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Authors: Jack London

El lobo de mar (23 page)

Los cazadores saludaron la hazaña con aplausos y risas atronadoras, en tanto Mugridge, eludiendo la mitad de sus perseguidores, que se hallaban junto al palo de trinquete, corrió a popa y cruzó entre los restantes como un jugador en el campo de foot—ball. Dirigióse a popa en línea recta y de allí a la toldilla hasta el extremo mismo del barco. Tan grande era su velocidad, que al doblar el ángulo de la cabina resbaló y cayó, chocando su cuerpo violentamente con las piernas de Nilson, que estaba gobernando. Los dos hombres rodaron juntos, pero únicamente se levantó el cocinero. Por un capricho de la suerte, el frágil cuerpecillo quebró las piernas del hombre robusto como si hubieran sido tubos de pipa.

Parsons cogió el timón, y la persecución continuó. Daban vueltas y más vueltas por la cubierta, Mugridge muerto de miedo, los marineros azuzándose y voceando, y los cazadores excitándoles con rugidos y carcajadas. Mugridge cayó junto a la escotilla de proa debajo de tres hombres; pero emergió del montón como una anguila, y saltó al aparejo mayor con la boca llena de sangre y la camisa, motivo de aquel escándalo, hecha jirones. Subió rápidamente, pasó por la cruz y llegó a lo alto del mástil.

Media docena de marineros se esparcieron por la arboladura tras él y se enracimaron, mientras dos de ellos, Oofty—Oofty y Black, que era el timonel de Latimer, continuaron trepando por los delgados estays de acero y elevando sus cuerpos con sólo el esfuerzo de los brazos.

Era una empresa peligrosa, pues a una altura de más de cien pies, y sujetándose únicamente con las manos, no estaban en las mejores condiciones para protegerse de los pies de Mugridge. Este seguía coceando ferozmente, hasta que el kanaka, suspendido con una mano sola, cogió con la otra el pie del cocinero. Black hizo lo mismo con el otro. Luego le arrancaron de allí y los tres bregaron y se escurrieron hasta caer en brazos de sus compañeros, que se hallaban en la cruz.

El combate aéreo había terminado, y Thomas Mugridge, con la boca llena de espuma sanguinolenta y lamentándose en su jerigonza, fue bajado a cubierta; Walf Larsen ató una bolina a un trozo de cuerda y se lo pasó por debajo de los brazos. Después le llevaron a popa y le tiraron al agua. Soltaron cuarenta... cincuenta... hasta sesenta pies de cuerda; finalmente, Wolf Larsen gritó:

—¡Amarrar!

Oofty—Oofty dio una vuelta al poste con la cuerda, que se tendió y el Ghost, al adelantar, de una sacudida hizo salir al cocinero a la superficie.

Era un espectáculo que inspiraba compasión, pues aunque no podía ahogarse y tenía siete vidas por añadidura, sufría todas las angustias del que se ahoga 3 medias. El Ghost marchaba muy despacio, y cuando su popa se levantaba sobre una ola y avanzaba, subía al pobre diablo a la superficie y le dejaba respirar un momento; pero después volvía a bajar la popa, y mientras la proa trepaba perezosamente sobre la ola siguiente, la cuerda se aflojaba y él se hundía.

Yo me había olvidado por completo de la existencia de Maud Brewster, y la recordé con sobresalto cuando oí sus leves pasos a mi lado. Era la primera vez que subía a cubierta desde su llegada a bordo y su aparición fue saludada con un silencio de muerte.

—¿Cuál es la causa de todo este júbilo? —inquirió.

—Pregúnteselo al capitán Larsen contesté grave y fríamente, pero en mi interior hervía la sangre el pensar que aquella mujer iba a ser testigo de tamaña brutalidad.

Maud, siguiendo mi consejo, se volvía ya para ponerlo en práctica, cuando sus ojos tropezaron con Oofty Oofty, que se encontraba justamente delante de ella, sosteniendo la cuerda con la gracia y viveza naturales en él.

