—No volveré a beber —dijo en voz alta.
—¡Shizuka! —protestó Bunta desde el umbral; pero ella le ignoró.
—¿Ha perdido el sentido? —preguntó el hijo de Bunta—. ¡Pobre mujer!
Con movimientos lentos y deliberados, Shizuka se dirigió a la parte delantera de la posada. Un grupo de curiosos se había congregado allí, y cuando ella subió al palanquín la siguieron calle abajo y a lo largo de la orilla del río en dirección a Daifukuji. Los guardias de Zenko se sentían incómodos ante semejante procesión, y en varias ocasiones trataron de hacer retroceder al gentío; pero éste fue aumentando de tamaño y tornándose más rebelde y hostil. Muchos de los presentes bajaron hasta el río, recogieron piedras y empezaron a arrojarlas a los guardias, consiguiendo que éstos se apartaran de la verja del templo. Los porteadores colocaron a Shizuka frente a la cancela y ella entró en el patio principal lentamente, como flotando en el aire. La multitud se congregaba, inquieta, en la entrada. Shizuka se sentó en el suelo, con las piernas dobladas como una deidad sobre una flor de loto, y finalmente se permitió a sí misma romper en llanto por la muerte de uno de sus hijos y por la traición del otro.
Los ritos funerarios se llevaron a cabo mientras ella seguía allí posada; las lápidas se tallaron y se colocaron en las tumbas. Fueron pasando los días y Shizuka no se movía; no comía ni bebía. La tercera noche, la lluvia cayó suavemente; se comentaba que el cielo le daba de beber. A partir de entonces llovió todas las noches; durante el día, a menudo se veían pájaros revoloteando alrededor de su cabeza.
—La están alimentando con granos de mijo y con miel —informaron los monjes.
La población aseguraba que el propio cielo lloraba por la afligida madre, y agradecieron que el peligro de sequía se desvaneciera. La popularidad de Zenko fue palideciendo a medida que la luna del quinto mes comenzó a crecer hacia su fase de plenilunio.
Durante varios días con sus noches Maya lamentó la muerte de los caballos, incapaz de enfrentarse a la tan dolorosa pérdida de Taku y Sada. Shigeko le había encargado que cuidara de los animales, pero ella los había dejado escapar. Revivía con pesar el momento en que había soltado las riendas y las yeguas huyeron, y también le dolía amargamente su inexplicable incapacidad para moverse o defenderse. Era la tercera vez que se enfrentaba a un peligro real —tras el ataque en Inuyama y el encuentro con su padre— y sentía que en el momento culminante había fallado, a pesar de sus años de entrenamiento con la Tribu.
Disponía de tiempo más que suficiente para reflexionar sobre su fracaso. Una vez que hubo recobrado la consciencia, con la garganta en carne viva y el estómago revuelto, se encontró en una estancia pequeña y poco iluminada que reconoció como una de las cámaras ocultas de una vivienda de la Tribu. A menudo Takeo contaba a sus hijas historias de los días en que la organización le había encerrado en lugares parecidos, y ahora el recuerdo reconfortaba a la gemela y le aportaba tranquilidad. Había imaginado que Akio la mataría de inmediato, pero no fue así; la retenía con vida por alguna razón. Sabía que podía escaparse en cualquier momento, pues el gato era capaz de atravesar puertas y paredes, pero todavía no deseaba huir. Quería estar cerca de Akio e Hisao. Nunca permitiría que dieran muerte a su padre, Maya acabaría con ellos antes. De modo que reprimió su cólera inicial y luego el miedo que la atenazaba, y se dispuso a adquirir toda la información posible sobre sus enemigos.
Al principio sólo veía a Akio cuando éste le traía agua y comida; el alimento era escaso pero eso no le preocupaba a Maya, pues cuanto menos comiera más fácil le resultaría volverse invisible y desdoblarse en dos cuerpos. Practicaba ambos poderes cuando se encontraba a solas; a veces se engañaba a sí misma e imaginaba que Miki estaba apoyada en la pared de enfrente. No hablaba con Akio, sino que le observaba atentamente, de la misma manera que él la examinaba a ella. Sabía que Akio no contaba con el don de la invisibilidad ni con el del sueño de los Kikuta; pero era capaz de percibir el primero y evadir el segundo. Era un hombre rápido de reflejos (Takeo solía decir que Akio era la persona más veloz que había conocido), gozaba de una fortaleza extraordinaria y carecía por completo de piedad o de cualquier otra emoción relativa a la bondad humana.
Dos o tres veces al día, una de las criadas de la casa acudía para llevarla a las letrinas; con esta excepción, no veía a nadie más. Por su parte, Akio apenas le dirigía la palabra. Sin embargo, cuando llevaba encerrada alrededor de una semana, fue una noche a verla. Se arrodilló frente a ella y, agarrándola de las manos, le giró las palmas hacia arriba. Maya podía oler el vino en su aliento, y Akio se dirigió a ella con inusual ponderación.
—Espero de ti que me respondas con sinceridad, ya que soy el maestro de tu familia. ¿Tienes alguno de los poderes extraordinarios de tu padre?
