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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

El Libro Grande (32 page)

BOOK: El Libro Grande
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La ley andaba muy cerca, tras de mí, para ponerme en mi lugar; por esto viajaba y no tenía lugar fijo de residencia. Una vez acudí a mi padre para que me auxiliara en los descomunales líos en que andaba metido, me recibió y le expliqué de qué se trataba y que necesitaba desesperadamente dinero. «Tengo cien pesos, ¿te sirven?», me dijo. «¡Cómo crees!», le dije. «¡Necesito miles!» «¿No te sirven?», me volvió a decir: «Entonces: ¡Lárgate…!» Me fui.

Llegué a la ciudad, en donde, por primera vez, conseguí dejar de beber, tratando de sentar cabeza… durante mes y medio.

Otra vez borracho y en las mismas, me sucedió algo que voy a contar. Fui a una ciudad del este. Me metí en un establecimiento de mala muerte en donde estuve bebiendo en demasía, hasta que discutí con el dueño por ¡quién sabe qué causa! El problema se puso bastante serio e intervino el hijo del dueño, contra los que me lié a golpes y perdí. Fui golpeado con bates de béisbol. Medio muerto me sacaron del tugurio aquel y me abandonaron en medio de un camino. Mal herido volví en mí y me encontré bañado en sangre. Regresé al establecimiento golpeando las puertas, las paredes de tablas, escandalizando, sin que me abrieran.

Me fui a la vivienda que habitaba, saqué petróleo y me dirigí al jacal dispuesto a acabar con él y con todos sus moradores. Justamente cuando acababa de rociar el petróleo y prendía el fuego, aparecieron los policías que frustraron mis propósitos y me recluyeron en la cárcel de aquella población. Salí, y de nuevo me metí en problemas por lo que tuve que abandonar, corriendo, la ciudad.

Visité muchas cárceles debido a mi conducta ingobernable y mi desenfrenada manera de beber. Ya en otra ciudad se me clavó la idea de cambiar de vida y el propósito de no volver a beber. Sólo un mes lo conseguí y, de nuevo, me encontré sumido en mi triste realidad. «No es creíble que mi situación sea tan crítica que no pueda con la botella», pensé.

Tenía un padrino que me aconsejaba y que hacía tiempo que me insistía para que hiciera algo que me ayudara a dejar de tomar. Él me llevó algunas veces, infructuosamente, a jurar no beber; en una ocasión me llevó a un santuario, donde me hizo que jurara por un año. Juré, pero mis pensamientos andaban errabundos recordando los frustrados juramentos anteriores. «No cumpliré», me dije. Pero la imagen del Santo Señor y su justicia, me hicieron reflexionar seriamente: «aquel ladrón, borracho, lascivo, mentiroso, que viene a jurar y no cumple, es duramente castigado…»

Por esta vez cumplí mi juramento. Paré de beber, y, en ese período de abstinencia, me sentí motivado a recomenzar mi vida. Con ayuda conseguí entrar a estudiar Turismo, pero el año de juramento terminó y terminaron mis propósitos y buenas intenciones; volví a beber.

Hubo gente buena que trató de ayudarme. Apoyado por una de esas personas y una credencial de la escuela en que había estado inscrito, conseguí entrar de mozo en una clínica del seguro social a la cual vivo agradecido. Soportaron muchos de los problemas que originé: amenazas a mis superiores, ausentismo, etc. Hoy entiendo que no me despidieron porque les causaba lástima. Mediante este trabajo logré reinscribirme en la secundaria y terminé en cinco años, gracias a que un compañero me hizo el favor de hacerme las pruebas, si no ¡jamás habría logrado terminar!

Las borracheras y los pleitos continuaron. Hubo varias golpizas más, pero distintas a las anteriores, que fueron riñas de jóvenes; estas fueron distintas, hubo saña, mala intención. Todavía conservo huellas de esos duros golpes recibidos, como una cicatriz de una herida en un pleito en el que quedé debatiéndome entre la vida y la muerte. Afortunadamente mi hermana me localizó, reconociéndome por unos zapatos blancos que me había puesto al salir de la casa… Esta situación me hizo pensar en andar armado y en la venganza, pero todo quedó en eso, en pensamiento, porque yo estaba ya muy lastimado por esa vida y por el alcohol.

