Shigeko dio órdenes para que los visitantes fueran atendidos con toda la ceremonia y el esplendor posibles, y luego se retiró a leer lo que el señor Saga le comunicaba en la misiva. "Me amenazará de alguna manera —pensó—; o tal vez haya planeado algún castigo". Sin embargo, el tono de la carta era cálido y respetuoso.
El general lamentaba profundamente su ataque sobre el señor Otori y, en su opinión, la única estrategia para un desenlace satisfactorio consistía en eliminar la amenaza que los Arai suponían para los Otori; el matrimonio entre él mismo y la señora Maruyama sería un medio eficaz para ello. En caso de que Shigeko accediese al compromiso, Saga enviaría de inmediato sus tropas para luchar junto al señor Otori y su comandante en jefe, Miyoshi Kahei. No mencionaba en ningún momento sus propias heridas. Cuando Shigeko hubo terminado la carta, a la vez que rabia y estupefacción sintió algo parecido a la admiración. La joven se daba cuenta de que Saga había confiado, al principio, en hacerse con el control de los Tres Países mediante amenazas; luego, con subterfugios y finalmente, por la fuerza. El general había sido derrotado en una batalla, pero no se había dado por vencido. Todo lo contrario. Se preparaba para otro ataque, pero había cambiado de táctica.
Shigeko regresó a la sala de audiencias y anunció a los invitados que al día siguiente escribiría una respuesta al señor Saga. Una vez que los mensajeros se hubieron retirado, la joven se dirigió a la habitación donde Hiroshi descansaba. La ventana se encontraba abierta y miraba al jardín. Los aromas y los sonidos de la noche estival inundaban el ambiente. Se arrodilló junto a él. Estaba despierto.
—¿Tienes dolores? —preguntó en voz baja.
Él negó levemente con la cabeza, pero Shigeko sabía que estaba mintiendo. Reflexionó sobre lo mucho que había adelgazado; la piel que le cubría los huesos se veía amarillenta y tirante.
—Ishida me dice que no moriré, por ahora —dijo Hiroshi—; pero no me asegura que pueda volver a utilizar las piernas como antes. No me será posible montar a caballo otra vez ni ser de utilidad en una batalla.
—Confío en que no tengamos que librar ninguna igual —repuso Shigeko. Le cogió de la mano, frágil y seca como una hoja de otoño, y la colocó entre las suyas—. Aún tienes fiebre.
—Sólo un poco. Hace calor esta noche.
De pronto los ojos de Shigeko se cuajaron de lágrimas.
—No voy a morir —repitió Hiroshi—. No llores por mí. Regresaré a Terayama y me entregaré en cuerpo y alma a la Senda del
houou.
No puedo creer que hayamos fracasado; debemos de haber cometido algún error, habremos pasado algo por alto.
Su voz se fue apagando, y Shigeko se dio cuenta de que estaba a punto de desvanecerse. Tenía los ojos cerrados.
—¡Hiroshi! —exclamó alarmada.
La mano de él se movió y cubrió las suyas. Ella notó la presión de sus dedos; aún tenía pulso, débil pero regular. Sin saber si él la escuchaba o no, le contó:
—El señor Saga me ha escrito pidiéndome otra vez que me case con él.
Hiroshi esbozó una leve sonrisa.
—Claro que te casarás con él.
—Aún no lo he decidido.
Shigeko permaneció toda la noche sujetando la mano de Hiroshi, quien pasaba casi sin notarlo del sueño a la realidad. De vez en cuando hablaban sobre caballos y acerca de la infancia de ambos, en Hagi. La joven presentía que se estaba despidiendo de él, que nunca más volverían a estar tan unidos. Eran como estrellas errantes en el cielo, que parecían aproximarse entre sí pero luego quedaban apartadas por el inexorable movimiento del firmamento. A partir de aquella noche sus trayectorias respectivas les separarían al uno del otro, aunque ninguno de ellos dejaría nunca de sentir aquella atracción invisible.
* * *
Como en respuesta a su pacto sin palabras, la hembra de
kirin
murió. Ishida, consternado, acudió a comunicárselo a Shigeko a media tarde del día siguiente.
—Estaba mejorando —comentó el médico—. Creí que se encontraba fuera de peligro, pero durante la noche se tumbó en el suelo y ya no pudo levantarse. ¡Pobre criatura! Ojalá no la hubiera traído hasta aquí.
