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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (72 page)

Una garza gris de gran tamaño pescaba en el arroyo. Al percibir el movimiento de Maya, giró el pico hacia ella y luego emprendió el vuelo; sus alas produjeron un chasquido que recordaba al de un abanico.

La gemela observó en las aguas el salto de una carpa dorada y, a continuación, oyó el chapoteo del pez al caer. La garza se alejaba volando, en silencio; el agua continuaba su curso. Todo en la casa seguía igual que siempre.

Maya aguzó el oído para escuchar los sonidos de la vivienda, anhelando ver a Chiyo y a Haruka. "Se llevarán una sorpresa, y se entusiasmarán al verme. Chiyo llorará de alegría, como de costumbre", se dijo. Le pareció sentir las amortiguadas palabras de ambas mujeres, que llegaban desde la cocina.

Por encima del murmullo detectó otras voces que procedían de la parte exterior de la tapia, de la orilla del río. Eran niños que charlaban y se reían.

Se agachó detrás de la roca de mayor tamaño y vio cómo Sunaomi y Chikara llegaban caminando entre las aguas del arroyo. En ese mismo instante unos pasos se acercaban desde el interior de la casa: Kaede y Hana salieron a la veranda.

Kaede llevaba en brazos al recién nacido. Tendría unas diez semanas de vida y ya se mostraba animado y alerta; sonreía e intentaba agarrar la túnica de su madre. Ella elevó al niño en el aire para que pudiera ver cómo se acercaban los hijos de Hana.

—Mira, tesoro mío, mi hombrecito. Mira a tus primos. Cuando crezcas, serás un muchacho tan espléndido como ellos.

El bebé no dejaba de sonreír. Ya agitaba los pies, deseando levantarse.

—¡Qué sucios estáis, hijos míos! —les amonestó Hana, cuyo rostro resplandecía de orgullo—. Lavaos la cara y las manos. ¡Haruka, trae agua para los jóvenes señores!

"¡Jóvenes señores!" Maya observó cómo Haruka acudía y les lavaba los pies a los niños. Notó la seguridad y arrogancia de éstos, así como el cariño y el respeto que conseguían sin ningún esfuerzo por parte de todas las mujeres que les rodeaban.

Hana se puso a hacer cosquillas a su sobrino, quien soltaba risitas nerviosas y se retorcía. La madre y la tía del crío intercambiaron una mirada de afecto y de complicidad.

—Ya te lo dije —comentó Hana—. No hay nada como tener un hijo varón.

—Es verdad —coincidió Kaede—. Nunca pensé que podría llegar a sentirme de esta manera.

Kaede apretó al niño contra su pecho, con semblante extasiado de amor maternal. A Maya le embargó el odio más intenso que había sentido en toda su vida; era como si su corazón se hubiera roto en pedazos y la sangre de éste le inundara el cuerpo como acero derretido. "¿Qué puedo hacer? Tengo que intentar ver a mi madre a solas. ¿Me escuchará? ¿Debería yo regresar junto a Miki? ¿Tal vez ir al castillo, en busca del señor Endo? No, primero tengo que verla a ella; pero Hana no debe sospechar que estoy aquí."

Esperó silenciosamente en el jardín mientras caía el atardecer. Las luciérnagas danzaban por encima del arroyo y la casa relucía con el resplandor de las lámparas encendidas. Maya percibió el olor de la comida que llevaban a la sala del piso superior y escuchó cómo los niños hablaban y alardeaban de sí mismos mientras comían. A continuación, las sirvientas jóvenes se llevaron las bandejas a la cocina y extendieron las camas.

Los niños dormían en la parte trasera de la casa acompañados por las criadas, quienes acudían allí al terminar sus tareas. Hana y Kaede pasarían la noche en la sala de arriba, junto con el bebé.

