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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (8 page)

A la mañana siguiente, contrató con Argimiro Rodicio cinco tiros de ocho muías cada uno y cinco grandes plataformas para el día 2. Avisó asimismo a Dionisio Manrique y Juan Dueñas para que estuvieran preparados para el viaje. Él mismo conduciría la primera plataforma. No lo había hecho más que una vez en su vida pero ahora debía a don Néstor Maluenda una reparación. Por otro lado intuía que conducir ocho muías a trote largo, a punta de látigo, le produciría el desahogo físico que precisaba. Así, en la madrugada del día 2, una vez cargados los fardos, don Bernardo se vistió la ropa campera, con sombrero y zamarro, y cruzó el Puente Mayor capitaneando la expedición. Tras él marchaban Dionisio, el encargado del almacén, con otra carreta de ocho muías, otros dos carreteros blasfemos por él contratados y, cerrando filas, el fiel Juan, a quien don Bernardo Salcedo había adiestrado en los más variados oficios.

Ya en el camino, lleno de charcos y de rodadas, don Bernardo fustigó a las guías con el látigo, forzando a los numerosos jinetes, arrieros y carros, que venían en dirección contraria, a apartarse asustados en las cunetas para dejarle paso franco. Las guías de la plataforma de Salcedo eran dos muías de su propiedad, la
Alazana
y la
Morisca
, que atendían a sus voces y latigazos, sosteniendo un trote largo, más bien un galope corto que, a los que venían de frente, se les antojaba un devastador ataque de caballería. Poco a poco, don Bernardo, de natural pacífico y sosegado, se fue encorajinando y empezó a golpear a los animales sin duelo, de forma que la salida del sol les sorprendió en el pueblecito de Cohorcos. Cambió cuatro muías en la venta del Moral y otras cuatro en la Posta de Villamanco, donde durmió la segunda noche. Rufino, el ventero, viejo conocido, le atendió con su agreste amabilidad: ¿Dónde va vuesa merced con estas prisas? Lleva las caballerías llenas de mataduras. Don Bernardo sonreía con una media sonrisa destemplada: Todos estamos obligados a cumplir con nuestro deber, Rufino. La guía y el pericón son de mi propiedad, no te preocupes.

Liberado de sus fingimientos, durmió de un tirón por primera vez desde la desgracia. No obstante, a la mañana siguiente, y pese a tener la cabeza despejada, le dolían todos los huesos del cuerpo. Acusaba las sacudidas del carro, los baches profundos del pavimento, los vaivenes de la velocidad. De este modo, el tercer día, antes de que el sol se pusiera, la caravana entraba en la ciudad de Burgos por la Puerta de las Carretas. Eran tales el estrépito y las voces de los carreteros que los transeúntes se detenían en los bordes de las calles para verlos pasar. Las llantas de los carros y los cascos de las muías, que levantaban chispas en el adoquinado, producían un retumbo aturdidor: la caravana de Salcedo se ha retrasado este año, comentó un ciudadano. Frente al Monasterio de Las Huelgas se levantaba el enorme almacén de Néstor Maluenda que recibía, en dos expediciones anuales, los vellones de media España. Dionisio Manrique y Juan Dueñas permanecieron junto a las carretas, vigilando la descarga, mientras don Bernardo Salcedo reservaba una habitación en el mesón de Pedro Luaces, donde siempre había parado, y buscaba ropa para la cena en los establecimientos más lujosos de la ciudad.

Don Néstor Maluenda le recibió amablemente. La presencia de don Néstor, tan fino, tan señor, tan en su sitio, siempre había cohibido a don Bernardo: me encuentro más suelto mano a mano con el Príncipe que con don Néstor Maluenda, solía decir. Todo en el viejo le imponía: su fortuna, su figura alta y esbelta pese a la edad, las pálidas mejillas impecablemente rasuradas, aquella melena corta, al estilo de Flandes, y su indumento, el sayo con ropa encima, el escote cuadrado dejando asomar la camisa y el jubón acuchillado que sería moda un año más tarde. Como siempre, don Néstor se mostró acogedor, le enseñó sus últimas adquisiciones, el gran espejo con marco de oro del vestíbulo y el matrimonio de arquetas venecianas, enfrentadas artísticamente en el salón. Don Bernardo pisaba las alfombras devotamente y, devotamente, admiraba los cortinones gruesos, largos hasta el suelo, que clausuraban las ventanas. Las voces se aterciopelaban inevitablemente en una mansión tan lujosamente vestida. Don Néstor se mostró consternado cuando don Bernardo le comunicó que su esposa había fallecido y que esto y las secuelas previsibles habían sido la causa de su retraso:

—Era mi primer hijo —dijo, los ojos brillantes.

