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Authors: Morgan Robertson

Tags: #Relato

El hundimiento del Titán (2 page)

«¿Qué es esto?», murmuró, fatigado; «¿los nervios producidos por el whisky o el revoloteo agonizante de un amor insatisfecho? Ya han pasado cinco años, y una mirada suya puede dejarme sin una gota de sangre en las venas y traer de nuevo todos los anhelos y la desesperación que llevan a un hombre a la locura… o a esto». Miró su mano temblorosa, llena de cicatrices y manchada de brea, continuó su camino y volvió con el papel de lija.

La joven había quedado igualmente afectada por el encuentro. Una expresión en la que se mezclaban la sorpresa y el terror había cubierto su hermoso aunque lánguido rostro y, sin responder al torpe saludo de él, cogió a una niña pequeña que estaba detrás de ella y, abriendo la puerta del salón, entró presurosa en la biblioteca, donde se derrumbó en una silla junto a un caballero con aspecto militar, que levantó la vista de su libro y dijo:

—Myra, ¿qué ocurre? ¿Acaso has visto a la serpiente marina o al Holandés Errante?

—Oh, no, George —respondió ella, turbada—. John Rowland está aquí. El teniente Rowland. Acabo de verlo… Está tan cambiado… Ha intentado hablarme.

—¿Quién, ese antiguo novio tuyo tan problemático? Ya sabes que nunca llegué a conocerlo, y no me has hablado mucho de él. ¿Qué es, primer oficial?

—No, parece un marinero raso. Estaba trabajando, y vestía ropas viejas y mugrientas. Tenía un rostro tan corrompido… Parece haber caído muy bajo desde que…

—¿Desde que lo rechazaste? Bueno, no es culpa tuya, cariño. Quien lo lleva dentro acabará destruyéndose de todos modos. ¿Todavía se siente agraviado? ¿Te sigue guardando rencor? Te veo muy disgustada. ¿Qué te ha dicho?

—No sé, no me ha dicho nada. Siempre me dio miedo. Me lo he encontrado tres veces desde entonces, y en sus ojos veo una mirada tan aterradora… Y aquella vez se puso tan violento y obcecado, tan terriblemente enfurecido… Me acusó de engañarlo y de jugar con él, y dijo algo de una ley inmutable del azar y de cierto equilibrio que gobierna los acontecimientos… algo que no logré entender, salvo cuando dijo que todos habremos de padecer el mismo sufrimiento que hemos causado a los demás. Después se marchó, lleno de ira. Desde entonces he temido que se tomara venganza y pudiera raptar a nuestra pequeña —apretó a la sonriente criatura contra su pecho y prosiguió—. Al principio me gustaba, hasta que descubrí que era ateo; porque, George, negaba la existencia de Dios, ¡y delante de mí, una cristiana confesa!

—No le faltaba atrevimiento, desde luego —dijo el marido, sonriendo—. Y yo diría que no te conocía demasiado bien.

—Nunca me pareció el mismo después de aquello —prosiguió ella—; me sentía como en presencia de algo sucio. Con todo, pensaba en lo maravilloso que sería salvarlo ante Dios y convencerle del amoroso cuidado de Jesús, pero él ridiculizaba todo lo que para mí era sagrado, y decía que valoraba tanto mi estima que no actuaría hipócritamente con tal de ganarla, y que sería honesto consigo mismo y con los demás y expresaría su honesto descreimiento. Entonces, un día, percibí licor en su aliento —él siempre olía a tabaco— y lo dejé. Fue entonces cuando tuvo ese arrebato.

—Sal y muéstrame a ese réprobo —dijo el marido, poniéndose en pie. Fueron hacia la puerta y la joven inspeccionó la cubierta—. Es el último de allí, junto a la cabina —dijo, ocultándose. El marido salió un momento.

—¡Caramba! ¿El rufián de mirada triste que está fregando el ventilador? Así que ese es el Rowland de la Marina, ¿no? Eso sí que es caer en picado. ¿No lo degradaron por conducta improcedente ante un oficial? ¿Y no se cogió una buena curda en la recepción del Presidente? Creo haberlo leído en algún sitio.

—Sé que perdió su puesto y que cayó en desgracia —respondió su mujer.

—Bueno, Myra, ahora el pobre diablo es inofensivo. Llegaremos a puerto en pocos días, y no tienes por qué cruzarte con él en esta inmensa cubierta. Si le queda algo de sensibilidad, estará tan incómodo como tú. Es mejor que te quedes dentro, se está levantando niebla.

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APÍTULO III

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uando el reloj dio la medianoche, se encontraron con una violenta borrasca que soplaba desde el noreste y que, sumada a la velocidad del barco, formaba sobre cubierta una corriente de viento frío muy desagradable. El mar de proa, agitado al compararlo con su gran longitud, dio al Titán sucesivas embestidas seguidas de temblores que se sumaron a las continuas vibraciones de las máquinas, cada una de las cuales envió a la jarcia nubes de espeso vapor que llegaron hasta la cofa de vigía y golpearon las ventanas de la cabina del piloto con un bombardeo líquido que habría roto un cristal común y corriente. Un banco de niebla, en el que el barco se había engolfado por la tarde, seguía envolviéndolo, húmedo e impenetrable, y el poderoso crucero acometió con la misma velocidad el gris y huidizo muro que tenía enfrente, con dos oficiales de cubierta y tres vigías aguzando la vista y el oído, atentos a cualquier incidencia.

