—Nos moriremos de hambre —se quejó Miki—, o nos perderemos. ¡Regresemos a la ciudad! Vayamos a buscar a Shizuka.
—Está en Daifukuji —dijo su hermana, recordando las palabras de la criada—, ayunando y rezando. No podemos regresar. Lo más probable es que Akio esté allí, esperándonos.
La tensión acumulada en el interior de Maya se intensificaba por momentos. Notaba cómo alguien tiraba de ella, percibió que él la miraba. De pronto dio un respingo al escuchar la voz de Hisao.
"Ven a mí."
Las palabras hicieron eco como un susurro a través de la umbría arboleda.
—¿Has oído eso? —Maya agarró a su hermana del brazo.
—¿El qué?
—Esa voz. Es él.
Miki se puso de pie, aguzando el oído.
—No se escucha nada.
—Nos vamos —resolvió Maya.
Llevó la vista al cielo. El sol se había trasladado desde su cénit hacia el oeste. La carretera se dirigía al norte a través de algunas de las tierras más fértiles de los Tres Países, y discurría junto al río todo el camino hasta Tsuwano. Los campos de arroz se extendían a ambos lados del valle y entre ellos surgían aquí y allá casas de granja y cabañas. El sendero se prolongaba junto a la margen oeste hasta el puente situado en Kibi. Había otro nuevo, justo antes de la confluencia con el río Yamagata. Las aguas a menudo se desbordaban sobre la llanura de la costa, pero a una jornada de camino hacia el norte de Hofu las aguas se volvían poco profundas y se desplomaban en forma de rápidos sobre un lecho de rocas.
Ambas hermanas habían viajado por aquel camino con frecuencia. Miki más recientemente, sólo unos días atrás; Maya el otoño anterior, con Taku y Sada.
—Me pregunto dónde estarán las yeguas —le dijo a Miki al tiempo que abandonaban el refugio de los árboles y salían al calor de la tarde—. Las perdí.
—¿Qué yeguas?
—Las que Shigeko nos entregó para viajar desde Maruyama.
Mientras comenzaban el ascenso por la ladera y se adentraban en los bosques de bambú, Maya relató brevemente a su hermana el ataque que habían sufrido, en el que Taku y Sada habían muerto. Cuando terminó, Miki lloraba en silencio, pero los ojos de su hermana permanecían secos.
—Soñé contigo —le explico Miki, secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Soñé que tú eras el gato y yo, su sombra. Sabía que algo terrible te estaba ocurriendo. —Se quedó en silencio unos segundos y luego, añadió:— ¿Te hizo daño Akio?
—Estuvo a punto de estrangularme para que me callara, y luego me golpeó un par de veces; eso fue todo.
—¿E Hisao?
Maya aceleró el paso y avanzó casi corriendo entre los troncos de tonos verdes y plateados. Una víbora atravesó el sendero frente a ellas y desapareció entre la espesa maleza. En algún lugar hacia la izquierda de las viajeras trinaba un pequeño pájaro y luego el incesante zumbido de las cigarras pareció intensificarse.
Miki también echó a correr. Se desplazaban con facilidad entre las varas de bambú, con paso tan seguro como el de los ciervos, y más silencioso.
—Hisao es un maestro de espíritus —comentó Maya cuando la ladera, cada vez más empinada, la obligó a aminorar la marcha.
—¿Un maestro de espíritus de la Tribu?
—Sí. Podría tener un poder inmenso, lo que pasa es que no sabe cómo manejar sus dotes. Nadie le ha enseñado nunca gran cosa, salvo a ser cruel. Sabe fabricar armas de fuego; supongo que lo ha aprendido de otra persona.
