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Authors: Morgan Robertson

Tags: #Relato

El hundimiento del Titán (4 page)

«Y hablan del maravilloso amor y el cuidado de un Dios misericordioso que lo controla todo —prosiguió Rowland, mientras los tres vigilantes lo observaban y escuchaban—, que me ha dado mis defectos y la capacidad de amar, y que puso a Myra Gaunt en mi camino. ¿Dónde está la misericordia ahí para mí? Como parte de un principio evolutivo general que sacrifica al individuo por la raza, quizá sea consecuente con la idea de un Dios, una causa primera. Pero el individuo que muere porque no es apto para sobrevivir, ¿debe amar o dar gracias a Dios? ¡Claro que no! ¡En el supuesto de que exista, yo reniego de Él! Y ante la absoluta falta de pruebas, afirmo la validez del principio de causa y efecto, que basta para explicar el Universo y a mí. ¡Ja, ja! ¡Un Dios misericordioso, bueno, justo y bondadoso…!» Rowland estalló en una carcajada incontrolable, solo interrumpida por las palmadas que se daba en el vientre y la cabeza. «¿Qué me pasa?», dijo, jadeando. «Siento como si hubiera tragado carbones ardiendo… Mi cabeza… Mis ojos… No puedo ver…» El dolor se fue un instante y volvió la risa: «¿Qué le ocurre al ancla de estribor? Se mueve… Está cambiando… Es…. ¿Qué? ¿Qué diablos es eso?… Y al fondo… El molinete… Las anclas de respeto… Los pescantes… están vivos… se mueven…».

Esa visión habría resultado terrible para una mente sana, pero a nuestro hombre solo le produjo un júbilo creciente e incontrolable. Las dos barandillas que llevaban a popa se alzaron ante él formando un triángulo sombrío, dentro del cual se hallaban las instalaciones de cubierta que había mencionado. El molinete se había convertido en algo negro, imponente y terrorífico. Los dos barriles del fondo se tornaron los ojos ciegos y saltones de un monstruo indescriptible, y las cadenas se multiplicaron para formar sus incontables piernas y tentáculos. Y ahora esa criatura se arrastraba dentro del triángulo. Las serviolas eran serpientes de varias cabezas que danzaban sobre sus colas, y las mismas anclas se contorsionaban y retorcían en forma de peludas orugas, mientras en las torres linterna aparecieron rostros que le sonreían y miraban maliciosamente. Apoyando las manos en la barandilla del puente y con un reguero de lágrimas inundándole el rostro, Rowland reía ante esa extraña visión, pero no dijo nada: y los tres espías, que se habían acercado sigilosamente, retrocedieron hasta ver qué ocurría, mientras abajo, en la cubierta de paseo, la pequeña figura blanca, como atraída por su risa, se dirigió a la escalera que llevaba a la cubierta superior.

La fantasmagoría se desvaneció en un muro de niebla gris, y Rowland encontró la lucidez suficiente para murmurar: «Me han drogado», pero en apenas un instante se vio en la oscuridad de un jardín que le resultaba conocido. A lo lejos se divisaban las luces de una casa, y junto a él había una niña que se alejó y huyó, aunque él la llamaba.

En un supremo esfuerzo de voluntad logró volver al presente y al puente donde cumplía con su deber. «¿Por qué ha de perseguirme durante años?», gimió. «Desde entonces no he dejado de beber. Ella podría haberme salvado, pero eligió destruirme». Intentó pasear arriba y abajo, pero se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barandilla. Mientras, los tres espías volvieron a acercarse y la pequeña figura blanca subió los escalones del puente superior.

«La supervivencia de los más aptos, causa y efecto. Eso explica el Universo… y a mí», divagó, mirando a la niebla. Levantó la mano y habló en voz alta, como dirigiéndose a algún amigo oculto en las profundidades. «¿Cuál será el último efecto? ¿Dónde, en ese esquema de equilibrio supremo, se reunirá, medirá y acreditará la abundancia de mi amor malgastado? ¿Qué lo compensará, y dónde estaré yo? ¡Myra… Myra…!», exclamó. «¿Te das cuenta de lo que has perdido? ¿Te das cuenta, en tu bondad, pureza y verdad, de lo que has hecho? ¿Te das cuenta…?»