Nadie me había hablado de A.A. pero yo sabía que había grupos de esos. Una vez pasé frente a uno y me asomé: vi muchos cuadros y letreros; daba la sensación de una secta religiosa. Me dije: «Esta gente está acabada…» Y no entré.

Al fin, ya no dejaba de beber ni para cobrar. Luego de una parranda de tres o cuatro días, todo sucio, me dirigí a cobrar a la clínica donde se suponía que estaba empleado. No me reconocieron y no me querían pagar. Ya no llevaba identificación alguna: «Estoy enfermo», les decía y suplicaba que me pagaran. En verdad me sentía muy mal. Los convencí y me dieron mi cheque. Entonces vino otro problema en el banco; sin papel alguno que me identificara y sin poder firmar no me quisieron hacer efectivo mi pago. Una vez más, arrastrándome, fui a suplicar al gerente que autorizara el pago porque realmente me sentía cada vez peor y el aspecto que tenía no era nada agradable. Tal vez por eso me pagaron. Ya con el dinero busqué un bar y todos se me hicieron remotos. Creí que no llegaría. Como pude alcancé un bar y con los primeros tragos sentí cierto alivio; al continuar bebiendo nuevamente volví a perder el conocimiento.

Al atardecer volví en mí. Estaba tirado en la calle. Enfrente vi un anuncio de la «Oficina Intergrupal de A.A.» Dificultosamente me puse en pie y entré.

«¿Aquí hacen milagros?», pregunté con voz cavernosa.

Las personas que estaban ahí se sorprendieron de mi presencia, y se deshicieron de mí: me dieron un papel con un montón de preguntas y me sugirieron que volviera cuando estuviera en mi juicio puesto que, así como iba, no entendería nada.

Me fui, maldiciéndolos.

Tres días después terminé de beber y acudí a mi casa, crudo, sin dinero, sin esperanza. Urgué en los bolsillos y encontré el «Autodiagnóstico» que me habían dado en la intergrupal. Lo contesté y con él regresé a aquella oficina de A.A. Ahí me dieron el horario y dirección de un grupo y, ese mismo día, me presenté.

Al principiar la sesión preguntaron: «¿Hay alguna persona que nos visite por primera ocasión para saber qué es A.A.?» Dos personas se pusieron de pie pero yo no. Luego hablaron varios de los asistentes y me impactaron las palabras que pronunciaron: «Honradez, Sinceridad, Integridad…»

Volví, y durante seis meses sin faltar un solo día me mantuve asistiendo sin participar. Me concretaba a saludar y escuchar. Con ese tiempo sin beber creí equivocadamente que había aprendido suficiente como para beber sin daño alguno. Bebí de nuevo y trágicamente comprobé que mi enfermedad era irreversible y que era un loco temible.

De la manera más triste, en plena ebriedad, insulté a mi padre. Le reclamé: «¿Por qué nunca tuviste el valor de frenarme en mi forma de beber, cuando era tiempo?» le gritaba «¡Eres el culpable de mi situación! ¡Tienes que darme de beber!» Sé que me encontraba ensangrentado y con vagas imágenes de la pelea con mi padre, ¡con mi propio padre!

Me encerré víctima del remordimiento, creí que no volvería a recobrar un sano juicio. Merecía el peor de los castigos. Afortunadamente algunas frases escuchadas en A.A. me sacaron de aquel triste estado y, con decisión, fui a ver a mi doctor de la clínica. Le expuse mi problema y mi situación. Me escuchó y me recomendó que fuera a un grupo de A.A. Tristemente le confesé que ya había estado en uno. Se sorprendió y entonces optó por enviarme al psiquiatra. En el tratamiento me aplicaron electrochoque y luego de un tiempo volví con mi doctor, quien me volvió a recomendar que asistiera a un grupo de A.A.

Reingresé y no he vuelto a tomar.