Una vez que la casa se hubo sumido en el silencio, Maya se atrevió a entrar. Atravesó en silencio el suelo de ruiseñor, sin ningún esfuerzo, pues lo conocía de toda la vida. De puntillas subió las escaleras y observó a su madre y al niño; vio cómo éste mamaba ávidamente y con fuerza, hasta que sus diminutos párpados empezaron a cerrarse. Maya notó una presencia junto a ella. Miró hacia un lado y vio a la mujer fantasma, Yusetsu, quien antiguamente fuera Muto Yuki. Ya no llevaba la capa con capucha, sino que iba ataviada con las prendas blancas propias de los muertos, tan niveas como su piel. Su aliento era frío y despedía olor a tierra. Yusetsu se quedó mirando a la madre y al niño con una expresión de evidente envidia.

Kaede arropó a su hijo firmemente y le tumbó.

—Tengo que escribir a mi marido —le dijo a Hana—. Ve a buscarme si el niño se despierta.

Bajó las escaleras y se dirigió a la antigua habitación de Ichiro, donde se guardaban los documentos familiares y el material de escritura; luego llamó a Haruka para que llevara lámparas.

"Ahora es el momento", pensó Maya.

Hana estaba sentada junto a la ventana, pasándose un peine por su largo cabello; tarareaba para sí una canción de cuna. Una lámpara ardía en lo alto de un soporte de hierro.

Escribe a tu marido,

pobre hermana mía.

Nunca le llegarán tus cartas,

pues no merece tu amor.

Pronto averiguarás

qué clase de hombre es.

"¿Cómo se atreve a cantar de esa manera, en la casa de mi padre?", se dijo Maya. Se debatía entre el deseo de lanzarse sobre su tía y la necesidad de correr escaleras abajo en busca de su madre.

Hana se tumbó y apoyó la cabeza en el bloque de madera. "Podría matarla ahora —conjeturó Maya, palpando su cuchillo—. ¡Se lo merece!". Pero entonces reflexionó que debería dejar el castigo en manos de su padre. Estaba a punto de salir de la estancia cuando el niño se agitó. Se arrodilló junto a él y se quedó mirándole. El crío soltó un leve grito. Abrió los ojos y sostuvo la mirada de la gemela.

"¡Puede verme!", se asombró. No deseaba que su hermano se despertara de! todo, y luego cayó en la cuenta de que no podía dejar de mirarle, de que no tenía control alguno sobre lo que estaba haciendo. Se había convertido en el canal que encauzaba las emociones en conflicto que rugían tanto en su fuero interno como a su alrededor. Clavó sus ojos de Kikuta en el pequeño, que esbozó una sonrisa y luego se quedó dormido para no despertar nunca más.

Yuki, situada junto a la gemela, dijo:

—Ahora podemos marcharnos.

De pronto Maya tomó conciencia de que aquello formaba parte de los planes de venganza de la mujer fantasma. Había comenzado por Kaede, quien pagaría un terrible precio por unos antiguos celos. La gemela también cayó en la cuenta de que había cometido un acto para el que no existía perdón; ya no había lugar para ella en ningún sitio, excepto en el reino que discurría entre los mundos, por donde vagaban los espíritus. Ahora ni siquiera Miki podía salvarla. Llamó al gato y dejó que la dominara; luego saltó por encima de la tapia y corrió infatigable a través del río y sin pensar en nada hasta llegar al bosque, de regreso hacia Hisao.

Yuki la siguió, flotando por encima del suelo, con el fantasma del recién nacido en sus brazos.

