En el interior de la residencia el aire se notaba cargado; Takeo aún estaba empapado tras haber cruzado el río, pero no sentía frío. Se inclinó sobre varias de las mujeres dormidas y escuchó su respiración. Ninguna de ellas era Kaede.
Se aproximaba el final del verano; habían pasado unas seis semanas desde el solsticio. Takeo reflexionó que no podía seguir allí mucho más tiempo. Su único objetivo era encontrar a Kaede, pero no lo había conseguido y no sabía qué hacer. Regresó al jardín. Fue entonces cuando notó la borrosa silueta de un pequeño edificio que nunca antes había visto. Se encaminó en aquella dirección y pronto se dio cuenta de que se trataba de un pabellón construido sobre el arroyo. Por encima del sonido del agua reconoció la respiración que estaba buscando.
Allí también ardía una lámpara, muy débilmente, como si el último vestigio de aceite estuviera a punto de consumirse. Kaede se hallaba sentada, con las piernas dobladas bajo el cuerpo y los ojos clavados en la oscuridad.
Takeo no distinguía su rostro. El corazón le golpeaba con más fuerza que antes de una batalla. Se hizo visible a medida que ponía el pie en el suelo del pabellón y decía:
—Kaede. Soy Takeo.
Ella se llevó de inmediato la mano al costado y extrajo un puñal.
—No he venido a hacerte daño —dijo él—. ¿Cómo se te ocurre tal cosa?
—No puedes herirme más de lo que ya lo has hecho. Te mataría, aunque por lo visto únicamente tu hijo puede lograrlo.
Takeo se quedó en silencio unos instantes, comprendiendo de pronto lo que había sucedido.
—¿Quién te lo ha contado?
—¿Qué importa? Al parecer, todos menos yo lo sabían.
—Fue hace mucho tiempo. Creí...
Ella le impidió continuar.
—El hecho en sí pudo ocurrir hace mucho; el engaño por tu parte ha sido constante. Me has mentido durante los años que hemos pasado juntos. Eso es lo que jamás te perdonaré.
—No quería causarte dolor —alegó él.
—¿Cómo pudiste contemplar cómo mi vientre se hinchaba, temiendo en todo momento que yo pudiera estar encinta de un hijo varón que, con el paso del tiempo, te mataría? Mientras yo anhelaba hijos varones, tú rezabas para evitarlo. Preferiste que fuera maldecida con gemelas, y cuando nuestro hijo nació albergaste la esperanza de que muriera. Tal vez tú mismo dispusiste su muerte.
—¡No! —exclamó Takeo, furioso—. Jamás mataría a ningún niño, y menos de mi propia sangre —trató de apaciguar la voz, de razonar con su mujer—. Ha sido una pérdida terrible que te ha conducido a actuar de esta manera.
—Abrí los ojos y me di cuenta de cómo eres en realidad.
Takeo se percató de la magnitud de la cólera y el sufrimiento de Kaede, y se encontró indefenso.
—Sólo es un engaño más en una vida plagada de mentiras —prosiguió ella—. No mataste a Iida; no te criaste en la casta de los guerreros; tu sangre está mancillada. He dedicado toda mi vida a lo que, ahora me doy cuenta, no era más que una impostura.
—Contigo nunca he pretendido ser alguien distinto a quien soy. Conozco bien mis fracasos; siempre te los he contado.
—Simulabas ser sincero mientras escondías los secretos más despreciables. ¿Qué más me ocultas? ¿Cuántas mujeres más han existido? ¿Cuántos hijos varones?
—No ha habido ninguna otra mujer, te lo juro... Sólo Muto Yuki, cuando creí que tú y yo nos habíamos separado para siempre.
—¿Separado? —repitió ella—. Nadie se separó, salvo tú. Tú decidiste marcharte, abandonarme, porque no deseabas morir.
Las palabras de Kaede revelaban una verdad que avergonzó profundamente a Takeo.
—Tienes razón —admitió—. Fui necio y cobarde. Sólo me queda solicitar tu perdón, por el bien de todo el país. Te ruego que no destruyas cuanto hemos conseguido juntos, tú y yo.
Takeo deseaba recordarle que habían unido el territorio en armonía, que el equilibrio no debía alterarse; pero no existían palabras capaces de reparar lo que había estallado en pedazos.
—Tú mismo lo destruíste. Nunca podré perdonarte. Sólo encontraré consuelo cuando te vea muerto —añadió con amargura—. Lo honorable sería que te quitaras la vida; pero no eres un guerrero y nunca lo harás, ¿verdad?
—Te prometí que no lo haría —repuso él en voz baja.
—Te libero de la promesa. Coge este puñal. Ábrete las entrañas y entonces, te perdonaré.
Kaede alargó el arma a Takeo, mirándole a la cara. Él no deseaba posar sus ojos en ella, por si pudiera afectarla con el sueño de los Kikuta. Se quedó contemplando el puñal, tentado a cogerlo y clavarlo en su propia carne. Ningún dolor físico podría ser tan profundo como la angustia de su alma.
Tratando de mantener el control escuchó sus propias palabras envaradas, que parecían las de un desconocido.
