—¿Esto es todo lo que hay?
—Tabit y Cali han salido a buscar más.
No pudo disimular la preocupación en su tono de voz, y Rodak la observó con seriedad.
—Tash, quiero ver lo que hay ahí fuera.
—No es buen momento…
—Por favor —insistió él.
Ella suspiró.
—Bueno; pero, si se te salen las tripas, allá tú.
Sin embargo, no le permitió incorporarse, por miedo a que la herida sangrara de nuevo. Lo arrastró hasta la entrada y lo colocó de forma que viera el exterior.
—No podemos ir más lejos —le advirtió—, porque la luz hace daño a los ojos.
Aun así, Rodak tuvo que cubrirse la vista con una mano. Contempló sobrecogido las oleadas de luz que se reflejaban contra las paredes de roca.
—Esto eso…
—Una pesadilla —asintió Tash, sombría.
Lo ayudó a retirarse un poco hacia atrás, hasta un punto en el que la luz no resultase dolorosa.
—Ya me voy acordando —murmuró Rodak—. De lo que había tras el portal y de lo que pasó después. Pero… ¿de verdad dijo Tabit que deberíamos haber aparecido en la Academia, hace un montón de años?
Tash sacudió la cabeza con un resoplido.
—Estos
granates
están todos chiflados —sentenció.
Rodak la contempló con seriedad. Casi podía palpar el miedo que sentía la muchacha, pese a que ella trataba de disimularlo. Sonrió.
—Todo saldrá bien —le aseguró.
—No lo creo —discutió Tash—. Pero buen intento.
Los dos permanecieron en silencio un instante mientras, en el exterior, el cúmulo de energía parecía estallar de nuevo y el viento barría sin piedad la superficie de aquel desconcertante lugar.
Rodak se aclaró la garganta y dijo entonces:
—Tash, yo… Mira, no hemos tenido ocasión de hablar desde lo del barco…
—No hay nada de qué hablar —cortó ella—. Te gustan los chicos, yo no lo soy, fin de la charla.
El muchacho respiró hondo y colocó la mano sobre el brazo de su amiga.
—Mira, ha sido un malentendido que nos ha hecho mucho daño a los dos… Pero por mi parte no fue nada intencionado. De verdad que me importas. Aunque no podamos llevar el tipo de relación que habíamos imaginado… Podemos ser amigos, ¿no?
Tash desvió la mirada con un resoplido de desdén.
—Vale, sé que eso es lo último que uno quiere oír en estos casos —reconoció Rodak—. Pero lo digo de verdad. Cuando volvamos a Darusia… si no tienes otros planes… puedes quedarte en mi casa el tiempo que necesites. Te ayudaré a buscar trabajo en Serena, y cuidaré de ti como lo haría un hermano mayor…
—No necesito que nadie cuide de mí —replicó ella—. Puedo arreglármelas sola, muchas gracias. Además —añadió, tras un instante de reflexión—, a tu madre no le caigo bien.
Rodak sonrió.
—Eso es porque ella también creía que eras un chico. Pero te verá de otra manera cuando sepa la verdad.
Tash no pudo evitar mirarlo con curiosidad.
—¿En serio? ¿Y eso por qué?
La sonrisa de Rodak se hizo más amplia.
—Ah, porque se había hecho ilusiones con respecto a Yunek. Pensaba que lo llevé a casa porque me gustaba, que había algo entre nosotros, o algo así. Luego te conoció y se dio cuenta de lo que yo sentía por ti… y creyó que a Yunek no le haría gracia. Le ha cogido cariño, ya sabes.
Tash se quedó perpleja.
—¿Pero Yunek no estaba con Cali?
—Sí —se limitó a responder Rodak, aún sonriendo.
Tash calló un momento, rumiando toda aquella información. Después estalló en carcajadas.
—¿Y no le dijiste a tu madre que estaba equivocada? —se rió.
—Ella no me dijo a mí nada sobre Yunek —se excusó Rodak—, así que no tuve ocasión de desmentirlo. Pero me doy cuenta de esas cosas, aunque ella crea que disimula muy bien.
Tash imaginaba a la madre de Rodak agasajando a un desconcertado Yunek y no podía aguantar la risa. Rodak quiso imitarla, pero se interrumpió con una mueca de dolor.
Tash se puso seria de pronto.
—No, no te rías —se apresuró a decirle—. No debes hacer esfuerzos.
Se inclinó sobre su herida con ansiedad.