Ella negó en silencio. Antes incluso de que el gesto concluyera, Maya notó que la cabeza se le echaba hacia atrás y la vista se le nublaba a causa de la bofetada que Akio acababa de propinarle. No le había visto mover la mano.
—Ya intentaste atraparme con la mirada; debes de contar con el sueño de los Kikuta. ¿Qué me dices de la invisibilidad?
La gemela le dijo la verdad, pues no deseaba que la matara; pero no mencionó nada acerca del gato.
—¿Dónde está tu hermana?
—No lo sé.
Aunque esta vez lo esperaba, no consiguió moverse lo bastante deprisa para esquivar el segundo golpe. Akio sonreía, como si se tratara de un juego con el que estaba disfrutando.
—En Kagemura, con la familia Muto.
—¿De veras? Pero ella no pertenece a los Muto; es una Kikuta. También debería estar aquí, con nosotros.
—Los Muto no te la entregarán jamás —afirmó Maya.
—Se han producido algunos cambios en esa familia; pensé que lo sabrías. A la larga, la Tribu siempre permanece unida. Por eso sobrevivimos.
Se dio unos golpecitos en los dientes con las uñas. El dorso de la mano derecha se veía marcado por la cicatriz de una antigua herida, que subía desde la muñeca hasta la base del dedo índice.
—Viste cómo maté a Sada, esa bruja. No vacilaré a la hora de hacer lo mismo contigo.
Maya no respondió a la provocación. Se hallaba más interesada en sus propias reacciones, asombrada de que Akio no le infundiese ningún temor. Hasta aquel mismo momento no se había percatado de que, al igual que su padre, poseía el don de la ausencia de miedo, característico de los Kikuta.
—He oído —prosiguió él— que tu madre no haría nada por salvarte, pero que tu padre te ama.
—No es cierto —mintió Maya—. Mi padre apenas se preocupa por mi hermana o por mí. La casta de los guerreros odia a los gemelos y se avergüenza de ellos. Lo que pasa es que mi padre es de carácter compasivo, eso es todo.
—Siempre fue blando de corazón —acusó Akio. La gemela descubrió el punto débil de su interlocutor: el profundo odio y la envidia que sentía hacia Takeo—. Tal vez puedas traer a tu padre hasta mí.
—Sólo para que acabe contigo —replicó ella.
Akio se echó a reír y se puso de pie.
—¡Pero nunca matará a Hisao!
Maya reflexionó sobre el muchacho. Durante los últimos seis meses había tenido que enfrentarse al hecho de que Hisao era el hijo de su padre, el hermanastro de ella, sobre el cual nadie hablaba y de cuya existencia —con toda seguridad— no se había informado a Kaede. La gemela también estaba convencida de que el propio Hisao desconocía quién era su verdadero progenitor. Llamaba "Padre" a Akio, y había mirado a Maya con incomprensión cuando ésta le dijera que era su hermana. En su mente, la niña escuchaba la voz de Sada una y otra vez: "¿Entonces, el muchacho es hijo de Takeo?". Y la respuesta de Taku: "Sí, y según la profecía es la única persona capaz de causarle la muerte".
El carácter de Maya, aún por acabar de formarse, resultaba implacable en extremo; se trataba de un legado de la Tribu que le hacía fijarse objetivos a sangre fría, sin importarle nada más. Para ella, la solución estaba clara: si mataba a Hisao, Takeo viviría para siempre.
Con la excepción de sus ejercicios de entrenamiento, que nunca dejaba de practicar, no tenía nada en qué ocupar su tiempo; a menudo se quedaba adormilada y tenía sueños que parecían reales. Veía en ellos a Miki de una manera tan clara, que le costaba creer que su hermana no se encontrara con ella en la cámara oculta; al despertarse, se sentía con nuevos ánimos. También se le aparecía Hisao; se arrodillaba junto a él y le susurraba al oído: "Soy tu hermana". Una vez soñó que el gato se tumbaba junto al joven y notaba a través del pelaje la calidez del cuerpo de aquél.
Maya llegó a obsesionarse con Hisao, como si tuviera la necesidad de saberlo todo acerca de él. Por las noches, mientras los moradores de la casa dormían, empezó a realizar experimentos adoptando la forma del gato. Al principio con cierta indecisión, pues temía que Akio pudiera descubrirla. Con el paso del tiempo su confianza fue aumentando. Durante el día se encontraba prisionera, pero por la noche se desplazaba libremente por la casa, observaba a sus ocupantes y se colaba en sus sueños. Contemplaba con desprecio sus temores y esperanzas. Las criadas se quejaban de la presencia de fantasmas: aseguraban que notaban un aliento en las mejillas y el tacto de un cálido pelaje, alegaban escuchar los pasos suaves de una criatura por los suelos de la casa. En la ciudad estaban ocurriendo sucesos extraños, insólitas señales y apariciones.
