—Está nevando —dijo.
Pero nadie pareció escucharle. El grupo se desentumecía tras hora y media de inmovilidad y Ana Enríquez, a quien Cipriano Salcedo había preguntado por su domicilio, le informó que vivía parte del año en Zamora y otra parte en la casa de placer que su padre tenía en Valladolid, en la orilla izquierda del Pisuerga en su confluencia con el Duero. Le animó a visitarla para hablar de doctrina y confortarse mutuamente. Por su parte, el bachiller Herrezuelo expuso sus dudas sobre la eficacia de los conventículos y, en cualquier caso, si esa presunta eficacia compensaba el peligro que corrían y si no sería más útil y menos arriesgado mantener la comunicación entre los miembros por medio de correos periódicos mensuales. El Doctor admitió que no estaría mal simultanear ambos procedimientos, pero defendió los conventículos como única fórmula posible de convivencia y de compartir la eucaristía. Juan Sánchez, visto el fracaso de su primera advertencia y que la segunda pareja demoraba la salida, repitió:
—Está nevando.
Y, entonces sí, entonces surgieron los comentarios, las alarmas y las prisas. Fueron abandonando la casa de dos en dos y cuando, al final, solo ya, Cipriano Salcedo salió a la calle, advirtió en los copos que caían una cierta luminosidad. Se veía mejor que dos horas antes, el ambiente era más claro, y la nieve acumulada en el suelo avivaba esta impresión. Se embozó en el capuz y sonrió íntimamente. Se sentía contento y protegido, se esponjaba. Pero, más que los halagos de la acogida, le había emocionado la reunión en sí misma. En su mente confusa buscaba la palabra adecuada para definirla y cuando la halló sonrió abiertamente y se frotó las manos bajo el capuz: fraternidad; ésta era la palabra justa y lo que él había creído encontrar entre sus correligionarios. Aquel conventículo clandestino era una reunión de hermanos alentada por la fe y el temor, como las de los primitivos cristianos en las catacumbas, como las de los apóstoles tras la resurrección de Cristo. Sentía como una emoción indefinible que a ratos se traducía en una culebrilla fría por la columna vertebral. Tenía conciencia de que se hallaba al comienzo de algo, de que había entrado a participar en una hermandad donde nadie te preguntaba quién eras para socorrerte. Desde el criado Juan Sánchez a la aristócrata Ana Enríquez, todos parecían disfrutar de las mismas consideraciones allí. Una fraternidad sin clases, se dijo. Y, en un momento de euforia cordial, pensó en la posibilidad de hacer partícipes de su felicidad a sus amigos y asalariados, Martín Martín, Dionisio Manrique, incluso a sus tíos Gabriela e Ignacio. Pensó que no se hallaba lejos del mundo fraternal en que desde niño había soñado.
En una idealización inefable se vio, de pronto, como un apóstol propagando la buena nueva, organizando un conventículo multitudinario, tal vez en el almacén de la Judería, donde pastores, curtidores, sastres, costureras, tramperos y arrieros, alabarían juntos a Nuestro Señor. Y, llegado el caso, millares de vallisoletanos se congregarían en la Plaza del Mercado para entonar, sin oposición alguna, los salmos que ahora rezaba furtivamente doña Leonor al comenzar las asambleas.
