Read El hundimiento del Titán Online

Authors: Morgan Robertson

Tags: #Relato

El hundimiento del Titán (8 page)

C
APÍTULO XIII

E
l Sr. Selfridge había empezado a interesarse por las acciones legales. Mientras salían los dos hombres, se levantó y preguntó:

—¿Ha llegado a un acuerdo, Sr. Meyer? ¿Se pagará el seguro?

—No —rugió el asegurador al oído del desconcertado anciano, dándole una fuerte palmada en la espalda—. No se pagarrá. Uno de los dos debía quedar arruinado, y le ha tocado a usted. No voy a pagar el seguro del Titán, ni lo harrán los demás asegurradores. Al contrario, puesto que la cláusula de colisión en la póliza queda anulada, su compañía debe reembolsarme el importe del segurro que tengo que pagar a los propietarios del Royal Age; a menos, claro está, que nuestro buen amigo, el Sr. Rowland, que estaba en el puesto de vigía en ese momento, jurre que el barco iba con las luces apagadas.

—En absoluto —dijo Rowland—. Las llevaba encendidas. Pero… ¡miren al caballero! ¡Cuidado! ¡Sujétenlo!

El Sr. Selfridge estaba intentado alcanzar una silla. Consiguió agarrarla, pero la soltó enseguida, y antes de que nadie pudiera socorrerle cayó al suelo, donde quedó tendido con los labios grisáceos y los ojos fuera de las órbitas, jadeando convulsivamente.

—¡Un infarto! —dijo Rowland, arrodillándose junto a él—. ¡Llamen a un médico!

—¡Llamen a un médico! —repitió el Sr. Meyer a sus empleados—, ¡y pidan un carruaje, rápido! No quierro que muera en mi oficina.

El capitán Barry subió a la indefensa figura a un sillón, mientras veían cómo iban disminuyendo los espasmos, la respiración se hacía más entrecortada y los labios pasaban del gris al morado. Antes de que pudieran llegar el médico o el carruaje, el anciano había muerto.

—La causa de su muerte ha sido alguna emoción repentina y violenta —dijo el médico cuando llegó—. ¿Había recibido malas noticias?

—Malas y buenas —respondió el asegurador—. Buenas, al enterrarse de que esta niña era su nieta; malas, al oír que estaba arruinado. Erra el mayor accionista del Titán. Tenía acciones por valor de cien mil libras, de las que esta criaturra jamás podrá disfrutar —dijo el Sr. Meyer, con aire afligido, mientras acariciaba a Myra.

El capitán Barry hizo una seña a Rowland, que, con el rostro ligeramente encendido, permanecía de pie junto a la yerta figura del sofá y miraba al Sr. Meyer, en cuyo rostro podían verse alternativamente fastidio, júbilo y una falsa conmoción.

—Un momento —dijo al ver que el médico salía de la habitación—. ¿Es cierto eso, Sr. Meyer? —añadió, dirigiéndose al asegurador—; ¿que el Sr. Selfridge tenía acciones del Titán y se habría arruinado de haber seguido con vida al perder el dinero del seguro?

—Así es, se habría convertido en un hombre pobre. Había invertido hasta el último penique: cien mil libras. Y si hubierra dejado algo de dinero, serría tasado para compensar su parte de lo que la compañía tiene que pagar por el Royal Age, al que yo también asegurro.

—¿Había una cláusula de colisión en la póliza del Titán?

—La había.

—¿Y usted corrió ese riesgo, sabiendo que navegaría a toda máquina por la ruta norte, entre nieblas y hielos?

—Lo corrí, y lo mismo hicierron otros.

—Entonces, Sr. Meyer, solo me queda decirle que se pagará el seguro del Titán, así como cualquier responsabilidad legal incluida y especificada en la cláusula de colisión de la póliza. En una palabra, yo, el único que puede impedirlo, me niego a testificar.

—¿Qué?

El Sr. Meyer se agarró al respaldo de una silla y, apoyándose en ella, clavó los ojos en Rowland.