—¿También ha muerto?

—El niño, no, don Néstor. El niño vive, pero ¡a qué precio!

Inevitablemente salió el tema de la silla de partos y don Bernardo, pese a los tristes recuerdos, reconoció su eficacia:

—El niño estaba opilado —dijo—, pero la silla flamenca facilitó su expulsión. Desgraciadamente la silla no pudo evitar las fiebres de doña Catalina ni su posterior fallecimiento.

Le había sentado entre los dos candelabros y don Néstor parpadeaba contrariado, lamentando que ni siquiera la silla flamenca hubiera podido evitar la desgracia. Pero como buen comerciante encontró enseguida la salida pertinente:

—Todo esto que me cuenta es muy sensible, amigo Salcedo, pero Nuestro Señor, ser previsor, hizo posible que todos los males de esta vida tengan remedio. Un hombre no puede vivir sin mujer y, bien mirado, la mujer no es más que un repuesto para el hombre, una pieza de recambio. Usted debe casarse otra vez.

Don Bernardo agradecía esta conversación confidencial con el gran comerciante castellano, pero no dejaba de mortificarle, de mantenerle en tensión el tema de que trataban:

—El tiempo dirá, don Néstor —dijo cuitadamente.

—Y ¿por qué no ganar al tiempo por la mano? La vida es breve y sentarse a esperar no es la fórmula pertinente; no tenemos derecho a cruzarnos de brazos. Aquí me tiene vuesa merced, tres matrimonios en treinta años y ninguna de las tres mujeres me negó descendencia. El comercio de la lana con Flandes está asegurado por tres generaciones.

Atropelladamente le vinieron a Salcedo varios temas a la cabeza: el problema de su descendencia, la humillante prueba del ajo, el juro de doña Catalina, pero únicamente dijo con un hilo de voz:

—Me temo que yo sea hombre de una sola mujer, don Néstor.

Cuando sonreía, el rostro de don Néstor se llenaba de arrugas. Al fruncírsele la máscara del maquillaje envejecía diez años:

—No hay hombres de una sola mujer, querido amigo. Eso es una falacia. Con mayor motivo hoy que tiene dónde elegir. En Burgos ha habido una dote de cien mil ducados el mes pasado. Muchas grandes fortunas han comenzado así, con un matrimonio de conveniencia.

Bajó los ojos don Bernardo. Después de meses de reclusión y aislamiento, esta conversación en un apartamento tan muelle, con un interlocutor sabio y prudente, le parecía un sueño:

—Lo pensaré, don Néstor. Pensaré en ello. Y si algún día cambiara de opinión vendría a consultarle, se lo prometo.

Don Néstor le sirvió una copa de vino de Rueda y le agradeció la atención de acarrear las pieles personalmente: hemos ganado un día, dijo don Bernardo con cierta jactancia. Después el señor Maluenda le confió que el presente estaba siendo un año excepcional, que las acémilas hacían la ruta a Bilbao en reatas de doce o quince y que más de setenta mil quintales estarían ya estacionados en los muelles vascos. Que este año movería más de ochenta mil acémilas, cosa que no se había conseguido en Castilla desde 1509. Se le llenaba la boca con las grandes cifras y remató su disertación económica con una fatuidad:

—Hoy día, Salcedo, estoy en condiciones de hacer un préstamo a la Corona.

