—La comida se encuentra casi preparada —anunció Yusetsu—. Llama a tu hermana y lavaos un poco.
En el escalón de entrada a la cabaña había un cántaro con agua. Las hermanas, por turnos, se lavaron mutuamente las manos y los pies. Yusetsu puso el crujiente faisán sobre un trozo de corteza forrado con hojas y, tras colocarlo en el escalón e hincarse de rodillas, lo cortó en trozos con un pequeño cuchillo. Las gemelas comieron sin articular palabra, engullendo como animales la carne que abrasaba la lengua y los labios. Yusetsu no comió; observaba cada pedazo que se llevaban a la boca y examinaba atentamente los rostros y las manos de las gemelas.
Una vez que hubieron chupado hasta el último hueso, escanció agua en un paño y les lavó las manos, girándolas hacia arriba y recorriendo con los dedos la marca de los Kikuta.
Luego les enseñó dónde podían hacer sus necesidades y les entregó pedazos de musgo para que se limpiaran; su actitud era amable y espontánea, como si fuera la madre de las muchachas. Encendió a continuación una lámpara con una astilla de la hoguera ya casi apagada, y las hermanas se tumbaron en el suelo de la cabaña mientras Yusetsu continuaba mirándolas con ojos ávidos.
—De modo que sois las hijas de Takeo —dijo con voz queda—. Os parecéis a él. Deberíais haber sido mías.
Ambas muchachas, ahora bajo techo y alimentadas, pensaron que mejor habría sido así, aunque seguían sin conocer la identidad de la mujer. Ésta apagó la llama y les cubrió con su capa.
—Descansad; nada malo os ocurrirá mientras yo esté con vosotras.
Durmieron sin interferencia alguna de sueños y se despertaron al amanecer. La lluvia les mojaba la cabeza y el terreno bajo sus cuerpos se notaba mojado. No había ni rastro de la cabaña, el cántaro o la mujer. Sólo las plumas del faisán, esparcidas por el barro, y los fríos rescoldos de la hoguera daban fe de que Yusetsu había estado allí.
Miki dijo:
—Era un fantasma.
—
Uhum —
repuso Maya, mostrando su acuerdo.
—¿Es acaso Yuki, la madre de Hisao?
—¿Quién, si no, podría ser?
Maya comenzó a caminar en dirección norte. Ninguna de las hermanas volvió a mencionar a la mujer, aunque aún notaban el sabor del faisán en la boca y en la garganta.
—Mira, hay un sendero —señaló Miki, alcanzando a su gemela—. Como ayer.
Era una especie de camino de zorro, medio salvaje, que conducía a través de los matorrales. Las gemelas lo siguieron durante toda la jornada. Se tomaron un descanso al mediodía, protegiéndose del intenso calor entre una maraña de avellanos, y luego continuaron hasta la caída de la noche, cuando la nueva luna se elevó como una esbelta guadaña en el firmamento.
De repente notaron el mismo olor a humo y el delicioso aroma de carne al fuego; vieron a la mujer al cuidado de la hoguera, con el rostro oculto por la capucha. Detrás de ella se encontraban la cabaña y el cántaro con agua.
—¡Estamos en casa! —anunció Maya, a modo de saludo.
—Bienvenidas —respondió la mujer—. Lavaos las manos; la comida está preparada.
—¿Es comida fantasma? —preguntó Miki cuando la mujer trajo la carne, que esta vez era liebre, y la cortó en pedazos.
Yusetsu se echó a reír.
—Toda comida tiene algo de fantasma. Ha tenido que morir antes, y luego te ofrece su espíritu para que puedas vivir. No tengas miedo —añadió cuando vio a Miki vacilar. Maya estaba ya atiborrándose de trozos de carne—. Estoy aquí para ayudaros.
—¿Pero qué quieres a cambio? —dijo Miki, aún sin probar bocado.
—Te estoy devolviendo un favor. Estoy en deuda contigo porque cortaste el vínculo que me ataba a mi hijo.
—¿De veras?
