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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (6 page)

—Es preferible que espere fuera.

El señor Salcedo dio un paso atrás, humillado. ¿Qué pretendía hacer el aguerrido doctor Almenara a solas con su esposa? Los minutos discurrían con lentitud exasperante. Con la gruesa puerta de roble por medio, apenas se oían tenues murmullos y cuando el doctor le dio acceso se precipitó en el santuario, como había denominado al dormitorio conyugal desde el día de su matrimonio. El doctor Almenara le frenó:

—Todo normal —dijo—. La dilatación ha comenzado.

La comadre había llegado. Era una mujercita pequeña y dura, de piel apergaminada, embutida en una saya vieja y con la cabeza cubierta por una toca. El doctor se dirigió a ella:

—Buenas noches, Victoria —dijo—. Las cosas marchan correctamente pero no conviene dormirse. Prepare a la parturienta un agua de artemisa.

Modesta, con sus andares saltarines, iba tras ella pero Don Bernardo la detuvo:

—Usted debe acostarse —dijo—. Blasa atenderá a la señora. —Se volvió a Juan Dueñas que le miraba inmóvil desde la puerta:

—Usted espere abajo, Juan. Aún no sabemos si vamos a necesitarle.

Doña Catalina tomó dócilmente la pócima sin que aparentemente las cosas cambiaran. Sin embargo la dilatación progresaba. La comadre iba y venía a la sala:

—La dilatación es suficiente, doctor, pero no veo voluntad de participar. Está pasiva.

—Déle un ruibarbo.

La paciente movió el vientre con el ruibarbo. Escondía el rostro contra las almohadas a cada contracción pero no se esforzaba.

—Apriete —dijo el doctor.

—Que apriete, ¿dónde?

Cundía el desconcierto:

—Cuando le venga el dolor, haga usted fuerza.

El doctor se sentó en la descalzadora. Al oír que la parturienta se quejaba volvió la cara hacia ella:

—¡Apriete!

—No puedo, doctor.

Don Francisco Almenara se levantó. La cabeza está ahí, es pequeña, ¿por qué demonios no sale? —dijo el doctor. Pero transcurrió media hora y el panorama no había cambiado. La dilatación estaba hecha pero doña Catalina seguía sin participar:

—¡Victoria! —voceó el doctor entonces con energía—: ¡La silla de partos, por favor!

El propio don Bernardo ayudó a introducirla en el dormitorio. Era un artefacto de madera y cuero, el asiento más bajo que los soportes de las piernas y dos correas en los brazos donde debería agarrarse la paciente para hacer fuerza. La comadre y Blasa, la cocinera, ayudaron a doña Catalina a acomodarse en la silla. La parturienta, demacrada, con las piernas abiertas en alto y el nalgatorio apoyado en el asiento de cuero negro, ofrecía un aspecto desairado y ridículo. Le asaltó un dolor y el doctor dijo: Haga fuerza y ella frunció la cara, pero, cuando el dolor se disolvió, empezó a alterarse y ordenó a su marido con cajas destempladas que saliese y esperase en la sala, que le disgustaba que fuese testigo de su degradación. Nunca pensó don Bernardo que el nacimiento de un hijo comportase un proceso tan prolongado y vejatorio.

A las dos y media de la madrugada del 31 de octubre de 1517, la dilatación estaba prácticamente terminada pero el niño no salía y doña Catalina gritaba pero seguía sin poner nada de su parte para llevar el proceso a buen término. Fue en ese momento cuando el prestigioso doctor Almenara pronunció una frase que había de hacerse popular en la villa: Este niño está pegado — dijo. Justo en ese instante ocurrió algo inimaginable: la cabeza de la criatura desapareció del acceso y, en su lugar, asomó su bracito con la mano abierta que se agitaba como si se despidiese o saludase. Y allí quedó después el brazo, desmayado y flojo como un pene, entre las piernas abiertas de la dama.

—Este condenado se ha dado la vuelta —dijo el doctor fuera de sí—. Atiéndale, rápido.

La comadre abrió la cesta y sacó de ella un frasco de aceite de eneldo y una cajita de manteca, untó el bracito varado con ambas sustancias y mediante un rápido movimiento, muy profesional y sabio, volvió a meterlo en el vientre de su madre. La paciente se dejaba hacer dócilmente y, cuando advirtió que el doctor se quitaba del dedo pulgar el gran anillo de la esmeralda y lo dejaba sobre el tocador, se sintió tan desvalida como si se hubiese desenroscado la mano y descargara en ella toda la responsabilidad. Pero, de manera imprevista, sucedió todo lo contrario. Ella notó de repente su poder en el vientre, el doctor sujetó el hombro del bebé con sus dedos afilados y, muy hábilmente, le hizo girar de forma que la pequeña cabeza quedara de nuevo opilada sobre la vulva. Doña Catalina, que había perdido los modales y gritaba e insultaba a todos los presentes, volvió a experimentar una acumulación de energías en la pelvis, chilló, apretó con todas sus fuerzas mientras la comadre la animaba: así, así y, de pronto, como si fuese un bolaño, un pedazo sanguinolento de carne rosada salió proyectado con fuerza, el doctor retiró la cabeza para evitar el impacto, y la criatura aterrizó sobre la blanca toalla que la comadre sostenía entre sus brazos poco más atrás. Le miró atónita:

—¡Un niño! —dijo—. Qué menudo es, parece un gatito.