—Debo acudir a su lado —dijo Shigeko, y acompañó a Ishida a los establos situados junto a la vega, donde se había construido un recinto cerrado.
La joven sentía también una infinita lástima por la muerte del hermoso y gentil animal. Al verlo sin vida, enorme y desgarbado, con las largas pestañas cubiertas de polvo, una terrible premonición embargó a Shigeko.
—Es el final —le dijo al médico—. El
kirin
aparece cuando el gobernante es justo y en el país reina la paz; su muerte debe significar que todo eso se ha perdido.
—Sólo era un animal —objetó Ishida—. Insólito y maravilloso; pero real, no mitológico.
Con todo, Shigeko no podía librarse de la convicción de que su padre había muerto. Acarició el suave pelaje, que había recobrado parte de su brillo, y recordó las palabras de Saga.
—Conseguirá lo que quería —anunció en voz alta.
Dio órdenes para que desollaran al animal y curtiesen su piel, pues la enviaría, junto con su respuesta, al señor Saga. A continuación se encaminó a sus aposentos y solicitó los utensilios de escritura. Cuando los sirvientes regresaron, Minoru les acompañaba. Durante los últimos días Shigeko había tenido la sensación de que el escriba deseaba hablar con ella en privado, pero no había existido oportunidad. Ahora el joven se arrodilló delante de ella y sujetó en alto un pergamino.
—El padre de la señora Maruyama me ordenó que le entregara este documento en mano —informó con voz queda.
Una vez que la joven lo hubo cogido, Minoru hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente. Era la primera persona en honrar a Shigeko como gobernante de los Tres Países.
De Kuba Makoto, para la señora Otori:
Deseo contaros personalmente los últimos días de la vida de vuestro esposo.
Aquí, en las montañas, se acerca el otoño y las noches son frescas. Dos días atrás escuché una lechuza gavilana en el cementerio; pero anoche se había marchado. Ha volado hacia el sur. La hojas empiezan a cambiar de color; pronto tendremos las primeras heladas y, a continuación, la nieve.
Takeo acudió al templo con Miyoshi Gemba a comienzos del octavo mes; sentí alivio al verle con vida, pues nos había llegado noticia de la destrucción de Hagi y del avance de Zenko sobre Yamagata. Para mí resultaba evidente que ningún ataque en el País Medio podía tener éxito mientras Takeo viviera, y siempre supe que Zenko trataría de asesinarle a la menor oportunidad.
Era mediodía. Él y Gemba habían llegado cabalgando desde Yamagata. Hacía mucho calor. No habían viajado con prisa, sino de forma pausada, como peregrinos. Estaban cansados, naturalmente,y Takeo tenía algo de fiebre; pero no se mostraban desesperados ni exhaustos, como podrían haber hecho en caso de ser fugitivos. No me explicó gran cosa de su encuentro con la señora Otori, la noche anterior. Tales asuntos son de la incumbencia de un marido y su mujer, y los ajenos no debemos interferir. Sólo puedo decir que lo lamento sinceramente, aunque la verdad, no me sorprende. El amor apasionado no desaparece, sino que se transforma en otra clase de impulso: en odio, celos o decepción. En un matrimonio esa clase de amor sólo puede entrañar peligro. Así se lo había hecho yo saber a Takeo en muchas ocasiones.
Más tarde caí en la cuenta de que lo que os habían contado formaba parte de una prolongada intriga para aislar a Takeo en el templo, donde todos nosotros hemos pronunciado el juramento de no matar y carecemos de armas.
En efecto, lo primero que hizo vuestro esposo fue sacar a Jato de su cinturón.
—He venido a practicar la pintura —me dijo mientras me entregaba el sable—. Una vez lo custodiaste para mí. Ahora lo dejaré aquí, hasta que mi hija Shigeko venga a buscarlo. El propio Emperador lo colocó en sus manos. —Luego, añadió:—Nunca volveré a matar. Nada en mi vida debiera alegrarme en este momento, en cambio esta decisión me reconforta.
