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Authors: Jack London

El lobo de mar (34 page)

BOOK: El lobo de mar
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Empujó la puerta corredera, y apoyando los brazos en ella, permaneció allí. Por su actitud parecía mirar hacia la proa de la goleta, o más bien clavar la vista en ella, pues sus ojos estaban fijos y no pestañeaban. Yo me hallaba sólo a unos cinco pies de distancia y precisamente en lo que debió haber sido su campo de visión. Esto era misterioso; a causa de mi invisibilidad yo me figuré ser una sombra. Moví la mano, pero sin ningún resultado, por supuesto, si bien cuando la sombra movediza cruzó ante su cara vi en seguida que era susceptible a la impresión y su rostro se contrajo y se hizo más atento al tratar de analizarla e identificarla. El sabía que había respondido a alguna cosa exterior, que al cambiar algo de su alrededor, había rozado su sensibilidad, pero no pudo descubrir qué había sido. Cesé de agitar la mano a fin de que la sombra permaneciese estacionaria. Entonces empezó a mover la cabeza de atrás a delante y de un lado a otro, pasando del sol a la sombra, como si quisiera probarla con la sensación.

Yo también estaba preocupado queriendo averiguar cómo podría darse cuenta de la existencia de una cosa tan intangible cual era una sombra. Si la lesión afectaba a sus pupilas o si el nervio óptico no estaba del todo destruido, la explicación era sencilla, pero de no ser así, no se me alcanzaba otra conclusión sino que su epidermis en extremo sensible, notaba la diferencia de temperatura entre la sombra y la luz solar. O, ¿quién sabe si sería tal vez este fabuloso sexto sentido el que le transmitía la sensación de los objetos cercanos?

Abandonando su tentativa para determinar la sombra, salió a cubierta y se dirigió a popa, andando con una rapidez y seguridad que me sorprendieron, y no obstante había en su paso aquel vislumbre de debilidad propia de los ciegos. Ahora ya me lo explicaba todo.

Para contrariedad y a la vez diversión mías descubrió mis zapatos en el extremo del castillo de proa y se apoderó de ellos, dirigiéndose después a la cocina. Le vi encender el fuego y disponerse a guisar la comida; entonces me deslicé hacia la cabina en busca de mi mermelada y del paquete de ropa, pasé junto a la cocina y bajé a la playa para llevar a Maud la nueva de la pérdida de mis zapatos.

CAPITULO XXXIV

—¡Qué lástima que el Ghost haya perdido los mástiles! Nos podríamos haber marchado en él. ¿No le parece, Humphrey?

Me levanté de un salto.

—Es difícil, es difícil —repetía yo paseando de un lado a otro.

Los ojos de Maud me seguían brillantes de esperanza. ¡Tenia tal fe en mí! Y este pensamiento me comunicaba nueva energía. Recordé la frase de Michelet : "La mujer es para el hombre lo mismo que la tierra para su hijo legendario; con sólo echarse de bruces y besar su seno, vuelve a sentirse fuerte". Por primera vez comprendía la admirable verdad de estas palabras; las estaba viviendo. Maud representaba para mí un infalible manantial de fuerza y valor. No tenía más que mirarla o pensar en ella, para volver a sentirme fuerte.

—Se podría arreglar —pensaba yo en voz alta. Lo que hacen los hombres puedo hacerlo yo.

—¿Qué dice? —exclamó Maud—. ¿Qué es eso que podría hacer?

—Pues nada menos que colocar los mástiles en el Ghost y marcharnos.

—¿Pero y el capitán Larsen? —objetó.

—Está ciego e impotente.

—¡Y sus terribles manos! Ya sabe cómo saltó por encima del lazareto.

Y cómo me escurrí —contesté alegremente.

—Y perdió los zapatos.