El sol se había ocultado ya tras las altas cumbres de las montañas situadas a su izquierda. Aquella noche no habría luna y las nubes bajas ya se extendían a lo largo del cielo desde el sur; tampoco se verían las estrellas. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde que comieron los pastelillos de arroz en el santuario. Mientras caminaban, ambas buscaban alimento de forma instintiva: setas tempranas debajo de los pinos, arándanos, brotes tiernos de bambú o las últimas flores de los heléchos —aunque éstas resultaban difíciles de encontrar—. Desde que eran unas niñas la Tribu les había enseñado a aprovechar los productos de la naturaleza, a recoger hojas, raíces y frutos, no sólo como alimento sino también como veneno. Se guiaron por el sonido del goteo del agua y dieron con un pequeño arroyo, donde también encontraron cangrejos que se comieron vivos, succionando la carne gelatinosa a través de la frágil concha. De este modo continuaron a lo largo del prolongado crepúsculo hasta que al fin se hizo demasiado oscuro para poder ver. Ahora se encontraban en lo profundo del bosque, donde había numerosos farallones de roca y árboles caídos que les proporcionarían refugio.
Llegaron a una enorme haya que estaba medio arrancada, tal vez a causa de un temblor de tierra o una tormenta. Las hojas habían ido cayendo año tras año y proporcionaban un mullido lecho; el tronco gigantesco y las raíces formaban una cueva. Había incluso algunos hayucos comestibles entre las hojas. Las gemelas se tumbaron y se acurrucaron juntas, como si fueran animales. Entre los brazos de su hermana Maya notó que su cuerpo empezaba por fin a relajarse, como si dejara de estar dividido.
No supo con seguridad si mencionó en alto estas palabras, o si tal vez sólo las pensó:
—Hisao ama al gato: es su maestro.
Miki se apretó levemente contra su hermana.
—Me lo imaginaba. Lo noté a las puertas de la casa, en Hofu. Cuando corté el vínculo que os ataba a ti (al gato) y al chico que te llamaba, entonces tú adquiriste tu forma humana.
—Además la madre de Hisao viene a su lado cuando él está con el gato: consigue hablar con el espíritu de ella.
Un escalofrío recorrió el frágil cuerpo de Miki.
—¿La has visto?
—Sí.
Una lechuza ululó desde los árboles y ambas hermanas dieron un respingo. En la distancia, una raposa aulló.
—¿Sentiste miedo?
—No. —Tras reflexionar unos segundos, repitió:— No. Me da lástima. La obligaron a morir antes de tiempo y ha tenido que contemplar cómo su hijo se convertía en un ser malvado.
—Es muy fácil volverse malo —repuso Miki bajando la voz.
Se produjo un ligero cambio en el ambiente y sobre el suelo sonó un leve golpeteo.
—Está lloviendo —afirmó Maya.
Tras las primeras gotas, el olor a humedad comenzó a elevarse de la tierra. Les llenaba las fosas nasales de vida y de putrefacción al mismo tiempo.
—¿Huyes de él? Además de regresar a casa, me refiero.
—Me está buscando; me llama.
—¿Acaso nos sigue?
Maya no respondió de inmediato. Las extremidades le daban tirones permanentemente.
—Sé que nuestro padre y Shigeko aún estarán ausentes, pero Madre nos protegerá, ¿no es así? Una vez que nos encontremos en Hagi nos hallaremos a salvo de él.
Pero antes incluso de terminar de hablar empezó a dudarlo. Parte de ella temía a Hisao y deseaba huir, pero otra deseaba volver junto a él, encontrarse en su compañía y caminar junto al muchacho entre los dos mundos.
"¿Me estaré convirtiendo en un ser malvado yo también?" Maya se acordó del afilador de cuchillos, a quien había herido y robado sin pensárselo dos veces. "Padre se enfadará conmigo", pensó; el sentimiento de culpabilidad le disgustaba, de manera que para extinguirlo arrojó su propia rabia sobre su progenitor. "Padre me hizo; soy así por su culpa. No debió enviarme lejos de casa. Hizo mal en abandonarme con tanta frecuencia cuando yo era niña. Tendría que haberme contado que tenía un hijo varón. ¡No debería haber tenido un hijo!"