—¿Que no testificarrá? ¿Qué quiere decir?

—Lo que he dicho, y no me apetece que me citen para explicarle mis razones, Sr. Meyer.

—Amigo mío… —dijo el asegurador, avanzando con las manos extendidas hacia Rowland.

Pero este se apartó y, cogiendo de la mano a Myra, se dirigió a la puerta. El Sr. Meyer llegó antes que él, la cerró, se guardó la llave y se encaró con ellos.

—¡Ay, Dios! —exclamó, volviendo en su excitación al más puro dialecto de su raza—. ¿Qué le he hecho yo? ¿Por qué se vuelve atrás, eh? ¿Acaso no me he encargado de la factura del médico? ¿Es que no he pagado el carruaje? ¿No le he tratado como un caballerro, eh? Le invito a sentarse en mi oficina y le llamo Sr. Rowland. ¿No he sido caballerroso?

—Abra esa puerta —dijo Rowland, sin perder la calma.

—Ya lo ha oído —dijo el capitán Barry, cuyo desconcertado rostro se iba aclarando ante la perspectiva de intervenir en todo aquello—. Abra o la derribaré a patadas.

—Perro, amigo mío… usted oyó al capitán admitir que le drogó. Con un buen testigo serrá suficiente, perro con dos es mejor. Usted sí que testificarrá, amigo mío, ¡no pretenderrá arruinarme!

—Yo estoy con Rowland —dijo secamente el capitán—. De todas formas no recuerdo nada de lo dicho aquí. Tengo una memoria espantosa. Apártese de la puerta.

Un lamento dolorido —lágrimas, gemidos y el más genuino rechinar de dientes—, mezclado con el llanto más débil de la asustada Myra y salpicado de escuetas órdenes para que abriera la puerta, inundó la oficina, para sorpresa de los empleados que estaban fuera del despacho, y terminó con el ruido de la puerta al saltar de sus goznes.

El capitán Barry, Rowland y Myra, seguidos de una última y genuina maldición del agitado asegurador, atravesaron la oficina y salieron a la calle. El coche que los había traído seguía allí.

—Vuelva a subir —dijo el capitán al cochero—. Cogeremos otro, Rowland. Al doblar la primera esquina encontraron un coche de punto. Lo tomaron, y el capitán Barry dio instrucciones al cochero de que los llevara al «Peerless, Muelle de las Antillas».

—Creo entender lo que se propone, Rowland —dijo, cuando se pusieron en marcha—. No quiere dejar a esta niña en la ruina.

—Así es —respondió Rowland con voz débil, reclinándose sobre el cojín, desfallecido por la excitación de los últimos minutos—. Y para bien o para mal de la posición en la que me encuentro, debemos remontarnos más allá del asunto de los vigías. El accidente se produjo por ir a toda máquina entre la niebla. Por más que todos los marineros hubieran hecho guardia no habrían podido ver ese iceberg. Los aseguradores lo sabían y corrieron el riesgo. Que paguen, pues.

—Tiene razón, y estoy con usted en eso. Pero debe salir del país. Desconozco la legislación sobre esta materia, pero es posible que le obliguen a testificar. No podrá subir de nuevo al mástil, eso seguro. Pero en mí tendrá un compañero de litera mientras yo sea patrón de un barco, si usted lo acepta; y puede considerar mi camarote como su casa durante todo el tiempo que quiera, recuérdelo. Pero sé que quiere llevar a la pequeña al otro lado del Atlántico, y si se queda hasta que yo embarque puede tardar meses en llegar a Nueva York, con el riesgo de perderla por alguna sanción de la ley inglesa. Déjelo en mis manos. En este asunto hay grandes intereses en juego.

Rowland estaba demasiado débil para intentar averiguar lo que el capitán Barry tenía en mente. Cuando llegaron al barco, se tumbó en un sillón del camarote, ayudado por su amigo, y allí pasó el resto del día, incapaz de levantarse. Entretanto el capitán Barry había vuelto a tierra.