Sentados en los cabeceros de la gran mesa de nogal, mirándose el uno al otro como las arquetas venecianas del salón, don Bernardo pensó que, a pesar de haberse casado tres veces, nunca había conocido a ninguna de las esposas de don Néstor: son un simple recambio, pensó. Nunca las mezcló en sus reuniones de negocios. Según él la mujer únicamente debía vestir al hombre en las reuniones de sociedad. Era su oficio. El criado negro les sirvió la sopa de gallina. Don Bernardo se azoró al distinguir su color pero no dijo nada hasta que el criado salió. Entonces continuó sin hablar pero miró interrogativamente a su anfitrión:

—Damián —dijo éste con la mayor naturalidad— es un esclavo de Mozambique. Me lo obsequió hace cinco años el conde de Ribadavia. Lo mismo pudo regalarme un morisco pero hubiese sido una vulgaridad. El favor era demasiado alto para una atención tan mezquina. Hoy en día, un esclavo de Mozambique es un lujo propio de la aristocracia. A los quince años le hice bautizar y hoy está entregado a mi servicio con una fidelidad ejemplar.

Don Bernardo se sentía cada vez más achicado. El escaparate de don Néstor no podía ser más deslumbrante para un pobre burgués como él. La fortuna de don Néstor era comparable, quizá, con la del conde de Benavente. Y el dinero comportaba para don Bernardo una importancia singular. Tras la sopa de gallina, el criado les sirvió truchas y un excelente vino de Burdeos. Se movía silenciosamente, sin rozar los platos de plata con los cubiertos, ni las copas de cristal de Bohemia con el borde de la jarra. El esclavo andaba como un fantasma, levantando mucho los muslos para evitar los roces de las chinelas con la alfombra. Durante sus ausencias, don Néstor completaba su historia, sus designios respecto a él:

—Es perezoso y huidor —dijo—, pero fiel. Le he elegido como hombre de confianza pero el resto de los criados están celosos de él. Para mí, es un miembro más de la familia, Salcedo. Aunque negro, tiene un alma blanca como nosotros, susceptible de ser salvada. Lo que no le permito de momento es casarse. Imagínese un semental como él suelto por estos salones. Repugnante. Eso sí, cuando cumpla cuarenta años lo emanciparé. Será un modo de agradecerle sus servicios.

El viaje a Burgos, la velada con don Néstor Maluenda, hizo mucho bien al señor Salcedo. Olvidó su negligencia, su simulación, se desembarazó, al fin, del cadáver de doña Catalina y tan pronto llegó a casa, sin quitarse las calzas abotonadas, ni el zamarro de piel de cordero, subió al piso alto, en el que dormitaba Cipriano y permaneció en pie, a los pies de la camita, mirándole fijamente. El pequeño se despertó como de costumbre, abrió los ojos y se quedó mirando a su padre sin pestañear, asustado. Pero, en contra de lo que era previsible, don Bernardo no cambió de actitud ante su tierna mirada:

—¿Qué estará tramando el taimado parricida? —dijo una vez más entre dientes.

Su mirada era de hielo y esta vez, el niño, en lugar de estirar su pescuecito de tortuga y otear el horizonte, rompió a llorar desconsoladamente. Acudió presurosa, cimbreando su elástico talle, la nodriza Minervina:

—Le ha asustado vuesa merced —dijo tomando al niño en sus brazos y haciéndole fiestas.

Don Bernardo hizo notar que una criatura de meses, siendo varón, debería mostrarse más duro y resistente y, a renglón seguido, se quedó mirando la airosa figura de la muchacha con el niño en brazos y dijo algo que a don Néstor Maluenda hubiera sorprendido:

—¿Cómo es posible, hija mía, que con esa cara tan bella y ese cuerpo tan esbelto os dediquéis a una tarea tan prosaica como la de amamantar a una criatura?