—Liberaste al gato y, al mismo tiempo, a mí.
—Si ya no estás atada, deberías continuar —contestó Miki con una voz tranquila y solemne que Maya nunca había oído—. Tu tiempo en este mundo ha concluido. Debes marcharte, y permitir a tu espíritu que avance hasta su próximo nacimiento.
—Eres sensata —afirmó Yuki—; ahora eres más sabia y más poderosa de lo que serás una vez que te hayas convertido en mujer. Dentro de uno o dos meses tu hermana y tú empezaréis a sangrar. El hecho de ser una mujer te debilita, el enamorarte te destruye y al dar a luz a un hijo es como si te colocaran un cuchillo en la garganta. Jamás compartáis lecho con un hombre. Si no empezáis, nunca lo echaréis de menos. A mí me encantaba el acto del amor; cuando tomé a vuestro padre como amante, creí que había alcanzado el cielo. Le dejé que me poseyera por completo. Anhelaba su compañía día y noche, pero en todo momento estaba cumpliendo con mi obligación. Sois hijas de la Tribu, ya conocéis la importancia de la obediencia.
Las hermanas asintieron, pero no pronunciaron palabra.
—Seguía las instrucciones del maestro de los Kikuta y de Akio, con quien yo sabía que tendría que contraer matrimonio algún día. Pero creí que me casaría con Takeo y engendraría a sus hijos. Estábamos equilibrados en cuanto a poderes extraordinarios, y yo di por sentado que se había enamorado de mí. Parecía tan obsesionado conmigo como yo lo estaba con él. Luego descubrí que Shirakawa Kaede era la mujer a la que amaba; un enamoramiento absurdo que le impulsó a escaparse de la Tribu y firmar mi sentencia de muerte.
Yuki se quedó en silencio. Las gemelas seguían calladas. Nunca habían escuchado aquella versión de la historia de su padre, narrada ahora por la mujer que tanto había sufrido por su amor hacia él. Por fin, Maya dijo:
—Hisao se esfuerza en no escucharte.
Miki se inclinó hacia adelante y cogió un pedazo de carne; lo masticó cuidadosamente, saboreando la grasa y la sangre.
—Se niega a saber quién es —respondió Yuki—. Trata de ir en contra de su propia naturaleza, por eso padece esos dolores tan terribles.
—No será posible redimirle —opinó Maya, mientras la indignación volvía a surgir en su interior—. Se ha convertido en un muchacho malvado y cruel.
Había anochecido y la luna se ocultaba tras las montañas. El fuego crepitaba suavemente.
—Sois sus hermanas. Una de vosotras se transforma en el gato, a quien él ama; la otra cuenta con alguna característica espiritual que se resiste a su poder. Si alguna vez empleara todo el potencial del que dispone, se convertiría en un ser auténticamente maligno; pero hasta entonces es posible rescatarle —observó Yuki; luego se inclinó hacia adelante y se apartó la capucha de la cara—. Cuando haya sido salvado, proseguiré mi marcha. No puedo dejar que mi hijo mate a su verdadero padre; pero el falso debe pagar por asesinarme de manera tan brutal.
"Es hermosa. No tanto como Kaede, pero su belleza denota fuerza y vitalidad. Ojalá ella hubiera sido mi madre, ojalá no hubiera muerto", pensó Maya.
—Ahora debéis dormir. Seguid caminando en dirección norte. Yo os alimentaré y os guiaré de vuelta a Hagi. Encontraremos a vuestro padre y le advertiremos, mientras estemos libres; luego salvaremos a Hisao.
Yuki les lavó las manos como la noche anterior, aunque en esta ocasión con mayor intimidad, como una madre. Su tacto era firme y real, no parecía en absoluto el de un espíritu. Pero a la mañana siguiente las gemelas volvieron a ver el bosque vacío; la mujer fantasma había desaparecido.
