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Authors: Jack London

El lobo de mar (27 page)

—Bueno será que tengáis preparados los rifles, compañeros —dijo Wolf Larsen a nuestros cazadores.

Y los cinco hombres se alinearon en la barandilla, esperando con las armas en la mano.

Ahora el Macedonia apenas distaba una milla y corría desenfrenado, a una marcha de diecisiete nudos, tanto, que el humo que salía de su chimenea formaba un ángulo recto.

—El banco de niebla está muy cerca —dijo Wolf Larsen.

De la cubierta del Macedonia salió una bocanada de humo, oímos una fuerte detonación y en la lona tendida de nuestra vela mayor se dibujó un agujero redondo. Nos disparaban con uno de los pequeños cañones que llevaban a bordo. Nuestros hombres, agrupados en el centro del barco, agitaron los sombreros y prorrumpieron en aclamaciones burlonas. De nuevo surgió otra humareda y resonó una detonación. La bala de cañón esta vez cayó a menos de veinte pies de la popa y brilló dos veces a barlovento al saltar de ola en ola antes de hundirse.

No disparaban con los rifles por la sencilla razón de que todos sus cazadores o bien se hallaban en los botes o eran prisioneros nuestros. Cuando los dos barcos estuvieron sólo a media milla de distancia, un tercer disparo produjo otro agujero en nuestra vela mayor. En aquel momento penetramos en la niebla. Estaba a nuestro alrededor, velándonos y ocultándonos con su gasa densa y húmeda.

Tan súbita transición sobrecogía. Hacía un instante que saltábamos a la luz del sol, teniendo encima el azul del cielo, el mar abierto y agitado perdiéndose en los confines del horizonte y un barco que vomitaba fuego y proyectiles de hierro precipitándose como un loco sobre nosotros. Y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, el sol se borraba, desaparecía el cielo, hasta las puntas de los mástiles se perdían de vista, y nuestro horizonte era como el que se podría distinguir a través de los ojos llenos de lágrimas. La niebla gris se precipitaba sobre nosotros. Cada filamento de lana de nuestras ropas, cada cabello de nuestras cabezas y caras estaba adornado con un glóbulo de cristal. Los obenques estaban empapados de la humedad que goteaba también de los aparejos más altos; y debajo de los botalones las gotas de agua dibujaban largas líneas inclinadas, que a cada sacudida de la goleta se despegaban remedando una lluvia. Así como los ruidos del barco al alejarse sobre las olas eran reflejados por la niebla, ocurría lo mismo con nuestros pensamientos. La mente recordaba la contemplación de un mundo más allá de este velo de humedad que nos envolvía por todas partes. Y ahora el mundo era esto, el universo con los límites tan próximos, que uno se sentía impulsado a extender los brazos para empujarlos. Parecía imposible que lo demás estuviese detrás de aquellas paredes grises, todo era un sueño, nada más que el recuerdo de un sueño.

Aquello era sobrenatural, extrañamente sobrenatural. Miré a Maud Brewster y comprendí que estaba bajo el peso de impresiones análogas. Después miré a Wolf , pero en él no había nada subjetivo acerca de su estado de ánimo; todo su interés era para el presente objetivo e inmediato. Continuaba empuñando el timón, y sentí que observaba la medida del tiempo, computando el paso de los minutos con cada salto hacia adelante y cada movimiento de sotavento del Ghost.

—Vete a proa y refuerza a sotavento, sin hacer ruido —me dijo en voz baja—. Recoge las gavias primero. Pon hombres a todas las escotas y procura que no rechinen las garruchas, ni haya ruido de voces. Nada de ruido, ¿comprendes? nada de ruido.

Cuando todo estuvo dispuesto, la orden de reforzar a sotavento pasó de boca en boca; el Ghost viró de borda sobre babor sin hacer realmente ningún ruido. Y el poco que pudo haber —el restallar de unos rizos y el crujir de la roldana en un par de garruchas— fue apenas perceptible bajo el palio hueco y resonante que nos cubría.

Parecía que casi no habíamos avanzado, cuando la niebla se sutilizó bruscamente y volvimos a hallarnos a la luz del sol y el mar inmenso se tendía ante nosotros hasta el horizonte. Pero el océano estaba solitario. El Macedonia ya no quebraba la superficie ni oscurecía el cielo con su humo.

Wolf Larsen torció en seguida y corrió a lo largo del banco de niebla. Su juego era claro; había penetrado en la niebla a barlovento del vapor, y mientras éste se había lanzado a ciegas a través de la masa gris con la esperanza de alcanzarnos, nosotros habíamos dado la vuelta y salido de su abrigo, y ahora íbamos a entrar de nuevo en él por sotavento. Al lograr nuestro objeto, el antiguo símil de la aguja en el montón de heno resultaba verdaderamente pálido comparado con la probabilidad de encontrarnos Death Larsen.

No corrimos mucho. Extendiendo el trinquete y la vela mayor y volviendo a colocar las gavias, hicimos otra vez rumbo al banco de niebla. Yo juraría que cuando entramos en él vi una silueta vaga emerger a barlovento. Miré a Wolf Larsen rápidamente; él también lo había visto; faltó poco para que el Macedonia, adivinando su maniobra, no se le anticipara. Sin duda había escapado sin ser visto.