El suelo desapareció bajo sus pies, y le pareció estar suspendido en un universo silencioso y gris. En ese vasto e ilimitado vacío no había sonido ni vida ni movimiento, y su corazón no sentía miedo ni asombro ni emoción de ningún tipo, excepto una: el ansia indescriptible de un amor desgraciado. Sin embargo, no parecía ser John Rowland, sino otro, u otra cosa; ahora se veía muy lejos, a millones de billones de kilómetros de allí, como si se hallara en los confines más remotos de aquel vacío, y oyó su propia voz, llamando a esa mujer. Débil pero nítida, con la concentrada desesperación de su vida, vino su llamada: «¡Myra… Myra…!».

Se oyó una respuesta, y buscando esa segunda voz divisó a su amada. Allí estaba, en el otro extremo del inmenso espacio, y sus ojos conservaban la ternura y su voz repetía la súplica que él solo había conocido en sueños. «Vuelve», le rogaba, «vuelve a mí».

Pero parecía que los dos no podían entenderse, y él volvió a oír el grito desesperado: «Myra, Myra, ¿dónde estás?», y a continuación la misma respuesta: «Vuelve a mí. Vuelve».

Entonces apareció en la lejanía una débil y minúscula llama que empezó a crecer. Se iba acercando, y él la observaba con desapego. Cuando volvió a buscar a los dos, vio que habían desaparecido, y en su lugar había dos nubes espesas que se convirtieron en una miríada de luz y color, girando y expandiéndose hasta llenar el espacio. Y a través de ella venía directa hacia él la primera llama, cada vez más grande.

Oyó una ráfaga, y al intentar descubrir de dónde procedía vio en la otra dirección un objeto sin forma definida, al que la llama, cada vez más brillante, hacía parecer más oscuro que el inmenso vacío gris, y que se acercaba, cada vez más grande. Y le pareció que esa luz y esa oscuridad eran el bien y el mal de su vida. Trató de descubrir cuál de ellas le alcanzaría primero, pero no sintió pena ni sorpresa cuando vio que la oscuridad estaba más cerca. Se fue aproximando cada vez más, hasta rozarlo por un lado.

—¿Qué tenemos aquí, Rowland? —dijo una voz.

Inmediatamente, el torbellino de imágenes se desvaneció. El universo gris se transformó en niebla, la llama de luz en la luna que se alzaba sobre ella y la informe oscuridad en la silueta del primer oficial. La pequeña figura blanca, que acababa de pasar como una centella entre los tres espías, estaba delante de él. Como avisada del peligro por un instinto subconsciente, había acudido en sueños, en busca de seguridad y protección, al antiguo amante de su madre, el fuerte y débil, el degradado e infamado aunque noble, el perseguido, drogado y casi completamente indefenso John Rowland.

Con la prontitud con que alguien adormilado respondería la pregunta que lo despierta, y aunque tartamudeaba por el efecto ahora menguante de la droga, dijo:

—Es la hija de Myra, señor. Está dormida.

Y cogiendo en brazos a la pequeña, que gritó al despertarse, cubrió su aterido cuerpecito con su chaqueta de marinero.

—¿Quién es Myra? —preguntó el oficial en un tono amenazante que delataba disgusto y decepción—. Usted también estaba dormido.

Antes de que Rowland pudiera responder, un grito procedente de la cofa de vigía hendió el aire.

—¡Hielo! —gritó el vigía—. ¡Hielo a la vista! ¡Un iceberg, debajo de proa!

