En España aprendí que vivir con un poco de vino «entre pecho y espalda», era agradable.
Allá todo el mundo bebía durante la comida y en la cena; en el internado en donde me alojé nos ponían en la mesa todas las botellas de vino que quisiéramos consumir. Por las tardes acostumbrábamos ir a tomar un «chato de manzanilla con pinchos», y por las noches después de la cena, íbamos a las «peñas» a beber en «porrón», en lo que me volví una campeona. Pensé: «esto es felicidad: Al fin me liberé de miedos, angustias, complejos, represiones, prejuicios y perfeccionismos…» ¡Se había iniciado mi carrera alcohólica!
Hubo un síntoma alarmante que no capté en todo su significado: Una tarde se me «apagó el
switch
» en el comedor y desperté al otro día, en mi habitación; sentí complejo de culpa, ese sentimiento que se volvería tan característico después de mis borracheras.
Cuando regresé a mi país, venía decidida a ser una mujer diferente: Ingresé a estudiar la preparatoria, por las tardes; en las mañanas seguí trabajando en la universidad, e inicié una relación liberal con un científico que había conocido en mi trabajo y con el cual me sentía plenamente identificada: me enamoré de él profundamente.
Por supuesto mi nueva vida vino acompañada de grandes conflictos familiares, (mi padre nunca aceptó mi situación y mi madre, al principio tampoco) pero el vino y el amor me daban valor y confianza.
Así viví casi toda mi actividad alcohólica. Él era un bebedor fuerte; no recuerdo que pasáramos juntos tiempos libres sin beber.
Al principio fue muy excitante. Ambos trabajábamos en la universidad. Él me alentaba en mis estudios; me había propuesto llegar a ser universitaria y, con su ayuda, sin duda lo conseguiría. Sin embargo los fines de semana bebíamos muchísimo; las lagunas mentales se volvieron rutina, aunque todavía no las identificaba como tales y me decía: «me quedé dormida, ¡eso es todo!» Pero, en un viaje después de una borrachera, él se enojó conmigo y fue así como descubrí que, dentro de mis borracheras, había períodos en los que yo seguía actuando maquinalmente pero luego no recordaba lo que había sucedido.
En aquella época ingresé a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, y me volví de izquierda radical; ahí pertenecí a un Grupo Estudiantil donde estudiábamos El Capital, de Marx, y, con mi pareja, éramos sindicalistas de nuestro trabajo y como tales, participamos en varios movimientos huelguísticos.
Sin embargo toda mi vitalidad de esos años, decayó cuando él realizó un viaje largo al extranjero y me di cuenta de la dependencia emocional tan enorme que tenía hacia su persona. En su ausencia tuve la peor laguna mental hasta ese momento; perdí mi coche en el aeropuerto al irlo a recibir y tuve que vivir experiencias muy desagradables que me hicieron reflexionar: «
tal vez
soy una alcohólica…» me dije.
En ese tiempo, mi hermana la mayor, regresó de Estados Unidos en donde había conocido el programa de Alcohólicos Anónimos, aunque ella casi no bebe; tenía amigos que asistían a los grupos y me dio un «autodiagnóstico» para que decidiera por mí misma si era alcohólica o no. Lo contesté honestamente, ¡y supe que era una alcohólica!; sin embargo no acepté asistir a los grupos por miedo a dejar de beber… para siempre. Y empecé un largo peregrinar de cerca de dos años donde traté de
aprender a beber
: dejé las bebidas fuertes y sólo tomé vino; me reprimía y no bebía hasta el fin de semana; trataba de dosificarme las copas… pero irremediablemente llegaba a la pérdida del control y la borrachera terminaba en una
laguna mental
y la consecuente resaca moral.
Mi inseguridad se acentuó. Envidiaba el prestigio profesional de mi pareja. Cada día me volvía más posesiva y celosa. Me estaba amargando y busqué una salida equivocada: quise adquirir seguridad en la coquetería.
Sé que todas esas fueron manifestaciones del avance de mi alcoholismo y consecuentemente de mi locura.
Por supuesto la relación con mi pareja se deterioró y a mis veintiocho años de edad, derrotada ante mí misma y consciente de mi principal problema, mi alcoholismo, me separé de él.
Viví nueve meses de infierno. Traté de no beber a base de fuerza de voluntad, con la práctica del yoga, con ejercicio… ¡pero no lo logré! Llevaba dos meses nuestra separación cuando llegué a mi fondo alcohólico. Vivía con una amiga y supe que él saldría de viaje; me comuniqué con él y me propuso que en su ausencia ocupara el apartamento si lo creía conveniente. Y así lo hice. Allí, en la soledad, sin él, bebí muchísimo, autoagrediéndome, lacerándome y con la idea del suicidio como única salida. Al amanecer, ebria, quise trasladarme a mi trabajo en mi auto y perdí el control… Cuando volví en mí estaba en el fondo de un pequeño barranco, ilesa físicamente, pero totalmente destruida mental y espiritualmente. ¡Había llegado al fondo de mi sufrimiento!