Ambos nos echamos a reír, y luego nos pusimos seriamente a pensar la manera cómo colocaríamos los mástiles del Ghost. Recordaba vagamente la física estudiada en la escuela, pero en los últimos meses había adquirido una experiencia práctica de la mecánica. Sin embargo, cuando nos dirigimos al Ghost para estudiar más cerca el trabajo, casi me descorazonó la vista de los enormes mástiles flotando en el agua. ¿Por dónde empezaríamos? ¡Si al menos hubiera un mástil en su sitio o alguna cosa en alto donde sujetar las jarcias! Conocía la teoría de la palanca, pero ¿dónde hallar un punto de apoyo?

Maud estaba a mi lado silenciosa, mientras yo desarrollaba mentalmente la combinación conocida entre los marineros por "cizallas". Pero, aunque conocida de la gente de mar, yo le invité en Endeavour Island. Cruzando y atando los extremos de dos remos y elevándolos como una V invertida, obtuve un punto sobre la cubierta donde sujetar el motón elevador. A este motón podría atar otro en caso necesario. ¡Y además, tenia allí el molinete!

Maud adivinó que había encontrado una solución y sus ojos se encendieron con una llama de simpatía.

—¿Qué va usted a hacer? —me preguntó.

—Deshacer este enredo —contesté señalando la maraña de los restos del naufragio que flotaban junto al barco—. Si quiere usted venir en el bote conmigo, nos pondremos al trabajo y ordenaremos las cosas.

—Cuando los hombres luchan por la vida con la navaja entre los dientes —citó Maud; y durante el resto de la tarde trabajamos alegremente.

Su ocupación consistía en mantener el bote en posición mientras yo trabajaba en el enredo. Y, ¡qué enredo! Drizas, escotas, cabos, obenques, estays, todo esto sacudido, enmarañado y enroscado por el mar. Yo no cortaba sino lo preciso y pasando las largas cuerdas por debajo y alrededor de los botalones y mástiles, desguarneciendo drizas y escotas, adujando los cabos en el bote y desenrollándolos de nuevo a fin de atravesar otro nudo, acabé por calarme hasta los huesos.

Las velas requerían más cortes y las lonas empapadas de agua consumieron todas mis fuerzas, pero antes de la caída de la noche logré tenerlas todas tendidas en la playa para que se secaran. Ambos estábamos muy cansados cuando desembarcábamos para cenar, pues habíamos trabajado mucho, aunque a simple vista no lo pareciese.

Al día siguiente por la mañana, con la ayuda eficaz de Maud, entré en la cala del Ghost para desembarazar los soportes de los mástiles. Apenas habíamos dado principio a nuestro trabajo, cuando apareció Wolf Larsen atraído por los golpes y martillazos.

—¡Hola! —gritó por la escotilla.

Al sonido de su voz, Maud se me acercó con presteza como buscando protección y permaneció con una mano apoyada en mi brazo, mientras yo parlamentaba.

—¡Hola! —repuse yo—. Buenos días.

—¿Qué hacéis aquí? preguntó—. ¿Tratáis de barrenar el barco?

—Todo lo contrario; lo estoy reparando —respondí.

—Pero, ¿qué diablos vas a reparar?

—Voy a plantar de nuevo los mástiles —repliqué tranquilamente, como si fuese la cosa más sencilla del mundo.

—¡Al fin parece que te sostienes sobre tus propias piernas! —oí que decía; y luego se calló durante un buen rato.

—Me parece Hump volvió a decir—, que no lo conseguirás.

—¡Oh! ya lo creo —contesté—; en ello estoy precisamente.

—Pero este barco es mío. ¿Qué harías si yo te lo prohibiese?

—Olvida usted —dije— que ya no es la mayor porción del fermento. En otros tiempos podía devorarme; Pero ahora soy yo quien puede devorarle a usted. El fermento se ha convertido en cerveza.

Dejó oír una risa breve y desagradable.

—Veo que empleas mí propia filosofía conmigo dándole todo su valor, aunque te advierto que no debes cometer el error de menospreciarme. Eso te lo digo por tu propio bien.

—¿Desde cuándo se ha hecho usted filántropo? Confiese que al avisarme por mi propio bien da prueba de ser muy inconstante.