El primer oficial corrió a la vía y el capitán, que había permanecido allí, se abalanzó sobre el telégrafo de la sala de máquinas y esta vez accionó la palanca. Pero cinco segundos más tarde la proa del Titán empezó a elevarse, y enfrente, a ambos lados, se pudo ver entre la niebla una superficie helada de treinta metros de altura que se interponía en su rumbo. Cesó la música en el teatro y, en medio del maremágnum de voces y gritos y del ensordecedor ruido del metal arañando y chocando contra el hielo, Rowland escuchó la voz angustiada de una mujer que llamaba desde la escalera del puente:

—¡Myra, Myra! ¿Dónde estás? ¡Vuelve!

C
APÍTULO VII

S
etenta y cinco toneladas de peso muerto atravesando la niebla a una media de quince metros por segundo chocaron con el iceberg. Si el impacto se hubiera producido sobre una pared perpendicular, la elasticidad y resistencia de las placas y de las cuadernas curvas hubieran soportado el choque sin más daño para los pasajeros que una fuerte sacudida y, para el barco, que el aplastamiento de sus amuras y la muerte de uno de los vigías en la parte inferior. El buque habría retrocedido y, con el mascarón ligeramente hundido, habría terminado el viaje reduciendo la velocidad para ser reparado con dinero del seguro y obtener a la postre grandes beneficios de la consiguiente publicidad sobre su indestructibilidad. Pero una especie de playa en la parte inferior del iceberg, formada posiblemente por un vuelco reciente de este, recibió el impacto del Titán. El barco, con su quilla cortando el hielo como la cuchilla de un trineo y apoyando todo el peso en la sentina, se fue elevando cada vez más sobre la superficie del mar hasta que las hélices de popa quedaron semiexpuestas. Entonces un montículo del iceberg lo golpeó bajo la armura de babor, y el barco, escorándose, perdió el equilibrio y volcó a estribor.

Los pernos que sujetaban las doce calderas y las tres máquinas de triple expansión no estaban diseñados para soportar esa carga en perpendicular y se partieron. A través de un revoltijo de escalerillas, tuercas y mamparos que se extendía de proa a popa, surgieron unas gigantescas masas de hierro y acero que perforaron los costados del barco, incluso allí donde estaba reforzado por sólido y resistente hielo, y llenaron las salas de máquinas y calderas de vapor hirviendo, lo que causó una muerte fulminante y dolorosa a los cien hombres que se encontraban en la sala de máquinas.

En medio del estruendo formado por el vapor al escaparse, del zumbido de las casi tres mil voces humanas que llegaba en forma de gritos y llamadas angustiadas desde el interior, y del aullido del viento a través de cientos de escotillas al ser expulsado por el agua que entraba por los agujeros del costado de estribor, el Titán retrocedió lentamente y se lanzó al mar, donde flotó inclinado sobre un costado, cual monstruo gimiente y moribundo.

Una montaña piramidal de sólido hielo quedó a estribor conforme el buque se elevaba y, sobresaliendo a lo largo de la cubierta superior —o cubierta de botes—, había enganchado uno tras otro todos los pares de pescantes a estribor, doblándolos y arrancándolos, destrozando los botes y desgarrando trincas y aparejos hasta que, mientras el barco se vaciaba, cubrió los restos del naufragio, esparciendo en el hielo de delante y alrededor los últimos y rotos puntales del puente. En esa estructura destrozada con forma de caja, aturdido por la lluvia indiscriminada de objetos en un radio de veinte metros, estaba agachado Rowland, sangrando de un corte en la cabeza y apretando contra su pecho a la pequeña, demasiado asustada para llorar.