A la tarde siguiente visitó a doña Leonor y a su hijo. Sabía por Pedro Cazalla y don Carlos de Seso que en Ávila, Zamora y Toro existían pequeños grupos cristianos, satélites del núcleo más importante de Valladolid, con los que, de vez en cuando, se relacionaban Cristóbal de Padilla, criado del marqués de Alcañices, y Juan Sánchez. Pero los movimientos de éstos, su tosco y elemental bagaje intelectual, su falta de tacto, preocupaban seriamente al Doctor. Había que tomar más en serio estos contactos y Cipriano podía ser el encargado de ello. Al Doctor le satisfizo su buena disposición. Le sobraban discreción, talento y dinero para afrontar la tarea. Luego quedaba Andalucía. De Sevilla, del grupo luterano del sur, estaban cada vez más alejados y los cambios de impresiones, dada la vigilancia del Santo Oficio, eran muy precarios. Los sevillanos no ignoraban que un correo interceptado a tiempo podría desmantelar simultáneamente los dos focos protestantes en unas horas. De ahí que la desconexión entre ambos fuese casi total. Don Agustín Cazalla vio, pues, con buenos ojos el ofrecimiento de Salcedo, su disponibilidad. Cipriano podía empezar por Castilla y terminar en Andalucía. Era buen jinete y no miraba el tiempo ni el dinero. Comenzó visitando los tres conventos de la villa donde tenían adeptos y con los que hacía meses que no se comunicaban: Santa Clara, Santa Catalina y Santa María de Belén. Portaba cartas de presentación para las monjas y celebró charlas de locutorio con las superioras: Eufrosina Ríos, María de Rojas y Catalina de Reinoso, respectivamente. Las tres eran incondicionales pero el Doctor deseaba saber si las nuevas ideas progresaban entre las novicias o permanecían estancadas. Su difusión era arriesgada en los conventos, al decir del Doctor, ya que nunca faltaban personas fanáticas prestas a ir con el cuento a la Inquisición. Eufrosina Ríos le confirmó los temores del Doctor en el convento de Santa Clara. No obstante, había sido una novicia, Ildefonsa Muñiz, profundamente identificada con la Reforma, la que había introducido en el convento el tratadito de Lutero "La libertad del cristiano", y estudiaba la mejor manera de difundirlo. Peor estaban las cosas en las Catalinas, donde, aparte el fervor de María de Rojas, nada se había alterado y, dadas las circunstancias, según información de la superiora, mejor sería de momento no intentarlo. La sorpresa vino del monasterio de Belén por boca de Catalina de Reinoso, la priora. A través del torno, con su voz nasal, muy monjil, Catalina le dio cuenta del avance de las nuevas ideas intramuros. Eran muchas las religiosas que habían abrazado la teoría del beneficio de Cristo y le facilitó la relación: Margarita de Santisteban, Marina de Guevara, María de Miranda, Francisca de Zúñiga, Felipa de Heredia y Catalina de Alcázar. El resto de la comunidad estaba bien orientado; únicamente le pedía al Doctor dos cosas: libros sencillos y un poco de paciencia. Cipriano anotó los nombres de las nuevas cristianas y los incorporó al fichero que guardaba en su despacho y que, día a día, iba creciendo.
Antes de partir para Ávila y Zamora, Cipriano Salcedo encargó al impresor Agustín Becerril una edición de cien ejemplares de "El beneficio de Cristo", tomando como base el manuscrito de Pedro Cazalla. Hombre guardoso, Becerril aceptó el encargo a cambio de una pingüe cantidad y, sopesando pros y contras, se comprometió a editar los ejemplares a condición de que nadie más se enterase de la operación. Él mismo, sin ayudas, realizó la tirada y, una noche, al cabo de un mes, Cipriano recogía el paquete en su coche, en la trasera de la imprenta. La posibilidad de disponer de cien ejemplares de "El beneficio de Cristo" fue muy comentada y celebrada en el conventículo del 16 de febrero. Ahora había que distribuir los libros con tacto, sin precipitaciones, procurando la mayor eficacia en su difusión.
