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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (31 page)

—¿Qué te parece? Crisanta y yo lo hemos dispuesto para ti.

Cipriano miraba acongojado el ventanuco, la otomana en un rincón, junto a la arqueta que iba a hacer las veces de mesilla de noche, donde de momento reposaba un candelabro de plata. Una esterilla como posapié, un armario de pino, dos sillas de cuero y un árbol para colgar la ropa constituían todo el mobiliario. Cipriano pensó que había sido expulsado del paraíso pero, al propio tiempo, tenía la solución inmediata del problema al alcance de la mano. Claudicó:

—Está bien —dijo—, es suficiente. Después de todo la ostentación resulta superflua en un dormitorio.

Teo sonreía. Cipriano había sabido valorar su esfuerzo. Le condujo hasta la puerta de la alcoba. A la derecha del marco, adherida a la pared, había una hoja de papel, donde ella había transcrito una especie de calendario. Los cuatro días de abstinencia recomendados por el doctor Galache estaban recuadrados en rojo. Sonrió con remota picardía:

—No trates de engañarme —dijo—. Tengo un cuadro igual a éste en la cabecera de mi lecho.

Las aguas habían vuelto a su cauce. Teo exultaba. No se dada cuenta de que había sido vencida. Por su parte, recobrada la libertad, conforme con las indicaciones de Seso, Cipriano decidió visitar al doctor Cazalla. No le encontró en casa pero le recibió su madre, doña Leonor de Vivero, una mujer de edad que sin embargo conservaba una vigorosa lozanía. Una piel fresca, sus ojos azules y vivaces, la serena coordinación de movimientos, su denso cabello blanco, alejaban cualquier idea de senectud. Una galera de brocado hasta los pies y la gorguera de lechuguilla blanca terminaban de perfilar su figura. Sonreía al hablar, con una sonrisa dentona, como si le conociera de toda la vida. Pedro le había hablado de él, de su devoción, de su probidad, de su buena disposición hacia el prójimo. Agustín regresaría tarde; tenía una reunión en el cabildo. El pequeño gabinete donde se encontraban era un trasunto del resto de la casa agobiada y oscura, donde los muebles pesados, de mucho bulto, ocupaban la mayor parte del espacio disponible. Únicamente la sala de reuniones, el oratorio, que doña Leonor le mostró solícita, escapaba de la norma. Era una habitación desahogada a costa del resto de la casa, el techo de vigas vistas, sin otro menaje que un pequeño estrado con una mesa y dos sillas y una larga fila de escañiles:

—Aquí celebramos nuestras reuniones mensuales explicó doña Leonor—. Espero que vuesa merced nos haga el honor de acompañarnos en la próxima. Agustín le dará las instrucciones precisas.

La capilla no tenía otra ventilación que un angosto hueco a poniente con la contraventana almohadillada para amortiguar los ruidos y la luz.

Cipriano volvió con frecuencia por casa de doña Leonor de Vivero. Era una mujer tan abierta y esparcida que no le importaba que el Doctor se retrasara. También ella le recibía con muestras de contento y escuchaba sin pestañear su divertido anecdotario. Nunca Cipriano se había visto tan halagado, y, por primera vez en su vida, dilataba el final de sus historias que, en su timidez innata, siempre había tendido a resumir. Y   doña Leonor reía fácilmente pero con discreción, sin estrépito, sin risotadas explosivas, como con una vibración monocorde del velo del paladar. A pesar de su contención, lloraba riendo, y sus lágrimas animaban a Cipriano que nunca había valorado su sentido del humor. Enlazaba un relato con otro y a la cuarta visita había agotado el filón de sus anécdotas impersonales y, sin solución de continuidad, inició el repertorio de las protagonizadas por él o sus allegados. Las historias de don Segundo,
el Perulero
, o las de su esposa
la Reina del Páramo
, desencadenaron en doña Leonor verdaderos ataques de hilaridad. Se desternillaba sin descomponerse, atildadamente, con un ligero cloqueo, sujetándose delicadamente el estómago con sus manos chatas y cuidadas. Y  Cipriano, una vez lanzado, no se paraba en barras: el sobrenombre de su mujer,
la Reina del Páramo
, provenía del hecho de que esquilaba borregos con mayor rapidez y destreza que los pastores de Torozos. Por su parte, su padre recibía a las visitas con un modelo de calzas acuchilladas que los lansquenetes habían puesto de moda allá por el año 25 en Valladolid. Doña Leonor reía y reía y Cipriano, ebrio de éxito, le contaba con buen humor que el doctor Galache le había recomendado un preparado de escorias de plata y acero para aumentar su fertilidad.