Mediante un esfuerzo de voluntad, se levantó y miró a su alrededor. Por lo que pudo distinguir (pues la droga había distorsionado y desenfocado su vista), el barco ya no era más que una mancha en la blanca niebla. Aun así creyó ver hombres trepando y trabajando en los pescantes, y el bote más cercano —el nº. 24— parecía balancearse junto a los aparejos. Entonces la niebla engulló el barco, aunque aún podía determinarse su posición por el ruido del vapor que salía de sus pulmones de hierro. Eso cesó al cabo de un rato, dejando tras de sí los pavorosos aullidos del viento y, cuando estos también se acallaron súbitamente y el silencio subsiguiente fue roto por explosiones sordas y retumbantes —como de compartimentos que reventaran—, Rowland comprendió que el desastre era absoluto, que el invencible Titán, con casi todos sus pasajeros y tripulantes, incapaz de remontar placas y paredes verticales, estaba bajo la superficie del mar.

Sus embotados sentidos habían percibido y registrado mecánicamente las impresiones de los últimos instantes, y no alcanzaba a comprender el horror de todo aquello. Sin embargo, su mente era muy consciente del peligro que podía correr la mujer cuya voz suplicante había oído y reconocido, la mujer de su sueño y madre de la niña que llevaba entre sus brazos. Examinó rápidamente los restos del accidente. No había quedado ni un solo bote intacto. Arrastrándose hasta el borde del agua, gritó pidiendo socorro con todas sus fuerzas a los botes que quizá estuvieran ocultos por la niebla, llamándolos para que vinieran a salvar a la pequeña y buscaran a la mujer que había estado en la cubierta, bajo el puente. Gritó el nombre de la mujer —el que él conocía—, animándola a nadar y a patalear en el agua para flotar entre los restos del naufragio, y a responderle hasta que él la encontrara. Pero no obtuvo respuesta, y cuando su voz se había vuelto ronca de tanto gritar en vano y sus pies se habían entumecido por el hielo derretido, volvió al lugar del accidente, abrumado y vencido por la terrible desolación que había irrumpido hasta tal punto en su vida. La pequeña se echó a llorar y él trató de consolarla.

—Quiero ir con mamá —gimió.

—Calla, cielo, calla —respondió él, cansado y compungido—; yo también, más que nada en este mundo, pero creo que incluso ahora tenemos posibilidades. ¿Tienes frío, pequeña? Vamos dentro, que haré una refugio para nosotros.

Se quitó el abrigo, envolvió con él a la pequeña y, diciéndole que no tuviera miedo, la acomodó en la esquina del puente que reposaba sobre el lado de proa. Al hacerlo se le cayó del bolsillo la botella de whisky. Parecía haber pasado un siglo desde que la encontrara allí, y necesitó un gran esfuerzo mental para recordar su verdadero significado. La levantó para arrojarla a la pendiente helada, pero se detuvo.

«La guardaré», murmuró. «Quizá no sea perjudicial en pequeñas cantidades, y lo necesitaremos en el hielo». Dejó la botella en una esquina, retiró la cubierta de lona de uno de los botes destrozados y la tendió en el lado expuesto a la intemperie, al final del puente. Luego se arrastró hacia el interior, se puso el abrigo —un capote marinero pensado para alguien más corpulento— y, abrochándolo sobre él y sobre la niña, se recostó en la dura madera. La niña seguía llorando, pero pronto se calmó y se durmió al sentir su calor.

Acurrucado en un rincón, Rowland se abandonó al tormento de sus pensamientos. Dos imágenes se alternaban para torturar su mente; una —a la que su memoria se aferraba como si de un oráculo se tratara—, la de la mujer de su sueño, rogándole que volviera; la otra, la de esa misma mujer, fría y yerta, a varias brazadas de profundidad. Sopesó sus posibilidades. Ella estaba en la escalera del puente, o cerca, y el bote nº. 24, que, casi podía jurarlo, estaba siendo arriado mientras él miraba, habría pasado balanceándose cerca de ella. Ella pudo subirse a él y ser rescatada, a menos que los que habían llegado nadando desde las puertas y escotillas lo hubiesen hundido. En medio de aquellos pensamientos angustiosos, Rowland maldijo a esos náufragos y prefirió imaginarla como la única pasajera del bote, con un guardia de cubierta que la llevaría a lugar seguro.

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