Esa noche, a su regreso, le dijo al hombre tumbado en el sillón:

—Aquí tengo su paga, Rowland, y he firmado el recibo a ese abogado. Lo pagó de su propio bolsillo. Usted podría haber sacado a esa compañía cincuenta mil libras o más, pero me figuré que no aceptaría su dinero. Así que solo le pedí lo que le debían.

Y, entregando a Rowland un fajo de billetes, le dijo:

—Tiene derecho a un mes de paga. Aquí tiene: dinero americano, unos setenta dólares.

—Hay algo más —prosiguió, sacando un sobre—. Teniendo en cuenta que perdió toda su ropa y también el brazo por la negligencia de los oficiales de la compañía, el Sr. Thompson le ofrece esto.

Rowland abrió el sobre. Contenía dos pasajes en primera clase para el trayecto Liverpool-Nueva York. Enrojeciendo súbitamente, dijo con amargura:

—Parece que no podré escapar, después de todo.

—Vamos, amigo, cójalo. De hecho, yo lo cogí en su nombre, y usted y la niña tienen hecha la reserva. E hice que Thompson aceptara liquidar sus gastos y saldar la factura del médico con el tal Sheeny. No es un soborno. Yo mismo le financiaría su viaje, pero, maldita sea, no sacará nada de mí. Debe usted llevar a la pequeña. Es el único que puede hacerlo. Su abuelo era un norteamericano sin nadie en este país. Ni siquiera tenía abogado, por lo que he podido averiguar. El barco zarpa mañana por la mañana y el tren nocturno sale dentro de dos horas. Piense en la madre de la niña, Rowland. Amigo mío, yo recorrería el mundo entero para entregar a la pequeña si estuviera en su pellejo. Yo también tengo una hija.

Los ojos del capitán parpadeaban rápida y enérgicamente, y los de Rowland brillaban.

—Está bien. Cogeré los billetes —dijo, sonriendo—. Aceptaré el soborno.

—Eso es. Estará fuerte y sano para cuando desembarquen y esa madre le dé las gracias. Además, tiene que pensar en usted. Recuerde, yo quiero un oficial, y estará aquí un mes antes de zarpar. Escríbame a través de Lloyd’s si quiere la litera, y yo le adelantaré dinero para comprar el billete.

—Gracias, capitán —dijo Rowland, estrechándole la mano y mirando a continuación su manga vacía—; pero mis viajes por mar han terminado. Hasta un marinero necesita dos manos.

—Bueno, como usted quiera, Rowland; le contrataré como oficial aunque no tenga manos, siempre que conserve el cerebro. Me ha hecho bien conocer a alguien como usted y, oiga, amigo, no se lo tome a mal, ¿de acuerdo?, no es asunto mío, pero vale usted demasiado para beber así. Lleva dos meses sin probar gota. ¿Va a comenzar de nuevo?

—Nunca más —dijo Rowland, poniéndose en pie—. Ahora tengo un futuro, al igual que un pasado.

C
APÍTULO XIV

E
ra casi mediodía del día siguiente cuando Rowland, sentado en la silla de un barco con Myra, y contemplando la extensión azul salpicada de velas desde la cubierta de un transatlántico, cayó en la cuenta de que no había hecho gestiones para enviar un telegrama a la Sra. Selfridge con el fin de notificarle que su hija estaba a salvo y, a menos que el Sr. Meyer o sus socios hubieran filtrado la historia a la prensa, nadie lo sabría.

«Bueno», pensó, «la alegría no mata, y yo seré testigo de la mayor de las alegrías si la pillo por sorpresa. Aunque es muy probable que esto salga en los periódicos antes de que la encuentre. Es demasiado bueno para que el Sr. Meyer se lo guarde».