En Ávila conectó con doña Guiomar de Ulloa, mujer de alcurnia, que, de vez en cuando, celebraba tertulias cristianas en un palacio pegado a la muralla. Aquella mujer dejaba traslucir una gran dignidad que aumentaba cuando tomaba la palabra. Su actividad era pequeña y no podía ser de otra manera: en la ciudad dominaba un catolicismo rutinario, decía, muy poco reflexivo y abierto. A cambio, sus cenáculos tenían fama por su altura y calidad. Por su casa habían pasado fray Pedro de Alcántara, fray Domingo de Rojas, Teresa de Cepeda y otra serie de personas eminentes. Cipriano la escuchaba con arrobo, recostado en la otomana, rodeado de cojines como un sultán. También pasó por aquí, dijo la dama, el doctor Cazalla a poco de regresar de Alemania. Con motivo de su visita convocó a los hermanos de la provincia, el barbero de Piedrahíta, Luis de Frutos, el joyero Mercadal, de Peñaranda de Bracamonte, y a su sobrino Vicente Carretero. El Doctor escuchó a todos, uno por uno, y dejó buena memoria de su paso, aunque él, personalmente, marchara decepcionado. Era una provincia difícil, áspera, dijo y doña Guiomar asintió. Cipriano Salcedo bebía ahora en las mismas fuentes, cambiaba impresiones con los mismos personajes, pero Luciano de Mercadal, el joyero, no se mostraba tan pesimista como doña Guiomar. Era cierto que Ávila, la capital, era muy tradicionalista, pero en Peñaranda y Piedrahíta había facciones en vías de organizarse y él estaba en ello. De momento, en Peñaranda, podía contarse con doña María Dolores Rebolledo, Mauro Rodríguez y don Rafael Velasco, como incondicionales, y en Piedrahíta con el carpintero Pedro Burgueño animador de una terna interesante.
De ahí saltó Cipriano a Zamora, a Aldea del Palo. En el trayecto advirtió por primera vez en su caballo "Relámpago" unos repentinos desfallecimientos que le preocuparon. El animal no había conocido enfermedad y estas manifestaciones parecían graves. De pronto había dejado de ser el corcel infatigable, capaz de hacerse de una tirada y al galope el trayecto Valladolid—Pedrosa. Ahora había que concederle treguas, al paso o al trote corto. Pero estos desfallecimientos súbitos que evidenciaba ahora, seguidos de ruidosos ahogos asmáticos, constituían algo nuevo que evidenciaba que "Relámpago" había envejecido, no era ya caballo para una prisa, en el que poder confiar. Consultaría a su regreso con Aniano Domingo, el tratante de Rioseco, muy entendido en caballerías. De momento le palmeó el cuello y se dio cuenta de que el animal sudaba copiosamente. Así y todo llegó a tiempo a la reunión de Pedro Sotelo, en cuya casa tenía el proselitista Cristóbal de Padilla no sólo un refugio seguro sino un lugar apropiado para la celebración de cenáculos. Sotelo era hombre pigre, de gruesos carrillos, barbilampiño. Con Padilla formaba una pareja cómica: aquél con su trasero desmedido, bajo, barrigudo y Padilla con sus melenas rojas, lacias y descuidadas, flaco como un huso. No obstante, uno confiaba en el otro y parecían inseparables, aunque a Cipriano le preocupó la temeridad con que ambos se producían. En sus conventículos, a pleno día, no se exigían controles ni contraseñas. Todo el mundo podía entrar en la casa, con lo que las reuniones resultaban excesivamente vivas y agresivas sin cultos que las justificasen. Al llegar Cipriano, ya estaban allí, con los organizadores, don Juan de Acuña, hijo del virrey Blasco, recién venido de Alemania, Antonia del Águila, novicia de la Encarnación, el bachiller Herrezuelo y otra media docena de personas desconocidas. Mas, antes de que Acuña bromeara con la monja, entraron dos jesuítas que se sentaron en el último banco. Justo en ese momento don Juan de Acuña le decía a Antonia del Águila irónicamente que Dios le había hecho la merced de ser monja porque no servía para casada, a lo que la novicia, muy templada, le respondió que aún no lo era, no era monja, pero pensaba serlo previa dispensa del Santo Padre. Acuña adujo, entonces, imprudentemente, que las dispensas de los votos de castidad no estaban ya en manos del Papa, momento en que el más joven y aguerrido de los jesuítas, puesto en pie, intervino para decir, sin venir a cuento, que acababa de regresar de Alemania y había observado que allí los luteranos vivían con mucha disolución, dando mal ejemplo, mientras los sacerdotes católicos lo hacían con mucho recogimiento y honestidad. La provocación era manifiesta, pero don Juan, puesto en pie y accionando con vehemencia, aceptó el desafío y voceó que también él venía de Alemania y lo que había visto no coincidía con lo manifestado por su reverencia. El jesuíta joven le preguntó entonces qué conclusiones había sacado él de su viaje y Acuña, sin una vacilación, resaltó que tres esencialmente: la unción de los predicadores luteranos, su esfuerzo por ser honrados y parecerlo y el hecho de que tuvieran mujeres propias y no mancebas. El otro jesuíta, el de más edad, intentó intervenir, pero don Juan frenó sus pretensiones: un momento, reverencia, dijo, aún no he terminado. Y seguidamente, sin ninguna precaución, se lanzó a censurar al clero católico alemán que, según él, comía y bebía a dos carrillos, mantenía en casa a sus concubinas y, lo que aún era peor, dijo, se ufanaba y hacía gala de todo ello. Cipriano se exasperaba. Y su irritación iba en aumento a medida que la controversia se centraba en minucias sobre la vida religiosa en Centroeuropa. Miraba ora a Sotelo ora a Padilla, pero ninguno de ellos parecía dispuesto a intervenir en el debate y encauzarlo. Llegó a pensar que ése debía ser el tono habitual de los conventículos en Aldea del Palo y se estremeció. Pero todavía don Juan de Acuña vociferaba que era público y notorio que una de las razones que movía a los alemanes a cerrar conventos era la vida licenciosa que se hacía en ellos y que, en este aspecto, la secta menos mala era la de Lutero.