Miki se mostró aún más silenciosa que el día anterior. El humor de Maya era cambiante: oscilaba entre la emoción ante la perspectiva de volver a ver a Yuki al atardecer y el temor de que Akio e Hisao se encontraran cerca. También sentía una inquietud más profunda. Trató de hacer hablar a Miki, pero ésta le respondía de forma concisa e insatisfactoria.
—¿Crees que hicimos mal? —preguntó Maya.
—Ya es demasiado tarde —espetó Miki, si bien luego suavizó el tono—. Hemos tomado su comida y aceptado su ayuda. No hay nada que podamos hacer; sólo debemos llegar a casa y confiar en que nuestro padre regrese pronto.
—¿Cómo es que sabes tanto sobre el asunto? —replicó Maya, irritada por el malhumor de su hermana—. ¿No serás tú también un maestro de espíritus, verdad?
—¡No, claro que no! —gritó Miki—. Ni siquiera comprendo qué es eso. Nunca había oído tal expresión hasta que me dijiste que Hisao era uno de ellos.
Iban ascendiendo por una ladera. El sendero ondulaba entre rocas enormes y frecuentemente aparecían serpientes para detenerse a tomar el sol. A medida que los sinuosos cuerpos de los reptiles desaparecían de la vista bajo las piedras, Maya sintió un escalofrío. Recordó todas las historias de fantasmas que había escuchado y pensó en el espíritu de Akane y en cómo ella misma había gastado una broma a Sunaomi acerca de la difunta cortesana, sin llegar a creer sus propias palabras.
—¿Qué crees que desea Yuki, realmente? —preguntó.
—Todos los fantasmas buscan venganza. Quiere desquitarse —sostuvo Miki.
—¿De Akio?
—De todo el que le haya hecho daño.
—¿Ves? ¡Conoces todas las respuestas! —protestó Maya.
—¿Por qué nos estará guiando a Hagi? —quiso saber esta vez Miki.
—Para que encontremos a nuestro padre; eso es lo que ha dicho.
—Pero él no regresará hasta pasado el verano... —prosiguió Miki, como si estuviera manteniendo una discusión consigo misma.
* * *
De esta forma, el viaje continuó mientras la luna crecía hacia su fase de plenitud y volvía a menguar. Llegó el sexto mes y el verano se fue desplazando hacia el solsticio. Yuki las recibía todas las noches. Las gemelas se acostumbraron a ella y luego, apenas sin darse cuenta, llegaron a quererla como si fuera su propia madre. Sólo permanecía con las hermanas entre la puesta de sol y el amanecer, pero el día se hacía más llevadero ahora que sabían que ella las estaría esperando al final de la jornada. Los deseos de Yuki pasaron a ser los de ellas. Todas las noches les narraba historias de su pasado: su infancia en la Tribu —en muchos aspectos parecida a la de las gemelas—; el primer disgusto de su vida, cuando su amiga de Yamagata murió abrasada junto a toda su familia la noche que Otori Takeshi fue asesinado por los guerreros Tohan; cómo había conducido a Jato (el sable del señor Shigeru) hasta Takeo antes de que, juntos, rescataran a Shigeru del castillo de Inuyama, y cómo Yuki había llevado la cabeza de aquél a Terayama, viajando sola a través del territorio hostil. Las hermanas no ocultaban su admiración por la valentía y lealtad de aquella mujer, y se escandalizaban e indignaban a causa de la muerte cruel que padeció; también sentían lástima y pesar por su hijo Hisao.
Una tarde, justo antes del solsticio, llegaron a Hagi las hermanas. El sol aún se encontraba en lo alto del cielo, hacia el oeste, y aportaba al mar un resplandor cobrizo. Se agazaparon en el bosque de bambú que bordeaba los campos cultivados. Los arrozales ostentaban exuberantes tonos verdes, teñidos de un matiz dorado, y las huertas rebosaban de verduras, judías, zanahorias y cebollas.
—No necesitamos a Yuki esta noche —dijo Miki—. Podemos dormir en casa.
La idea entristecía a Maya; echaría de menos a Yuki. De pronto, aviesamente, deseó ir dondequiera que ella fuera.
