Entonces el portal se activó de nuevo; los tres jóvenes retrocedieron para apartarse de la luz, y Cali buscó la mano de Tabit en la penumbra.
—Se acabó —murmuró Yunek—. Ha sido un placer haberos conocido, pintapuertas.
—No perdamos la esperanza —dijo Tabit—. Quizá…
No siguió hablando, porque de nuevo entraron en la estancia Kelan y sus esbirros. Tabit tragó saliva y se adelantó un paso, fingiendo un aplomo que no sentía en realidad.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Estaba maese Belban donde yo te dije?
El joven se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Yo me he limitado a transmitir la información. Según mi superiores, no hace falta que espere a que ellos la confirmen, porque tú serías incapaz de mentir —concluyó, con una sonrisa—. Y menos si estaba en juego la vida de tu novia.
Tabit pasó por alto el último comentario.
—¿Tus superiores? —repitió—. ¿Te refieres a maesa Ashda?
Kelan frunció levemente el ceño.
—Vaya —comentó—. Ahora entiendo por qué tienes que morir. Tú y todos tus amigos, claro.
—Kelan, ¿por qué haces esto? —interrogó Tabit; lo hizo para ganar tiempo, pero también porque sentía curiosidad—. ¿Por dinero? Quizá estoy mal informado, pero no te falta, ¿no es cierto? ¿Por qué te arriesgas a ser expulsado de la Academia, o algo peor?
—La Academia está acabada, Tabit —replicó él con arrogancia—. Y más vale estar en el bando adecuado cuando eso suceda.
—¿Lo dices porque la bodarita se está agotando? Eso tampoco es…
—No me refiero a la bodarita, estúpido —gruñó él; parecía nervioso de pronto—. No lo entiendes, ¿verdad? Ella nos odia; nos odia a todos. Y, cuando estalle la guerra, no habrá sitio en Darusia para los pintores de portales. Caeremos en desgracia todos, salvo aquellos que colaboremos con el enemigo desde el principio.
—¿Guerra? —repitió Tabit—. ¿De qué estás hablando?
Kelan sacudió la cabeza.
—El tiempo para hablar ya ha terminado, Tabit —declaró.
Hizo una seña a los hombres que lo acompañaban y estos desenvainaron sus armas.
Tabit, Cali y Yunek retrocedieron hasta que sus espaldas toparon con la pared.
En el desván, maesa Ashda suspiró.
—Siento cierta simpatía por vos, maese Belban. Pero sois tan obstinado… Han pasado más de veinte años y todavía insistís en investigar lo que pasó aquella noche. Incluso habéis inventado una forma revolucionaria de viajar en el tiempo… solo para salvar a Doril. Decidme, ¿por qué no podíais dejarlo estar?
Maese Belban sonrió.
—¿De verdad quieres saberlo? Sucedió que, una noche, hace ya muchos años, una chica misteriosa apareció de pronto en mi estudio a través de un portal azul y me dijo que en un futuro sería mi ayudante. Ese día comprendí que era posible viajar en el tiempo y que, en tal caso, llegaría un momento en que estaría en mi mano regresar al pasado y descubrir la verdad.
—¿Y ha valido la pena… morir por ello? —preguntó ella, extrayendo un punzón de una de las mangas de su hábito.
—¿Piensas matarme con eso? —replicó maese Belban con sorna.
Ella sonrió de nuevo.
—Esta pequeña aguja, maese, está emponzoñada con un veneno singalés, rápido, fulminante y absolutamente indetectable. Encontrarán vuestro cuerpo, pero todo el mundo pensará que os falló el corazón, y nadie sospechará jamás la verdad.
Maese Belban contempló el punzón con más respeto.
—Vaya, pues sí; has refinado tus métodos —comentó—. ¿También piensas matar a Yiekele?
Maesa Ashda miró de soslayo a la criatura de brazos duplicados, que seguía trabajando febrilmente en su portal, ajena a la escena que se estaba desarrollando a sus espaldas.
—¿Una pintora de portales que no necesita bodarita para pintar portales? ¿Bromeáis? —sonrió—. Ella no es una amenaza: es el futuro.