Cipriano advertía que las palabras habían ido demasiado lejos y ya no era fácil reconducir el coloquio hacia otros derroteros. El jesuíta más viejo trató de hacer ver a los asistentes, con voz que pretendía ser serena, que Lutero había muerto rabiando y había sido llevado a la sepultura por los mismísimos demonios. Don Juan de Acuña, arrebatado de ira, respondió que cómo lo sabía y, cuando el jesuíta replicó que lo había leído en un libro impreso en Alemania, don Juan aclaró, con ironía, que Alemania era un país libre y por tanto podían publicarse en él cosas que eran ciertas y cosas que no lo eran tanto, ya que, según sus propios informes, la muerte del reformador había sido edificante. El jesuíta más joven se refirió entonces al matrimonio de Lutero, al enlace libre con una monja exclaustrada, acto sacrilego, dijo, puesto que ambos habían hecho votos de castidad, afirmación que Acuña rebatió haciendo ver que la prohibición de casarse los clérigos era de derecho positivo, es decir decisión de un Concilio y, por tanto, otro Concilio podía autorizarlo como había hecho la Iglesia griega. La discusión se agriaba y los temas se enlazaban unos a otros sin que los polemistas lo advirtieran. Acuña aludió a la falibilidad del Papa, demostrada en el intento de Paulo IV de declarar cismático al Emperador y, en ese momento, Cipriano Salcedo, consciente de que Acuña había disparado directamente al corazón de la orden de Ignacio de Loyola, se puso de pie en el escañil y, alzando su voz sobre las de los demás, rogó a los polemistas que cambiaran de tema y tono, que al resto de los asistentes les desagradaba el fondo y la forma de desarrollarse el debate puesto que ellos habían acudido allí a escuchar una lección de doctrina y no a soportar un lamentable intercambio de improperios. Sonaron unos tímidos aplausos, mas, ante el asombro de la concurrencia, don Juan de Acuña, consciente tal vez de sus excesos, escandalizado de su proceder, se incorporó de pronto, retiró el escañil donde se sentaba, se acercó a los dos jesuítas y les pidió disculpas. Pero su cambio de actitud no acabó ahí sino que explicó además que tenía un hermano en la Compañía y solía ejercitarse con él en estos duelos verbales, pero que en modo alguno alimentaba ideas heréticas, ni creía en lo que había sostenido, sino que todo había comenzado al permitirse una broma inocente con la novicia Antonia del Águila con la que tenía confianza y por la que sentía un antiguo afecto. La novicia asentía con la cabeza y sonreía y los jesuítas, por no ser menos en aquel imprevisto pugilato de buenas maneras, se pusieron en pie, aceptaron sus explicaciones y elogiaron la labor de su hermano en la Compañía de Jesús, "un gran teólogo", dijeron a dúo y, con la esperanza de que don Juan no repitiese en público su actuación de esta mañana, dieron por zanjado el incidente.