—¿Está usted pescando? —le preguntó.

El no respondió. Sus ojos, intensamente fijos en el mar, fulguraron de pronto.

—¡Tiburón a la vista, señor! —exclamó.

—¡Izar! ¡Aprisa! ¡Aquí todos! —gritó Wolf Larsen, y saltó el primero a coger la cuerda.

Mugridge había oído la voz de alerta del kanaka y chillaba como un loco. Vi una aleta que cortaba el agua y corría hacia él con más rapidez de la que era arrastrado e bordo. Nadie podía augurar si el tiburón alcanzaría al cocinero antes que nosotros le izáramos; pero en todo caso, era cuestión de momentos. Cuando Mugridge se hallaba precisamente debajo de la popa, ésta descendió después de pasar sobre una ola, lo cual dio ventaja al tiburón. La aleta desapareció, el vientre mostró su blancura en un salto rápido hacia arriba. Casi tan rápido como el tiburón fue Wolf Larsen, que empleó toda su fuerza en un tirón formidable. El cuerpo del cocinero salió del agua, y otro tanto hizo en parte el del carnívoro. El hombre alzó las piernas y la fiera pareció que no hacía sino tocar un pie y volver a sumergirse ruidosamente. Pero en el momento del contacto, Thomas Mugridge dio un alarido. Después saltó la barandilla fácilmente, como un pez recién cogido en el anzuelo, haciendo resonar la cubierta al caer sobre las manos y revolcándose.

De la pierna derecha brotaba un torrente de sangre; le faltaba el pie, amputado en redondo por el tobillo— Instantáneamente miré a Maud Brewster, estaba pálida y con los ojos dilatados por el horror, miraba, no a Thomas Mugridge, sino a Wolf Larsen, y él lo notó porque dijo con una de sus breves carcajadas:

—Bromas de hombres, miss Brewster. Concedo que son un poco crueles para usted, pero con todo, no dejan de ser bromas de hombres. El tiburón no había entrado en el cálculo. Eso...

Pero en este instante, Mugridge, que había levantado la cabeza y comprobado la extensión de su pérdida, se debatió sobre la cubierta y hundió los dientes en la pierna de Wolf Larsen. Este se inclinó tranquilamente hacia el cocinero y con el pulgar y un dedo le apretó detrás de las quijadas y debajo de las orejas. Las quijadas se abrieron por fuerza, y la pierna de Wolf Larsen quedó libre.

—Como iba diciendo —prosiguió, como si nada extraordinario hubiese sucedido—, el tiburón no había entrado en nuestros cálculos. Fue... ejem..., ¿llamémoslo la Providencia?

Ella no dio muestras de haberle oído; sin embargo, cuando se volvió para alejarse, había en sus ojos una expresión de indecible repugnancia. Pero no hizo sino volverse, pues vaciló a los primeros pasos y me tendió la mano débilmente. La cogí e tiempo para evitar que cayera, y la ayudé a sentarse en la cabina, donde creí que se desmayaba pero se dominó.

—¿Quiere usted darse una vuelta por aquí, míster Van Weyden? —dijo Wolf Larsen, llamándome.

Yo dudaba, pero miss Brewster movió los labios, y aunque no articularon ninguna palabra, con los ojos me mandó tan claramente como si hubiese hablado que fuera a asistir a aquel desdichado.

—Por favor —consiguió murmurar, y no tuve más remedio que obedecerla.

