—Hasta aquí, así fue. Más tarde pudo más la política.
—¿Se refiere vuesa merced a la pretensión de crear un Parlamento de campesinos? ¿Le parece excesiva esa aspiración de los desheredados? ¿No la considera cristiana? Thomas Müntzer, creyéndose un iluminado, decidió formar una teocracia, pero fue aniquilado en Frankenhausen. Más de cien mil muertos, una matanza. Y todavía hay quien afirma que Lutero firmó panfletos contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos, pero no se ha demostrado que así fuera. Lutero detestaba la algarada pero amaba la justicia.
—Pero lo de los anabaptistas fue algo parecido.
—Lo que hizo impopulares a los anabaptistas fue el hecho de retrasar el bautismo de los niños. A la gente le asustaba la amenaza del limbo. Por lo demás fue un grupo idealista que enarboló el anarquismo como bandera; Hubmaier lo llevó a Turingia. Pero además de la anulación del Estado, pretendían suprimir la Iglesia, la jerarquía, los sacramentos y la propiedad privada. Todo un programa revolucionario. Tenga usted en cuenta que Hutter, por hacer esto mismo, fue quemado en Austria en esos años. A la postre el pueblo mismo acabó levantándose y católicos y protestantes unidos los derrotaron en Münster. Después de tanta sangre ¿cómo le puede extrañar a usted que aún haya huellas de violencia en Turingia?
La voz apolillada de Berger se enardecía. «Hay veces en que parece un canónigo magistral», le había dicho bromeando el Doctor en una de las conversaciones anteriores a su viaje. «Hombre bueno, fundamentalmente bueno, e instruido», añadía inmediatamente ante el temor de estar atribuyendo a su amigo una imagen que no le correspondía. Salcedo advertía que el capitán conocía al dedillo la reciente historia alemana, los pros y los contras de la revolución de Lutero y que, probablemente, le consideraba a él un pobre intruso, un párvulo ayuno de toda formación. La nave continuaba moviéndose, cabeceaba, a ratos insistentemente, y don Isidoro Tellería, imperturbable, llenaba de nuevo la cazoleta de la pipa. Cipriano Salcedo hizo una pausa, miró a los ojos claros de Berger y prosiguió:
—Estas cosas y otras del mismo tenor avivaron mi deseo de conocer a Melanchton. Lutero y él no siempre habían marchado de acuerdo pero los partidarios de uno y otro le reconocen ahora como la cabeza del protestantismo. Al fin conseguí ser recibido en Wittenberg. Se mostró afable y comprensivo conmigo. Me habló de Lutero con exaltada devoción, con afecto filial. Habló del Lutero reformador y del Lutero exclaustrado, fiel esposo y padre amantísimo. Se interesó por los grupos luteranos españoles y me transmitió un saludo para ellos. Luego se sometió sumisamente a mi interrogatorio, un largo interrogatorio que arrancó de la Guerra de las hogueras en 1521, y terminó con la derrota del Emperador en Innsbruck y la división de Europa en dos bandos: católicos y protestantes.
—Y ¿no le habló a vuesa merced de su actuación personal?
—Naturalmente. Melanchton reconoció que él mismo alentó a los estudiantes de Wittenberg a quemar la bula papal y aludió luego a sus posteriores diferencias con Lutero en las dietas de Worms y de Spira que, en el fondo, no sirvieron más que para acrecentar la tensión entre ambos bandos. Melanchton se mostró en aquellos momentos humanista y conciliador, pero Lutero desaprobó su postura. Según me dijo expresamente, con un punto de añoranza, Roma y la Reforma estuvieron a punto de entenderse incluso en aspectos muy delicados como el del matrimonio de los clérigos y la comunión en las dos especies, pero ni Lutero ni los príncipes aceptaron tales propuestas.
—Y ¿de su papel de sistematizador?
—Me habló de ello también. Mencionó a Lutero, a la necesidad de crear unos códigos de fe y de conducta. Lutero mismo, con una clara visión del problema, redactó dos catecismos, uno para predicadores, muy elevado, y otro para el pueblo, más simple; ambos resultaron sumamente eficaces. También creó una bendición bautismal y otra nupcial para sustituir a los sacramentos del bautismo y el matrimonio sin provocar escándalo en el pueblo sencillo, que pensaba que con la nueva liturgia los cónyuges y los niños quedaban espiritualmente desamparados, eran un poco como animales sin alma. Personalmente —me dijo—, para participar en la organización del sistema, escribí el libro
Hogares comunes
que tuvo buena acogida. La formación dogmática era elemental: sólo Cristo, sólo la Escritura, sólo la gracia; basta la fe. El luteranismo falló a la hora de hacer de la Iglesia un ente invisible, sin estructura. Semejante cosa no fue posible y en este aspecto tanto Zuinglio como Calvino le desbordaron.