Una tarde, animado por la atención de doña Leonor, le confió su pequeño secreto:

—¿Sabía vuesa merced que yo nací el mismo día que la Reforma?

—No le entiendo, Salcedo.

—Quiero decir que yo nacía en Valladolid al mismo tiempo que Lutero estaba fijando sus tesis en la iglesia del castillo de Wittenberg.

—¿Es posible o bromea vuesa merced?

—El 31 de octubre de 1517 exactamente. Mi tío me lo contó.

—¿Estaba usted predestinado entonces?

—En ocasiones he estado a punto de admitir esa superchería.

Doña Leonor le miraba con una ternura intelectual admirativa, los incisivos asomando entre sus labios rosados:

—Le propongo una cosa —dijo tras una pausa—. El próximo cumpleaños de vuesa merced lo celebraremos aquí, en casa, en compañía del Doctor y el resto de mis hijos. Una comida de acción de gracias. ¿Qué le parece?

Doña Leonor y Cipriano Salcedo se hicieron mutuamente imprescindibles. Él pensaba a menudo que, tras el fracaso sentimental con Teo, doña Leonor venía a sustituir a la madre que había esperado encontrar en ella. El caso es que cuando tenía cita con el Doctor, llegaba a su casa antes de tiempo sólo por el gusto de conversar un rato con doña Leonor. Y allí, sentados en las sillas de cuero del pequeño gabinete, charlaban y reían y, de cuando en cuando, ella le invitaba a una merienda. Pero tan pronto aparecía el Doctor, ella se levantaba, recortaba su espontaneidad, siquiera su autoridad siguiese manifestándose sin palabras. Aquella casa, sin duda, había sido un matriarcado que los hijos habían reconocido y alentado espontáneamente.

En el despachito, paredaño a la capilla, conversaban Cipriano y el Doctor, sentados en torno a una mesa camilla ya que su paternidad se enfriaba incluso en el mes de agosto. La habitación estaba forrada de libros y, fuera de ellos y de un pequeño grabado de Lutero que presidía la mesa de pino, junto a la ventana, carecía de otros adornos. Día a día, Cipriano comprobaba la fragilidad del Doctor, su hipocondría y, al propio tiempo, su agudeza, su admirable orden mental. Le había acogido como a un hijo de su hermano, tanto fue el interés que Pedro Cazalla puso en presentárselo. Pasaban largos ratos juntos y el Doctor, muy pagado de su alto magisterio, iba imponiendo a Salcedo en los principios de la nueva doctrina. Su acento persuasivo, sus asequibles razonamientos, le ayudaban en el empeño. Y para Cipriano, el mero hecho de disponer para él solo de la palabra del gran predicador, venerado en la ciudad, constituía ya un motivo de engreimiento. Al propio tiempo, después de haber admitido la inexistencia del purgatorio, a Cipriano Salcedo poco le costaba ya aceptar la inutilidad del monjío como estado, el celibato sacerdotal o rechazar a los frailes fariseos. Cristo nunca impuso a los apóstoles la soltería. San Pedro, concretamente, era un hombre casado. Salcedo asentía y asentía. Jamás dudaba. Se le antojaban verdades contrastadas, de pata de banco, las que el Doctor exponía. Análoga facilidad encontró para rechazar el culto a los santos, a las imágenes y a las reliquias, los diezmos mediante los cuales la Iglesia explotaba al pueblo y el sacerdocio institucional. O para asumir la comunión en las dos especies, lógica a la vista de los evangelios. Todo era sencillo para Cipriano ahora. Tampoco se había cuestionado la confesión mental. Nunca había sentido aversión por descargar sus pecados en un confesionario pero hacerlo ahora directamente ante Nuestro Señor le dejaba más tranquilo y satisfecho. Llegó a parecerle un acto más completo y emotivo que la confesión auricular. Recogido en el rincón más oscuro del templo, en silencio, fascinado por la llamita que brillaba en el sagrario, Cipriano se concentraba y llegaba a sentir muy cerca la presencia real de Cristo en el templo, incluso una vez creyó verlo a su lado, sentado en el escañil, la túnica refulgente, la mancha blanca de su rostro enmarcada por sus cabellos y su puntiaguda barba rabínica.

