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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (5 page)

Antes de que se instalara la Corte, la noche del 30 de octubre de 1517, el coche que ocupaban el hombre de negocios y rentista, don Bernardo Salcedo, y su bella esposa, doña Catalina de Bustamante, se detuvo ante el número 5 de la Corredera de San Pablo. Al salir de la casa de don Ignacio, rubio y lampiño, oidor de la Real Cnancillería, hermano de don Bernardo, donde habían pasado la velada, doña Catalina había confiado discretamente a su marido sentir dolores en los ríñones y, en este momento, al detenerse bruscamente los caballos ante el portal de su casa, volvió a aproximar los labios a su oído para comunicarle en un susurro que también notaba humedad en el nalgatorio. Don Bernardo Salcedo, poco experto en estas lides, primerizo a sus cuarenta años, instó al criado Juan Dueñas, que sostenía la portezuela del coche, que acudiese vivo a casa del doctor Almenara, en la calle de la Cárcava, y le hiciera saber que la señora de Salcedo estaba indispuesta y requería su presencia.

Don Bernardo Salcedo consideraba al niño que se anunciaba como un verdadero milagro. Casado diez años atrás, el inesperado embarazo de su esposa constituyó para ambos una sorpresa. Los Salcedo no solían incurrir en estas vulgaridades. Fue doña Catalina, la que, intrigada por la infertilidad de su matrimonio, se puso en manos de don Francisco Almenara. Don Francisco era el más prestigioso médico de mujeres en toda la región. Autorizado para curar en 1505 por el Real Tribunal del Protomedicato después de brillantísimas pruebas, sus prácticas junto al acreditado doctor don Diego de Leza no hicieron sino confirmar los esperanzadores auspicios. Hoy la fama del doctor Almenara había salvado fronteras y los más importantes industriales tejedores de Segovia y los más famosos comerciantes de Burgos acudían habitualmente a su consulta. Sin embargo a doña Catalina Bustamante le costó lágrimas la decisión. ¿Cómo mostrar las partes pudendas a un desconocido por muy eminente que fuera? ¿Cómo consultar con nadie un problema tan íntimo como que sus relaciones sexuales con su marido no dieran fruto? Pero su curiosidad pudo más que su pudor. Aunque ella no suspiraba por un hijo, como buena pragmática deseaba saber por qué su conducta, análoga a la de tantas mujeres, no producía los mismos efectos. Días después el noble porte del doctor Almenara, embutido en su loba de terciopelo oscuro, el rubí pendiente del gorjal, su luenga barba puntiaguda y la disforme esmeralda que ornaba su pulgar derecho, acabaron con sus escrúpulos y reticencias. A su aceptación contribuyeron también los correctos modales del sanador, sus palabras suaves apenas musitadas, la delicadeza con que solicitaba acceso a las partes más íntimas de su cuerpo y los contactos, mínimos pero turbadores, que exigía su cometido. El largo período que estuvieron en sus manos disipó todo recelo en el ánimo de doña Catalina y abrió el corazón de don Bernardo a una leal amistad. Pero antes tuvo que soportar terribles pruebas, como la del ajo, para intentar averiguar quién de las dos partes era la causante de la esterilidad matrimonial. Con este objeto, don Francisco Almenara introdujo en la vagina de doña Catalina un diente de ajo, debidamente pelado, antes de meterla en cama:

—Mañana no se levante hasta que yo llegue. Debo ser el primero en olería —advirtió.

Don Bernardo se despertó con el alba. Intuía vagamente que algo grave relativo a su masculinidad estaba en entredicho. Divagó por la casa durante horas y cuando, sobre las nueve de la mañana, oyó a la puerta los cascos de la muía del doctor levantó el visillo de la ventana con inquietud manifiesta. El criado del doctor, que traía a la caballería del ronzal, ayudó a apearse a su dueño y ató aquélla a la armella de la columna. Todo lo que vino a continuación resultó para don Bernardo desconcertante y confuso. Don Francisco ordenó levantarse a doña Catalina y, tal como estaba, en salto de cama, la condujo de la mano hasta la jofaina y, una vez allí, requirió amablemente su aliento.