50

El hijo de Kaede murió la noche anterior a la luna llena del solsticio de verano. Los recién nacidos fallecían con frecuencia, por lo que nadie se asombró en exceso. En verano solían sucumbir a alguna enfermedad o a la peste y en invierno morían de frío o de difteria. Por lo general, se consideraba adecuado no encariñarse demasiado con los niños pequeños, ya que pocos de ellos sobrevivían a los primeros meses. En consecuencia Kaede trató de controlar y contener su sufrimiento, consciente de que como gobernante del país, en ausencia de su marido, no podía permitirse una crisis nerviosa. Sin embargo, en su fuero interno sólo deseaba morir. Repasó mentalmente una y otra vez qué error podría ella haber cometido que trajera como consecuencia aquella pérdida insufrible; tal vez le habría amamantado en exceso, o acaso no lo bastante; no debería haberse apartado de él. Llegó a la conclusión de que una maldición la perseguía: primero, con el nacimiento de las gemelas y después, con la muerte de su amado hijo. El doctor Ishida intentó en vano convencerla de que no tenía por qué existir ninguna razón; el hecho de que los recién nacidos perdieran la vida sin causa aparente era un suceso habitual.

Kaede anhelaba el regreso de Takeo, aunque temía contarle la noticia. Ansiaba yacer con él y notar el familiar consuelo de su mutuo amor, aunque también reflexionaba que jamás soportaría volver a sentirle dentro de ella, pues la idea de concebir otro hijo y luego perderlo se le hacía insufrible.

Debía comunicárselo, pero ¿cómo? Kaede ni siquiera tenía conocimiento de dónde se encontraba su esposo. Los mensajes tardarían semanas en llegarle. No sabía nada de Takeo desde comienzos del quinto mes cuando, hallándose éste en Inuyama, recibió varias cartas suyas. A diario tomaba la decisión de escribirle, pero luego no se sentía capaz. Durante todo el día esperaba con ansia la caída de la noche para dar rienda suelta a su angustia, y pasaba las horas en vela deseando la llegada del amanecer, cuando apartaría el dolor temporalmente.

Su único consuelo residía en la compañía de su hermana y sus sobrinos, a quienes amaba como si fueran sus propios hijos. La distraían, y pasaba mucho tiempo junto a ellos supervisando sus estudios y observando su entrenamiento militar. El bebé fue enterrado en Daishoin. La luna había menguado hasta convertirse en un fragmento diminuto cuando por fin llegaron mensajeros con cartas de Takeo. Kaede desenrolló el pergamino y cayeron al suelo los bocetos de pájaros que su marido había dibujado durante el viaje. Los alisó con las manos y se quedó mirándolos. Los rápidos trazos negros captaban a la perfección al cuervo entre los cedros y al papamoscas y la campanilla sobre una roca escarpada.

—Escribe desde un lugar llamado Sanda —le comentó a Hana—, antes de llegar a la capital.

Miró la carta sin apenas leerla; la caligrafía pertenecía a Minoru, pero era Takeo quien había dibujado los pájaros. Kaede reconocía la potencia de su trazo. Le imaginó sujetando la mano derecha con la izquierda, haciendo surgir la creatividad a pesar de las limitaciones físicas. Kaede se encontraba a solas con Hana; los niños estaban practicando la equitación y las criadas se hallaban atareadas en la cocina.

—¡No sabe que su hijo ha muerto! —le dijo a su hermana.

Hana respondió:

—Su angustia no será nada comparada con la tuya. No te atormentes por él.

—Ha perdido a su único hijo varón.

Kaede apenas podía hablar. Hana la abrazó y le habló al oído, en susurros:

—No estará triste, te lo aseguro. Más bien sentirá alivio.

—¿Qué quieres decir? —Kaede se apartó ligeramente y se quedó mirando a Hana.

Cayó en la cuenta de lo hermosa que era aún su hermana y lamentó sus propias heridas, la pérdida de su cabello. Sin embargo, nada de eso importaba. Se habría lanzado al fuego otra vez, se habría sacado los ojos si así hubiera podido resucitar a su hijo. Desde la muerte de éste, Kaede había llegado a depender por completo de Hana; había apartado sus anteriores recelos y su falta de confianza y casi había olvidado que Hana y los hijos de ésta se encontraban en Hagi en calidad de rehenes.

—Estaba pensando en la profecía.