—Primero, hay que hacer disposiciones. Debemos asegurar el futuro de Shigeko; el propio Emperador le ha dado su reconocimiento. Hay muchas cosas que desearía decirte, pero posiblemente nunca tendré oportunidad. Estoy dispuesto a abdicar a favor de nuestra hija; confío en ti para que llegues a algún acuerdo adecuado con Zenko.
—No lucharás como un guerrero y no morirás como tal. ¡Ah, cuánto te desprecio! Supongo que ahora huirás de incógnito, como hechicero que eres.
Kaede se puso en pie de un salto y gritó:
—¡Guardias! ¡Socorro! ¡Hay un intruso!
El repentino movimiento hizo que la lámpara se apagase y las tinieblas se cernieron sobre el pabellón. Las linternas de los guardias centelleaban entre los árboles. Takeo distinguía desde la distancia los primeros cantos de los gallos. Las palabras de Kaede le habían golpeado como la hoja envenenada del sable de Kotaro. No deseaba que le descubrieran allí como un ladrón o un fugitivo. No soportaba la idea de otra humillación más.
Nunca le había resultado tan difícil hacerse invisible. Había perdido la concentración; era como si se hubiera fragmentado en pedazos. Corrió hasta la tapia del jardín y la escaló, atravesó el patio hasta la muralla exterior y la fue ascendiendo poco a poco. Al llegar a lo más alto bajó la vista hasta la superficie del foso, que relucía como tinta negra. El cielo empezaba a palidecer por el este.
A sus espaldas oyó el sonido de pisadas. Se hizo visible de nuevo, escuchó el crujido de la cuerda de un arco, luego el zumbido de un flecha y se lanzó al agua; el impacto le dejó sin aliento y provocó que los oídos le silbaran. Salió a la superficie, vio una nueva flecha que al pasar le rozó y se percató de muchas otras que caían a su lado con un chapoteo; volvió a sumergirse, nadó hasta la orilla y se camufló al abrigo de los sauces.
Respiró hondo varias veces y se sacudió el agua como si fuera un perro. De nuevo se volvió invisible y corrió por las calles hasta las puertas de la ciudad. Ya estaban abiertas. La muchedumbre que había estado aguardando toda la noche para abandonar la ciudad las atravesaba ahora, con sus posesiones envueltas en fardos sujetos con palos o metidas a presión en pequeños carros de mano; los niños acompañaban a sus padres, con ojos solemnes y expresión de asombro.
Takeo sintió lástima por la población, una vez más a merced de los señores de la guerra. A pesar de su propio sufrimiento trató de imaginar alguna manera de ayudarles; pero se encontraba vacío en su interior. Sólo acertaba a pensar: "Se ha terminado".
Le vinieron a la memoria los jardines de Terayama y las pinturas incomparables. Le pareció escuchar las palabras de Matsuda, como un eco que recorriera el abismo de los años:
—Regresa con nosotros cuando todo haya terminado.
—¿Terminará alguna vez? —le había preguntado Takeo entonces.
—Todo lo que tiene principio, tiene final —había respondido Matsuda.
Ahora el final había llegado de repente y de forma inevitable; la fina malla de la red tejida por el Cielo se había cernido alrededor de Takeo, como sobre todo ser viviente. Todo había acabado. Regresaría a Terayama.
Encontró a Gemba al borde del bosque sentado aún, meditando; los caballos pastaban a su lado, con las crines empapadas de rocío. Levantaron la cabeza y relincharon al ver que se aproximaba. Gemba no pronunció palabra; se limitó a mirar a Takeo con sus ojos sagaces y compasivos. Luego se levantó y ensilló los caballos, sin dejar de tararear para sí. Takeo se percató de que el hombro y el brazo le volvían a doler y notó que la fiebre le reaparecía.
El sol se levantaba ya, eliminando la bruma con sus rayos mientras cabalgaban por el estrecho sendero que conducía al templo, en lo profundo de las montañas. Un sentimiento de levedad embargó a Takeo. Todo su mundo quedó anulado bajo el ritmo de los cascos de los caballos y el calor del sol. La congoja, el arrepentimiento y la vergüenza desaparecieron. Recordó el estado semiinconsciente que había descendido sobre él en Mino, cuando cara a cara se había enfrentado por vez primera con la sangrienta violencia de los guerreros. Ahora le daba la impresión de que, en efecto, aquel mismo día él había muerto y que su vida, desde entonces, había sido tan insustancial como la bruma: un apasionado y esforzado sueño que iba desapareciendo bajo la luz clara y deslumbrante.