—¿Cómo? —A doña Catalina se la veía sensiblemente turbada.

—El aliento, señora, écheme vuesa merced su aliento —insistió el doctor inclinando el busto sobre el rostro de la paciente. Ésta, finalmente, obedeció.

—Otra vez, si no le importa.

La esposa de don Bernardo Salcedo alentó ante la nariz de don Francisco quien frunció sombríamente el ceño. Acto seguido, en una actitud de gravedad extrema, el doctor Almenara se encerró con don Bernardo en el despacho de éste, se sentó en el escritorio y miró al señor Salcedo con inusitada frialdad:

—Lamento tener que decirle que las vías de su esposa están abiertas —dijo simplemente.

—¿Qué quiere decir, doctor?

—La esposa de vuesa merced está apta para la concepción.

La sangre le bajó de golpe a los talones a don Bernardo:

—¿Quiere sugerir...? —apuntó, pero fue incapaz de proseguir.

—No insinúo nada, señor Salcedo, afirmo rotundamente que el aliento de su esposa huele a ajo. ¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo, las vías de recepción de su cuerpo están abiertas, no opiladas. La concepción sería normal tras una fecundación oportuna.

Don Bernardo había arrancado a sudar y sus movimientos se habían hecho torpes y resignados:

—Eso quiere decir que soy yo el causante del fracaso matrimonial.

Almenara le miró de abajo arriba con un asomo de desprecio:

—En medicina dos y dos no siempre son cuatro, señor Salcedo. Quiero decirle que estas pruebas no son matemáticas. Existe la posibilidad de que ambos estén en condiciones de procrear y, por lo que sea, sus respectivas aportaciones no se entiendan.

—O sea, que mi esposa y yo no congeniamos.

—Llámelo como quiera.

El señor Salcedo guardó cauto silencio. Le constaban los conocimientos del doctor Almenara, sus éxitos espectaculares entre las familias más distinguidas de la ciudad, su lucidez. Asimismo era del dominio público que en su biblioteca se alineaban trescientos doce volúmenes, no tantos como en la de su hermano Ignacio, pero suficientes para dar idea de su grado de ilustración. No era cosa de coger una pataleta por motivo tan nimio. Sin embargo inquirió:

—Y ¿la ciencia no dispone de ninguna otra prueba, doctor, digamos menos afrentosa, un poco más delicada?

—Podríamos someter a su esposa a la prueba de la orina, pero es una operación asquerosa y tan poco fidedigna como la del ajo.

—¿Entonces?

Almenara se levantó lentamente del escritorio. Embutido en su loba de terciopelo oscuro parecía un gigante. Su barba puntiaguda le alcanzaba al tercer botón. Tomó ligeramente del codo a don Bernardo:

—Sinceramente, señor Salcedo, ¿qué resultaría para vuesa merced más deprimente, el hecho de no tener descendencia o tener que reconocer ante su esposa que el responsable es usted?

El señor Salcedo carraspeó:

—Veo que también vuesa merced es especialista en hombres —dijo.

—Aquel que conoce bien a las mujeres termina conociendo a los hombres. Son conocimientos complementarios.

Don Bernardo alzó unos ojos vacuos, extrañamente opacos:

—¿No sería suficiente, doctor, comunicar a mi esposa que nuestros organismos no riman, que nuestras respectivas aportaciones, como usted dice, no se entienden?

—Es un buen consejo —sonrió—. Hagamos lo que usted dice. En realidad vuesa merced no me pide que mienta.

