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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (12 page)

Todo eso lo perdía en aquel instante. Porque Michelle había dado el paso. Ahora, él tenía que actuar.

«Tampoco me estoy tirando a la piscina», pensó Pascal. «Me ha dado suficientes pistas. Qué bien me conoce».

—Necesito saber qué siento al besarte —añadió Michelle—, ¿entiendes? Todo lo que pasó fue... tan intenso.

Pascal hizo un gesto torpe con la cabeza. O sea que aquello era un experimento. ¿Podría él soportarlo? ¿Podría soportar que de aquel beso derivase, llegado el caso, una respuesta negativa de su amiga? Porque sería un rechazo definitivo. Ese beso podía convertirse, así, en una suerte de premio de consolación.

Ella aguardaba, buscando la complicidad de su amigo. Pascal echó un disimulado vistazo al reloj. ¿Cuánto quedaba para que aparecieran los demás? A Michelle no parecía importarle eso, persistía en su proximidad sin rehuir su rostro ni su aliento entrecortado.

Pascal llevó sus manos a la cintura de ella y la atrajo hacia sí con lentitud, terminando de vencer los centímetros que los separaban, sin añadir nada. El corazón le palpitaba demasiado fuerte, no podía oír nada que no fuesen sus propios latidos. Michelle se dejó llevar. En su gesto final, algo cohibido, Pascal acertó a vislumbrar que tampoco ella dominaba la situación, y eso le ayudó. Ambos fingían una naturalidad que se había desvanecido en los últimos minutos.

Pascal cerró los ojos al mismo tiempo que ella, y sus bocas entreabiertas, expectantes, se unieron. Él sintió la humedad cálida que le recibía, y recorrió despacio los carnosos labios de Michelle, saboreándolos. Había soñado tanto aquella escena que podía evocar cada detalle que ahora no podía ver, deslizando su rostro con delicadeza, como recorriendo por dentro aquella sonrisa que conocía tan bien. Se dejó llevar por la tibieza de los labios de su amiga, por la suavidad con que ella recorría su boca, en un contacto soñado desde hacía mucho tiempo.

El chico había dejado sus manos olvidadas sobre las caderas de Michelle, en una muestra de esa incomodidad que no había desaparecido por completo. Ella, que apoyaba las suyas en los brazos delgados de su amigo, tampoco había querido ir más lejos. Ambos ofrecían los avances trémulos del primerizo, aunque su cautela respondía más bien a la delicadeza del que manipula un objeto valioso: ocurriera lo que ocurriese tras aquel beso, no querían perder lo que ya poseían.

Pascal prolongó aquel contacto con creciente convicción —se había olvidado incluso de que podían aparecer sus amigos en cualquier momento—, hasta que una imagen desestabilizadora afloró en su cabeza de un modo súbito, inesperado, que rompió en añicos el cauce de sus pensamientos: los transparentes ojos de Beatrice.

Su corazón dejó de latir y sus dedos se crisparon. Beatrice. Por Dios, ¿a qué venía en aquel preciso instante un recuerdo tan comprometedor? Su memoria le jugaba una mala pasada en una situación muy delicada. Pascal gruñó por dentro; después de aguardar durante meses, precisamente ahora, cuando se cumplía una de sus fantasías más anheladas, le asaltaba ese retazo de su pasado que, no podía engañarse, sí había recreado en más de una ocasión durante aquellas últimas semanas. No podía creer que su mente le traicionara de esa forma, que esa evidencia de puro deseo tuviese la fuerza suficiente, la inconcebible arrogancia de inmiscuirse en su escena soñada.

Pero estaba sucediendo.

Y es que rememorar aquella primera experiencia vivida con el espíritu errante, un secreto que no había compartido con nadie, podía desequilibrarlo por completo y arruinar lo que estaba a punto de vivir con Michelle.

Ella, ajena al conflicto íntimo del Viajero, había tomado la iniciativa mientras Pascal se dejaba hacer, absorto en lo que consideraba una traición de lo más rastrera: besar a Michelle mientras pensaba en Beatrice. Porque no conseguía quitarse de la cabeza aquellas facciones angelicales que le acompañaron por tierras oscuras.

La carga de secretos con la que estaba dispuesto a iniciar una relación sentimental con Michelle podía suponer un peso excesivo. Por otra parte, ¿qué implicaba exactamente aquella alevosa aparición de la imagen de Beatrice, al modo de un
voyeur
despechado que asiste al triunfo de su rival, incapaz de permanecer al margen? ¿Acaso él había interpretado como deseo algo de una naturaleza superior? Todo daba vueltas en su cabeza. ¿Quizá la única fuerza de haberse acostado con Beatrice radicaba en que había sido su primera vez?

No sabía, no podía saberlo. Confundido, su pasión fue cesando, su impulso había pasado a convertirse en una inercia. Su amiga no tardaría en darse cuenta. Pascal procuró espantar aquella visión, concentrarse de nuevo en Michelle, en su boca cálida, y así recuperar el empuje, la convicción. Pero, manteniendo aún la lucha en su interior, sus movimientos se habían vuelto torpes, inseguros. Sus manos ya no sujetaban y sus labios adoptaban ahora un mohín desvaído.