Isidoro Tellería tosió dos veces, dos toses secas y ásperas tras una larga fumada. Había sido tan hermético su silencio que el capitán Berger se volvió hacia él sobresaltado. Había olvidado por completo su presencia y su vozarrón oscuro, tan abrumador como su atuendo, atronó ahora en la pequeña camareta:
—Estoy de acuerdo —dijo, jugueteando con la pipa encendida a sabiendas de que iba a sorprender a sus contertulios—: Lutero creó una Iglesia en el aire; Calvino ha sido más práctico: ha hecho de Ginebra una ciudad— iglesia. He viajado mucho estos meses por Ginebra, Basilea y París, pero fue en una comunidad parisina, oyendo cantar el salmo
Levanta el corazón, abre los oídos
, cuando me sentí tocado por la gracia. Salí luterano de Sevilla y regreso calvinista.
El capitán Berger, por no enfrentar descaradamente su mirada a la de Tellería, volvió a observar las pequeñas manos inquietas de Salcedo tabaleando sobre la mesa:
—¿Cree vuesa merced en el poder absoluto? —inquirió.
—Amo la disciplina. Calvino acepta el beneficio de la fe y nos facilita un orden, una Iglesia y un modo de vida austero, vigilado discretamente por el Consistorio.
—Y ¿no ve usted en
esa discreta vigilancia
una réplica de la Inquisición?
Isidoro Tellería traía la lección bien aprendida:
—La fe sola no basta —dijo—. Debe ser servida. En este aspecto discrepo de Lutero. El calvinismo tiene espíritu misionero, algo que le falta al luteranismo y crea un concepto de Iglesia un tanto exasperado y radical.
—Usted lo dice: exasperado y radical.
—Entiéndame, no me refiero tanto a las normas en sí como a la exigencia de su cumplimiento: Calvino amenaza con la excomunión a todo aquel que no las acepte, que no acepte las normas. ¿Excesivo? Tal vez, pero un hombre tiene que estar muy seguro de lo que dice para adoptar una medida semejante. Creo que el asunto bien merece una reflexión. Y Calvino se somete voluntariamente a ella en Estrasburgo, durante tres años, el tiempo que permanece en la ciudad como capellán de la colonia francesa. Al mismo tiempo aprovecha para darle un empujón al libro que trae entre manos,
Institución Cristiana
, tan largo como edificante. En Estrasburgo, la posición de Calvino es pasiva, de simple espera.
—¿Cree usted que esperaba la llamada de los ginebrinos?
—La esperara o no, la llamada se produce. Ginebra se pone en sus manos y se somete al experimento. Los ginebrinos están arrepentidos de haberle expulsado. Entonces Calvino inicia la formación de una Iglesia. Esto es esencial. Pertenecer a ella, a esa Iglesia, es algo así como la fe para ustedes, una garantía de salvación. Calvino organiza una verdadera teocracia, el gobierno de Dios. A partir de ese momento en la pequeña ciudad apenas funciona otra cosa que la predicación y los sacramentos. El creyente viene obligado a ser devoto. El mundo es un valle de lágrimas y debemos acomodar la vida a una idea religiosa y a una actitud de servicio.
—Y todavía va más allá. Todo lo que no aparece en la
Biblia
está de más, queda prohibido.
—Cierto, pero este rigor, alejado de las frivolidades luteranas, es lo que en principio me atrajo del calvinismo; un poco más tarde vino la caída del caballo, en París. Cuando regresé a Ginebra, la ciudad me edificó. Era como un templo gigantesco en contraste con las ciudades luteranas: nombres bíblicos en los niños, catequesis, estudio, oraciones, prédicas… El juego fue declarado maldito y a los jóvenes se les prohibió cantar y bailar. Se les imponía el espíritu de sacrificio. Naturalmente se produjeron algunas protestas, pero, al cabo, prevaleció la razón: el mundo no estaba hecho para gozar y el pueblo aceptó de grado la autoridad de Calvino.