Don Bernardo Salcedo quedó abochornado de su audacia. Por la tarde, su hermano Ignacio, el oidor, le abrazó alborozado como si llegara de las Indias. Había encontrado a Bernardo cambiado, dispuesto a comerse el mundo. A raíz de su viaje a Burgos entró, en efecto, don Bernardo en una fase de recuperación febril. Una semana más tarde, acuciado por la feria de ganado de Rioseco, afrontó otra de las tareas que tenía pendientes desde el año 16: subir al Páramo, visitar y reorganizar las corresponsalías de Torozos. En realidad, todo el ganado lanar de Valladolid se había refugiado allí. En torno a la villa no había pastos, las huertas ocupaban las tierras lindantes, y las viñas y los campos de cereales el resto. Sólo quedaban los altos, donde los herbazales se alternaban con los montes de encina. Los ediles de la villa aspiraban a limitar a los páramos los derechos de pasto de lanar y cabrío, únicamente un macho por rebaño ya que las ovejas carecen de importancia y molestan a todo el mundo, decían. Pero luego los obligados y los fabricantes de zamarros luchaban por su carne y por su piel. Todo era aprovechable en aquel animal necio y mansurrón, es decir tenía mayor importancia de la que le atribuían sus ediles. Y cuando el municipio dictó una disposición prohibiendo que los rebaños pastaran en dos leguas a la redonda de la villa, su desplazamiento al Páramo se hizo inevitable y definitivo. Entonces no sólo se ocuparon las tierras de Torozos, concretamente los predios de Peñaflor, Rioseco, Mazariegos, Torrelobatón, Wamba, Ciguñuela, Villanubla y otros, sino que hubo que arrendar pastos más lejos aún, en otros territorios como Villalpando y Benavente.

Don Bernardo Salcedo conocía el itinerario al dedillo. Camino de Rioseco pensaba en las posadas, ventas, mesones y casas de viuda que le esperaban en el trayecto. Le vino a la cabeza la viuda Pellica, de Castrodeza, donde dormía en cama de hierro de dos colchones y dos almohadas, hacía tres comidas al día y guardaba el caballo por ocho maravedíes. El carácter del viaje le llevaba a cambiar de cama cada noche y a caminar dos o tres leguas cada día. Don Bernardo Salcedo confiaba en tener recorrido el Páramo, de este a oeste, en un par de semanas para bajar después a la vega, frente a Toro, y detenerse en Pedrosa donde tenía su hacienda. Pensaba en sus corresponsales, respirando el aire fino de la vega, cuando divisó las primeras casas de piedra de Villanubla. A mano derecha, sin moverse del camino, estaba el mesón de Florencio que le acogió, como en él era usual, con educación y pocas palabras. El laconismo era proverbial en la gente del Páramo. A veces conversaba sobre estos hombres con su hermano Ignacio y llegaban a conclusiones más bien optimistas: los hombres de Torozos eran rudos, concisos y sentenciosos pero trabajadores y resueltos. En Villanubla, salvo media docena de vecinos que desempeñaban oficios concretos, el resto sobrevivía alrededor de la agricultura: contados labradores de posición, una decena de labrantines, y jornaleros que vivían de trabajos eventuales con los primeros. En general, eran gente desheredada, pobre, que habitaban en tabucos de adobe, sin enlosar, sobre la tierra apelmazada.

Don Bernardo hizo un alto en el mesón de Florencio y dedicó la tarde a platicar con Estacio del Valle, su representante en el Páramo. Las cosas no iban mal o no tan mal como el año anterior. Los rebaños del común habían aumentado en mil doscientas ovejas y la última temporada de pastos había sido favorable. Dos pastores de labradores independientes habían emigrado y habían sido sustituidos por dos braceros inexpertos que, sin embargo, eran hábiles esquiladores. Una cosa podía compensar a la otra. Lo único grave en esta localidad era la tendencia a la emigración entre los jornaleros sin tierra, desocupados en el largo invierno mesetario y con trabajos ocasionales, mal retribuidos, en la recolección y la trilla. Pensando a largo plazo, ViUanubla podría ser mañana un problema si la emigración continuaba al ritmo actual. La vida de los desheredados, sometidos a una dieta inalterable de legumbres y cerdo, resultaba monótona, insana y embrutecedora. Estacio Valle, labrantín sin ambiciones, con sus zaragüelles de lienzo y las abarcas, ofrecía una cierta prestancia indumentaria comparado con los mozos que cruzaban las calles embarradas, descalzos, con sucios calzones hasta la rodilla. Éste era el sino de los hombres del Páramo donde la jerarquía social se establecía por la forma de llevar las pantorrillas: desnudas, con zaragüelles o con calzas abotonadas como los pastores.

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