Por entonces había desarrollado yo tal habilidad en la cirugía, que Wolf Larsen, después de hacerme algunas advertencias, me dejó solo en mi tarea con dos marineros para que me ayudaran. El, por su parte, se encargó de vengarse del tiburón. Cebó un enorme anzuelo de torniquete con un trozo de tocino salado y lo lanzó al agua, y cuando concluía yo de taponar las venas y arterias seccionadas, los marineros subían cantando al monstruo culpable. Yo no lo vi, pero mis ayudantes, uno primero y después el otro, me abandonaron durante unos momentos para correr al centro del barco a ver qué ocurría. El tiburón, que medía dieciséis pies, fue izado contra el aparejo mayor. Tenia las quijadas distendidas por medio de garfios hasta su límite máximo, y se le encajó una fuerte estaca aguzada por los extremos, de tal forma que cuando se le quitaron los garfios quedaran las quijadas clavadas en ella. Una vez efectuado esto, se cortó el anzuelo. El tiburón volvió a hundirse en el mar, impotente a pesar de toda su fuerza` Y condenado a perecer de hambre, una muerte lenta, que, más que él, merecía el hombre que inventó el castigo.

CAPITULO XXII

Ya sabía yo de qué se trataba cuando la vi llegar hacia mí. Le, había visto hablar seriamente por espacio de diez minutos con el maquinista y ahora, haciéndole seña de que callara, la conduje adonde el timonel no pudiese oírla— Estaba pálida y preocupada; sus ojos, más grandes que de costumbre por la resolución que había en ellos, se clavaron penetrantes en los míos— Me sentí un poco intimidado y receloso, pues venía a explorar el alma de Humphrey van Weyden, y Humphrey van Weyden no tenía de qué enorgullecerse, particularmente desde su llegada a bordo del Ghost.

Anduvimos hasta la escala de la toldilla, donde se volvió y se encaró conmigo. Miré en derredor para cerciorarme de que nadie escuchaba.

—¿Qué pasa? —le pregunté dulcemente; pero la expresión decidida de su semblante no cambió.

—He podido comprender fácilmente —empezó— que el asunto de esta mañana fue todo lo más un accidente; pero he hablado con míster Haskins. Me ha dicho que el día que fuimos rescatados, mientras yo me encontraba en la cabina, fueron ahogados dos hombres, ahogados deliberadamente, asesinados.

En su voz había una pregunta; me miraba acusadora, como si yo fuese culpable del hecho, al menos en parte.

—El informe es completamente cierto —contesté—. Los dos hombres fueron asesinados.

—¡Y usted lo consintió!

—No pude evitarlo, no se puede expresar de otra forma —repuse, siempre con dulzura.

—¿Pero usted trató de evitarlo? —pronunció la palabra "trató" con énfasis y un leve tono de disculpa en la voz—. ¡Oh, no hizo usted nada! —se apresuró a decir, adivinando mi respuesta— ¿Por qué?

Encogí los hombros.

—No debe usted olvidar, miss Brewster, que es una recién llegada a este pequeño mundo y que no comprende todavía las leyes que rigen en él. Usted lleva consigo concepciones excelentes de humanidad, pero aquí hallará usted que son erróneas. A mí me ha ocurrido también —añadí, con un suspiro involuntario.

Ella sacudió la cabeza, incrédula.

—¿Qué me hubiera aconsejado usted, pues? —le pregunté—. ¿Que hubiese cogido un cuchillo o una carabina y matase a ese hombre?

Casi dio un salto hacia atrás.

—No, eso no.

—Entonces, ¿qué debí hacer? ¡Matarme!

—Usted habla en términos puramente materiales —objetó—. Hay una cosa que se llama valor moral, y esto siempre surte efecto.

—¡Ahí —dije sonriendo—. Usted me aconseja que no le mate a él ni me mate yo, pero que le deje matarme.

Ella iba á hablar y la detuve con un gesto.