—Debería cambiarte los vendajes, pero no tengo con qué. Mi ropa está sucia y…
—No te preocupes —respondió él—. Me pondré bien, de verdad.
Tash no respondió. Apartó la mirada y la dirigió hacia la boca de la cueva.
—¿Por qué tardan tanto? —murmuró, angustiada.
Fuera, el viento seguía aullando. El resplandor disminuyó un instante, en uno de aquellos breves intervalos entre impulsos luminosos, y Tash gateó por el túnel para echar un vistazo.
De pronto, un rostro ajado de enormes ojos grises, redondos y vacíos apareció frente a ella, sobresaltándola. Tash dio un respingo y reaccionó como mejor sabía: defendiéndose.
—¡Ay! —se quejó una voz conocida—. ¡Tú, pequeño salvaje! ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en tu mina?
Tash miró con mayor atención a la doliente figura y descubrió que lo que había tomado por ojos eran en realidad unas extrañas lentes. Y reconoció a la persona que estaba tras ellas.
—¡El
granate
loco! —exclamó.
Tabit y Cali habían pasado un rato revolviendo en el montón de chatarra, retrasando deliberadamente la hora de la comida, hasta que sus estómagos no soportaron más el hambre y se acercaron resignados a los hongos, que presentaban un aspecto muy poco apetecible. Resultó que tenían un textura gomosa y un sabor entre amargo y salado. Cali escupió el primer bocado, pero se obligó a sí misma a seguir engullendo como pudo, tratando de reprimir las arcadas.
—Ojalá tuviéramos agua —comentó, con un suspiro de resignación—. Pasaría mejor.
—Tiene que haberla —respondió Tabit—. De lo contrario, maese Belban no podría sobrevivir aquí ni aunque se atiborrase de setas.
—Quizá obtiene el agua de los hongos, ¿lo has pensado?
—¿Y de dónde la sacan los hongos? —contraatacó él.
—Vale, tú ganas otra vez —suspiró Cali. Señaló un pequeño túnel que se abría al fondo de la caverna—. Mira, allí hay luz; veamos a dónde conduce y quizá encontremos algo de agua.
El joven se mostró de acuerdo. Los dos se internaron por la galería, aunque Tabit no parecía tenerlas todas consigo.
—Quizá deberíamos esperar a Tash —opinó—. Ella es la experta en túneles, ya sabes.
Cali no respondió. Había localizado un pequeño reguero de agua, apenas un hilillo, que resbalaba por la pared de roca. Lo chupó con fruición, y después se apartó para dejar sitio a Tabit.
—¿Te das cuenta de la increíble suerte que hemos tenido? —dijo él, tras saciar su sed—. Podríamos haber aparecido en una roca totalmente muerta y… ¿Caliandra?
La joven avanzaba por el corredor, sin hacerle caso, siguiendo la luz que se adivinaba al final. Tabit se apresuró tras ella para alcanzarla.
—Oye, tienes que dejar de hacer eso —le reprochó—. Si piensas alejarte a explorar, por lo menos avísame primero. Es muy frustrante descubrir que estás hablando con las paredes, ¿sabes?
—Si te digo que quiero ir a alguna parte, seguro que encuentras mil argumentos diferentes para convencerme de que no es una buena idea —replicó ella—. Además…
Pero no terminó la frase, porque el túnel se abría de pronto ante ella, mostrando una inmensa caverna iluminada por los resplandores cambiantes del exterior, que se filtraban por varios orificios naturales abiertos en el techo. Sin embargo, lo que le había llamado la atención era algo que había en la pared rocosa, al fondo de la cueva.
Parecía un dibujo, algo similar a una media luna roja, con un entramado de trazos tan complejo y delicado como el más fino encaje. Era inmenso; tanto que, cuando estuviera concluido, la parte superior alcanzaría el techo de la caverna.
—Tabit, parece… —empezó Cali, maravillada.
—… Un portal —concluyó Tabit, sin salir de su asombro—. Pero ¿cómo es posible que maese Belban…?
—Tabit, mira —interrumpió ella, agarrándolo del brazo para indicarle algo que se movía por la pared.