La luz del portillo languidecía. Cipriano Salcedo consideraba a don Isidoro Tellería con una remota piedad. Le roían la cabeza sus escrúpulos de infancia, su azarosa vida espiritual, el nacimiento de su pesimismo. Las negras palabras de Tellería le habían abstraído de tal forma que tuvo que hacer un esfuerzo para reintegrarse a la realidad, volver a notar el balanceo de la nave, el crujido de las cuadernas maestras y del mamparo. Vagamente tomó conciencia de que, de una manera u otra, todos buscaban a Dios en aquella extraña reunión en alta mar. Se sintió en la necesidad de intervenir:
—Pero en Francia —dijo, recordando su paso por este país— los hugonotes bautizan a sus hijos en católico a escondidas y, a escondidas, asisten a las misas papistas en París. Es decir, la doctrina de Calvino, aun siendo éste francés y francesa su lengua, no ha uniformado religiosamente a Francia.
Cuando se le contradecía, la voz oscura de Tellería se tornaba más opaca y brumosa, fruto del acaloramiento:
—No es lo mismo —sonrió rígidamente con media boca—. No es lo mismo una pequeña ciudad como Ginebra que un reino entero como Francia. Francia es un vasto mundo por conquistar y Calvino ha aceptado este desafío: ha enviado allí grandes contingentes de misioneros. He aquí otro tanto a su favor. De este modo, y poco a poco, el calvinismo se va afirmando: Francia, Escocia, Países Bajos… Son los intelectuales, formados en la Academia de Ginebra, los que han catequizado estos países. Yo vengo de Ginebra, he pasado seis meses allí y puedo asegurarle que la ciudad es un ejemplo de religiosidad para cualquier persona que sepa verlo sin prejuicios.
La tez de Isidoro Tellería había empalidecido y los ojos amusgados del capitán Berger se posaban en él con evidente escepticismo. Se diría arrepentido de haberle dado acogida en su galeaza. Volvió la mirada hacia el ojo de buey:
—Señores —dijo de repente, dando por terminada la reunión que empezaba a pesarle demasiado—, está anocheciendo.
Se puso en pie torpemente. El taburete, sujeto a las planchas del suelo, le obligaba a flexionar las piernas para salir. Cipriano Salcedo le imitó. Cuando, a su vez, fue a hacerlo Isidoro Tellería dio un traspiés, se sujetó a la mesa y se llevó la mano derecha a la frente sudorosa:
—Se mueve mucho este barco —dijo—. Estoy un poco mareado.
El capitán Berger se aplastó contra la mampara para dejar pasar a su invitado:
—Es el encierro —corrigió—. Y la pipa. El tabaco hace más daño a la cabeza que el mar. ¿Por qué ese empeño en imitar a los indios?
Cipriano Salcedo ayudaba a un trémulo Isidoro Tellería a subir a cubierta por la escotilla de proa. Contra el cielo se divisaba un marinero inmóvil en la cofa y, por babor, muy diluida, la tenue silueta de la costa francesa. Isidoro Tellería inspiró profundamente el aire puro y sacudió la cabeza de un lado a otro:
—Olía intensamente a brea, ahí abajo —protestó—: olía a brea como si acabaran de calafatear el barco.
Con el mareo, Tellería había perdido su austera apostura. Ante un rollo de cuerdas en cubierta, Salcedo le animó a sentarse, a hacer un alto en su camino hacia toldilla, donde se levantaba la tienda. Las pequeñas manos peludas y vitales de Cipriano Salcedo sujetaban a su compañero de travesía por un brazo. Entre los celajes, una luna menguante exhibía un resplandor desvaído, sin contrastes. Un jirón suelto de lona azotaba la vela mayor con violencia intermitente. Tellería renunció a sentarse. El cambio de postura habría acrecentado su sensación de inestabilidad:
—Puedo llegar a mi cama —dijo—. Prefiero acostarme.
El tiempo había refrescado y, cuando alcanzaron su tienda, Tellería se metió por la rendija de la puerta y se tumbó en el coy sin descalzarse. Apenas había luz dentro y Tellería, apoyándose en el codo, encendió el candil que tenía a la cabecera. A su lado, amontonados, estaban los fardos del equipaje. Salcedo se sentó en el arcón que, con el coy, componía el mobiliario de la tienda. El viento traía la voz de un marinero que cantaba, lejos, en alguna parte. A la luz del candil, y en contraste con sus ropas fúnebres, Isidoro Tellería estaba verde, desencajado. Salcedo se incorporó y se inclinó sobre él:
—¿Le traigo algo para cenar?