Y, justo en aquel instante, Yiekele terminó su portal. Extendió sus cuatro brazos, abarcando toda la circunferencia de su obra, agitó sus veinte dedos, dibujando con ellos una última retahíla de trazos que parecían algún tipo de lenguaje…
Y el portal se activó, bañándolos a todos con su luz rojiza. Yiekele volvió en sí, retrocedió de un salto y lanzó una exclamación entusiasmada.
Súbitamente, un portal se abrió en una de las paredes de la celda. Era un portal extraño, con un entramado delicado y complejo, que no se ajustaba a ninguno de los patrones básicos utilizados por los maeses de la Academia. Además, no estaba pintado en realidad; había aparecido sin más, una huella luminosa de color rojo, en una de las dos paredes vacías de la habitación.
Todos se quedaron desconcertados un momento. Tabit se volvió hacia los dos portales pintados, que seguían apagados, y después contempló la luz del portal fantasma.
—Pero ¿cómo…? —empezó.
Caliandra fue la primera en reaccionar.
—¡Vamos! —gritó; empujó a Tabit a través del portal con una mano, y con la otra tiró de Yunek.
Los tres se precipitaron a través de aquella vía de escape sin saber a dónde conducía; pero Cali tenía claro que no podía ser peor que lo que dejaban atrás.
Oyeron la voz de Kelan dando órdenes a sus hombres, pero ninguno de ellos los persiguió.
—¿Qué es eso? —exigió saber maesa Ashda—. ¿A dónde conduce ese portal?
—Solo Yiekele lo sabe —respondió maese Belban—. O tal vez no.
Entonces, tres figuras aparecieron a través del portal. Dos de ellas vestían el hábito granate de los estudiantes.
—Verdaderamente singular —comentó el profesor al reconocer a Tabit y a Cali.
Nuevamente, fue la muchacha la primera en hacerse cargo de la situación.
—¡Es ella, es maesa Ashda! —gritó—. ¡Es el Invisible!
Los tres jóvenes se abalanzaron hacia la profesora, con intención de inmovilizarla. Maese Belban logró retener a Tabit por el hábito cuando pasó junto a él.
—¡Espera! ¡Tiene un…!
Cali se detuvo de golpe, pero no por la advertencia de maese Belban, sino porque oyó un jadeo ahogado tras ella, seguido de un grito de horror.
El portal se cerró, y algo cayó al suelo con un sonido desagradable.
Cali se dio la vuelta para mirar… y chilló.
Kelan los había seguido, pero lo había hecho demasiado tarde. Al apagarse, el portal lo había sorprendido justo cuando salía al desván, segando limpiamente su cuerpo en dos. Ahora, su torso sin vida yacía sobre el suelo polvoriento, su rostro congelado en una eterna mueca de espanto.
Cali enterró el rostro en el pecho de Tabit, que la abrazó sin apartar la mirada del demediado Kelan, mientras su mente trataba de asimilar lo que acababa de suceder. Yiekele también se había quedado quieta, turbada por la violenta escena que se desarrollaba ante sus ojos.
Entretanto, Yunek había logrado derribar a maesa Ashda y forcejeaba con ella. El punzón había salido despedido hacia un rincón. El joven inmovilizó a su oponente contra el suelo y miró hacia atrás un instante para comprobar que Cali se encontraba bien. Se quedó paralizado de espanto al descubrir lo que quedaba de Kelan, y maesa Ashda aprovechó su turbación para sacárselo de encima y arrastrarse lejos de él.
Y justo en aquel momento se abrió la puerta del desván y entró Tash, seguida de maese Maltun y maese Saidon.
—¡Allí están! —exclamó ella—. ¿Lo veis?
—¡Maesa Ashda! ¡Maese Belban! —exclamó el rector—. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué es…?
No llegó a terminar de formular aquella pregunta. Su mirada se había detenido en la insólita figura de Yiekele y en el estudiante que yacía en el suelo, y al que le faltaba medio cuerpo. Lanzó una exclamación horrorizada. Maese Saidon tragó saliva, blanco como una pared.