Nos encaminamos juntos hacia la tumba de Shigeru y Takeo pasó el resto del día junto a la lápida. Suele haber muchos peregrinos por los alrededores pero, a causa de los rumores de guerra, el cementerio se encontraba entonces desierto. Takeo me expresó su preocupación por el hecho de que el pueblo pudiera pensar que lo había abandonado, pero alegó que le resultaba imposible luchar contra su propia esposa. Yo mismo me encontraba en el mayor conflicto que jamás había experimentado desde que jurase no volver a matar. No podía soportar la serena aceptación de la muerte por parte de mi mejor amigo. Mis emociones me empujaban a urgirle a que se defendiera, a que destruyera a Zenko y también a la señora Otori, debo confesarlo. Día y noche luchaba yo contra tales sentimientos.
El propio Takeo parecía no sufrir conflicto alguno. Mostraba incluso cierta despreocupación, aunque yo sabía que también experimentaba un inmenso sufrimiento. Lamentaba amargamente la muerte de su hijo y, desde luego, la ruptura con su esposa; pero había cedido el poder a la señora Shigeko y había dejado a un lado todo deseo mundano. Poco a poco, esta mezcla de intensas emociones embargó a la totalidad de los moradores del templo. Todo cuanto hacíamos, desde las pequeñas tareas cotidianas hasta los momentos sagrados dedicados a los cánticos y la meditación, parecían tocados por una conciencia de lo divino.
Takeo se entregó en cuerpo y alma a la pintura. Realizó numerosos bocetos de pájaros y, el día anterior a su muerte, completó el panel en blanco de nuestros biombos. Confío en que podáis verlo algún día. Las golondrinas parecen tan reales que los gatos del templo se confunden y a menudo intentan atraparlas. Día tras día espero verlas remontar el vuelo.
A Takeo también le confortó en gran medida la presencia de su hija Miki. Haruka la trajo desde Hagi.
—No se me ocurría ningún otro lugar al que ir —me dijo Haruka.
Nos habíamos conocido bien años atrás, cuando Takeo se encontraba gravemente enfermo después del terremoto y la pelea con Kotaro. Siempre me ha agradado, desde entonces. Es una mujer inteligente, con recursos, y todos le agradecimos que hubiera traído a Miki.
Miki se había quedado muda por los acontecimientos terribles que había presenciado. Seguía a su padre como una sombra. Takeo le preguntaba acerca de su hermana gemela, pero ella no sabía dónde estaba Maya; no podía comunicarse con él más que con gestos.
Llegado a este punto, Makoto abandonó el pincel momentáneamente; flexionó los dedos y miró en dirección al jardín, hermoso y apacible. ¿Debía contarle a la señora Otori lo que Takeo había descubierto sobre Maya y la muerte del recién nacido? ¿O acaso la verdad debería permanecer oculta, con los difuntos? Recogió el pincel. La tinta fresca oscurecía la caligrafía.
En la mañana de su muerte Takeo se encontraba en el jardín, junto a Miki. Había empezado una nueva pintura, esta vez de caballos. Gemba y yo acabábamos de salir afuera para unirnos a ellos. Era la primera mitad de la hora del Caballo, en el segundo cuarto del octavo mes, y hacía mucho calor. El canto incesante de las cigarras parecía más estridente que nunca.
Existen dos empinados senderos que llevan hasta el templo: el principal discurre desde la posada hasta las puertas de Terayama; elque sigue el curso del río, más estrecho y frondoso, conduce directamente al jardín. Fue por este último por donde llegaron los Kikuta.
Takeo, cómo no, les escuchó antes que nadie y pareció identificarles de inmediato. Yo nunca había visto a Akio, aunque lo sabía todo acerca de él, y desde hacía años conocía la existencia del hijo y de la profecía. Lamento el hecho de haber sabido lo que vos ignorabais. Si vuestro esposo os lo hubiera dicho años atrás, sin duda el desenlace habría sido diferente, pero él decidió ocultároslo; así es como todos construimos nuestro propio destino.
Vi que dos hombres entraban rápidamente al jardín. Junto al más joven avanzaba un gato enorme de tonos negros, blancos y dorados: el felino más grande que jamás hubiera visto. Por un momento creí que se trataba de un león.
Con voz calmada, Takeo anunció:
—Es Akio. Llévate a Miki.
Ninguno de nosotros se movió, excepto la gemela, quien se puso de pie y se colocó junto a su padre.
El joven sujetaba un objeto. Era un arma de fuego, pero mucho más pequeña que las que emplean los Otori; Akio sostenía una cazuela llena de carbón al rojo vivo. Recuerdo el olor del humo y la manera en la que éste se elevaba en línea recta.