A las doce y cuarto dos hombres avanzaron lentamente desde la oscuridad hasta el extremo del largo puente y gritaron al primer oficial, que acababa de hacerse cargo de la cubierta, los nombres de sus relevos. El oficial retrocedió hasta la cabina del piloto y se los repitió al intendente que estaba en el interior, quien los apuntó en el diario de a bordo. Entonces los hombres desaparecieron para tomar café y atender a sus obligaciones fuera de la guardia. Instantes después, una figura empapada apareció en el puente e informó del relevo en la cofa de vigía.

—¿Rowland, dice? —gritó el oficial en medio del aullido del viento—. ¿Es el mismo al que ayer subieron borracho a bordo?

—Sí, señor.

—¿Y todavía le dura la borrachera?

—Sí, señor.

—Está bien. Contramaestre, ponga a Rowland en la cofa de vigía —dijo el intendente, y, usando las manos a modo de altavoz, rugió—: ¡Allí!

—Sí, señor —fue la respuesta, clara y atronadora en medio de la galerna.

—Mantenga los ojos abiertos y esté atento al menor detalle.

—Muy bien, señor.

«Este ha estado en la Armada, a juzgar por su respuesta. Malo», masculló el oficial, que volvió a su puesto en la parte delantera del puente, donde la barandilla de madera permitía resguardarse del viento cortante, para comenzar la larga vigilia que solo terminaría cuando el segundo oficial lo relevara cuatro horas más tarde. Estaba prohibida la conversación entre los oficiales del puente del Titán, excepto sobre cuestiones relacionadas con el trabajo, y el otro vigía, el tercer oficial, permaneció al otro lado de la inmensa bitácora del puente y solo dejó su puesto para echar un vistazo al compás, lo que parecía ser su único deber en el mar. Resguardados por una de las casetas de cubierta, el contramaestre y el vigía caminaban de un lado a otro, aprovechando las dos únicas horas de descanso que concedía el reglamento del barco, pues la jornada de trabajo había terminado con el descenso del otro vigía y a las dos empezaría la limpieza del entrepuente, la primera tarea del día siguiente.

Cuando sonó el toque de campana, que se repitió desde la cofa y fue respondido por un grito prolongado de los vigías —«¡Todo en orden!»—, ya se había retirado el último de los dos mil pasajeros a bordo, dejando las espaciosas cabinas y el entrepuente a los vigías. Entretanto, profundamente dormido en su camarote de popa junto a la sala de derrota, se hallaba el capitán, el comandante que nunca comandaba, a menos que el barco corriera algún peligro, pues el piloto era el responsable de atracar y salir del puerto, y los oficiales de la navegación en alta mar.

Sonaron dos campanas, que recibieron la consiguiente respuesta; luego sonó una tercera, y el contramaestre y sus hombres estaban encendiendo el último cigarrillo cuando resonó sobre sus cabezas un grito despavorido procedente de la cofa de vigía:

—¡Señor, hay algo delante de nosotros! ¡No logro distinguirlo!

El primer oficial corrió al telégrafo de la sala de máquinas y agarró la palanca.

—¡Dígame lo que ve! —rugió.

—¡Es difícil decirlo, señor… Un barco en la amura de estribor, justo enfrente! —respondió el vigía. —

¡Todo a babor! —repitió el primer oficial al timonel, que contestó y obedeció. Nada se alcanzaba a ver todavía desde el puente. El poderoso motor de popa hizo que se atascara el timón, pero, antes de que la línea de fe atravesara tres grados en el compás, un aparente espesamiento de la oscuridad y de la niebla delante del barco se disolvió hasta dejar ver las velas cuadradas de un carguero que venía contra la proa del Titán, a menos de la mitad de su longitud.

—¡H-L y d-…! —murmuró el primer oficial—. ¡Mantenga el rumbo, timonel! ¡Permanezcan bajo cubierta! —gritó, girando la palanca que cerraba los compartimentos y pulsando un botón—. ¡Con el camarote del capitán! —dijo agachándose, a la espera del choque.

Pero apenas hubo tal. Un ligero zarandeo sacudió la parte delantera del Titán y de su mastelero de proa cayó repiqueteando una lluvia de pequeños palos, velas y cables de alambre. Entonces, en medio de la oscuridad reinante, dos figuras más oscuras aún pasaron como un rayo: las dos mitades del barco que había atravesado el Titán, y de uno de esos bultos, en el que seguía encendida una lámpara de bitácora, llegó, por encima del confuso revuelo de gritos y alaridos, la voz de un marinero:

—¡Que Dios os maldiga a vosotros y a vuestro maldito cuchillo, hatajo de asesinos!