Tellería denegó:
—No debo comer. En mi situación no sería conveniente.
Extendió la manta sobre el estómago y el vientre. Cipriano Salcedo dijo a media voz:
—Le dejo descansar. Volveré dentro de un rato.
Salió de la tienda y entró en la suya. Divisó en el rincón el fardillo de los libros y, casi ocultándolo, los tres del equipaje. Llevaba varios meses en esta incómoda provisionalidad, con la ropa enfardada, de fonda en fonda. Soñaba con verse estabilizado en una casa, la ropa limpia y planchada, bienoliente, ordenada en un gran armario. Faltaban poco más de treinta horas para arribar a puerto y confiaba en que Vicente, su criado, no faltara a la cita concertada cuatro meses antes. Si Vicente había cumplido sus indicaciones, dispondría de alojamiento en Laredo, en la posada del Fraile, y de un caballo y una mula para llegar a Valladolid. Dudó un momento sobre si tenderse también en el coy, como Tellería, pero finalmente desistió y salió de nuevo a cubierta. Era, efectivamente, el marinero de la cofa el que canturreaba y el jirón de vela continuaba azotando a la mayor mientras dos jóvenes se encaramaban descalzos por las jarcias con ánimo de reparar el pequeño estropicio. Infló el pecho y una bocanada de aire salino ventiló sus pulmones. Paseó despacio por cubierta pensando en sus cofrades de Valladolid, en su casa, en el taller de confección de la Judería, en sus propiedades de Pedrosa, donde su amigo Pedro Cazalla, el párroco, seguiría armando el tollo cada tarde, a la entrada de La Gallarita, para cazar con el perdigón. Por asociación de ideas pensó en el Doctor, su hermano, tan pusilánime y abatido en los últimos tiempos, como si barruntara una tragedia, en el empeño con que le propuso este viaje y sus cautelas exageradas. Salcedo estaba ese invierno enredado en mil asuntos, pero le conmovió la confianza del Doctor, el hecho de que le antepusiera a los demás miembros del grupo, más antiguos que él. Entonces le expuso su temor de que la Inquisición tuviera alguna sospecha de la existencia del conventículo. Al Doctor hacía tiempo que le desazonaba la actividad de Cristóbal de Padilla, el criado de los marqueses de Alcañices, su torpe proselitismo en Toro y Zamora. En líneas generales estaba satisfecho del grupo, de su alto nivel intelectual, su posición social, su discreción, pero desconfiaba de la gente baja, de algunos pobres analfabetos, decía, que se habían infiltrado en el mismo. «¿Qué puede esperarse —le decía a Salcedo días antes de marchar— de ese impenitente correveidile haciendo proselitismo?» En la carta a Erfurt había vuelto sobre el tema. Salcedo compartía su temor en cierto modo, pero recelaba aún más de Paula Rupérez, la mujer del joyero Juan García, aunque no perteneciera al conventículo. Ello le llevó a pensar en Teo, su propia esposa, el extraño fracaso de su matrimonio, la disparidad física entre los dos, su incapacidad para hacerla madre y su hundimiento final. Teo carecía del calor maternal que ingenuamente le había atribuido al conocerla. De esta manera, la soledad de Cipriano se había acrecentado con el matrimonio. Había admitido impávido la separación de lechos, de habitaciones, de vidas. A Pedro Cazalla, párroco de Pedrosa, le habló un día del asunto: no sólo no quería a su mujer sino que la despreciaba. Era un grave pecado y Nuestro Señor se lo tendría en cuenta. Con su padre, don Bernardo, le había sucedido algo parecido. ¿Es que había seres que nacían solamente para odiar? Fue entonces cuando Pedro Cazalla le dijo que confiara en los méritos de Cristo y no diera tanta importancia a sus sentimientos. Una nueva luz apareció en su angosto horizonte. Así que no todo estaba perdido, la Pasión de Cristo valía más que sus propias obras, que sus sentimientos mezquinos. Detrás vino don Carlos de Seso y, más tarde, el Doctor, a profundizar en la misma idea: el purgatorio no era, pues, necesario. La secta venía a ofrecerle una fraternidad que no había conocido hasta entonces. Se entregó a ella con fruición, con entusiasmo. El viaje a Alemania formaba parte de esta entrega.