A simple vista les pareció una enorme araña, que se desplazaba por el portal incompleto como si estuviese tejiendo su tela. Sin embargo, al acercarse más… descubrieron que se trataba de una figura humanoide, femenina, que trabajaba en un dibujo imposible, en un portal tan complejo e intrincado que ni siquiera parecía real. Tabit no podía apartar la mirada de aquel entramado repleto de símbolos entrelazados que formaban un conjunto de belleza excepcional e irrepetible. Y lo que más le sorprendía era que aquella criatura parecía pintar aquel portal sin diseños previos, sin medidas, sin compás… como si guardara cada detalle grabado a fuego en su memoria.
Cali, por su parte, contemplaba fascinada a la mujer que pendía sobre ellos, encaramada a la pared de roca como si estuviese adherida a ella.
Porque era una mujer, no cabía duda. Así lo indicaban las sinuosas formas de su cuerpo, que cubría solo de talle para abajo con un amplio cinturón del que colgaban vaporosas tiras de tela raídas por el tiempo.
Sin embargo, los dos jóvenes comprendieron de inmediato que no era humana. No solo por la agilidad sobrenatural con la que se desplazaba por una superficie casi vertical, sino, sobre todo, porque tenía cuatro brazos y una larga cola que movía blandamente tras ella, y que empleaba a menudo como una quinta mano, bien para dibujar delicados trazos rojos sobre la roca, bien para asirse a grietas y salientes.
Porque aquella criatura no utilizaba pinceles, sino sus propios dedos y el extremo de su cola, embadurnados de rojo, para dibujar el portal más extraordinario que habían visto jamás, sin importarle, al parecer, que dos extraños hubiesen irrumpido en su santuario y la contemplaran con la boca abierta.
Tabit avanzó un paso hacia ella, fascinado. Pero Cali lo detuvo.
—¡Espera! ¿No recuerdas que maese Belban dijo que no la molestásemos?
—¿Qué…?
Caliandra dirigió una mirada, entre maravillada y reverencial, a la criatura de brazos duplicados.
—Es Yiekele —dijo—. Y está en trance.
La tormenta amainó un rato después, y la esfera pulsante se desvaneció de nuevo en multitud de luces serpenteantes que volvieron a surcar el cielo con indolente placidez. Para entonces, maese Belban y Tash habían improvisado unas andas con el abrigo del profesor, en el cual esperaban poder trasladar a Rodak hasta el refugio donde los aguardaban los demás.
Pero no resultó una tarea fácil, dada la envergadura del joven guardián. Pese a que Tash era fuerte, a duras penas lograba mantenerlo en alto, y maese Belban jadeaba y avanzaba con dificultad. Rodak insistía en que quería caminar, pero ninguno de los dos se lo permitió.
Así, a trompicones, alcanzaron por fin el refugio de maese Belban, aunque tardaron más de lo que habían calculado en un principio. De hecho, cuando franquearon la boca de la caverna, las luces volvían a confluir en el cielo, anunciando el comienzo inminente de otra perturbación.
Cali salió a recibirlos.
—¡Por fin! —exclamó—. ¿Estáis bien? Temíamos que os hubieseis perdido.
—Vuestro amigo pesa como un saco de piedras —gruñó maese Belban, depositando a Rodak en el suelo con un suspiro de alivio—. Si no consigue salir de esta después de lo que nos ha costado traerlo hasta aquí, me lo voy a tomar como algo personal.
—¿Dónde está Tabit? —preguntó Tash.
—Está viendo cómo trabaja Yiekele —respondió ella, volviéndose hacia el profesor con ojos brillantes—. Es increíble lo que está haciendo en esa cueva. ¿Quién es? ¿Y de dónde ha venido?
Maese Belban dejó escapar una breve risa.
—Ah, Yiekele —suspiró, mientras él y Tash, ayudados por Cali, trasladaban a Rodak hasta la sala de los hongos—. Es una criatura fascinante, ¿verdad? Supongo que llegó aquí por error, igual que nosotros, a través de un portal mal orientado, desde algún mundo lejano. Lleva en este sitio más tiempo que yo, pero no ha perdido la esperanza de regresar al lugar del que procede. Por eso, creo yo, está dibujando ese portal.
—Pero… pero… lo hace sin instrumentos… sin pinceles…
—Lo tiene todo aquí —asintió maese Belban, señalándose la sien—. No necesita cálculos ni diseños previos. Simplemente entra en una especie de trance, escoge el lugar adecuado y comienza a pintar. Pero eso no es lo más extraordinario, muchacha: ni siquiera utiliza pintura de bodarita.
Cali se detuvo en medio del túnel, perpleja.
—¿Cómo es posible? ¿Con qué pinta, entonces?