Akio e Hisao se alojaban separados del resto de los hombres, en una alcoba situada en la parte posterior de la vivienda. Maya acudía allí en el momento más oscuro y tranquilo de la noche, justo antes del amanecer, y observaba cómo yacía el muchacho: a veces en brazos de Aldo y otras, apartado de él. Se mostraba inquieto en la cama, no paraba de dar vueltas y mascullaba palabras sin cesar. Sus sueños resultaban crueles y entrecortados, pero a Maya le interesaban. A veces Hisao se despertaba y no conseguía volver a dormirse; entonces se dirigía a un pequeño cobertizo, en el patio trasero de la casa, donde había un taller para forjar y reparar utensilios domésticos y armas. Maya le seguía y le observaba, advirtiendo sus meticulosos movimientos, sus manos expertas y precisas, la manera en que quedaba absorto mientras se aplicaba en inventos y experimentos...
Maya escuchaba retazos de las conversaciones de las criadas, quienes nunca le dirigían la palabra a ella. Con la excepción de sus salidas a las letrinas, apenas veía a nadie, hasta que un día una joven acudió a llevarle la comida en sustitución de Akio.
Era aproximadamente de la edad de Shigeko y se quedó mirando a Maya con sincera curiosidad.
Maya le espetó:
—No me mires. Ya estarás enterada de los poderes que tengo.
La joven soltó una risita nerviosa, pero no apartó los ojos.
—Pareces un chico —comentó.
—Sabes que soy una chica —replicó Maya—. ¿Acaso no me has visto hacer pis?
Utilizaba el lenguaje propio de los muchachos, y la criada se echó a reír.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Maya.
—Noriko —respondió ella con un susurro.
—Noriko, voy a demostrarte lo poderosa que soy. Soñaste con un paño en el que habías envuelto unos pastelillos de arroz; al abrirlo, estaban infestados de gusanos.
—¡No se lo conté a nadie! —exclamó la joven ahogando un grito. Aun así, dio un paso hacia Maya—. ¿Cómo estás enterada?
—Sé muchas cosas. Mírame a los ojos.
La gemela mantuvo la mirada de la chica el tiempo suficiente para darse cuenta de que era crédula y supersticiosa, y detectó algo más, algo acerca de Hisao...
La cabeza de Noriko se desplomó hacia adelante a medida que Maya apartaba la vista. La niña abofeteó a la sirvienta en ambas mejillas para despertarla. Ella la miró, aturdida.
—Si amas a Hisao, eres una estúpida —soltó Maya abruptamente.
Noriko se sonrojó.
—Siento lástima por él —susurró—. Su padre le trata con mucha dureza, y a menudo se siente indispuesto.
—¿A qué te refieres?
—Sufre dolores de cabeza terribles. Vomita, se le nubla la vista. Hoy se encuentra enfermo. El maestro de los Kikuta se enfadó, porque iban a reunirse con el señor Zenko; Akio se ha marchado solo.
—Tal vez yo pueda ayudarle —terció Maya—. Entorna la puerta, pero no la cierres. Iré a la habitación de Hisao. No te preocupes, nadie más me verá. Pero tú tienes que vigilar por si viniera Akio. Avísame cuando llegue.
—No harás daño a Hisao, ¿verdad?
—Ya es un hombre. Yo sólo tengo catorce años; aún no he cumplido la mayoría de edad. No tengo armas. ¿Cómo podría herirle? Además ya te he dicho que voy a ayudarle.
Mientras charlaba, iba recordando las maneras que le habían enseñado para matar a un hombre con las manos. Se pasó la lengua por los labios; notaba la garganta seca, pero por lo demás estaba serena. Hisao se encontraba mal, débil y, posiblemente, ofuscado por la enfermedad. Sería fácil desarmarle con la mirada. Maya se palpó el cuello y notó su propio pulso, imaginando el de Hisao bajo sus manos. Y si aquello fallaba, siempre podía llamar al gato...
—Venga, Noriko; vayamos a verle. Necesita tu ayuda. —Al notar que la muchacha vacilaba, Maya añadió lentamente:— Él también te ama.
—¿De veras?
Los ojos de la chica iluminaron su rostro pálido y delgado.
—Hisao no se lo cuenta a nadie, pero tú te le apareces por las noches. He visto sus sueños, al igual que los tuyos. Fantasea con que te abraza y, dormido, te llama.
Maya observaba el rostro de Noriko a medida que su expresión se iba suavizando; despreciaba a la muchacha por su enamoramiento. La sirvienta abrió la puerta corredera, miró a ambos lados e hizo una seña a la niña. Se dirigieron a toda prisa hacia la parte posterior de la vivienda y al pasar por la puerta de las letrinas la gemela se llevó una mano al estómago y soltó un grito, como de dolor.
—Date prisa, ¿piensas pasar ahí todo el día? —apremió Noriko con repentino ingenio.
—¿Qué quieres que haga? ¡Me encuentro fatal! Es por culpa de esa comida asquerosa que me has dado —respondió Maya en el mismo tono que la muchacha.
Mientras se iba haciendo invisible puso la mano en el hombro de Noriko. Ésta, habituada a semejantes rarezas, se quedó mirando al frente, impasible. Maya se dirigió rápidamente a la alcoba donde dormía Hisao, abrió la puerta corredera y entró.