Ciertamente se han operado cambios profundos. Acepté que el alcohol me había derrotado; entendí y practiqué el Plan de 24 horas: hoy no bebo pase lo que pase, ¿mañana? ¡Ya llegará! ¿Ayer? ¡Ya se fue! Físicamente me restablecí. He aprendido a respetar y ser respetado, por medio del ejemplo de mis compañeros y de la literatura de A.A.; creo haber leído toda la que ha estado a mi alcance. Comparto mi experiencia de bebedor y de cómo soy ahora, con quienes acuden al grupo a saber de A.A.; creo que soy portador de un testimonio de la efectividad de Alcohólicos Anónimos: ¡Si yo he podido, sin duda ellos también podrán!

Como ya no ando ni borracho, ni crudo, conseguí quien me quiera y me ha aceptado por esposo. En mi trabajo considero que estoy cumpliendo y estoy satisfecho. Soy un hombre con demasiada buena suerte. ¡Es hermosa esta nueva vida dentro de A.A.! Busco el éxito de realizarme como persona, superar las frustraciones por lo que desperdicié en mi juventud, alcanzar el éxito en la empresa que tanto me toleró y me ha dado, ser un buen esposo y buen amigo y padre de mis hijos, y hoy, en la Sociedad, ser más responsable e íntegro.

… Si Dios me lo permite.

(10)
 
LA OVEJA EXTRAVIADA

Sintiéndose aislada, oyó repetirse el viejo cántico que le guió, después de largos y penosos ambages, al calor del rebaño.

T
ERMINABA el otoño de 1978, la ciudad se aprestaba a otra época navideña y aparecían tras las ventanas de las casas los primeros arreglos que lo mostraban. ¡Cuánto dolor, cuánta tristeza me provocaban el ruido de la gente al pasar y la alegría de los niños al jugar!

«Eran cien ovejas que había en el rebaño,
Eran cien ovejas…»

Había salido de mi sexto internamiento, el más doloroso, el más prolongado, debido a mi alcoholismo. En los hogares había calor, había hijos, madres, un esposo tal vez…

No tenía adónde ir. La caridad de buenas personas me había permitido estar recluida en un hospital gratuito para alcohólicos, donde había conseguido dejar de beber, y en un sanatorio donde mi vitalidad se había restablecido. Estaba viva, y no tenía adónde ir, ni qué comer, ni dónde dormir. Me detuve, alcé los ojos y murmuré: «Ya sabes Dios que no quiero vivir. Sabes que tengo hambre, que tengo frío…»

«… Pero en una tarde, al contarlas todas,
le faltaba una y triste lloró…»

«¿Qué voy a hacer, Dios?», pregunté. Mi devoción religiosa me había fallado, yo había fallado a mi padre adoptivo, la medicina no me había servido… ni en A.A. había conseguido restablecerme.

Las estrofas de un himno conocido se repetían en mi mente; era un cántico que en mis delirios escuchaba y que acompañaba tercamente mis vagos impulsos místicos:

«… Las noventa y nueve dejó en el aprisco
y por las montañas a buscarla fue…»

Creo que grité: «¡Tengo miedo! ¡Quiero volver a tomar!»

«… La encontró llorando, temblando de frío.
La tomó en sus brazos, curó sus heridas
y al redil volvió…»

Estaba parada frente a un templo. Automáticamente entré. Los cánticos iban tras de mí. Me arrodillé y busqué a Dios. Lloré; vi las imágenes de mis hijos, esos tres pequeñitos a los que tanto había dañado, la de mi madre que no conocí, la de mi padre adoptivo que tanto había sufrido conmigo, la del bondadoso doctor que me había auxiliado una vez, y las puertas de A.A. abiertas, esperando mi regreso.

¿Valdría la pena un nuevo intento de regresar al redil?

Nací en un pueblecito muy hermoso. Era un bebé cuando murió mi madre, al nacer mi único hermano. Mi padre nos abandonó en casa de mi abuela materna donde un tío nos dio su afecto: fue siempre como mi verdadero padre.