A juicio de Cipriano, ninguna de las enseñanzas del Doctor afectaba en profundidad a la creencia. Solía hablarle lenta, suavemente, pero el rictus de amargura no desaparecía de su boca. Quizá aquel rictus expresaba las inquietudes y temores que el Doctor reservaba para sí. Solamente hubo una novedad con la que tropezó Cipriano: La preterición de la misa. Por mucho que se esforzara no podía llegar a considerar el domingo como un día más de la semana. Si no asistía a misa, tal vez más por costumbre que por devoción, le parecía que le faltaba algo esencial. Treinta y seis años cumpliendo con el precepto habían creado en él una segunda naturaleza. Se sentía incapaz de traicionarla. Se lo dijo así al Doctor quien, contrariamente a lo que esperaba no se enojó:

—Lo comprendo, hijo —le dijo—. Asista a misa y rece por nosotros. También yo me veo obligado a hacer cosas en las que no creo. A veces es incluso aconsejable seguir con las viejas prácticas para no despertar sospechas en el Santo Oficio. Algún día podremos sacar a la luz nuestra fe.

—¿Tantos somos los nuevos cristianos, reverencia?

El rictus de amargura se acentuó en su boca, y, sin embargo, dijo:

—Mira, hijo. Si esperaran cuatro meses para perseguirnos seríamos tantos como ellos. Y si seis, podríamos hacer con ellos lo que ellos quieren hacer con nosotros.

A Cipriano le impresionó la respuesta del Doctor. ¿Pretendía insinuar que la mitad de la ciudad estaba contagiada por
la lepra
? ¿Quería decir que la gran masa de fieles que acudían a sus sermones comulgaban con la Reforma? Para Salcedo, los hermanos Cazalla y don Carlos de Seso eran tres autoridades indiscutibles, más lúcidos que el resto de los humanos. En sus ratos de recogimiento agradecía a Nuestro Señor que los hubiera puesto en su camino. Su adoctrinamiento había cimentado su creencia, disipado los viejos escrúpulos: le había devuelto la serenidad. Ya no le angustiaban las dudas, la impaciencia por llevar a cabo buenas obras. No obstante, a veces, cuando agradecía a Dios el encuentro con personas tan virtuosas, atravesaba su cabeza como un relámpago la idea de si aquellas tres personas, tan distintas en el aspecto externo, no estarían unidas por el marco de la soberbia. Sacudía violentamente la cabeza para ahuyentar el pecaminoso pensamiento. El Maligno no descansaba, se lo había advertido el Doctor. Era necesario vivir con el espíritu alerta. Pero debía tratarse de aprensiones accidentales, pensaba, puesto que él acataba la voz de sus maestros, los veneraba. Su inteligencia estaba tan por encima de la suya que constituía un raro privilegio poder cogerse de su mano, cerrar los ojos y dejarse llevar.

