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Authors: Jack London

El lobo de mar (26 page)

Corrí a proa, y cuando llegamos junto al bote que se encontraba a unos cien pies a sotavento, ya había atado la cuerda del contrafoque. Los tres hombres que lo ocupaban nos miraron con desconfianza. Habían hecho una trastada a Wolf Larsen, y le conocían, cuando menos, por referencia. Noté que el cazador, un gigantesco escandinavo, sentado en la proa, tenía el rifle dispuesto encima de las rodillas, en vez de guardarlo en el lugar apropiado. Cuando estuvieron detrás de nuestra popa, Wolf Larsen les saludó con la mano y gritó:

—¡Venid a bordo y echaremos un párrafo!

Esto significa entre los tripulantes de goleta de caza hacer una visita, charlar un rato y romper agradablemente la monotonía de la vida de los navegantes.

El Ghost viró en redondo a barlovento y yo concluí mi tarea a proa a tiempo para correr a popa y echar una mano a la escota mayor.

—Usted tendrá la bondad de permanecer sobre cubierta, miss Brewster —dijo Wolf Larsen cuando se dirigía a proa para recibir a sus huéspedes—. Y usted también, míster Van Weyden.

El bote había arriado la vela y se deslizaba a nuestro lado— El cazador, de barba dorada como un rey de los mares, pasó por encima de la barandilla y saltó a cubierta— Pero su estatura no bastaba a disipar sus temores. La duda y la desconfianza se reflejaban con fuerza en su semblante, que era transparente a pesar de su escudo de pelos, y experimentó un alivio instantáneo cuando, al pasar los ojos desde Wolf Larsen a mí, vio que no éramos sino dos— Después miró a sus dos hombres, que acababan de reunírsele. La verdad es que no tenía motivos para estar asustado. Parecía un Goliat al lado de Wolf Larsen. Imaginé su peso doscientas cuarenta libras. En él no había grasa, todo era hueso y músculo.

Cuando, en lo alto de la escalera, Wolf Larsen le invitó a bajar, volvió a demostrar desconfianza— Pero se tranquilizó al dirigirle una mirada, pues aunque también era alto, no lo parecía al lado de aquel gigante. Así que desechó todas las dudas, y ambos bajaron a la cabina. Entretanto, sus dos hombres, siguiendo la costumbre de los marineros, se habían ido al castillo de proa para hacer algunas visitas por su cuenta.

De pronto llegó de la cabina un rugido ahogado seguido de todos los ruidos de una lucha furiosa. Eran el leopardo y el león; pero el león era el que armaba todo el estrépito. Wolf Larsen era el leopardo.

—¡Vea usted cuán sagrada es para él la hospitalidad! —dije a Maud Brewster con amargura.

Ella indicó con un gesto que también había oído, y en su rostro noté los síntomas del mismo malestar que tanto me hizo sufrir durante las primeras semanas de mi estancia en el Ghost al presenciar un combate violento.

—¿No sería mejor que se fuera usted a proa o junto la escalera de la bodega, hasta que termine esto? —le dije.

Sacudió la cabeza y me miró lastimosamente. No era temor, sino desaliento lo que sentía ante aquella brutalidad.

Pronto cesaron los ruidos de la cabina. Después, Wolf Larsen subió solo a cubierta— Su piel de bronce estaba un poco arrebolada, pero aparte de esto, no presentaba más señales de la lucha.

—Mándeme a popa a aquellos dos hombres, míster Van Weyden —dijo.

Obedecí, y poco después estaban a su lado.

—Subid el bote —les ordenó—. Vuestro cazador ha decidido permanecer un rato a bordo y no quiere que se estrelle contra el barco. Subid el bote he dicho —repitió con mayor severidad esta vez, viendo que titubeaban en cumplir su mandato—. ¿Quién sabe? Tal vez naveguéis una temporada conmigo —dijo completamente ablandado mientras ellos obedecían de mala gana, pero en su voz había una amenaza encubierta que desmentía aquella dulzura. Por consiguiente, valdría la pena que comenzáramos poniéndonos de acuerdo amistosamente. ¡Vivo, ahora! ¡Death Larsen os hace bailar de otra forma, de sobra lo sabéis!