Aquella concesión del doctor Almenara salvó la armonía del matrimonio y la amistad entre los dos hombres. Pero, cuando ocho años después, sin otra novedad en la vida matrimonial que el simple paso del tiempo, don Bernardo y doña Catalina volvieron por la consulta, informando que la señora había tenido dos faltas, el doctor Almenara se congratuló de su discreción. Hizo tender a doña Catalina en la mesa ortopédica y le tomó el pulso detenidamente. Luego colocó la palma de su mano derecha en el pecho izquierdo, sobre el corazón de la paciente, y al sentir la agitación de doña Catalina, murmuró: tranquila, tranquila, señora, no tiene usted fiebre. Se volvió hacia su amigo y rubricó: calentura no tiene, señor Salcedo. Seguidamente se dobló por la cintura, aplicó la oreja al pecho de la mujer y escuchó el apremiado latido de su corazón. Al concluir, su mano experta abrió un hueco entre el corpino y la faldilla y exploró el vientre, las durezas del bazo y el hígado, las más escurridizas de los intestinos. Pero su mano descendió todavía un poco más. A doña Catalina se le cortaba el resuello; estaba a pique de desmayarse, era la mano derecha, la de la esmeralda en el pulgar, y a veces sentía en el pubis las suaves aristas de la piedra. El doctor Almenara actuaba con excesiva audacia esta mañana. Finalmente sacó la mano y fue a lavárselas a la jofaina. Habló mientras se secaba:

—Las faltas son casi siempre un indicio concluyente de preñez —observó— , pero en tan poco tiempo no es posible apreciar nada al tacto. —Miró a Salcedo y añadió como si retomara el tema de ocho años atrás—: Estas cosas ocurren en medicina. Las aportaciones de vuesas mercedes, que parecían no entenderse, han amigado de pronto. Celebrémoslo. Les espero dentro de ocho semanas.

El matrimonio volvió por la consulta dos meses después pero, para entonces, doña Catalina pasaba las mañanas en náusea permanente y, en dos ocasiones, había llegado al almadiamiento y el vómito. Se lo dijo al doctor antes de tenderse en la mesa. El doctor la auscultó pacientemente pero, apenas inició el tacto en el vientre, las comisuras de su boca se distendieron: Aquí tenemos la cabeza del joven Salcedo —dijo y sonrió más ampliamente—: Se han salido ustedes con la suya.

Mes tras mes, doña Catalina, acompañada por su esposo, visitaba al doctor Almenara. Suponía un motivo de orgullo oír de su boca la confirmación periódica de la próxima maternidad. No obstante, a los ocho meses de embarazo, el doctor formuló una pregunta enfadosa: ¿Están vuesas mercedes seguras de haber llevado bien las cuentas? Don Bernardo se aceleró: las faltas no engañan, doctor. La primera vez que le visitamos llevaba dos, luego ahora son ocho exactamente. La cabecita es muy chica —comentó el doctor—: no mayor que una manzana.

Al mes siguiente confirmó que todo iba bien, salvo el tamaño del feto, demasiado ruin, pero que ya no cabía hacer otra cosa que esperar. Finalmente, como si formulara la pregunta más inocente del mundo, inquirió de don Bernardo si tenían en casa silla de partos. Don Bernardo Salcedo asintió satisfecho. Se sentía feliz de poder complacer al doctor Almenara hasta en aquel pequeño detalle. Se extendió en pormenores sobre la flotilla de la lana y la previsión de don Néstor Maluenda, el conocido comerciante burgalés, al regalársela a su esposa no bien apareció en los mercados de Flandes como una novedad. Ellos la inventaron —sonrió el doctor. Pero de nuevo adoptó un tono despectivo para puntualizar—: Por más que, dado su tamaño, tampoco el joven Salcedo precisará ayudas para irrumpir en este mundo.

Ahora, doña Catalina esperaba al doctor deambulando por la sala y, de vez en cuando, asía la consola con ambas manos, contraía el rostro y enrojecía sin decir palabra:

—¿Otra vez? —preguntaba don Bernardo solícito consultando el reloj. Ella asentía—. Son cada vez más frecuentes, apenas un par de minutos, quizá menos —añadió él.