Miki parecía haberse quedado dormida; su respiración era tranquila y constante. Le estaba clavando el codo a Maya, y ésta se apartó ligeramente. La lechuza volvió a ulular. Los mosquitos habían percibido el sudor de las gemelas y les zumbaban al oído. La lluvia había enfriado sus cuerpos y, casi sin darse cuenta, Maya permitió que el gato emergiera con su denso y cálido pelaje.
De inmediato, escuchó la voz:
"Ven a mí."
Mientras, sentía que la mirada de Hisao se volvía hacia ella, como si el muchacho fuera capaz de ver a través de las extensiones de bosques y a pesar de las tinieblas; como si pudiera clavar los ojos en las pupilas doradas del gato a medida que la cabeza del animal se giraba en su dirección. El felino se estiró, aplastó las orejas y se puso a ronronear.
Maya hizo un esfuerzo por recuperar su forma humana. Abrió la boca, tratando de llamar a Miki.
Miki se incorporó.
—¿Qué ocurre?
Maya volvió a notar la fortaleza del espíritu de Miki, que se interponía entre el gato y su maestro como la hoja de una espada.
—¡Estabas maullando!
—Me convertí en el gato sin yo desearlo, e Hisao me vio.
—¿Se encuentra cerca?
—Ni idea, pero sabe dónde estamos. Tenemos que marcharnos ahora mismo.
Miki se arrodilló al borde de la cueva del árbol y se asomó a la noche.
—No veo nada, está muy oscuro. Además sigue lloviendo. No podemos continuar ahora.
—¿Te importa quedarte despierta? —preguntó Maya, tiritando de frío y de emoción—. Es que hay algo que sólo tú eres capaz de hacer que se interpone entre Hisao y yo, y me libera de él.
—No sé qué es —dijo Miki, con voz frágil y cansada—, ni cómo lo hago. El gato absorbe tanto de mi persona, que lo que queda resulta duro y afilado.
"Pureza", fue la palabra que le vino a Maya a la mente, como el estado del acero cuando éste ha sido encendido al rojo vivo, manipulado y amartillado cientos de veces. Colocó los brazos alrededor de Miki y la apretó contra sí. Acurrucadas, las hermanas esperaron la llegada del amanecer, que avanzaba hacia ellas lentamente.
* * *
La lluvia cesó al romper el día y el sol se elevó, arrancando vapor del suelo mojado y enmarcando las ramas y las hojas húmedas en molduras de oro y arco iris quebrados. Todo relucía en los alrededores: las telarañas, las hojas de bambú, los heléchos... Manteniendo el sol a su derecha, continuaron hacia el norte por el flanco este de las montañas, luchando contra las empinadas laderas y descendiendo profundas hondonadas. A menudo tenían que volver sobre sus pasos. De vez en cuando divisaban el lejano río y, más abajo, la carretera, que jamás estaba vacía; aunque hubieran deseado caminar durante un tiempo por su llana superficie, no se atrevían.
Alrededor del mediodía ambas se detuvieron a la vez en un pequeño claro, sin mediar palabra. Por delante de ellas se veía un sendero tosco que prometía facilitar un poco la segunda jornada de viaje. No habían probado bocado en toda la mañana, por lo que empezaron a buscar entre la hierba. Encontraron algunos hayucos, musgo, castañas dulces del otoño pasado (que ya arrojaban sus nuevos brotes) y unas cuantas bayas apenas maduras. Hacía calor, incluso bajo las copas de los árboles.
—Descansemos un rato —propuso Miki mientras se descalzaba las sandalias y frotaba las plantas de sus pies en la hierba húmeda. Tenía las piernas llenas de arañazos y de sangre, y su piel estaba adquiriendo un tono cobrizo oscuro.