Anímicamente estaba tristísima; el sentimiento de soledad me aislaba; sentía lástima de mí misma, ¡estaba completamente derrotada por el alcohol!
Algunos meses después, en noviembre de 1979, le supliqué a mi hermana: «¡Llévame a un grupo de Alcohólicos Anónimos!» Con gran esfuerzo había acumulado un mes sin beber, lo que me permitió entender algunas de las experiencias que oí, y pude identificarme con ellas.
En el grupo, la mayoría de la gente estaba contenta y tranquila. Me felicitaron por haber tenido el valor de cruzar la puerta de un grupo de Alcohólicos Anónimos y algunos me contaron sus historiales. Me agradó. Sentí un puente de comunicación con ellos; por primera vez en mi vida sentí que había llegado al lugar al cual pertenecía: ellos también habían llegado sintiéndose completamente solos y fracasados. Supe que esos son sentimientos comunes entre las personas que tenemos problemas con nuestra forma de beber.
Salí del grupo con la esperanza de cambiar. ¡Un nuevo cambio! Quería darme una oportunidad. Sin concienciarlo me había derrotado ante el alcohol y había decidido dejar mi problema en manos de un Poder Superior amoroso, que para mí, en aquél entonces, era el grupo de hombres y mujeres que habían logrado algo que yo no podía: vivir contentos y tranquilos sin beber.
El grupo al que llegué, sesionaba martes, jueves y sábados. A partir de ese momento empecé a asistir con regularidad y a tratar de seguir humildemente las sugerencias de mis compañeros; yo sabía que para mí no había alternativa posible, debería de actuar como me dijeran aunque mi razón, muchas veces, no estaba de acuerdo con su filosofía, y otras veces ni siquiera entendía el lenguaje que utilizaban.
Han transcurrido cuatro años desde aquel día y gracias a Dios y al programa de Alcohólicos Anónimos no he vuelto a beber. Cambios trascendentales en mi personalidad se han ido sucediendo atribuibles al programa de A.A., por lo que lo conceptúo como un programa de vida nueva.
Llegué y ya no bebí. Esto fue vital y aunque aceptaba de corazón mi alcoholismo, no podía aceptar que mi vida había sido ingobernable. Durante mi primer año en A.A. persistí en mis actitudes y me conformaba con no beber y cumplir con mis obligaciones cotidianas, que como perfeccionista que soy, había incrementado de tal manera que no me dejaban tiempo ni para respirar. Vivía compulsivamente: trabajaba, estudiaba, hacía yoga, asistía a mis juntas de A.A., corría de madrugada… pero también me alejaba de la gente, tenía miedo de ser agredida, me sentía marginada e inferior. Ya sin el anestésico del alcohol, resurgieron todos mis complejos e inseguridad. Los fines de semana comía y dormía también exageradamente.
Por otro lado, durante ese primer año sin beber me llené de resentimientos hacia mis padres: los culpaba por mi alcoholismo. Parecía que nunca podríamos volver a vivir en armonía.
El segundo año conocí al compañero que habría de ser mi padrino en A.A. Con su orientación descubrí que mi principal problema era el espiritual: ¡Había enterrado a mi espiritualidad en lo más profundo de mi inconsciente y eso me hacía estar profundamente amargada y resentida con todo lo que me rodeaba! Aprendí a perdonarme y a perdonar a mis padres: regresé a vivir con ellos, porque, como me dijo mi padrino: «Tienes que aceptar tu origen y necesitas reparar los daños que has ocasionado. Sin esas dos cosas, no podrás empezar a progresar dentro del programa de Alcohólicos Anónimos».
Le hice caso, pedí perdón a mis padres y regresé a vivir con ellos; sin embargo, mis resentimientos no me permitían vivir armónicamente. En la tribuna del grupo acepté en voz alta todo lo que me molestaba y poco a poco el malestar fue desapareciendo.
Mi padrino desempeñaba un servicio dentro de A.A., y yo andaba con él «de la Ceca a la Meca»; trabajé en instituciones que atienden a alcohólicos, en reuniones de información al público en la capital y en el interior, lo acompañé a pasar el mensaje a otros alcohólicos, visité cárceles… En fin, viví por primera vez el placer de servir al prójimo y de ser útil.
Sin embargo la experiencia más importante en ese año fue la de sentir que la idea de Dios no era incompatible con mi nueva manera de pensar y vivir. Tuve esperanza y fe en un cambio profundo que me ofreciera la tranquilidad interior.
Considero que en ese año aterricé de un largo viaje: volvía del mundo de la locura.
Un Poder Superior me devolvía el sano juicio y conocí al fin una existencia equilibrada. Al tercer año de mi nueva vida, la relación con mis padres y mis parientes en general, mejoró muchísimo.
