.

Sonó el móvil, haciéndole dar un respingo que interrumpió de golpe su melancolía. Pascal vio en su pantalla un número que no conocía y en pocos segundos se encontraba escuchando la voz rechinante de la Vieja Daphne, la vidente. Pensó que ella le devolvía la llamada, pero se equivocaba. Le necesitaba por una razón muy distinta.

Pascal tragó saliva, sorprendido. ¿No se acababa de quejar de tantos meses de tranquilidad forzosa? El destino parecía reírse de él, anticipándose a sus propios deseos.

—¿Podemos contar contigo? —preguntaba la médium.

Pascal no se lo pensó:

—Claro.

Daphne continuó hablando, al otro lado de la línea. Algo había ocurrido... que precisaba de la intervención de Pascal como Viajero.

Inmediatamente.

El chico decidió, ante la urgencia de aquella enigmática petición, que no era momento de comunicar a la vidente sus experiencias paranormales de aquel día. Más tarde podría hacerlo.

* * *

La primera presa había caído. El ente retornó a sus dominios, satisfecho, experimentando en su propia esencia maldita el placer de arrebatar una vida. Se sumergió en el abismo de las galerías oscuras que conducían al territorio inerte de los fantasmas hogareños, con una sonrisa retorcida deformando su rostro.

La eliminación de cada una de las víctimas elegidas suponía un paso más hacia su advenimiento, hacia la gloriosa reaparición de Marc en el mundo de los vivos.

En medio de sus propios instintos, aquel ser debía contener sus anhelos de volver a dirigirse hacia el Viajero. No, su impaciencia podía estropearlo todo. Para conseguir a aquel chico albergaba otros planes. Antes tenía que culminar la serie de ejecuciones que su futuro reinado exigía.

* * *

El doctor Marcel Laville, Guardián de la Puerta Oscura, llevaba un rato merodeando por un sector lateral del cementerio de Pére Lachaise. Superó por fin los escasos metros que lo separaban de la lápida que buscaba, la tumba de la última víctima de Gautier. Se trataba de la chica que vivía en aquel ático cercano a la residencia de los Marceaux, presumible primera escala del monstruo que ya se preparaba aquella noche de hacía tres meses para su inminente asalto al desván donde permanecía custodiada la Puerta Oscura. Marcel, sin desviar la mirada de la lápida, rememoró aquellas tensas horas teñidas de presagios.

La pareja de esa mujer joven había muerto también esa noche —minutos antes que ella— al precipitarse por el balcón en extrañas circunstancias, en lo que constituyó el primer indicio para la policía. Un cadáver sobre la acera en plena madrugada resultaba, sin duda, muy llamativo; sobre todo si se atendía a su cuello cortado de cuajo.

El forense, vestido de traje, había desplazado su alta figura entre las sepulturas con unas zancadas firmes que atestiguaban la buena forma física en la que se encontraba a sus cuarenta años. Se había detenido al llegar a la tumba para depositar con delicadeza un pequeño ramo de flores. Se apartó un mechón de pelo gris ceniza que le caía sobre la frente y paseó la mirada por la superficie del monumento, recuperando los frenéticos recuerdos de aquella noche en la que se enfrentaron al demonio vampírico con más éxito que esa pobre pareja.

En realidad, aquellas dos inocentes víctimas no habían tenido ninguna oportunidad, quien los había matado realmente había sido el azar; ellos no estaban destinados a morir, pero se cruzaron en el letal camino de un vampiro proveniente del Más Allá. La casualidad había dictaminado su muerte.

Qué injusticia.

Marcel se mordisqueó el labio inferior, triste, abarcando con la vista el mudo panorama que se extendía a su alrededor: una llanura arbolada que se veía salpicada de cruces, panteones y losas entre las que serpenteaban caminos de asfalto y tierra. Aquí y allá distinguía siluetas de personas que caminaban con la solemnidad que imponía aquel paisaje.

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