Los movimientos de aquellos hombres se avivaron visiblemente bajo el influjo de las palabras de Wolf Larsen, y cuando el bote estuvo a bordo me envió a proa para soltar el foque. Wolf Larsen empuñó el timón, dirigiendo el Ghost en persecución del segundo bote.

Mientras recorríamos el trayecto, como no tenía nada que hacer, me entretuve en observar la situación de los botes. El tercero de barlovento del Macedonia era atacado por dos de los nuestros, el cuarto por los otros tres, y el quinto había vuelto para contribuir o la defensa de su compañero más cercano. El combate había comenzado a gran distancia y los rifles disparaban sin cesar. El mar se había agitado bastante con el viento, lo cual impedía apuntar bien; y de vez en cuando, según nos acercábamos al lugar de la contienda, veíamos saltar los proyectiles de ola en ola.

El bote que perseguíamos había virado en ángulo recto y corría delante del viento, huyendo de nosotros y contribuyendo al mismo tiempo a rechazar el ataque general de los nuestros.

Ocupado ahora con las escotas y las amarras, no me quedaba tiempo para ver lo que sucedía, pero cuando Wolf Larsen ordenó a los dos marineros extraños que posaran al castillo de proa, me encontraba yo en la toldilla. Los interpelados obedecieron aunque torciendo el gesto. Después mandó a miss Brewster a la cabina y sonrió ante la expresión de horror que asomó a sus ojos.

—No verá usted nado horripilante abajo —le dijo—; sólo hay un hombre bien asegurado en los cáncamos— Es posible que llegue alguna bola o bordo y no quiero que la maten.

Mientras hablaba, uno bala, desviada por uno de los rayos de la rueda que estaban recubiertos de latón, pasó por entre sus manos, y silbando, cruzó el aire hacia barlovento.

—Ya ve usted —le advirtió; y luego, dirigiéndose a mí, dijo—: míster Van Weyden, ¿quiere coger el timón?

Maud Brewster se había metido en la escalera y únicamente sacaba la cabeza. Wolf Larsen tenía un rifle en lo mano y lo estaba cargando. Con los ojos supliqué a miss Brewster que bajara, pero ella repuso sonriendo:

—Nosotros seremos débiles criaturas de tierra, mas podemos demostrar al capitán Larsen que somos al menos tan valientes como él.

Este le dirigió una rápida mirada de admiración.

—Y por ello me gusto usted cien veces más —dijo él—. Libros, cerebro y valor. Usted es digno de ser ¡a esposa de un jefe de piratas. ¡Ejem! Esto lo discutiremos más tarde —añadió con una sonrisa, cuando una bala golpeó la pared de la cabina.

Vi en sus ojos el resplandor dorado, y en los de ella asomar el terror.

—Nosotros somos más valientes —me apresuré a decir—; yo, al menos, hablo por mí, y sé que soy más valiente que el capitán Larsen.

Ahora fui yo el favorecido con una mirada. Se preguntaba si me estaría burlando de él— Hice rodar tres o cuatro rayos para que el Ghost pusiera una arrufadura al viento y volví a dirigirlo en su rumbo anterior. Wolf Larsen seguía esperando uno explicación y yo dije apuntando a mis rodillas:

—Usted observará un ligero temblor aquí. Eso es porque tengo miedo, mi carne tiene miedo, y tengo, además, miedo en la mente porque no quiero morir. Pero mi espíritu domino a la carne temblorosa y o los desmayos de la mente. Yo soy más valeroso. Lo carne de usted no tiene miedo, usted tampoco lo tiene. A Usted no le cuesto nada salir al encuentro del peligro; es más, hasta le causa placer. Goza con ello. Así que usted podrá no tener miedo, míster Larsen, pero debe reconocer que el más valiente soy yo.

