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Authors: Morgan Robertson

Tags: #Relato

El hundimiento del Titán (9 page)

—¡Maldito canalla! —exclamó este, blandiendo su bastón por encima de Rowland con su brazo libre—. Te hemos pillado. Agente, lleve a este hombre a comisaría. Yo les seguiré y pondré una denuncia en nombre de mi hija.

—Entonces ha robado a la niña, ¿no? —preguntó el policía.

—Casi con toda seguridad —respondió el anciano, mientras, ayudado por los otros, llevaba a la desmayada joven hasta el coche. A continuación entraron en él, con la pequeña Myra llamando a gritos a Rowland desde los brazos de una mujer del grupo, y se pusieron en marcha.

—Usted venga conmigo —dijo el oficial, golpeando al prisionero con su porra y haciéndole tambalearse.

Y mientras la multitud aplaudía complacida, el hombre que se había enfrentado y vencido a un oso polar hambriento fue arrastrado por las calles como un animal enfermo por un policía de Nueva York. Tal es el efecto embrutecedor de un entorno civilizado.

C
APÍTULO XV

E
n Nueva York hay hogares impregnados de una atmósfera moral tan pura, elevada y sensible a las vibraciones de la aflicción y de los yerros humanos, que sus miembros solo se preocupan por el bienestar espiritual de la pobre humanidad. En estos hogares no entran los periódicos noticieros y sensacionalistas.

En esa misma ciudad hay eminentes magistrados —miembros de clubes y sociedades— que se acuestan tarde y a menudo no madrugan lo suficiente para leer los periódicos antes de que se abran los tribunales.

También en Nueva York hay redactores con bilis en las entrañas, de verbo incendiario, indiferentes a los sentimientos de los reporteros y al orgullo profesional. Esos redactores, cuando un reportero no ha conseguido entrevistar a un personaje famoso —aunque no sea culpa suya—, lo mandan a veces a buscar noticias a los juzgados de guardia, donde ocurren pocas cosas dignas de publicarse.

La mañana siguiente al arresto de John Rowland, tres reporteros, enviados por sus respectivos redactores, se encontraban en la sala de un tribunal presidido por uno de esos poco madrugadores magistrados mencionados anteriormente. En la antesala de aquel tribunal, harapiento, desfigurado por los porrazos y despeinado tras pasar la noche en un calabozo, estaba Rowland, junto con otros desventurados más o menos culpables de algún delito contra la sociedad. Cuando dijeron su nombre, fue obligado a entrar a empellones y a atravesar una fila de policías —que demostraron su utilidad dándole cada uno un empujón— hasta el banquillo de los acusados, donde un magistrado de gesto adusto y aspecto fatigado lo miró fijamente. Sentados en un rincón de la sala se hallaban el anciano de la víspera, la joven madre con la pequeña Myra sentada en sus rodillas y algunas mujeres más, todos ellos mostrando una gran agitación y, excepto la joven madre, lanzando miradas asesinas a Rowland. La Sra. Selfridge, pálida y con los ojos hundidos, pero feliz, no se dignó a posar los ojos en él.

El agente que había arrestado a Rowland, tras prestar juramento, declaró que había detenido al prisionero en Broadway mientras huía con la niña, cuyo flamante vestido le había llamado la atención.

Se oyeron suspiros de desdén en un rincón, acompañados de comentarios en voz baja: «Qué ocurrencia. Flamantes, ciertamente, las huellas más endebles».

El Sr. Gaunt, testigo de la acusación, fue llamado a declarar:

—Este hombre, Señoría —empezó a decir, excitado—, fue una vez un caballero, y solía frecuentar mi casa. Pidió la mano de mi hija y, cuando su petición fue rechazada, amenazó con vengarse. Sí, señor. Y en el ancho mar, adonde había seguido a mi hija haciéndose pasar por marinero, intentó matar a esa niña —mi nieta—, pero fue descubierto y…

—Un momento —interrumpió el magistrado—. Limítese a la causa que nos ocupa.