Huérfana, busqué desde niña, insistente y desesperadamente, el amor. Al principio lo encontré en mi abuela que fue en ese tiempo la que más ternura me mostró; cuando murió sentí un total desamparo. Tenía sólo ocho años y bebí por primera vez. Tomé pulque y, cuando mis tíos vieron que me comportaba rara llamaron al doctor. Estaba borracha.

Pero a los 17 años fue cuando se inició mi «carrera alcohólica» que rápidamente se agravó. A esa edad fui nombrada reina del Club más aristocrático del rumbo. En esa fiesta de coronación se bailó y brindó, y yo bailé y brindé. Después bailé menos y brindé más. Al fin sólo brindé…; luego no sé qué pasó.

Al día siguiente desperté con el vestido de fiesta puesto. No recordaba qué había pasado. Me dio miedo; no quería preguntar qué había hecho.

La sirvienta al verme despierta se me acercó y me dijo: «¡Ay, señorita, todo lo que pasó ayer!» Fingí recordar y le pedí un jugo. Cuando me lo trajo, me dijo: «Con esto no se va a componer; voy a ponerle un poco de lo que estuvo tomando…»

Al tomarlo paulatinamente me sentí mejor y le pedí que me preparara otro «jugo» y le dije: Cuéntame lo que pasó anoche. Escuché el ridículo y boberías que había hecho, pero el calorcito que invadía mi cuerpo por el «jugo» era como un antídoto contra mi sentido de culpabilidad. A partir de ese día, beber se me hizo hábito; mediante el licor aligeraba mi disgusto interno; mi temor a no ser amada.

Pensé que debía encontrar el amor, que un noviazgo formal llenaría el vacío de mi vida y la responsabilidad del matrimonio sería una solución. Busqué un novio, lo conseguí, me comporté como quería la gente que debía comportarse una señorita casadera y, anhelando la seguridad, la comprensión y el amor, me casé. Tenía 18 años. ¡Qué sorpresa fue para mí el matrimonio! Nada de lo que había soñado se produjo y mi irresponsable manera de beber afloró; salía con mi marido a frecuentes reuniones y visitas que aprovechaba para tomar más de la cuenta. Mi esposo se molestaba y yo me las ingeniaba para seguir bebiendo, por lo que nuestra relación se transformó en vida de «perros y gatos».

Y perdí mi primer bebé. ¡Qué frustración y qué motivo para beber más!

Me embaracé de nuevo e ilusionada, pensé que el nacimiento de un hijo traería el amor a mi hogar; lo esperé con ansiedad. Nació, pero nuestro matrimonio continuaba desbarrancándose sin remedio. Volví a recurrir a la botella y desde entonces con escasos intervalos estuvo por muchos años junto a mí.

Ni el nacimiento de nuestro segundo hijo ni el del tercero me detuvo ya.

En ese tiempo tomaba vinos y licores, como brandis, ginebra, ron. Mi marido era propietario de un billar donde se permitía la ingestión de bebidas alcohólicas. Esto facilitaba mi suministro de alcohol. Tenía las llaves y con cien artilugios me las ingeniaba para sustraer botellas.

Mi tribulación empezó cuando me quitó las llaves y, una mañana, temblando por una gran necesidad de alcohol, me aventuré por las calles del pueblo hasta una cantina de suburbio y tomé aguardiente de ínfima calidad con los borrachos considerados ruines por la gente. Desde entonces ese aguardiente barato fue la bebida que más frecuentemente ingerí.

Las reclamaciones, los gritos, las amenazas, volvían nuestra vida infernal. A pesar de todo yo no entendía. Mi marido llegaba a la casa y la encontraba en total desorden, los niños desatendidos y yo abotagada y sucia por el alcohol; no aguantó más y me dejó, reclamando la patria potestad de nuestros hijos. Lloré, supliqué, prometí no beber; lo intenté y no pude lograrlo. Sin embargo me dieron una última oportunidad: me dejaron a mis hijos si dejaba de tomar. No lo conseguí: iba con ellos por la calle y me quedé tirada en la acera… Cuando recapacité, huí a la capital a buscar a mi padre y, cuando lo encontré, me rechazó. Esto fue el golpe final a mi esfuerzo por vivir, a mi necesidad de comprensión y ayuda.

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