Cipriano se despertó sobresaltado. Divisó sobre sí el rectángulo estrellado de la lucerna pero no tuvo fuerzas ni para gritar. Su corazón hacía ruido en el pecho y en su estómago se había asentado la angustia. Entonces se arrojó del lecho, se arrodilló en el suelo y comenzó a susurrar las oraciones que había omitido por la mañana. Rezó y rezó hasta que se quedó dormido en el posapié, derrumbado sobre el lecho. