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Authors: Morgan Robertson

Tags: #Relato

El hundimiento del Titán (7 page)

—Así es —añadió el capitán Bryce—, y un hombre en ese estado no está en condiciones de ver nada. Le oímos desvariar la noche del naufragio. Estaba de vigía en el puente. El Sr. Austen, el contramaestre y yo mismo estábamos cerca de él.

Antes de que la meliflua sonrisa del Sr. Meyer revelara al aturdido capitán que había hablado más de la cuenta, se abrió la puerta y entró Rowland, pálido, débil, con la manga izquierda colgándole y apoyado en el brazo de un gigante de barba bronceada y mirada viril que llevaba a la pequeña Myra sobre su otro hombro, y que dijo con el tono airoso de un oficial de alcázar:

—Bueno, aquí lo traigo medio muerto. Pero ¿es que no podían dejarme algo de tiempo para atracar mi barco? Un oficial no puede hacerlo todo.

—Y este es el capitán Barry, del Peerless —dijo el Sr. Meyer, estrechándole la mano—. No se preocupe, amigo, no perderrá nada. Y este es el Sr. Rowland, y esta la pequeña. Siéntese, amigo. Me alegro de que hayan podido escapar.

—Gracias —dijo débilmente Rowland mientras se sentaba—. Me amputaron el brazo en Christiansand, pero sigo con vida. Esa es mi escapada.

El capitán Bryce y el Sr. Austen, pálidos e inmóviles, miraron duramente a aquel hombre en cuyo rostro, demacrado y refinado por el sufrimiento hasta alcanzar la casi espiritual suavidad de la vejez, apenas reconocían los rasgos del problemático marinero del Titán. Sus ropas, aunque limpias, estaban andrajosas y remendadas.

El Sr. Selfridge se había levantado y observaba atentamente no a Rowland, sino a la niña, que, sentada en los muslos del enorme capitán Barry, miraba a su alrededor, asombrada. Su vestimenta era de lo más singular: un vestido hecho de sacos —al igual que sus zapatos y su gorro—, cosido con cordel y puntadas como las que dan los fabricantes de velas, tres por pulgada, falda cubierta y ropa interior hecha con viejas camisas de pana. Eso había supuesto una hora de trabajo extra, regalada amorosamente por la tripulación del Peerless, puesto que el malherido Rowland no podía coser. El Sr. Selfridge se acercó, examinó atentamente los hermosos rasgos de la pequeña y preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Myra —respondió Rowland—. Eso lo recuerda; pero no he podido enterarme de su apellido, aunque conocí a su madre hace años, antes de que se casara.

—Myra, Myra… —repitió el anciano—, ¿te acuerdas de mí? ¿Sabes quién soy? Temblando visiblemente, el anciano se agachó y la besó. La niña frunció su pequeña frente, haciendo esfuerzos por recordar; entonces se relajó y su carita sonrió dulcemente.

—¡Abuelo! —dijo.

—¡Oh, gracias, Dios mío! —murmuró el Sr. Selfridge, cogiéndola en brazos—. He perdido a mi hijo, pero he encontrado a su hija… mi nieta.

—¡Cómo! Señor, ¿es usted el abuelo de esta niña? —preguntó ávidamente Rowland—. ¿Y dice que su hijo ha muerto? ¿Iba a bordo del Titán? Y la madre, ¿ha sobrevivido o ella también…? —se detuvo, incapaz de continuar.

—La madre está a salvo en Nueva York, pero del padre, mi hijo, aún no sabemos nada —dijo el anciano, compungido.

Rowland bajó la cabeza, escondiendo la cara en su brazo, sobre la mesa junto a la que estaba sentado. Hasta ese momento esa cara parecía tan vieja, marchita y cansada como la del hombre de pelo blanco que tenía enfrente, pero cuando la levantó —encendida, vivaz y sonriente—, en ella se reflejó la gloria de la juventud.

—Señor, confío en que le enviará un telegrama —dijo—. No tengo dinero en este momento y, además, no sé cómo se apellida.

—Selfridge, que obviamente también es mi apellido. Sra de George Selfridge. Nuestra dirección de Nueva York es muy conocida. Le enviaré un telegrama ahora mismo y, créame, aunque sé que la deuda que tenemos con usted no puede medirse en términos monetarios, no tiene por qué seguir sin dinero. Evidentemente es usted un hombre muy capaz, y yo tengo dinero e influencias.

Rowland se limitó a inclinar ligeramente la cabeza, pero el Sr. Meyer murmuró para sus adentros: «Hum… Dinero e influencias, probablemente no».

Y añadió, alzando la voz:

—Vamos al asunto que nos ocupa. Sr. Rowland, ¿puede decirnos algo sobre el choque con el Royal Age?

—¿Era el Royal Age? —preguntó Rowland—. Serví en uno de sus viajes. Sí, por supuesto.

El Sr. Selfridge, más interesado en Myra que en la narración que se avecinaba, la llevó en brazos hasta una silla en un rincón, se sentó a su lado y empezó a acariciarla y a hablarle como hacen los abuelos de todo el mundo. Rowland, después de mirar fijamente a los dos hombres que había venido a desenmascarar y cuya presencia había ignorado hasta entonces, contó —mientras estos apretaban los dientes y se clavaban las uñas en las palmas de las manos— la terrible historia de cómo partieron por la mitad el barco la noche siguiente a su salida de Nueva York, terminando con el intento de soborno y con su negativa a aceptarlo.

—Y bien caballerros, ¿qué les parrece? —preguntó el Sr. Meyer, mirando uno por uno a los presentes.

—Una mentira de principio a fin —bramó el capitán Bryce.

Rowland se levantó, pero fue sujetado por el grandullón que lo acompañaba, quien acto seguido se encaró con el capitán Bryce y dijo, sin perder la calma:

—Yo vi el oso polar que mató este hombre con sus manos. Después vi su brazo, y mientras lo cuidaba para salvarlo de la muerte no le oí quejarse ni una sola vez. Puede librar sus combates por sí solo cuando se recupere, pero hasta entonces lo haré yo en su nombre. Así que si vuelve a insultarle en mi presencia le romperé los dientes.

C
APÍTULO XII

S
e hizo un silencio momentáneo, mientras los dos capitanes se retaban con la mirada, que fue roto cuando el abogado dijo:

—Sea cierta o no esa historia, el caso es que no es relevante para la validez de la póliza. Si ocurrió tal como dice, fue después de aplicarse esta y antes del accidente del Titán.

—¡Perro el encubrimiento…, el encubrimiento…! —exclamó el Sr. Meyer, fuera de sí.

Tampoco es relevante. Si ocultó algo, fue después del naufragio y de que se confirmara su responsabilidad. Ni siquiera fue baratería. Por consiguiente, debe usted pagar el seguro.

—¡No lo aceptaré, de ningún modo! ¡Nos verremos en los tribunales! —dijo el Sr. Meyer, pisando el suelo con fuerza por la excitación. De repente se detuvo, esbozó una sonrisa de triunfo y blandió el dedo ante la cara del abogado—. Incluso si el encubrimiento no invalida la póliza, el hecho de tener a un hombre ebrio en el puesto de vigía cuando el Titán chocó con el iceberg serrá suficiente. Adelante, demándeme. No pagaré. El capitán era copropietarrio.

—No tiene testigos que lo confirmen —dijo el abogado.

El Sr. Meyer miró a los presentes y la sonrisa se le borró del rostro.

—El capitán Bryce se equivocó —dijo el Sr. Austen—. Este hombre estaba borracho en Nueva York, al igual que otros miembros de la tripulación. Pero se hallaba sobrio y en perfectas condiciones durante la guardia. Lo sé porque discutí con él algunas teorías de navegación durante su turno en el puente aquella noche, y habló con gran inteligencia.

—¡Perro usted mismo dijo hace diez minutos que este hombre estuvo en un estado de
delirium tremens
hasta que se produjo el choque! —dijo el Sr. Meyer.

—Lo que dije y lo que admitiré bajo juramento son cosas distintas —dijo, desesperado, el oficial—. Puedo haber dicho cualquier cosa en la excitación del momento, al ser acusado de un delito tan infame. Ahora afirmo que John Rowland, fuese cual fuese su estado la noche anterior, era un vigía sobrio y perfectamente capacitado cuando naufragó el Titán.

—Gracias —dijo secamente Rowland al primer oficial y, mirando el rostro suplicante del Sr. Meyer, añadió—: No creo necesario que me llame borracho delante de todo el mundo para castigar a la compañía y a estos individuos. La baratería, tal como yo la entiendo, es un comportamiento ilícito de un capitán o tripulación en alta mar que causa daños o pérdidas, y solo se aplica cuando las partes implicadas son meros empleados. Si he entendido bien, el capitán Bruce era copropietario del Titán, ¿no es así?

—Cierto, y nosotros asegurramos contra la baratería; perro este hombre, al ser accionista, no puede escudarse en eso —dijo el Sr. Meyer.

—Y un comportamiento ilícito perpetrado por un capitán que es a la vez copropietario y que puede causar un accidente, en caso de que este se produjera, bastaría para anular la póliza, ¿no?

—Así es —dijo, ansioso, el Sr. Meyer—. Usted estaba ebrio durante la guardia, tanto que desvariaba, como él mismo acaba de decir. Usted lo reconocerrá bajo juramento, ¿verdad, amigo? Eso supone actuar de mala fe con los asegurradores y anula la póliza. ¿Me equivoco, Sr. Thompson?

—Así lo dicta la ley —dijo fríamente el abogado.

—¿Y no era también el Sr. Austen copropietario? —preguntó Rowland, sin atender al enfoque que el Sr. Meyer daba al asunto.

—Tenía una cuota, ¿verdad, Sr. Austen? —preguntó el Sr. Meyer, frotándose las manos y sonriendo.

El Sr. Austen no dio muestras de querer negarlo y Rowland prosiguió:

—Entonces, por drogar a un marinero y tenerlo de guardia fuera de su turno en ese estado y en el momento en que el Titán chocó con el iceberg, el capitán Bryce y el Sr. Austen, como copropietarios, han cometido un acto que invalida el seguro sobre ese barco.

—¡Maldito canalla mentiroso! —rugió el capitán Bryce, avanzando hacia Rowland con gesto amenazador.

Pero a medio camino se vio detenido por el impacto de un enorme puño moreno, que lo envió tambaleándose y haciendo eses hasta donde estaban el Sr. Selfridge y la niña, sobre los que se derrumbó antes de caer desplomado al suelo, mientras el gigantesco capitán Barry examinaba las marcas de dientes en sus nudillos. Todos se levantaron de un salto.

—Le advertí que se anduviera con cuidado y tratara a mi amigo con respeto —dijo el capitán Barry, mirando fijamente al primer oficial, como invitándole a repetir la ofensa; pero este se echó atrás y ayudó al aturdido capitán Bryce a sentarse en una silla, donde se palpó los dientes, escupió sangre en el suelo del Sr. Meyer y se fue espabilando hasta comprender que había sido noqueado… y por un norteamericano.

La pequeña Myra, ilesa pero muy asustada, se echó a llorar y llamó a Rowland a su manera, para sorpresa (y escándalo) del afable anciano que intentaba consolarla.

—¡Dammy!
[5]
—exclamó la pequeña, intentando zafarse para irse con él—. ¡Quiero a Dammy… Dammy… Da-a-my…!

—¡Pobre criaturra! —dijo el jovial Sr. Meyer, mirándola con desprecio—. ¿Quién te ha enseñado a hablar así?

—Es mi apodo —dijo Rowland, sonriendo sin querer—. Me lo ha puesto ella —le explicó al alterado Sr. Selfridge, que no acababa de comprender lo sucedido—, y todavía no he logrado convencerla de que no me llame así, ni pude ser duro con ella. Señor, permítame que la coja.