Terminé la carrera de Sociología. Y empecé a disfrutar mi trabajo como técnico académico en una dependencia del gobierno. Liberada de ciertos complejos de inferioridad, emprendí el viaje hacia el conocimiento de mí misma, paralelamente a la aceptación de mis carencias: Trabajé defectos tales como la envidia, la ira, la gula, la lujuria, el perfeccionismo, la autoconmiseración y los resentimientos, con los medios que nos brinda el programa de A.A.
Mi cuarto año en A.A. fue bellísimo: ¡encontré el amor! Un compañero de la comunidad me ha hecho inmensamente feliz. El amor me ha permitido un equilibrio emocional y un crecimiento espiritual como nunca hubiera soñado alcanzar.
El día de nuestra boda sentí que Dios me entregaba un libro en blanco y me daba la oportunidad de escribir nuevamente mi historia en base a todo un pasado de errores, sufrimientos y algunos aciertos.
Hoy mi marido y yo disfrutamos de la alegría de vivir. Creo que hacemos una buena mancuerna dentro de los grupos de Alcohólicos Anónimos. Esperamos un bebé.
Las viejas ideas de que el matrimonio y la maternidad no eran para mí, se han ido.
Hoy me amo y me respeto, amo y respeto a mi marido y empiezo a amar y respetar a mi prójimo.
Vivo… ¡muy sabroso!
Oficial de Marina, descubrió que no era «capitán de su alma». La bebida le hizo perder su brújula y le pilotó al naufragio. En A.A. recuperó su norte.
E
N ESTA FECHA, hace 12 años, un día desperté en una sala extraña. Abrí los ojos y el fuerte olor a desinfectante más el sinnúmero de aparatos médicos que me rodeaban, hicieron que me diera cuenta de dónde estaba. Me toqué la cara y noté que dos tubos de plástico salían de mis orificios nasales. Mis antebrazos estaban pinchados con agujas también conectadas a tubos de plástico y uno de ellos venía de una botella de suero que colgaba de un gancho.
De repente me llegó un poco de claridad mental por haberse despejado la nube que obstruía mi cerebro y mis pensamientos comenzaron a tener sentido.
Estaba en una sala de cuidado intensivo en una clínica de Guayaquil. Había estado al borde de la muerte. Los susurros del personal médico y las caras atemorizadas de los pocos familiares que me visitaban, me indicaron que mi estado era crítico. Concentré mis pensamientos tratando de encontrar una razón y de pronto, vino a mi mente la escena del día anterior cuando en desesperación había tomado una sobredosis de barbitúricos con la intención deliberada de poner fin a mi trágica vida.
Cerré los ojos otra vez e hice un recuento mental de los sucesos que me habían llevado hasta el borde de la muerte.
Nací en un pequeño puerto de un pintoresco país en la costa del Océano Pacífico de Sudamérica, el Ecuador. Pueblo tan pequeño como era, toda la gente se conocía y especialmente se conocía a mi familia debido a que mi padre era el gerente de la única sucursal bancaria de la población. Mi padre, hombre de muy buena educación y de reconocido buen comportamiento moral, cristiano en principios y acción, respetado y apreciado. Mi madre, una mujer bella procedente de una familia prominente de la provincia, educada en los Estados Unidos, dominaba tanto el idioma inglés como el español. Era muy querida y festejada por su franqueza de carácter y dones sociales.
Irónico, pero como era natural en nuestro medio, fui extremadamente mimado por mis padres y demás familiares, de tal manera que me convertí en un niño muy mal educado durante ese período de tiempo. Algo terrible, a mi parecer, me sucedió a esa edad; un cuarto hijo fue agregado a la familia y justamente desde que nació empecé a odiar a mi hermanito menor. Imaginé que solamente había venido a quitarme el lugar que ya yo tenía en la familia. Me había despojado de esa corona imaginaria que yo creía haber llevado como el príncipe de la familia.
Mi padre acostumbraba a tomar un vaso de vino de mesa con todas sus comidas. Un buen vino que importaba de Francia ya que se creía era el mejor vino del mundo. A mi hermana y hermano mayores y a mí, se nos permitía tomar un vaso de sangría que consistía en medio vaso de vino con medio vaso de limonada dulce y hielo. ¡Cómo me gustaba esa bebida! Me gustaba no solamente el aroma sino también ese sentimiento de bienestar que me causaba. Yo siempre pedía un segundo vaso para el cual mi padre nunca dio su consentimiento. Un buen día, a la edad de ocho años, muy secretamente tomé una jarra de limonada, suficiente hielo y armado con la llave del sótano donde se guardaba el generoso vino, bajé y empecé a prepararme y beber la suficiente sangría hasta que experimenté la primera
laguna mental
de mi vida.
Todo lo que recuerdo es que cuando volví en mí, mi madre estaba parada al frente mío con un látigo en la mano. Así es que fui castigado, no solamente con el látigo sino que además fui confinado al dormitorio por una semana y no me fue permitido ir a un gran encuentro de box que se realizaba ese fin de semana. Todos esos castigos me dolieron mucho pero no fueron de ningún beneficio porque a mí me continuó gustando el sabor del vino y principalmente el efecto que me producía.