Ni siquiera estaba excitado.

Michelle terminó separándose. Con los labios brillantes, Pascal intentó sostenerle la mirada, pero acabó bajando los ojos con una culpabilidad que Michelle, comprensiva, interpretó a su manera:

—No es tan fácil —dedujo, consciente de que Pascal había perdido el deseo inicial—. Tenemos demasiada historia detrás, ¿no?

Qué lejos estaba ella de la verdadera naturaleza de su inseguridad. Pero Pascal, acobardado, se acogió agradecido a aquella excusa que le ofrecía Michelle, y asintió en silencio.

«Sin pronunciar palabra parece que uno miente menos», se dijo en medio de un suspiro.

Oyeron ruidos más allá de la puerta. Alguien llegaba.

* * *

El ente ha descubierto el rastro que buscaba. Husmea desde su sombría dimensión entre los flujos de energía que detecta procedentes del mundo de los vivos. Tentadores efluvios.

Por fin ha localizado la pista, su siguiente víctima está jugando en el terreno de lo esotérico y eso constituye una auténtica llamada para él, como la sangre en el mar para los tiburones. El ente ya no perderá ese indicio. Lo graba a fuego en su interior mientras comienza a dirigirse por los túneles hacia los accesos que le permitirán llegar hasta el nuevo sentenciado a muerte, que continúa con su actividad ajeno a la suerte que se precipita sobre él.

El ente se mueve ahora por la región de los fantasmas hogareños, cauto ante la posibilidad de la aparición de los centinelas. Recorre ciudades, llanuras, aldeas. Todo quieto, vacío en apariencia, muerto.

Tiene un único objetivo.

Casi puede visualizarlo ya.

Su reinado está cada vez más cerca, se dispone a eliminar otro obstáculo en su ambicioso camino.

CAPITULO 11

André Verger apartó su sillón giratorio del amplio escritorio de caoba, sobre el que llevaba un buen rato inclinado tecleando ante el monitor del ordenador portátil. Las pequeñas ruedas de su asiento tapizado en piel se deslizaron por el suelo de mármol chirriando un poco, mientras le aproximaban con lentitud hasta la amplia cristalera que tenía a sus espaldas. Entonces volvió a apoyar los pies y se impulsó para provocar la rotación del respaldo, con lo que quedó mirando la inmensidad de París frente a frente. Era como estar volando: ante él, solo aire, y bastante más abajo, las primeras azoteas de los edificios de mayor altura.

Oteó el panorama mientras se ajustaba al cuello su corbata de seda marca Hérmes. El reflejo de su rostro sobre el vidrio surgía como una tenue cortina frente al paisaje urbano, mostrando sus facciones duras, su mirada azul de inevitable frialdad, sus mejillas rasuradas a la perfección. Esbozó una sonrisa cargada de prepotencia.

Impresionante atardecer. Su oficina, con el rótulo de «Grupo Verger», ubicada en la planta veinticinco de la Torre Montparnasse, ofrecía una espectacular perspectiva de la ciudad desde todos los despachos de los empleados, pero ninguno contaba con un ventanal que cubriese toda una pared, excepto el suyo.

Por algo era el propietario de ese
holding
inmobiliario. Al entrar en aquella enorme estancia de cincuenta metros cuadrados, el visitante sufría la impactante sensación de estar flotando sobre la ciudad. Y aquel mareo inicial constituía un oportuno complemento a la ya de por sí intimidante experiencia de enfrentarse al ejecutivo implacable que había montado allí su centro de operaciones. Quien acudía a negociar con Verger perdía convicción al atravesar el umbral de aquel desmesurado despacho y quedar asomado a la inmensidad del cielo parisino, sobre el que se recortaba la silueta del anfitrión, tiesa como una vara al otro lado de la mesa.

A Verger le gustaba aquella estimulante impresión de altura, que arrastraba reminiscencias del afrodisíaco tacto del poder. Desde allí uno se sentía capaz de todo, percibía que manejaba las riendas del mundo. Aunque, en el fondo, no fuese así.

Sonó el teléfono, profanando aquel agradable lapso de auto-complacencia. André, contrariado, giró su sillón y lo arrastró de nuevo hasta el escritorio al tiempo que alisaba su elegante americana. Presionó un botón y descolgó.

—Dime, Laure.

La voz algodonosa de su secretaria no tardó en dejarse oír:

—Pierre Cotin ha llegado, señor Verger.

El empresario consultó su reloj Patek Philippe, quince mil euros en un prestigioso establecimiento de Ginebra. Bien, Cotin respondía con puntualidad a su aviso.

—Que pase.

A los pocos segundos, la puerta de aquella majestuosa habitación se abría para dar paso a un hombrecillo enjuto, de perfil encorvado y relieves huesudos que se adivinaban bajo un abrigo ajado por el uso. Recorrió el tramo alfombrado que lo separaba de la mesa de Verger con pasos cortos y rápidos.