No quiso comprender mi sarcasmo y repuso:

—Suponte que ahora cerrase la escotilla; no te burlarías de mí como lo hiciste en el lazareto.

—Wolf Larsen —dije con severidad, llamándole por primera vez con su nombre familiar—, no puedo matar a un hombre desarmado e indefenso. Para su satisfacción y la mía, ha tenido ocasión de comprobarlo; pero soy yo quien le advierte, no tanto por su bien como por el mío, que le mataré en cuanto intente un acto hostil. Ahora mismo, desde aquí, puedo dispararle; y si tal es su intención, avance en seguida y pruebe a cerrar la escotilla.

—Sin embargo, te prohíbo absolutamente que te ocupes de mí barco.

—Usted adelanta el hecho de que el barco sea suyo, como si fuese una razón moral, y nunca ha admitido derechos morales en su trato con los demás. No tendrá la pretensión de que los atienda en mi trato con usted...

Yo había avanzado hasta colocarme debajo de la abertura, a fin de poderle ver. La falta de expresión de su semblante, tan distinta de lo que había yo supuesto antes de verle, aumentaba con sus ojos apagados y fijos. No resultaba agradable mirarle.

—Mira si soy desgraciado, que ni siquiera me queda ya el respeto de Hump —dijo con sorna.

La burla, sin embargo, sólo existía en su voz, pues su rostro permanecía tan inexpresivo como antes.

—¿Cómo está usted, miss Brewster? —dijo de pronto tras una pausa.

Esto me sorprendió. Ella no había hecho ningún ruido ni se había movido. ¿Sería que le quedaba algún vislumbre de visión, o que recobraba la vista?

—Y usted, ¿cómo sigue, capitán Larsen? —respondió ella—. Pero, ¿cómo sabe que estoy aquí?

—Porque oí su respiración. Digo que Hump ha mejorado mucho, ¿no le parece?

—No lo sé —contestó ella sonriéndome—. Nunca le he visto de otro modo.

—Debió usted haberle visto antes.

—Wolf Larsen a grandes dosis —murmuré.

—Quiero advertirte de nuevo, Hump —repuso, amenazador—, que valdría más dejar las cosas como están.

—Pero, ¿no desea usted huir, lo mismo que nosotros?

—No —respondió—, pienso morir aquí.

—Bueno, pues nosotros no —dije retándole y volviendo a los golpes y martillazos.

CAPITULO XXXV

Al día siguiente, una vez desembarcados de los mástiles, los soportes y preparado todo, nos dispusimos a subir a bordo los dos masteleros. La cofa mayor, medía más de treinta pies de largo, la cofa de trinquete cerca de treinta, y con éstos pensaba hacer las cizallas. Era un trabajo muy fatigoso. Sujetando el extremo de una gruesa jarcia al molinete y el otro a la parte más ancha de la cofa de trinquete, empecé a dar vueltas. Maud sostenía la cuerda doblada en el molinete y la adujaba.

Nos asombraba la facilidad con que subía el palo. El molinete era de manubrio, muy perfeccionado, y daba un enorme rendimiento.

Pero cuando el extremo de cofa de trinquete estuvo a nivel de la barandilla, todo se detuvo.

—Debí haberlo previsto —dije, impaciente—. Ahora hemos de volver a empezar.

—¿Por qué no sujeta la jarcia más en el centro del mástil? —sugirió Maud.

—Eso es lo que debí haber hecho —respondí, muy disgustado conmigo mismo.

Al cabo de una hora invertida entre trabajar y descansar, había elevado el palo hasta el punto en que ya no podía subir más.

Volví a deshacer todo lo hecho y bajé de nuevo el mástil hasta el agua, pero calculé mal el punto de equilibrio, y en lugar de subir la parte inferior del palo subió la superior.

Maud parecía desesperada, pero yo me reí y le dije que no se apurara, que al fin acertaríamos.