Shigeko había realizado el lento viaje de regreso a Inuyama con los numerosos heridos, entre ellos
Tenba,
el
kirin
y el hombre al que amaba. A pesar del grave estado de muchos de los soldados, Kahei había ordenado que aguardasen en la llanura mientras el grueso del ejército regresaba a Inuyama, pues la carretera era estrecha y empinada y la necesidad de premura era acuciante. Cuando por fin el camino hubo quedado despejado, Shigeko pensó que el caballo y el
kirin
sobrevivirían, pero que Hiroshi moriría. La joven pasaba los largos días junto a Mai atendiendo a los heridos, y por las noches se dedicaba a realizar mentalmente pactos imposibles por los que el Cielo y los dioses podrían tomar cualquier cosa que quisieran, salvo la vida de su amado. La lesión de la propia Shigeko se curó con rapidez y ésta pudo realizar a pie las primeras jornadas de viaje; como avanzaban con tanta lentitud por el sendero que descendía de la montaña, el hecho de que la joven cojeara carecía de importancia. Los tullidos gemían o balbucían sin sentido a causa de la fiebre, y todas las mañanas había que deshacerse de los cadáveres de quienes habían fallecido durante la noche. "Qué terrible es la guerra, aun para los vencedores", reflexionaba.
Hiroshi permanecía tumbado en la camilla, sin quejarse, alternando entre la consciencia y el desvanecimiento.
Cada mañana Shigeko esperaba encontrar su cuerpo rígido y su piel, fría; pero aunque el joven no daba señas de mejora, no murió. El tercer día la carretera cambió. La cuesta se volvió menos pronunciada y podían recorrer una mayor distancia entre el amanecer y la caída de la tarde. Aquella noche descansaron por primera vez en una aldea. Les proporcionaron una carreta de bueyes en la que, a la mañana siguiente, colocaron a Hiroshi. Shigeko se subió al carro y se sentó junto al enfermo; le humedecía los labios con agua y le apartaba el sol del rostro.
Tenba
y el
kirin
caminaban al lado, cojeando ambos.
Justo antes de llegar a Inuyama salió a recibirles el doctor Ishida, quien traía consigo un convoy de caballos de carga, rollos de papel suave y de seda, así como hierbas curativas y bálsamos. Bajo su cuidado, muchos hombres que de otra forma habrían muerto ahora se recuperaron, y aunque el médico no quiso prometer nada a Shigeko, ésta vislumbró la primera semilla de esperanza de que Hiroshi pudiera contarse entre ellos.
Ishida se mostraba irascible y era evidente que sus pensamientos se encontraban en otra parte. Cuando no estaba ocupado con los heridos le gustaba caminar junto a la hembra de
kirin.
La criatura avanzaba despacio. No había duda de que se hallaba enferma: sus excrementos eran casi líquidos y los huesos le sobresalían como si fueran bastones. Se comportaba tan gentil como siempre, y parecía disfrutar con la compañía de Ishida.
Shigeko tuvo conocimiento de la muerte de su hermano pequeño y de que su madre, al parecer, había perdido la cabeza a causa del sufrimiento; la joven anhelaba regresar al País Medio y reunirse con Takeo. También estaba profundamente preocupada por las gemelas. Ishida decía que había visto a Miki en Hagi, pero nadie sabía nada de Maya. Tras una semana en Inuyama el médico declaró que tenía que partir hacia Hofu, pues no encontraba reposo pensando en su mujer, Shizuka.
Sin embargo no tenían noticias, y sin ellas parecía temerario arriesgarse a proseguir el viaje. Ignoraban quién tenía ahora el control del puerto de Hofu, dónde se encontraban Zenko y su ejército o hasta dónde había avanzado Kahei en su viaje de regreso a casa.
De cualquier forma al
kirin
no le era posible continuar el camino y a Hiroshi le vendría bien permanecer en la ciudad para recuperarse, por lo que Shigeko se resignó a quedarse en Inuyama hasta recibir información sobre su padre. Suplicó a Ishida que permaneciese a su lado y la ayudara a cuidar de los heridos y del
kirin;
el médico accedió a regañadientes. Shigeko se sintió agradecida, más que nada por la compañía del doctor. Hizo que éste le relatara a Minoru todo lo que sabía y se aseguró de que todos los acontecimientos, por sombríos que parecieran, fueran registrados.
La luna del octavo mes se encontraba en su primer cuarto cuando por fin llegaron mensajeros; pero ni ellos ni las cartas que traían eran lo que la joven había esperado.
Los hombres llegaron por barco desde Akashi y lucían el blasón de Saga Hideki en la túnica; se comportaban con gran deferencia y humildad y solicitaron hablar con la señora Maruyama en persona. Shigeko no daba crédito; la última vez que había visto a Saga le había dejado ciego con su propia flecha. Por primera vez desde semanas atrás, la joven cayó en la cuenta de su lamentable aspecto, por lo que se dio un baño y pidió que le lavaran la larga cabellera. Luego tomó prestadas de su tía Ai ropas elegantes, pues todas las pertenencias de la joven habían sido abandonadas en el camino de regreso de la capital. Recibió a los mensajeros en la sala de audiencias de la residencia del castillo; traían consigo numerosos regalos y cartas escritas por el propio Saga Hideki.
Shigeko les dio la bienvenida con delicadeza, ocultando la vergüenza que sentía.
—Confío en que el señor Saga se encuentre bien de salud —comentó.
Los hombres le aseguraron que se había recuperado de su herida; había perdido la vista en el ojo izquierdo pero, por lo demás, gozaba de una forma excelente, como de costumbre.