—Tienes razón —afirmó—. Nunca lo había mirado desde este punto de vista. ¿Será cierto lo contrario? Si tú eres más valiente que yo, ¿seré yo más cobarde que tú?

Ambos nos reímos del absurdo, y él bajó a cubierta, desde donde apuntó apoyando el rifle en la barandilla. Hasta entonces, las balas habían llegado después de recorrer casi una milla, pero ahora habíamos partido esta distancia, y Wolf Larsen disparó tres tiros con mucho cuidado. El primero cayó a cincuenta pies a barlovento del bote; el segundo, casi al lado de éste, y con el tercero el timonel soltó la barra y fue a rodar al fondo de la embarcación.

—Me parece que ya no se moverán —dijo poniéndose de pie—. No creo que el cazador coja el timón, y además es muy posible que el remero no sepa gobernar, en cuyo caso el cazador no puede gobernar y disparar al mismo tiempo.

Su razonamiento era justificado, pues el bote se precipitó contra el viento y el cazador saltó a popa para ocupar el puesto del timonel. Allí ya no hubo más tiros, aunque los rifles seguían disparando alegremente desde los otros botes.

El cazador había conseguido colocar la embarcación de manera que el viento les llegara por la popa, y nosotros corrimos hacia ellos, pasando por su lado a menos de dos pies de distancia. Cuando estuvimos cien yardas más lejos, vi que el remero entregaba un rifle al cazador. Wolf Larsen fue al centro del barco y descolgó una cuerda de una clavija de las drizas del foque mayor, después apuntó por encima de la barandilla. Dos veces vi al cazador soltar una mano del timón para coger el rifle y otras tantas titubear. Ahora pasábamos por su lado.

—¡Eh, tú! —gritó súbitamente Wolf Larsen al remero—. ¡Da la vuelta!

Al propio tiempo lanzó la cuerda, que cayó con toda ¡a precisión y golpeando casi al hombre; pero éSte, en vez de obedecer, miró al cazador en espera de órdenes. El cazador, a su vez, estaba indeciso. Tenía el rifle entre las rodillas, pero si dejaba el timón para disparar, el bote viraría y chocaría contra la goleta. Además veía el rifle de Wolf Larsen apuntando sobre él y comprendía que le dispararía antes de que hubiese tenido tiempo de poner el suyo en juego.

—¡Da la vuelta! —dijo al remero en voz baja.

Este dio una vuelta alrededor del asiento con la cuerda hasta ponerla tirante. El bote se precipitó y el cazador lo hizo seguir paralelo al costado del Ghost, separado tan sólo unos veinte pies.

—¡Ahora, arriad la vela y acercaos! —les ordenó Wolf Larsen.

El no abandonaba el rifle ni aun al pasar las cuerdas con una mano— Una vez sujetas a proa y a, popa, y cuando los dos hombres ilesos se disponían a subir. a bordo, el cazador cogió el rifle como para ponerlo en una posición más segura.

—¡Déjalo! —gritó Wolf Larsen, y el otro lo soltó cual si hubiese estado ardiendo y le hubiese quemado.

Cuando los dos prisioneros estuvieron a bordo, izaron el bote, y bajo la dirección de Wolf Larsen, llevaron al castillo de proa al timonel herido.

—Si nuestros cinco botes se portan tan bien como nosotros, pronto tendremos una tripulación completa —me dijo el capitán.

—El hombre que hirió usted—.. le curarán —indicó Maud Brewster.

—En el hombro —contestó—. Nada serio. Dentro de tres o cuatro semanas míster Van Weyden lo habrá puesto tan bueno como antes. Pero no podrá impedir que estos muchachos vean esto —añadió señalando al tercer bote del Macedonia, hacia el cual había dirigido yo el barco, y que ahora se hallaba casi frente a nosotros—. Esto es obra de Horner y Smoke. Les dije que necesitábamos hombres vivos y no cadáveres; pero el placer de hacer blanco es una cosa que ciega, especialmente cuando ya se ha aprendido a tirar. ¿No lo ha probado usted nunca, míster Van Weyden?