Rowland se sentó con la niña, que se acurrucó feliz contra él y no tardó en calmarse.

—Ahorra, amigo mío —dijo el Sr. Meyer— cuéntenos eso de que le drogaron.

Entonces, mientras el capitán Bryce iba alimentando en su interior una furia insensata al recordar el puñetazo que había recibido; y el Sr. Austen, con la mano apoyada en el hombro del capitán para contenerlo, escuchaba la historia; y el abogado acercaba una silla y tomaba notas; y el Sr. Selfridge arrimaba la suya a Myra y no prestaba atención a la historia, Rowland relató los hechos anteriores y posteriores al naufragio. Empezando por el whisky que encontró en su bolsillo, contó cómo lo llamaron para hacer guardia en el puente de estribor en lugar del compañero correspondiente; habló del repentino y extraño interés que mostró el Sr. Austen por sus conocimientos de navegación; de su dolor en el vientre, de las espantosas figuras que había visto debajo, en cubierta, y de lo que sintió durante aquel sueño —omitiendo únicamente la parte relacionada con la mujer que amaba; habló de la niña sonámbula que lo despertó, del choque con el iceberg, del naufragio subsiguiente y del estado alterado de sus ojos, que le impedía enfocarlos a cierta distancia, y terminó su historia —para explicar su manga vacía— con una gráfica descripción de su pelea con el oso.

—Le he dado muchas vueltas a todo esto —dijo, en conclusión—. Me drogaron (seguramente con hachís, que suele provocar visiones) y me asignaron la guardia del puente para poder vigilarme, escuchar y anotar mis desvaríos, con el único propósito de desacreditar mi testimonio sobre el choque de la noche anterior. Pero solo estaba medio drogado, y derramé parte del té en el almuerzo. Estoy seguro de que en ese té estaba el hachís.

—Usted lo sabe todo, ¿no? —gruñó el capitán Bryce desde su silla—. No era hachís; era una infusión de cáñamo de la India; usted no sabe…

El Sr. Austen le tapó la boca, y el capitán se derrumbó en la silla.

—Usted mismo acaba de inculparse —dijo Rowland, sonriendo tranquilamente—. El hachís se hace con cáñamo de la India.

—¿Lo han oído, caballerros? —exclamó el Sr. Meyer, poniéndose en pie de un salto y mirando a cada uno de los presentes. Luego se dirigió al capitán Barry—: Usted ha oído esta confesión, capitán. ¿Le oyó hablar del cáñamo de la India? Ahorra tengo un testigo, Sr. Thompson. Adelante, siga con su demanda. Ya le ha oído, capitán Barry. Usted no es parte interresada y puede testificar. ¿Lo ha oído?

—Sí, lo he oído. ¡Maldito asesino! —dijo el capitán.

El Sr. Meyer se puso a dar saltos de alegría, mientras el abogado, metiéndose las notas en el bolsillo, decía al desconcertado capitán Bryce: «Es usted el tipo más estúpido que conozco», y salió de la oficina.

El Sr. Meyer se calmó y, dirigiéndose a los dos oficiales, dijo con tono sereno e imponente, blandiendo el dedo ante sus caras:

—Inglaterra es un país estupendo, amigos… un país estupendo parra dejar atrás de vez en cuando. Están Canadá, y Estados Unidos, y Australia, y Sudáfrica… todos ellos países igualmente estupendos a los que ir con nuevos nombres. Amigos, en menos de media hora serrán incluidos en las listas y boletines de Lloyd’s, y nunca más navegarán con banderra inglesa como oficiales. Y déjenme que les diga que media hora después de que eso ocurra todo Scotland Yard les estarrá buscando. Pero mi puerta no está cerrada.

Los dos hombres se levantaron en silencio, pálidos, avergonzados y abatidos, cruzaron la puerta, atravesaron la oficina exterior y salieron a la calle.

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