—El no puede seguir así —dijo Wolf Larsen—. Tendrá que retroceder para recoger el resto de sus botes. Mande un hombre a proa, míster Van Weyden, y manténgase en esta dirección. Puede asimismo establecer las guardias, porque esta noche no podemos entretenernos. Daría quinientos dólares, sin embargo —añadió—, por poder estar a bordo del Macedonia durante cinco minutos y escuchar las maldiciones de mi hermano. Y ahora, míster Van Weyden —me dijo cuando quedó relevado del timón—, hemos de obsequiar a los recién venidos. A los cazadores sírvales whisky en abundancia, y procure que se deslicen unas cuantas botellas a proa. Apuesto a que cada uno de esos hombres se embarcará y cazará para Wolf Larsen tan contento como antes cazó para Death Larsen.

—¿No cree que se escaparán, como lo hizo Wainwright? —pregunté.

Sonrió maliciosamente.

—No, mientras nuestros cazadores tengan la palabra Repartiré entre ellos un dólar por cada pieza que maten los cazadores nuevos. La mitad, al menos de su entusiasmo de hoy era debido a esto. ¡Oh, no, no escapará nadie!

CAPITULO XXVI

Bebieron todos, aun los heridos y Oofty—Oofty, que me ayudaba. Únicamente se abstuvo Louis, que no hacía más que humedecer los labios en el licor, pero se unió a la orgía con el mismo abandono que el más ebrio de ellos. Aquello fue una saturnal— Discutían a voces sobre el combate de aquel día, reñían por el menor detalle o se hacían amigos de los hombres con quienes habían peleado. Prisioneros y apresadores hipaban, apoyándose mutuamente en los hombros, y cambiaban formales juramentos de respeto y estimación. Lloraban por las miserias del pasado y las que les esperaban bajo la férula inflexible de Wolf Larsen, y todos le maldecían y contaban historias terribles de su brutalidad.

¡Wolf Larsen! Todas las conversaciones giraban alrededor de este nombre. Wolf Larsen, esclavizador y atormentador de hombres, era una Circe macho, y ellos sus cerdos, brutos pacientes que se revolcaban en su presencia y únicamente se sublevaban cuando estaban ebrios, y entonces, aun entonces, en secreto. ¿Sería yo también uno de sus cerdos?, pensé. ¿Y Maud Brewster? Apreté los dientes, colérico e indignado, hasta el extremo que el hombre a quien estaba atendiendo se retorció bajo mi mano, y Oofty—Oofty me miró con curiosidad. De pronto me sentí dotado de una fuerza nueva Nada temía. Ejecutaría mi voluntad contra todo y a despecho de todo: a despecho de Wolf Larsen y de mis treinta y cinco años de estudios. Todo saldría bien; yo haría porque saliese bien. Y así exaltado, sostenido por una sensación de poder, subí a cubierta, donde la niebla se arrastraba silenciosamente a través de la noche, y el aire era suave, puro y tranquilo.

La bodega, donde también había dos cazadores heridos, fue una repetición del castillo de proa, con la diferencia de que aquí no se maldecía a Wolf Larsen; así que cuando volví a encontrarme sobre cubierta, dirigiéndome a popa hacia la cabina, experimenté un gran alivio. La cena ya estaba dispuesta, y Wolf Larsen y Maud se hallaban esperándome.

Aun cuando todos los del barco se emborracharon tan rápidamente como pudieron, él permaneció sereno; por sus labios no pasó ni una gota de licor. No se atrevía en aquellas circunstancias, pues sabía que sólo podía contar con Louis y conmigo, y aun Louis se hallaba ahora en el timón. Navegamos a través de la niebla, sin vigía y sin luces. A mí me sorprendió que Wolf Larsen hubiese prodigado la bebida con sus hombres, pero él, evidentemente, conocía su psicología y el mejor sistema para cimentar en cordialidad lo que había comenzado con efusión de sangre.

Su victoria sobre Death Larsen parecía haber producido en él notables efectos. La tarde anterior, sus propios razonamientos le habían abatido y yo había esperado de un momento a. otro una de sus salidas características. No ocurrió nada, sin embargo, y ahora estaba de un humor espléndido. Es posible que la suerte de capturar tantos cazadores y botes hubiese contrarrestado la reacción habitual. En todo caso, el abatimiento había desaparecido sin que hubiese vuelto a mostrarse. Así pensaba yo por aquel entonces; pero, ¡ay! qué poco le conocía, o cuando menos, qué poco sospechaba que tal vea estaba meditando una explosión más terrible que ninguna de las que hasta aquella fecha había presenciado.

Cuando nos sentamos a la mesa, Wolf Larsen daba muestras de un humor espléndido. Nunca se le vio tan inclinado a hablar como aquel día; parecía no poder contener la energía concentrada, y se lanzó en una discusión sobre el amor. Según costumbre, él representaba el lado puramente materialista y Maud el idealista. En cuanto a mí, aparte de alguna palabra suelta para sugerir o corregir algo, no participé en la polémica.