—Sí, Señoría. Al no lograr su objetivo, secuestró o engatusó a la pequeña para que se levantara de la cama, y en menos de cinco minutos el barco naufragó, y él debió de escapar con la niña en…

—¿Usted presenció todo aquello?

—Yo no estaba allí, Señoría, pero el primer oficial nos ha dado su palabra de que fue así y…

—Puede bajar del estrado, es suficiente. Agente, ¿ese delito se cometió en Nueva York?

—Sí, Señoría. Yo mismo lo arresté.

—¿A quién robó la niña?

—A esa dama de ahí.

—Señora, ¿puede subir al estrado?

Con su hija en brazos, la Sra. Selfridge prestó juramento y con voz tenue y temblorosa repitió lo que había dicho su padre. Al tratarse de una mujer, el magistrado le permitió contar la historia a su manera. La joven se alteró cuando habló del intento de asesinato en la barandilla de cubierta. Luego contó la promesa que le hizo el capitán de que encerraría al acusado si ella accedía a testificar en su contra, la consiguiente relajación de su vigilancia y la pérdida de la niña antes del naufragio; su rescate por parte del valeroso oficial y cómo este afirmó haber visto a su hija en brazos de aquel hombre, el único hombre en la tierra que le haría daño; habló de las últimas noticias según las cuales un bote con marineros y una niña había sido rescatado por un barco del Mediterráneo; de los detectives que fueron enviados y que informaron de que un marinero que concordaba con la descripción del acusado se había negado a entregar a la niña al cónsul en Gibraltar y había desaparecido con ella; de su alegría al enterarse de que Myra estaba viva, y de su desesperación ante la idea de no verla nunca más hasta que la encontró en brazos de aquel hombre en Broadway. En ese punto sucumbió a su maternidad ultrajada. Con las mejillas encendidas y los ojos refulgiendo por el desprecio y la indignación, señaló a Rowland y, casi en un grito, exclamó:

—¡Y ese hombre ha mutilado y torturado a mi pequeña! Tiene cortes profundos en la espalda, y anoche mismo el doctor dijo que fueron hechos con un instrumento punzante. Y ha debido de intentar pervertir y confundir la mente de mi hija, o hacerla pasar por terribles experiencias, porque le ha enseñado a jurar horriblemente, y anoche, al acostarla, cuando le conté el cuento de Elisa, los osos y los niños, se echó a llorar y a gritar de forma incontrolable.

Aquí terminó su testimonio, en un ataque de histeria y llanto, intercalado con frecuentes admoniciones a la niña para que no dijera esa fea palabra, pues Myra había reconocido a Rowland y lo llamaba por su apodo.

—¿Qué naufragio es ese? ¿Dónde ocurrió? —preguntó el desconcertado magistrado a los presentes.

—El del Titán —respondieron media docena de reporteros que se encontraban en la sala.

—El Titán… —repitió el magistrado—. Entonces, este delito se cometió en alta mar bajo bandera inglesa. No entiendo por qué se asigna a este tribunal. ¿El acusado tiene algo que decir?

—Nada, Señoría —respondió Rowland en una especie de llanto seco.

El magistrado escrutó el rostro macilento de aquel hombre andrajoso y dijo al secretario del tribunal:

—Cambie esa acusación por, eh… la de vagancia.

El secretario, instigado por los reporteros, se acercó, dejó delante del juez un periódico matutino y, tras señalar un enorme titular, se retiró. La causa se suspendió mientras el tribunal leía la noticia. Instantes después el magistrado alzó la vista.

—Acusado —dijo, bruscamente—, sáquese la manga izquierda del pecho. Rowland obedeció mecánicamente y la manga quedó colgando a un lado. El magistrado lo advirtió, y siguió leyendo. Entonces dobló el periódico y dijo:

—Usted es el hombre que rescataron de un iceberg, ¿verdad?

El acusado asintió.