—Hay una explicación para todo, maeses —respondió maese Belban con gravedad—. Por desgracia, no podemos hacer ya nada por este estudiante, que ha sufrido un lamentable accidente…
—¡Intentó matarnos! —cortó entonces Cali; aún temblaba violentamente, pero encontró fuerzas para proseguir—. ¡Era cómplice de maesa Ashda y seguro que participó en muchos de sus crímenes!
Maese Maltun logró apartar la mirada de Kelan y Yiekele para clavarla en ella.
—¿Crímenes…? ¿Qué estás insinuando, estudiante Caliandra?
Maese Belban asintió y retomó la palabra:
—En efecto; hemos descubierto que maesa Ashda asesinó a mi ayudante, Doril de Maradia, hace veintitrés años. Desde entonces ha cometido un sinnúmero de delitos que incluyen la sustracción de material de la Academia, el contrabando de bodarita, la eliminación de portales antiguos y la elaboración de nuevos portales no autorizados por el Consejo. Probablemente a eso habrá que añadir extorsiones, estafas, robos y asesinatos, pero todo eso lo dejaremos en manos de los alguaciles. Sin duda, en los más de veinte años que ha pasado actuando en la sombra bajo el apodo de «el Invisible» ha tenido tiempo de acumular un buen número de crímenes.
Maese Maltun, desconcertado, contempló a la profesora, que seguía acurrucada contra la pared, observándolos con desconfianza.
—Esas son acusaciones muy graves —señaló el rector—. Me temo, maesa Ashda, que tendremos que aclarar este asunto en la Casa de Alguaciles. Si tenéis la bondad de acompañarnos…
Pero ella echó a correr de pronto hacia la puerta. Saltó por encima de Yunek, que seguía en el suelo, empujó a un lado a maese Belban y trató de hacer lo mismo con maese Saidon; sin embargo, este era mucho más alto y fuerte que ella, y la sujetó con firmeza.
—¡No! —gritó la mujer, debatiéndose entre sus brazos—. ¡No pienso ser un escarmiento para nadie! ¡No serviré a vuestros propósitos!
—Por todos los dioses —murmuró maese Maltun—. Lleváosla de aquí, maese Saidon. Pedid ayuda si es preciso.
El alto pintor de portales asintió y se llevó a rastras a maesa Ashda, que aullaba y se debatía, enloquecida.
—¿Qué pasará con ella, maese Maltun? —preguntó Tabit con un estremecimiento.
—Habrá una investigación, estudiante Tabit —respondió el rector con gravedad—. No te quepa duda. Y ahora…
Un gemido de dolor lo interrumpió. Todos se volvieron entonces hacia Yunek, que seguía sin levantarse. No parecía encontrarse bien. Jadeaba como si le faltara la respiración, con los ojos muy abiertos y la mano sobre el corazón.
—¡Yunek! —exclamó Cali, precipitándose hacia él. Tabit la siguió.
—Oh, muchacho —murmuró maese Belban—. Dime que no te ha alcanzado con esa maldita aguja…
La mirada de Yunek fue del punzón que yacía olvidado en un rincón a su propio brazo, donde había un único arañazo de aspecto inofensivo.
—Estaba envenenado —dijo maese Belban—. Lo siento mucho.
—¿Qué…? —empezó Cali—. ¡No! ¡Yunek, no!
Tabit se volvió hacia los maeses.
—¡Deprisa, hay que traer a un médico!
—¡Yo sé dónde está la enfermería! —asintió Tash, y se fue corriendo.
Yunek se aferraba con desesperación al hábito de Cali, esforzándose por decir algo.
—Tranquilo… —repetía ella, luchando por contener las lágrimas—. Tranquilo… Te pondrás bien.
Él sacudió la cabeza y solo pudo pronunciar cuatro palabras:
—Cuida… de… mi hermana…
Después dejó de respirar, tan bruscamente como si una mano invisible se hubiese cerrado sobre sus pulmones con la fuerza de una garra de acero.
Y expiró en brazos de Cali.
Ella no pudo más. Gritó, y lloró, y se refugió entre los brazos de Tabit, que la envolvían con fuerza, como si trataran de protegerla de aquella pesadilla. Yiekele, todavía junto al portal que había creado, también lloraba, a su manera: sin lágrimas, emitiendo una especie de gemido desconsolado que sonaba como una hermosa canción sin palabras.