Pero la historia no se divulgó inmediatamente. El Sr. Meyer convocó una reunión de los aseguradores implicados con él en el seguro del Titán, en la que se decidió guardar silencio sobre la carta que esperaban jugar e invertir algo de tiempo y dinero en buscar más testigos entre la tripulación del Titán y entrevistarse con el capitán Barry a fin de refrescarle la memoria. Unas pocas entrevistas con aquel enorme obstruccionista les convencieron de lo inútil de hacer más esfuerzos en esa dirección y, tras descubrir al cabo de una semana que todos los supervivientes de la guardia de puerto del Titán, así como algunos de la otra, habían sido invitados a enrolarse en viajes al Cabo o habían desaparecido, decidieron filtrar la historia contada por Rowland a la prensa con la esperanza de que la publicidad sirviera para traer a la luz pruebas que corroboraran su versión.

Y esa historia, mejorada cuando el Sr. Meyer la repitió a los reporteros y embellecida más aún por los periodistas que la escribieron, especialmente en lo que respecta al episodio del oso polar, fue pregonada en los principales diarios de Inglaterra y el Continente, y telegrafiada a Nueva York con el nombre del barco en el que John Rowland había zarpado (pues se habían rastreado sus movimientos en busca de pruebas), adonde llegó demasiado tarde para ser publicada la mañana del día en que, con Myra subida a hombros, bajó la pasarela hacia el muelle de North River. Como resultado de todo aquello, se vio rodeado en el muelle por excitados reporteros que hablaban de su historia y le preguntaban por detalles de la misma. Pero él se negó a hablar, los eludió y, tras ganar las calles laterales, se vio en el abarrotado Broadway, donde entró en la oficina de la compañía naviera trabajando para la cual había naufragado. En la lista de pasajeros del Titán encontró la dirección de la Sra. Selfridge, única mujer superviviente. Luego tomó un coche hasta Broadway y se apeó frente a unos grandes almacenes.

—Pronto veremos a mamá, Myra, y tienes que ir bien vestida —le susurró al oído—. Yo no importo, pero tú eres una niña de la Quinta Avenida, una pequeña aristócrata. Estas ropas viejas ya no sirven.

Pero la niña se había olvidado de la palabra «mamá» y estaba más interesada en el ruido y bullicio de la calle que en la ropa que llevaba puesta. Una vez en la tienda, Rowland preguntó por la sección infantil. Le indicaron el camino y, cuando llegó, una joven lo estaba esperando.

—Esta niña ha sido víctima de un naufragio —dijo—. Tengo dieciséis dólares y medio. Báñenla, péinenla y con ese dinero consíganle un vestido, zapatos, medias, ropa interior y un sombrero.

Compadecida, la joven se agachó y besó a la pequeña, pero dijo que no se podía hacer mucho.

—Haga lo que pueda —dijo Rowland—. Es todo lo que tengo. Esperaré aquí. Una hora después, de nuevo sin un céntimo en el bolsillo, Rowland salía de la tienda con Myra, magníficamente vestida con su nueva ropa, cuando fue detenido en la esquina por un policía que los había visto salir, sorprendido, sin duda, por esa mezcla de cintas y andrajos.

—¿De quién es esta niña? —preguntó.

—Creo que es la hija de la Sra. Selfridge —respondió Rowland, altanero (demasiado, de hecho).

—Lo cree, pero no lo sabe. Acompáñeme de nuevo a la tienda, y veremos a quién se la ha robado.

—Muy bien, agente. Puedo demostrar que ella está conmigo.

Volvieron sobre sus pasos, con el policía agarrando a Rowland del cuello de la camisa, y se toparon en la puerta con un grupo de tres o cuatro personas que salían. Una de ellas, una joven vestida de negro, lanzó un grito desgarrador y se abalanzó sobre ellos.

—¡Myra! —gritó—. ¡Devuélveme a mi hija! ¡Devuélvemela!

Agarró a la niña (que estaba subida a hombros de Rowlands), la abrazó, la besó y la cubrió de lágrimas; luego, ajena a la multitud que iba congregando, se desmayó en brazos de un indignado anciano.

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