—¡Absuelto! —rugió el magistrado, en tono impropio de un juez. Y añadió, fulminando a la joven con la mirada—: Señora, este hombre no ha hecho más que salvar la vida de su hija. Si cuando llegue a casa lee cómo la defendió de un oso polar, dudo mucho que vuelva a contarle más cuentos de osos. Un instrumento punzante, ¡ja! —exclamó, de forma igualmente impropia de un tribunal.

La Sra. Selfridge, con expresión aturdida y bastante agraviada, salió de la sala con su indignado padre y sus amigas, mientras Myra llamaba por su feo apodo a Rowland, que había caído en manos de los reporteros. Estos lo habrían entretenido como suelen hacer los de su oficio, pero él no se dejó entretener ni quiso hablar. Escapó y fue engullido por el mundo exterior y, cuando salieron los periódicos vespertinos aquel día, lo acontecido en el juicio fue todo lo que se pudo añadir a la historia.

C
APÍTULO XVI

A
la mañana siguiente, un hombre con un solo brazo encontró en el muelle un viejo anzuelo y unos trozos de cuerda; los anudó, puso algo de cebo y pescó un pez. Hambriento y sin fuego para cocinar, lo negoció con un cocinero del puerto por una comida, y antes de que anocheciera ya había pescado dos peces más. Uno lo cambió por comida y el otro lo vendió. Durmió bajo los muelles —sin pagar alquiler—, pescó, vendió y usó los peces como moneda de cambio durante un mes. Entonces se compró un traje de segunda mano y contrató los servicios de un barbero. Su nuevo aspecto indujo a un jefe de estibadores a contratarlo para contar la carga, lo que era más lucrativo que la pesca y con el tiempo le permitió comprarse un sombrero, un par de zapatos y un abrigo. Entonces alquiló una habitación y pudo dormir en una cama. Poco tiempo después encontró trabajo enviando sobres en una compañía de correos, donde la calidad y rapidez de su escritura le aseguró un empleo estable. Al cabo de unos meses pudo pedir a sus jefes que avalaran su solicitud para presentarse a un examen de la Administración pública. Se le concedió ese favor, aprobó fácilmente el examen y siguió enviando sobres mientras esperaba el resultado. Entretanto se compró ropa nueva y de mejor calidad, y no pareció tener ninguna dificultad en impresionar a todos cuantos le conocieron por su carácter caballeroso. Dos años después del examen fue elegido para ocupar un cargo muy bien remunerado en la Administración, y cuando se sentó en el escritorio de su oficina, pudo oírsele decir: «Ahora, John Rowland, eres dueño de tu futuro. En el pasado has sufrido simplemente por dar más importancia de la debida al whisky y a las mujeres».

Pero se equivocaba, porque seis meses más tarde recibió una carta que, en lo sustancial, decía así:

No me creas indiferente o ingrata. He observado desde la distancia tu maravillosa lucha por tus viejos ideales. Has vencido, y me alegro y te felicito por ello. Pero Myra no me deja en paz. Pregunta continuamente por ti y a veces se echa a llorar. No puedo soportarlo más. ¿Vendrás a verla?

Y nuestro hombre fue a ver… a Myra.

MORGAN ROBERTSON
, fue un oficial estadounidense de la marina mercante, además de escritor y posible inventor del periscopio. Popularmente es conocido como el hombre que escribió en 1898 la novela Futilidad o El hundimiento del Titán.

Del mismo modo, escribió en 1914 la novela titulada
Más allá del espectro
, pronóstico de una futura guerra entre Estados Unidos y Japón, incluyendo un ataque furtivo de los japoneses. La historia coincide con el enfrentamiento de USA y Japón en la Segunda Guerra Mundial y el ataque a Pearl Harbor por parte de ese país asiático, hechos ocurridos años después de la publicación del libro.

El 24 de marzo de 1915, Robertson fue encontrado muerto en su habitación en el hotel Alamac en Atlantic City, Nueva Jersey. Tenía 53 años de edad. Se cree que murió de una sobredosis de protiodide (yoduro de mercurio).

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