Entró apresurado don Bernardo y el doctor Almenara, que se lavaba las manos en la jofaina, le miró fijamente y le dijo:

—Ahí tiene a su hijo, señor Salcedo. ¿Creen vuesas mercedes que han contado bien? Por el tamaño parece sietemesino.

Pero el esfuerzo, el bochorno, el reteso de doña Catalina, que por vez primera en su vida había realizado una tarea personal por sí misma, sin apelar a manos mercenarias, tuvo sus dolorosas consecuencias. Se sentía exhausta y desarmada y, cuando a la mañana siguiente le entregaron el niño para que mamase, el pequeño retiró la cabecita del pezón aquejado de un llanto convulso. El doctor Almenara, que había presenciado la reacción del recién nacido, auscultó pacientemente a doña Catalina, colocó la mano del anillo sobre el pecho izquierdo de la enferma, se volvió hacia don Bernardo y sus hermanos, que se habían presentado en la casa inopinadamente, y pronunció otra de sus frases lapidarias:

—La parturienta padece calenturas. Habrá que buscar una nodriza.

La influencia de la familia Salcedo se desplegó por la villa y pueblos limítrofes. Don Ignacio, oidor de la Cnancillería, donde se preparaba esa mañana la recepción del Rey, dio el parte entre el personal subalterno: urgía una nodriza joven, con leche de varios días, sana y dispuesta a alojarse en casa de los padres. Los corresponsales de la lana, en el Páramo, recibieron de don Bernardo la misma consigna: Se precisa nodriza. La familia Salcedo requiere urgentemente una nodriza. A las doce del día siguiente se presentó una muchacha, casi una niña, procedente de Santovenia, madre soltera, con leche de cuatro días, que había perdido a su hijito en el parto. A doña Catalina, aún no demasiado cargada de fiebre, le gustó la chica, alta, delgada, tierna, con una atractiva sonrisa. Daba la sensación de una muchacha alegre a pesar de todos los pesares. Y una vez que el niño se enroscó en su regazo y estuvo una hora inmóvil tirando del pezón y se quedó dormido, doña Catalina se conmovió. El f
ervor materno
de aquella chica se advertía en su tacto, en el cuidado meticuloso al acostar a la criatura, en la comunión de ambos a la hora de alimentarlo. Deslumbrada por tan buena disposición, doña Catalina la contrató sin vacilar y la alabó sin reservas. De esta manera apresurada Minervina Capa, natural de Santovenia, de quince años de edad, madre frustrada, empezó a formar parte de la servidumbre de la familia Salcedo en la Corredera de San Pablo 5.

Tampoco Minervina encontró resistencia en la cocina donde Blasa, la cocinera, era, en principio, un hueso duro de roer. Había dado al niño dos tomas de leche de burra, rebajada con agua y muy azucarada, como vio en tiempos hacer a su madre, antes de aparecer Minervina, y doña Catalina temió un recibimiento hostil. Pero a la señora Blasa le había intrigado la procedencia de la chica y, tan pronto se vio a solas con ella, le preguntó si conocía en su pueblo a un tal Pedro Lanuza, padre de dos rapazas bien apersonadas y ligeras de cascos, y no había terminado de formular la pregunta cuando Minervina rompió a reír:

—Toda la famila alumbrada, señora Blasa.

—Y ¿qué quieres decir con eso?

—Lo que oye, señora Blasa, alumbrados, de esos que dicen que Nuestro Señor prefiere ver a un hombre y una mujer en la cama que en la iglesia rezando latines.

—¿Eso dicen en tu pueblo? Siempre fue un poco rara esa familia.

Minervina se esforzó por recordar más cosas para complacer a la señora Blasa, para caerle en gracia:

—También dicen que Nuestro Señor viene a ellos sin más que sentarse a esperar. Que basta quedarse quietos y aguardar para que el Señor los ilumine. Por eso les dicen también los
dejados
.

La Blasa asentía:

—Ese mote le cae mejor al Pedro Lanuza que el otro, ya ves. En la vida vi a un hombre más vago y abandonado que él.

—Pues si quiere verlos, los sábados bajan a Valladolid, en la burra, a casa de una tal Francisca Hernández y de un cura que también le dicen don Francisco.

La Blasa abrió el ojo:

—Y ¿dónde vive la Francisca Hernández esa, hija?

—Ni me recuerdo, señora Blasa, pero si usted tiene interés el primer día que vaya al pueblo lo pregunto.

Así tomó Minervina posesión de los dominios de la Blasa. La Modesta, corta y tímida, pero disparatada, también aceptó a la chica complacida. Habituada a la vieja, halló en la nueva compañera juventud, unos puntos de vista más afines y una conversación fluida, impropia de una chica de pueblo.