—¿Qué profecía? —Kaede recordó con un dolor casi físico la tarde del último día del año, en Inuyama, cuando ella y Takeo habían yacido juntos y luego conversaron sobre las palabras que habían regido sus vidas—. ¿Te refieres a las cinco batallas? ¿Qué tiene eso que ver? —No deseaba hablar del asunto en ese momento, pero algo en el tono de voz de su hermana la había puesto en alerta. A pesar del calor, sintió un escalofrío.

—Incluía otra predicción. ¿Acaso Takeo no te la ha contado?

Kaede negó con la cabeza, aunque no soportaba tener que admitirlo.

—¿Cómo puedes conocerla?

—Takeo se la confió a Muto Kenji, y ahora es de dominio público entre los miembros de la Tribu.

Kaede sintió el primer destello de cólera. Siempre había odiado y temido la vida secreta de Takeo. Él la había abandonado para unirse a la Tribu; la había dejado desamparada y embarazada de un hijo suyo que, al morir, había estado a punto de acabar con su propia vida. Entonces creyó haber entendido la decisión de Takeo, tomada ésta al enfrentarse a la muerte y cuando el sufrimiento por la pérdida de Shigeru casi le había hecho perder la razón. Kaede había perdonado y olvidado, pero ahora el antiguo resentimiento volvía a emerger. Le dio la bienvenida, pues actuaba como antídoto para su insoportable dolor.

—Explícame exactamente de qué se trata.

—La profecía dice que Takeo estará a salvo de la muerte, excepto a manos de su propio hijo.

Durante unos instantes Kaede no respondió. Sabía que Hana no estaba mintiendo. Se dio cuenta de inmediato de que la vida de Takeo había estado regida por aquellas palabras; de ahí procedía su ausencia de miedo, su determinación. Ahora entendía muchas de las cosas que su marido había comentado en el pasado, así como su alegría cuando tuvieron tres hijas.

—Debería habérmelo dicho, pero sólo trataba de protegerme. No puedo creer que se alegre de la muerte de nuestro hijo; le conozco bien —una oleada de alivio la embargó. Había temido que Hana pudiera contarle algo mucho peor—. Las profecías son peligrosas; ésta nunca podrá hacerse realidad. Su hijo ha muerto antes que él, y ya no tendrá más descendencia.

"Regresará a mí —pensaba—, como siempre. No morirá en la capital. Puede que ahora mismo se encuentre de camino a casa".

—Todo el mundo desea que el señor Takeo tenga una vida larga y dichosa —dijo Hana—. Recemos para que esta profecía no se refiera a su otro hijo varón.

Cuando Kaede se la quedó mirando sin pronunciar palabra, Hana prosiguió:

—Perdóname, hermana. Di por sentado que lo sabías.

—Cuéntamelo —ordenó Kaede sin aparente emoción.

—No puedo. Al tratarse de un secreto que tu marido te ha ocultado...

—Cuéntamelo —repitió Kaede, a quien ahora la voz se le quebraba.

—Temo causarte más dolor. Espera a que Takeo te lo explique, cuando regrese.

—¿Tiene un hijo
varón?

—Sí —suspiró Hana—. Ha cumplido diecisiete años. Su madre era Muto Yuki.

—¿La hija de Kenji? —preguntó Kaede con voz débil—. ¿De modo que Kenji lo supo desde el principio?

—Supongo que sí. Como te comentaba antes, todos en la Tribu estaban al corriente.

Shizuka, Zenko y Taku conocían su existencia desde hacía años, mientras que Kaede lo ignoraba por completo. Comenzó a tiritar.

—No te encuentras bien. Deja que te traiga un poco de té. ¿Quieres que envíe a buscar a Ishida? —se ofreció Hana.

—¡¿Por qué no me lo dijo?! —saltó Kaede. La infidelidad no le importaba gran cosa: no sentía celos de una mujer que llevaba años muerta. Lo que le consternaba era el engaño—. ¡Ojalá me lo hubiera contado!

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