Maya se encontraba ya tumbada de espaldas, contemplando la estampa verde y dorada de las hojas en movimiento y con el rostro moteado de sombras redondeadas.
—Me muero de hambre —dijo—. Tenemos que conseguir comida. Me pregunto si ese sendero conduce a alguna aldea.
Las hermanas se quedaron adormiladas durante un rato, pero el hambre las despertó. De nuevo, sin necesidad de mediar palabras, se abrocharon las sandalias y retomaron el sendero que zigzagueaba por la ladera de la montaña. De vez en cuando divisaban el tejado de una granja en la distancia y pensaban que la senda podía conducirlas hasta allí; sin embargo iban a parar a un lugar deshabitado donde no existía aldea, ni siquiera un remoto santuario de montaña o una cabaña. Encima, los campos cultivados se encontraban mucho más abajo, fuera de su alcance. Caminaban en silencio, haciendo pausas únicamente para recoger el escaso alimento que pudieran encontrar; el estómago les lanzaba gruñidos de protesta. El sol se ocultó tras la montaña y las nubes volvieron a acumularse en el sur. Ninguna de las gemelas quería pasar otra noche a la intemperie; las muchas noches que tenían por delante las desanimaban, pero no sabían qué otra cosa hacer, salvo seguir caminando.
El bosque y la montaña se hallaban envueltos en penumbra; los pájaros entonaban ya sus últimas melodías del atardecer. Maya, que iba delante por el angosto sendero, se detuvo en seco.
—Humo —susurró Miki.
Maya asintió y prosiguieron con más cautela. El olor se tornó más intenso, ahora mezclado con el aroma de carne al fuego: faisán o liebre, en opinión de Maya, quien había probado ambos en las montañas que rodeaban la aldea de Kagemura. La boca se le hacía agua. Tras los árboles divisó la silueta de una pequeña cabaña y, frente a ella, una hoguera encendida y una figura menuda arrodillada junto al fuego, vigilando la carne que se cocinaba.
Por el contorno y sus movimientos Maya se dio cuenta de que se trataba de una mujer; algo en ella le resultó familiar.
Miki le susurró al oído:
—¡Parece Shizuka!
Maya agarró a su hermana del brazo al ver que ésta se disponía a salir corriendo.
—Es imposible. ¿Cómo podría haber llegado hasta aquí? Iré a mirar.
Maya se hizo invisible y fue sorteando los árboles hasta colocarse detrás de la cabaña. El olor a comida era tan intenso que temió perder la concentración. Palpó su cuchillo. No parecía haber nadie más por los alrededores, sólo la mujer. Llevaba la cabeza cubierta por una capucha que se apartaba de la cara con una mano mientras con la otra hacía girar la carne, atravesada por un pincho.
Una ligera brisa recorrió el claro, arrastrando a su paso remolinos de hojas pardas y verdes. Sin girar la cabeza, la mujer dijo:
—No tienes necesidad de utilizar el cuchillo. Te daré de comer, y también a tu hermana.
La voz era igual que la de Shizuka y, al mismo tiempo, diferente. Maya pensó: "Si es capaz de verme mientras estoy invisible, debe pertenecer a la Tribu".
—¿Eres una Muto? —preguntó mientras recobraba la visibilidad.
—Sí, lo soy —respondió la mujer—. Puedes llamarme Yusetsu.
Era un nombre que Maya no había oído jamás; tenía un sonido frío y misterioso, como los últimos vestigios de nieve en la ladera norte de una montaña en plena primavera.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Acaso te ha enviado mi padre?
—¿Tu padre? Takeo.
Mencionó el nombre con un tono de pesadumbre, de nostalgia; denotaba un sentimiento dulce y amargo a la vez que provocó que Maya sintiera un escalofrío. Se quedó mirando a la gemela, pero la capucha le cubría el rostro y ni siquiera a la luz de la hoguera era posible descubrir sus rasgos.