El aspecto descuidado que presentaba Cotin le hacía parecer mayor, pero no debía de superar los cuarenta años.

—Buenas tardes, monsieur Verger —su voz raspada y susurrante cuadraba bien con su aspecto desaliñado de comadreja escuálida—. Aquí estoy, usted dirá.

Miraba al suelo. El empresario, pensativo, lo observaba con las manos unidas en actitud orante, apoyados los codos en el escritorio mientras hacía oscilar la cabeza como dando breves besos a sus dedos de uñas cuidadas. Pierre Cotin se presentaba ante él. Aquel rostro surcado de arrugas prematuras, de gruesas cejas que ensombrecían sus ojillos nerviosos, resultaba francamente desagradable a André Verger. Incluso su fuerte olor corporal parecía segregado con el exclusivo fin de ahuyentar la compañía. Pero consideraba a Pierre Cotin muy bueno en lo suyo, y eso era lo relevante. Llevaba muchos años al servicio de Verger y siempre había trabajado con profesionalidad. Sobre todo con discreción, algo esencial en el tipo de servicios que ofrecía.

—Buenas tardes, Pierre. Has sido puntual. Así me gusta.

—Gracias, señor.

Verger abandonó su postura meditabunda y, alargando el brazo, extrajo de una caja de plata un grueso cigarro.

—Tú no fumas, ¿verdad?

Cotin negó con la cabeza, provocando una breve carcajada de su jefe.

—No fumas, no bebes... ¿Cómo puedes tener un aspecto tan lamentable llevando una vida tan sana?

Cotin se encogió de hombros.

—No me viene mal esta imagen, jefe —se justificó con su voz ronca—. Así paso inadvertido.

—Es cierto —convino Verger, regocijado ante aquella ocurrencia—. Ya que te mueves en los bajos fondos de esta gran ciudad, así no llamas la atención. Interesante. Darwin estaría orgulloso de ti, te has adaptado a una fisonomía débil a la que, por otra parte, estabas condenado por cuestiones genéticas. Has dado utilidad a lo poco dadivosa que ha sido la naturaleza contigo.

El empresario ya había cortado el comienzo de su puro y lo encendía con una parsimonia que a su esbirro se le antojó demasiado teatral. A continuación, el ejecutivo se levantó, envuelto en una densa humareda que impregnó todo de un intenso olor a tabaco. Cotin, que miraba de reojo el impecable traje de su jefe y sus lustrosos zapatos, comenzó a toser, pero Verger hizo caso omiso de aquel efecto en su subordinado.

El empresario detuvo su perfil alto y atlético. Centró su mirada, y el pestillo de la puerta del despacho, diez metros más allá, se deslizó de un golpe hasta bloquear el acceso. Cotin atendió a aquella modesta exhibición de poder mental. No le impresionó, era consciente de que las facultades de su jefe eran mucho mayores.

—Algo ha pasado, Pierre. Y no sé qué es.

Cotin no pestañeó.

—¿A qué se refiere, jefe? Necesito más información.

André dio unos pasos hasta situarse frente a un armario empotrado. Abrió sus puertas y alcanzó una pieza rectangular de cristal macizo, del tamaño de una tostadora, que se apresuró a colocar con cuidado en su mesa, sobre un tapete negro ribeteado de símbolos esotéricos que extrajo previamente de un cajón del escritorio.

Verger cerró los ojos y, murmurando una inaudible plegaria, deslizó la palma de su mano derecha por encima de aquel bloque transparente. Este comenzó a condensar su interior emitiendo un resplandor metálico que trepó por los muebles hasta abarcar todo el espacio contenido entre las paredes del despacho. Pronto, lo único que se podía ver en el interior de aquella pieza de vidrio era una niebla de diferentes tonalidades que se movía en espirales huracanadas.

—Hace varios meses que el reparto de energías se desestabilizó en París —declaró—. Percibí unas corrientes colosales, fuera de control. Algo ha roto el equilibrio, algo de un poder sobrenatural. Algo —su tono se volvió amenazador, despechado— que me ha dejado al margen. A mí, uno de los brujos más influyentes de Francia —aspiró de su cigarro, con una rabia mal contenida—. Hace semanas que no detectaba ese fenómeno, pero ayer volvió a producirse. El orden, pues, no se ha restablecido.

—Qué quiere de mí, monsieur Verger.

El aludido se inclinó hasta situar sus ojos a la altura de la pieza de cristal. Se mantuvo unos instantes en silencio, escrutando la bruma que seguía ondulando en su interior.

—¿Recuerdas a la Vieja Daphne? —preguntó sin apartar la vista de aquella herramienta de turbia transparencia, que se negaba a compartir con él su conocimiento—. Ve y espíala. Quizá ella nos pueda dar alguna pista, siempre está al tanto de todo.

Pierre Cotin alzó una de sus espesas cejas en señal de asentimiento.

—¿La recompensa de siempre, señor?

Verger le lanzó una mirada perversa.

—Lo sabes bien.

Cotin esbozó una sonrisa de hiena.

—De acuerdo, señor.

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