Takeo clavaba la mirada en el joven. Caí en la cuenta de su identidad: era la primera vez que padre e hijo se veían. No se parecían y, sin embargo, existía cierta similitud en la textura del cabello y el color de la piel de ambos.
Takeo estaba completamente tranquilo y esto parecía enervar al muchacho: Hisao, se llamaba; aunque le cambiaremos el nombre, probablemente. Akio le gritaba:
—¡Venga! ¡Actúa de una vez!
Pero Hisao se había quedado inmóvil. Lentamente, colocó la mano en la cabeza del gato y miró hacia arriba como si alguien le estuviera hablando. El vello de la nuca se me erizó. Yo no podía ver nada, pero Gemba susurró:
—Percibo los espíritus de los difuntos.
Hisao espetó a Takeo:
—Mi madre dice que tú eres mi padre.
—Lo soy —respondió Takeo.
Akio gritaba:
—¡Está mintiendo! Tu padre soy yo. Mátale. ¡Mátale!
Takeo dijo:
—Le pido a tu madre que me perdone y a ti, también.
Hisao soltó una carcajada de incredulidad.
—¡Te he odiado toda mi vida!
Akio seguía dando voces:
—¡Es El Perro! Debe pagar por la muerte de Kikuta Kotaro y de tantos otros de la Tribu.
Hisao levantó el arma de fuego y Takeo, a continuación, ordenó con claridad:
—No tratéis de detenerle. No le hagáis daño.
De pronto el jardín se llenó de pájaros de plumas doradas; la luz resultaba cegadora.
—¡No puedo hacerlo, ella no me deja! —exclamó entonces Hisao.
Varias cosas sucedieron a la vez. Gemba y yo hemos intentado juntar las piezas, pero observamos ciertas diferencias en nuestros recuerdos. Akio le quitó el arma de fuego a Hisao y le apartó de un empujón. El gato saltó hacia Akio y le clavó las garras en la cara. Miki gritó:
—¡Maya!
Se produjo entonces un destello y una explosión ensordecedora, y percibimos el olor a carne y a pelaje chamuscados.
El arma había errado el tiro, había explotado. Las manos de Akio se le escindieron del cuerpo y murió desangrado a los pocos minutos. Hisao estaba conmocionado y tenía quemaduras en el rostro, pero por lo demás se encontraba a salvo. El gato se hallaba moribundo. Miki corrió hacia él, gritando el nombre de su hermana; nunca he visto escena más impresionante. Dio la sensación de que Miki se convertía en una espada. La luz de la hoja reluciente nos cegaba los ojos. Gemba y yo tuvimos la sensación de que algo se cortaba. El gato desapareció a medida que Miki se arrojaba sobre él. Cuando recobramos la vista, Miki sujetaba a su hermana muerta entre sus brazos. Creemos que liberó a Maya para siempre del espíritu del gato, y rezamos por el renacimiento de ésta en otra vida mejor, en la que no se tema o se odie a los gemelos.
Takeo salió corriendo hacia ambas. Abrazó a sus dos hijas, a la viva y a la difunta. Sus ojos brillaban como gemas. Entonces se acercó a Hisao, le levantó del suelo y le abrazó, o ésa impresión nos dio. En realidad, lo que hacía era registrarle en busca de las armas ocultas de la Tribu. Encontró lo que buscaba, lo sacó y cerró la mano de su hijo sobre el mango. No dejó de mirarle mientras se clavaba el puñal en el vientre y luego lo giraba. Los ojos de Hisao se veían vidriosos. Cuando Takeo soltó las manos y empezó a tambalearse, las piernas de Hisao también cedieron, al quedarse sumido en el sueño de los Kikuta.
Takeo cayó de rodillas junto a su hijo dormido.
La muerte por una herida en el vientre es inevitable, espantosa y prolongada. Le pedía Gemba que fuera a buscara Jato y cuando regresó con el sable hice que éste prestara el último servicio a su dueño. Temí fallar en el golpe, pero el arma conocía su misión y pareció dar un salto en mi mano.
El aire se inundó de pájaros que chillaban, asustados; plumas blancas y doradas se desplomaron sobre el suelo, cubriendo el charco de sangre que rodeaba a Takeo.
Fue la última vez que vimos al houou. Ha desaparecido del bosque. ¿Quién sabe cuándo regresará?