Salcedo, en el fondo, se sentía envanecido de haber provocado esta conmoción. Le latía en los pulsos la inmodestia del semental, antes que la de padre. Después de tantos azares lo había conseguido. Admiraba la serenidad de su mujer y le chocaba su atuendo discreto, dadas las circunstancias, su falda acampanada de verdugos disimulando la preñez, el gonete de escote redondo, abriéndose a los lados, sugestivamente, sobre los hombros. Sonrió para sí. El día que estrenó aquel gonete no tuvo paciencia para desnudarla. A veces le asaltaban estos impulsos inmoderados sin que acertara a explicar la causa. Dependían más de sus exigencias carnales que de la vestimenta de su esposa. No obstante siempre le había excitado este gonete insinuante, los blancos y frágiles hombros compitiendo con la seda de la prenda. De nuevo su esposa contraía el rostro agarrada a la consola y, una vez pasado el dolor, doña Catalina agitó nerviosamente la campanilla de plata. Apareció Blasa, la vieja cocinera, rutando, arrastrando las chinelas, con una saya de paño burdo y una cofia en la cabeza. Blasa había empezado a servir a los cinco años en casa de la abuela de doña Catalina para entretener a la madre de ésta, recién nacida. Luego la había visto nacer a ella. Era una institución en la casa. Sin embargo, no hizo ningún comentario cuando la señora comunicó que su hijo se anunciaba ya, que preparase la habitación y calentara agua en la cocina. A Modesta, la doncella, era preferible no decirle nada. Que se acostara. No estaba bien que a sus pocos años se viera envuelta ya en estos bretes. En cuanto a Juan Dueñas, el criado que había ido a recoger al doctor, no tardaría pero convenía que estuviera dispuesto para cualquier eventualidad durante la noche. Por de pronto que sacara del cuarto de los armarios la silla de partos que llevaba dos lustros encerrada en lo alto de uno de ellos. La Blasa asentía y asentía, con su pesada cabeza, con sus hinchados párpados, totalmente pasiva ante el revuelo que se avecinaba. Miró a su señora con ojos fatigados:

—¿Alguna cosa más, señora?

Pero doña Catalina atendía a su esposo que le aconsejaba, en tono didáctico, que se pusiera cómoda, que no pensaría dar a luz con el gonete y la falda verdugada. Entre el nerviosismo y las contracciones, doña Catalina no había pensado aún en la vestimenta apropiada. Don Bernardo precisó:

—Ropas de noche, flojas y abiertas naturalmente.

Se oyó rodar un carruaje. El señor Salcedo conocía cada bache, cada adoquín desajustado en la calle, y el crujido especial de su viejo coche al salvarlos:

—Pronto —dijo—, ha llegado el doctor.

Doña Catalina escapó de la habitación por el falsete mientras don Francisco de Almenara, con su loba de terciopelo oscuro y su maletín negro en la mano de la esmeralda, accedía por la puerta principal. El doctor sabía de la importancia de una irrupción ostentosa. El médico o la comadre en casa de una primeriza era una especie de dios. Don Bernardo se acercó a él, preso de una extraña agitación:

—La cosa ha comenzado, doctor.

—¿Siente dolores?

—Hace más de una hora. Cada dos minutos.

Don Francisco de Almenara miró en derredor y echó en falta la presencia de la comadre. Don Bernardo se excusó: ignoraba que fuera indispensable. El doctor anotó en un papel dos nombres y dos direcciones y el señor Salcedo llamó a Juan Dueñas: Recoja a la primera. A la segunda, únicamente si la otra estuviera ausente. Después condujo al doctor hasta el dormitorio pero, como buen hombre celoso, golpeó con los nudillos antes de entrar. Doña Catalina dijo «adelante» con voz sofocada. Se había encamado con el camisón de novia y una bata floja sobre los hombros y se recostaba sobre dos almohadas de lana. El doctor Almenara retuvo la puerta y se dirigió a don Bernardo con delicadeza:

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