Era enero, el día 29. El Doctor se levantó de la vieja silla y agitó con brío una campanita de plata que tomó de la escribanía. Entró Juan Sánchez, el criado, tan escuchimizado como siempre, con su rostro apergaminado, amarillo de papel viejo:

—Juan —dijo el Doctor—, al señor ya le conoces: don Cipriano Salcedo. Asistirá al conventículo del viernes. Convoca a los demás para las once de la noche. La contraseña es
Torozos
y la respuesta
Libertad
. Como siempre, mucha discreción.

Juan Sánchez bajó la cabeza asintiendo:

—Lo que vuestra eminencia ordene —dijo.

XII

Oculto en el trastero, Cipriano sintió la tos banal de su esposa en la habitación contigua, se sentó en la cama y esperó unos minutos. Las criadas debían de haberse acostado también en el piso alto, porque no se oía el menor ruido. Tampoco se movía Vicente en la habitación de los bajos, junto a las cuadras. Sentía el corazón oprimido cuando volvió a ponerse de pie. Respiró hondo. Había aceitado las bisagras para que las puertas no chirriasen. Bajó las escaleras con el candil en la mano, de puntillas, y en el zaguán lo apagó y lo depositó sobre el arca. Nunca había sido noctámbulo pero, más que la novedad, le excitaba esta noche el recuerdo de las palabras de Pedro Cazalla en Pedrosa: los conventículos para resultar eficaces han de ser clandestinos. El secretismo y la complicidad acompañaban a la reunión de esta noche, primer conciliábulo en el que Cipriano iba a participar. Secretismo y complicidad, pensó, eran una manera de traducir otras palabras más inflamables como miedo y misterio. Nadie fuera de ellos debía conocer la existencia de estas reuniones puesto que, en caso contrario, el brazo ejecutor del Santo Oficio caería implacable sobre el grupo. En el umbral de la puerta de la calle se santiguó. No sentía temor aunque sí alguna inquietud. La noche estaba fría pero calma. Notaba en los huesos un frío húmedo impropio de la meseta. El silencio le desconcertó, no oía otra cosa que el ruido de sus propias pisadas alertándole, las patadas de los caballos en el empedrado de las cuadras, el paso lejano de una patrulla... Avanzaba casi a tientas, aunque arriba, donde las casas se acercaban, se adivinaba una difusa claridad lechosa. En alguna ventana hacían tímidos guiños los vislumbres de una lámpara, tan recogidos que su resplandor no alcanzaba a la calle. Oyó, muy lejos, la voz de un borracho y la coz de una caballería contra una puerta de madera. Recorrió la calle de la Cuadra, nervioso y alterado, y abocó a la Estrecha. En esta vía, especialmente angosta, flanqueada por nobles palacios, la ansiedad de los caballos era más notoria. Pateaban el suelo y resoplaban en su sueño impaciente. Cipriano se embozó en el capuz. El recelo hacía más intenso el frío. En la encrucijada dobló a mano derecha. Allí se veía un poco más, veía blanquear vagamente las fachadas de las casas y, en particular, la negrura de los huecos. Caminaba casi por el centro de la calle, a la izquierda de la alcantarilla, y el imperceptible eco de sus pisadas contra los edificios le orientaba como a los murciélagos. Divisó de pronto la casa de madera que precedía a la de doña Leonor y se arrimó a las fachadas. Los golpes de su corazón, bajo el capuz, eran ahora muy rudos. Cipriano vaciló. El Doctor le había advertido: no utilice vuesa merced la aldaba; produciría demasiado escándalo. Se aproximó a la puerta pero no llamó. Únicamente dijo "
Juan
" dos veces, a media voz. Aunque sabía que Juan Sánchez era el encargado de recibir a los asistentes, no encontró respuesta. Sacó la mano de bajo el capuz y dio dos golpes en la puerta con los nudillos. Antes de sonar el segundo oyó la voz rasposa de Juan Sánchez, a medio tono:

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