Las figuras fueron engullidas en la oscuridad de popa, los gritos, acallados por el clamor de la galerna, y el barco retomó su rumbo. El primer oficial no había girado la palanca del telégrafo de la sala de máquinas.

El contramaestre subió apresuradamente los escalones del puente en busca de instrucciones.

—Ponga hombres en las cargas y en las puertas. Mande a todo el que llegue a cubierta a la sala de derrota. Diga a los vigías que averigüen qué saben los pasajeros, y despeje los restos del accidente lo antes posible —el oficial dio estas instrucciones con voz áspera y tensa, y el contramaestre respondió con un entrecortado «Sí, sí, señor».

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APÍTULO IV

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l vigía de cofa, veinte metros por encima de cubierta, había visto todos los detalles del desastre, desde que divisara las velas del infortunado barco entre la niebla hasta que sus compañeros limpiaron el último rastro del accidente. Cuando fue relevado a los cuatro toques de campana, bajó con tan poca fuerza en sus extremidades como lo permitía la seguridad en la jarcia. El contramaestre se encontró con él en la barandilla.

—Rowland, notifique su relevo y preséntese en la sala de derrota —dijo.

En el puente, mientras daba el nombre de su relevo, el primer oficial le apretó la mano y repitió la orden del contramaestre. En la sala de derrota vio al capitán del Titán, pálido y agitado, sentado junto a una mesa y, a su alrededor, a toda la guardia de cubierta, excepto los oficiales, vigías y timoneles. Allí estaban los vigías de cabina y algunos de los de cubierta, entre los que había fogoneros y paleros de calderas, así como algunos ociosos lampareros, pañoleros y carniceros que, al dormir en la proa, se habían despertado por el terrible golpe del enorme cuchillo en el que vivían.

Tres carpinteros estaban de pie junto a la puerta, sosteniendo varillas de sondeo que acababan de enseñar al capitán… secas. En todos los rostros, del capitán hacia abajo, se advertía una mirada de horror y expectación. Un suboficial entró tras Rowland y dijo:

—Señor, el ingeniero no sintió ninguna sacudida en la sala de máquinas, y las calderas están en calma.

—Y sus hombres no informaron de ninguna alarma en las cabinas. ¿Qué hay del piloto? ¿Ha vuelto ese hombre? —preguntó el capitán. Otro vigía apareció mientras hablaba.

—Duerme como un lirón en el entrepuente, señor —dijo. En ese momento entró un suboficial con el mismo informe de los castillos de proa.

—Muy bien —dijo el capitán, poniéndose en pie—; vengan de uno en uno a mi oficina: primero los hombres de guardia, luego los suboficiales de tercera y después el resto. Los suboficiales vigilarán en la puerta que no salga nadie hasta que yo haya hablado con todos.

Pasó a otra sala, seguido por un hombre de guardia, que salió al poco y subió a cubierta con semblante más alegre. Luego entró y salió otro, y después otro, y otro, hasta que todos menos Rowland hubieron comparecido en ese espacio sagrado, y todos mostraban la misma expresión complacida y satisfecha al salir de allí. Cuando entró Rowland, el capitán, sentado junto a un escritorio, le hizo señas de que se sentara y le preguntó su nombre.

—John Rowland —respondió. El capitán lo anotó.

—Tengo entendido que estaba usted en la cofa cuando ocurrió el desafortunado choque —dijo.

—Sí, señor, e informé del barco en cuanto lo vi.

—No está aquí para ser censurado. Naturalmente, es consciente de que no se pudo hacer nada ni por impedir el desastre ni por salvar vidas después.

—No a una velocidad de veinticinco nudos por hora en medio de una espesa niebla, señor —el capitán miró duramente a Rowland y frunció el ceño.

—No vamos a discutir la velocidad del barco, amigo mío, ni las reglas de la compañía —dijo—. Cuando le paguen en Liverpool, encontrará un paquete a su nombre en la oficina de la compañía con libras en pagarés. Lo recibirá a cambio de su silencio respecto a este choque, cuya publicidad pondría a la compañía en un aprieto y no ayudaría a nadie.

—Se equivoca, capitán, no aceptaré el dinero, y hablaré de este asesinato en masa a la menor oportunidad.

El capitán se echó hacia atrás y miró fijamente el rostro macilento y la figura temblorosa del marinero, que tan mal casaban con sus palabras desafiantes. En circunstancias normales lo habría enviado a cubierta para que los oficiales se ocuparan de él, pero aquella no era una circunstancia normal. En esos ojos acuosos había una mirada de susto, horror y honesta indignación; su dicción era la de un hombre instruido, y las consecuencias que todo aquello podía tener sobre el capitán y sobre la compañía para la que trabajaba —ya bastante complicada e involucrada en sus intentos por evitarlas—, consecuencias que aquel hombre podía precipitar, eran tan graves que cuestiones como la insolencia o la diferencia de rango no debían tenerse en cuenta. Necesitaba enfrentarse y someter a ese bárbaro en terreno común, de hombre a hombre.

—¿Se da cuenta —preguntó, sin perder la calma— de que se quedará solo, será desacreditado, perderá su puesto y se ganará muchos enemigos?

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