Doña Catalina pasó el día tranquila. La aparición de Minervina, tan limpia como bien mandada, la había sosegado. Para acrecentar su bienestar, a mediodía se presentó doña Gabriela, su cuñada, a darle cuenta de los festejos de la villa: los cuarenta mil forasteros llegados para recibir al Rey, las calles hirvientes, los arcos de madera revestidos de follaje en las esquinas, los paneles y tapices engalanando las casas más nobles. Y, luego, la marcial parada en el Nuevo Espolón, el infante don Fernando, flanqueado por el cardenal de Tortosa y el arzobispo de Zaragoza, seguidos de heraldos, alguaciles, ujieres y maceros. El gentío se desgañifaba dando vivas al Rey al aparecer don Carlos sobre el adoquinado, solo, apuesto, por el centro de la calzada, caminando al ritmo de los timbales, los diamantes engarzados en su traje brillando al sol de noviembre. Le precedía una banda de trompetas y tambores y velaban su retaguardia quinientos arcabuceros, cuatrocientos alemanes y cien españoles, tras los cuales desfilaban su hermana, doña Leonor, con las damas del séquito atendidas por nobles y, cerrando el cortejo, una compañía de arqueros haciendo caracolear a sus caballos y dando vivas a Castilla y al Rey. Doña Catalina, mujer de fáciles emociones, comenzó a temblar bajo el edredón y doña Gabriela, al advertir su encendimiento, hizo derivar la conversación hacia el gran elefante instalado en la Plaza del Mercado para regocijo de niños y adultos.

Al día siguiente, sin razones aparentes, doña Catalina empeoró. Le subió la calentura y el doctor Almenara admitió que podía tratarse del mal de madre y, con objeto de ganar tiempo, ordenó al barbero cirujano Gaspar Laguna, que en su día había vuelto a la vida al presidente de la Cnancillería en situación desesperada, que practicase a la enferma una sangría, cosa que llevó a cabo con admirable destreza. Pero como, al día siguiente, doña Catalina continuara en el mismo estado, don Francisco Almenara abrió un nuevo camino a la esperanza apelando a la triaca magna:

—Hay que dársela. No queda otro remedio.

La matrona asintió. Don Bernardo, resignadamente, buscó unas monedas en los bolsillos de la ropeta para el remedio, pero el doctor, al advertir su ademán, le informó que se trataba de un medicamento caro. ¿Como cuánto de caro? —inquirió Salcedo. Doce ducados —concretó el doctor. ¡Doce ducados! —estalló don Bernardo. El doctor argumentó las razones de este precio: Tenga usted en cuenta que sólo se fabrica en Venecia y que en el preparado entran más de cincuenta elementos distintos. Mientras la Modesta bajaba a la botica de Custodio, se oyeron pasar caballerías por la calle y, acto seguido, un
viva el rey
y el rumor de alabarderos desfilando acompasados por el redoble de un tambor. De pronto, como una tiple que respondiera en escena a la voz poderosa del barítono, sonó el tintineo de una esquilita entre el estruendo militar. Don Bernardo retiró el visillo de la ventana. Había encargado en el Convento de San Pablo la misa de las Cinco Llagas por la salud de la enferma y el santo viático por si acaso las cosas se torcían. A su derecha vio venir a fray Hernando, con el cáliz cubierto, y a un monacillo a su lado, agitando la campanilla. La gente se hincaba de rodillas a su paso y, al levantarse, sacudían vigorosamente el polvo de las calzas o de las sayas. En las escaleras, la campanilla del monacillo se hizo más aguda, sonora e imperativa. Don Bernardo se acercó a fray Hernando:

—La unción es suficiente, padre; ya no conoce.

Y, en el momento en que el sacerdote iniciaba las preces, la barbilla de doña Catalina se desplomó sobre el pecho y quedó inmóvil, con la boca abierta. El doctor se adelantó hasta ella, le tomó el pulso y puso la mano de la esmeralda sobre su corazón. Se volvió a los asistentes:

—Ha muerto —dijo.

Un cuarto de hora más tarde, la Modesta, con la triaca magna en la mano, se tropezó con Juan Dueñas en el portal. Dijo Juan Dueñas lacónicamente:

—La señora doña Catalina ha muerto.

A la Modesta se le escapó un sollozo. Ascendió la escalera lentamente, sujetándose al pasamanos. La imponían los muertos y aspiraba a dilatar su entrada en la casa. Por la puerta entreabierta divisó a don Bernardo, sus hermanos, Blasa y la nueva compañera alterando la posición de los muebles en el vestíbulo, haciendo sitio. Permaneció quieta, sin entrar. Pocos minutos después llegaban las endechaderas e instalaron, en el despacho, la capilla ardiente. Modesta aprovechó el momento de confusión para llegar a la cocina. Minervina, deshecha en lágrimas, sentada en un taburete, daba de mamar al niño recién nacido, en tanto Blasa, la cocinera, atizaba el fuego impávida, con esa indiferencia propia de los seres muy vividos, arrancados prematuramente de su origen. Modesta se incorporó a la actividad doméstica. Entregó la medicina al señor. Don Bernardo musitó: doce ducados tirados a la calle. Ella dijo con vocecita inaudible: Lo siento, señor Bernardo; salud para encomendar su alma.

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