—El valor moral no tiene valor alguno en este pequeño mundo flotante— Leach, uno de los hombres que fueron asesinados, tenía valor moral en grado superlativo y Johnson, el otro hombre, también. Y esto no solamente no les reportó ninguna ventaja, sino que contribuyó a su destrucción y eso ocurriría conmigo si pusiera en práctica el poco valor moral que pudiera poseer— Debe usted comprender, miss Brewster, comprender con toda claridad, que este hombre es un monstruo. No tiene conciencia. Para él no hay nada sagrado, ninguna acción le parece demasiado horrible. Si ocupo el primer lugar a bordo, es debido a su capricho, e igualmente ha sido un capricho suyo que yo siga viviendo. No hago nada, no puedo hacer nada, porque soy esclavo de este monstruo, como lo es usted ahora; porque deseo vivir, como lo deseará usted, porque no puedo luchar con él y vencerle, del mismo modo que usted tampoco podría.

Ella esperó que continuara.

—¿Qué remedio queda, entonces? Mi papel es el del débil. Permanecer callado y sufrir ignominias, lo mismo que hará usted. Y esto es lo mejor que podemos hacer si queremos conservar la vida. La victoria no es siempre para el fuerte. Nosotros carecemos de la fuerza necesaria para derrotar a este hombre, hemos de disimular y vencer, si es que lo logramos por medio de la astucia. Si quiere seguir mi consejo, esto es lo que hará usted. Sé que mi posición es peligrosa, y debo decir con franqueza que la suya lo es más aún. Hemos de defendernos juntos, sin que lo parezca, aliándonos en secreto. No podré ponerme de su parte abiertamente, y cualesquiera que sean las indignidades que caigan sobre mí, debe usted igualmente guardar silencio. No hemos de provocar escenas con este hombre, ni oponernos a su voluntad. Hemos de sonreírle y mostrarnos amables con él, por muy repulsivo que nos parezca.

Se pasó la mano por la frente como para poner orden en sus ideas y dijo:

—Sigo sin entender.

—Debe usted entender lo que le digo —la interrumpí con autoridad, porque vi los ojos de Wolf Larsen dirigirse hacia nosotros desde el centro del barco, donde se hallaba paseando con Latimer—. Hágalo así, y no tardará mucho en comprender que tengo razón.

—¿Qué debo hacer, pues? —preguntó sorprendiendo la mirada de inquietud que había yo dirigido al objeto de nuestra conversación, y puedo asegurar que impresionada por la seriedad de mi tono.

—Prescinda todo lo posible del valor moral —dije vivamente—. No despierte la animosidad de ese hombre. Sea muy amable con él, háblele sobre arte y literatura, pues es muy aficionado a estas cosas. Hallará en él un oyente interesado y nada tonto. Y en bien de usted, procure no presenciar, en cuanto le sea posible, las brutalidades del barco. Así le será más fácil representar su papel.

—He de mentir —repuso en tono firme y rebelde—, he de mentir de palabra y de obra.

Wolf Larsen se había separado de Latimer y venia hacia nosotros. Yo estaba desesperado.

—Por favor, trate de comprenderme —dije rápidamente, bajando la voz—. Toda su experiencia de los hombres y las cosas no significa ningún valor aquí. Tiene usted que volver a empezar. Ya lo sé, lo estoy viendo, usted está acostumbrada a imponerse a las gentes con sus ojos, dejando que su valor moral hable por ellos— A mí ya me ha dominado usted, pero no lo intente con Wolf Larsen. Más fácilmente dominaría a un león, y además se expondría a sus burlas —proseguí, cambiando de conversación, cuando Wolf Larsen subió a la toldilla—. Los editores recordará usted que le temían y los directores de revistas no querían tratos con él. Pero yo sabía lo que me hacia. Su genio y mi juicio quedaron rehabilitados cuando dio aquel golpe magnífico con su Fragua.

—Era un poema de periódico —dijo ella con naturalidad.

—Vio la luz en un periódico —repliqué—, pero no porque los editores de revistas lo rehusasen en cuanto le echaron una ojeada. Hablábamos de Harris —dije a Wolf Larsen.

—¡Oh, sí! —confirmó—. Recuerdo La Fragua— Llena de sentimientos y de una gran fe en las ilusiones humanas. Por el momento, míster Van Weyden, podría usted ir a ver al cocinero. Está agitado y se queja mucho.

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