La marea estaba bajando y quedaban a la vista las orillas embarradas de los dos ríos. Maya divisó los arcos del puente de piedra, el santuario dedicado al dios del río —donde ella había matado al gato de Mori Hiroki con la mirada de los Kikuta y el espíritu del felino la había poseído—, las estacas de madera de la presa y las barcas que se encontraban a ambos lados, como cadáveres que aguardaran a que el agua les devolviera la vida. Más allá se encontraban los árboles y el jardín de la antigua vivienda familiar. Hacia el oeste, por encima de las techumbres de tejas o tablillas de las casas de la ciudad, se elevaba el otro hogar de las gemelas: el castillo. Los delfines dorados que coronaban el tejado más alto de la fortaleza relucían bajo el sol, los muros despedían una blancura inmaculada y los estandartes de los Otori aleteaban bajo la suave brisa que llegaba del mar. El agua en la cuenca de la bahía era de un azul añil apenas salpicado de blanco. En los jardines frente al castillo, alrededor del cráter del volcán, las últimas azaleas resaltaban en contraste con el frondoso follaje del verano, rodeado de un halo de oro.
Maya entrecerró los ojos para protegerse del sol. Distinguía la garza de los Otori en los estandartes, pero junto a éstos se alzaban otros que mostraban la garra de oso sobre fondo rojo: el blasón de los Arai.
—La tía Hana está en Hagi —susurró a Miki—. No quiero que me vea.
—Debe de estar en el castillo —respondió Miki, y las dos sonrieron pensando lo mucho que el lujo y la jerarquía agradaban a la tía de ambas—. Supongo que nuestra madre estará allí también.
—Vayamos primero a la casa del río —sugirió Maya—. Veremos a Haruka y a Chiyo; ellas mandarán aviso de nuestra llegada.
Maya cayó en la cuenta de que no sabía cómo reaccionaría su madre. De pronto se acordó del último encuentro de ambas, de la furia de Kaede, del modo en que la había abofeteado. Desde entonces la gemela no había sabido nada de ella: no había recibido carta ni mensaje alguno. Se había enterado del nacimiento del niño gracias a Shigeko, cuando su hermana mayor pasó por Hofu. "Yo podría haber muerto junto a Taku y Sada. Mi madre no se preocupa por mí", pensó. Le embargaban emociones profundas y turbulentas; había anhelado regresar a casa, pero ahora temía el recibimiento que pudiera recibir. "Ojalá mi madre fuera Yuki —reflexionó—. Entonces podría correr hasta ella y contarle todo lo que sé, y seguro que me escucharía".
Una oleada de congoja la envolvió por el hecho de que Yuki estuviera muerta y que nunca hubiera conocido el amor de un hijo, así como por que Kaede permaneciera viva...
—Yo iré a la casa —resolvió Maya—. Veré quién hay y comprobaré si nuestro padre ha regresado.
—Seguramente, no. Miyako está muy lejos.
—Pues allí está más a salvo que en su propia casa —afirmó Maya—; pero debemos hablarle a nuestra madre sobre el tío Zenko: explicarle que encargó la muerte de Taku y que está reuniendo un ejército.
—¿Cómo se atreve a actuar así, mientras su mujer y sus hijos siguen en Hagi?
—Probablemente Hana tenga la intención de llevárselos; por eso habrá venido. ¡Espérame aquí, regresaré lo antes posible!
Maya seguía vestida con ropas de hombre y pensó que nadie le prestaría atención. Muchos chicos de su edad solían jugar a orillas del río y utilizaban la presa para atravesarlo. La gemela salió corriendo con paso veloz sobre la presa, como tantas otras veces. Los pilotes estaban húmedos y resbalosos, y de ellos colgaban algas verdes. Las aguas desprendían el familiar olor a sal y lodo. Cuando llegó al otro lado se detuvo justo delante de la entrada de la tapia de la casa, donde el arroyo y el río confluían. La reja de bambú no estaba colocada. La gemela se hizo invisible y entró al jardín.