Procedí a elevar el aparejo y después de muchos intentos, el mástil fue elevándose lentamente hasta balancearse formando un ángulo recto con la barandilla, y entonces, con gran sorpresa, descubrí que no era preciso que Maud aflojara la cuerda. En realidad, era necesario todo lo contrario. Sujeté el aparejo de cuarto, hice dar unas vueltas al molinete y entré el mástil pulgada a pulgada hasta que su extremo tocó la cubierta y al fin quedó tendido sobre el entarimado.

Miré el reloj; eran las doce. La espalda me dolía cruelmente y estaba muy fatigado y hambriento. Y sin embargo, sobre cubierta no había más que un palo que representaba el trabajo de toda una mañana. Por primera vez me daba cuenta de la extensión de la tarea que debíamos realizar, aunque lo que había hecho me había servido de lección provechosa. Por la tarde ya estaríamos más prácticos. Y así fue, en efecto, cuando volvimos a la una, después de descansar y restaurar las fuerzas con una comida suculenta.

Anochecía ya cuando hube de dejar mi obra. Wolf Larsen, que había estado allí toda la tarde presenciando mi trabajo sin abrir la boca, se había marchado a la cocina a preparar la cena. Yo sentía tal envaramiento en la espalda, que el enderezarme me costaba un esfuerzo doloroso. Contemplé con orgullo lo que habíamos hecho. Ya empezaba a conocerse. Como un niño ante un juguete nuevo, sentía un deseo de elevar algo con mis cizallas.

—¡Qué lástima que sea tan tarde! —dije—. Me hubiera gustado ver cómo funciona esto.

—No sea ansioso, Humphrey —me respondió Maud—. Mañana será otro día, y ahora está tan cansado que apenas puede tenerse en pie.

—¿Y usted? Debe estar también muy cansada; ha trabajado rudamente. Estoy orgulloso de usted, Maud.

Nos retiramos y acabábamos de cenar, cuando me sobrevino el temor de cualquier asechanza de Wolf.

—Es una vergüenza que después de trabajar duramente todo el día, no podamos dormir tranquilos —dije.

—Pero, ¿puede haber peligro ahora con un ciego? —preguntó Maud.

—Yo no podré fiarme nunca de este hombre —aseguré—, y ahora que está ciego, mucho menos. La primera cosa que haré mañana será anclar al Ghost lejos de la playa, y así, cada noche, cuando nos dirijamos a tierra en el bote, Wolf quedará prisionero a bordo. Nos despertamos cuando amanecía.

—¡Oh, Humphrey! —oí gritar a Maud, consternada.

Tenía la vista fija en el Ghost. Seguí la dirección de su mirada, pero no vi nada extraordinario.

—Las cizallas —dijo, con voz trémula.

Me había olvidado de su existencia. Volví a mirar hacia el barco y no las vi.

—Sí, las ha... —murmuré ferozmente.

Compadecida, puso su mano sobre la mía y dijo:

—Tendrá que volver a empezar.

—Tiene usted razón, ha destruido las cizallas, y lo único que puedo hacer es empezar de nuevo... Pero en lo sucesivo haré centinela a bordo, y si vuelve a mezclarse...

—Pero yo no me atrevo a quedarme en tierra sola toda la noche —dijo Maud—. ¡Cuánto más no valdría que nos ayudara y pudiéramos vivir todos a bordo!

—Y así será —afirmé furioso, porque la destrucción de las cizallas me dolía profundamente—. Usted y yo viviremos a bordo quiera o no Wolf Larsen... Es usa tontería que haga estas cosas —dije riendo un momento después—. ¡Y que yo me enfade por ellas!

Pero el corazón me latió con violencia cuando trepamos a bordo y vi el destrozo que Wolf Larsen había hecho.

A los ojos de Maud asomaron las lágrimas. Yo también hubiese llorado. ¿Dónde había ido a parar nuestro proyecto de arbolar al Ghost? Wolf Larsen había hecho una obra perfecta. Me senté desesperado en el borde de la escotilla, con la barba apoyada en las manos. —Merece la muerte.

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