Yo sacudí la cabeza y contemplé la obra de los cazadores. Había sido realmente sangrienta, pues al alejarse se habían reunido con nuestros tres botes restantes para atacar a los otros dos del enemigo. El bote abandonado se hundía entre las olas y se balanceaba como ebrio, y la cebadera, floja y atravesada, aleteaba con el viento y el remero estaba en el fondo, pero el timonel iba tumbado sobre la borda del combés, medio dentro y medio fuera, arrastrando los brazos sobre el agua y oscilándole la cabeza de un lado a otro.

—No mire, miss Brewster; por favor no mire usted —le supliqué, y me alegré al notar que hacía caso.

—Dirija en derechura al grupo, míster Van Weyden —fue la orden de Wolf Larsen.

Al aproximarse más, cesó el fuego y vimos que el combate había terminado.

—¡Mire usted allá! —grité involuntariamente, señalando hacia el Nordeste.

La mancha de humo que indicaba la posición del Macedonia había reaparecido.

—Sí, he estado observándolo —contestó Wolf Larsen tranquilamente. Midió la distancia que le separaba del banco de niebla y se detuvo para percibir la fuerza del viento en su mejilla—. Me parece que lo conseguiremos; pero puede estar seguro que este dichoso hermano mío ha descubierto nuestro pequeño juego, y ahora precisamente se nos echa encima a toda marcha. ¡Ah, mire, mire!

La mancha de humo negrísimo se había agrandado de pronto.

—Sin embargo, te ganaré —dijo riendo—. Te ganaré, y además espero que a ese paso acabarás con tus viejas máquinas.

Viramos en medio de un tumulto violento, pero ordenado. Los botes llegaban a bordo por ambos costados a un mismo tiempo. Tan pronto como los prisioneros saltaban la barandilla, eran conducidos a proa por nuestros cazadores, mientras nuestros marineros subían los botes atropelladamente, dejándolos en cualquier sitio de la cubierta, sin detenerse a sujetarlos. Cuando el último abandonó el agua y se balanceó al extremo de las jarcias, ya teníamos todas las velas izadas y tendidas y las escotas sueltas en espera del viento favorable.

Era necesario apresurarse. El Macedonia, vomitando por su chimenea un humo muy negro, cargaba sobre nosotros desde el Nordeste. Desdeñando los botes que le quedaban, había alterado su rumbo para anticipársenos. No corría directamente en nuestra dirección sino frente a nosotros. Nuestras rutas convergían como los lados de un ángulo, cuyo vértice era el borde del banco de niebla— Allí es donde únicamente podía quedarle al Macedonia la esperanza de cogernos. La esperanza del Ghost estribaba en poder pasar aquel punto antes de que llegara el Macedonia.

Wolf Larsen gobernaba, y sus ojos echaban chispas cuando se detenían o saltaban de uno a otro detalle de la persecución. Unas veces observaba el mar por barlovento, en busca de indicios que le advirtieran si el viento arreciaba o amainaba; otras al Macedonia, y de nuevo recorría todas las velas con la mirada y daba órdenes para que se aflojara un poco una escota aquí o se apretara la de allá, hasta que arrancó al Ghost su máxima velocidad. Entonces se olvidaron todos los odios y resentimientos, y me sorprendí del ardor con que los hombres que tanto tiempo habían soportado sus brutalidades corrían a ejecutar sus órdenes. Aunque parezca extraño, el recuerdo del infortunado Johnson acudió a mi mente cuando nos elevábamos, nos hundíamos o nos tumbábamos sobre un costado, y lamenté que no estuviese vivo en aquel momento, ya que tanto había amado al Ghost y tanto se había complacido viéndole navegar.

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