Maud aguzaba el ingenio y gozaba en la contienda tanto como Wolf Larsen, y esto que él gozaba enormemente, citando a este propósito las palabras que Isolda dirige a Tintagel:

Soy feliz por encima de todas las mujeres,

pues por encima de todas las mujeres está mi pecado, y mi culpa es perfecta.

Lo mismo que había leído "pesimismo" en Omar, ahora en los versos de Swinburne leía "triunfo", triunfo alegre y punzante, y hay que reconocer que leía perfectamente. Apenas había terminado, cuando Louis, introduciendo la cabeza por la puerta de la escalera, susurró:

—Da usted su permiso, ¿verdad? La niebla se ha elevado, y en este momento la luz de babor de un buque cruza por delante de nuestra proa.

Wolf Larsen subió a cubierta de un salto, y tan rápidamente, que en el tiempo que nosotros tardamos en seguirle había puesto la tapa de la escotilla de la bodega sobre el tumulto de los borrachos y corría a proa a hacer otro tanto con la del castillo. La niebla, aunque persistía, se había elevado mucho, oscureciendo las estrellas y haciendo la noche absolutamente cerrada. Enfrente mismo de nuestra proa pude ver una brillante luz roja y otra blanca y oía la trepidación de las máquinas de un vapor. No había duda de que era el Macedonia.

Wolf Larsen había vuelto a popa y formábamos un grupo silencioso, observando las luces que cruzaban por delante de nosotros.

—Afortunadamente, no lleva ningún reflector —dijo.

—¿Y si yo diera unas voces? —le pregunté en un murmullo.

—Estaríamos perdidos —respondió—. Pero, ¿has pensado en lo que sucedería inmediatamente?

Sin darme tiempo para expresar mi deseo de conocerlo, me había cogido por la garganta con sus dedos de gorila, y con un ligero estremecimiento de los músculos, al parecer un aviso nada más, me sugirió el apretón que seguramente me hubiese roto el cuello— Un momento después me soltó, y continuamos mirando las luces del Macedonia.

—¿Y si gritara yo? —preguntó Maud.

—La quiero a usted demasiado para hacerle daño —dijo dulcemente, y su voz era tan tierna y cariñosa, que me dolió—. Pero de todos modos no lo haga, porque le rompería el cuello a míster Van Weyden.

—Pues entonces, le doy permiso para que grite —dije retándole.

—Se me hace difícil creer que quieras sacrificar a un prestigio de las Letras americanas —repuso en tono burlón.

No hablamos más, pues ya teníamos la suficiente confianza para que el silencio no resultara grosero, y cuando la luz roja y la blanca hubieron desaparecido volvimos a la cabina para terminar la cena interrumpida.

De nuevo volvieron a citar versos, y Maud recitó la Impernitentia última, de Dowson. Lo declamaba muy bellamente, pero yo no la miraba a ella, sino a Wolf Larsen. Me sentía fascinado por la mirada insistente, que clavaba en Maud. Estaba completamente fuera de sí y sorprendí el movimiento inconsciente de sus labios al repetir cada palabra con la misma rapidez que ella las pronunciaba— La interrumpió al llegar a los versos:

Y sus ojos serían mi luz cuando el sol estuviese escondido,

y las violas de su voz los últimos sones que hiriesen mi oído.

—En su voz hay violas —dijo audazmente, y por sus ojos cruzó un destello de luz dorada.

Si alguna vez alcanzó Wolf Larsen la cumbre de la vida, fue seguramente en aquella ocasión. De vez en cuando abandonaba yo mis propios pensamientos para observarle, y le seguía admirado, dominado en aquel momento por su notable inteligencia a las órdenes de su pasión. Disertaba sobre el encanto de la rebeldía. Inevitablemente debía presentarse como ejemplo el Lucifer de Milton, y la sutileza con que Wolf Larsen analizó y describió aquel carácter fue una revelación de su genio malogrado.

—Fue precipitado del infierno sin haber sido derrotado —iba diciendo Wolf Larsen—. Se había llevado consigo una tercera parte de los ángeles del Señor, e inmediatamente incitó al hombre a revelarse contra Dios, y ganó para el infierno la mayor parte de las generaciones de los hombres. Pero, ¿estaba vencido por no hallarse en el cielo? ¿Por ser menos baladrón que Dios? ¿Menos orgulloso? ¿Menos ambicioso? ¡No y mil veces no! Dios era más poderoso, según decía él, porque el rayo le había hecho más grande. Pero Lucifer era un espíritu libre. Sirviendo se ahogaba. Prefería sufrir en libertad, a toda la felicidad de una servidumbre tranquila. El no quería servir a Dios; no quería servir a nadie. No era ningún mascarón de proa. Se sostenía sobre sus propias piernas; era un individuo.

—El primer anarquista —dijo Maud riendo, mientras se levantaba para retirarse a su camarote.

—¡Pues entonces es bueno ser anarquista! —exclamó.

El también se había levantado, y cuando ella se detuvo junto a la puerta de su dormitorio, se la quedó mirando y prosiguió:

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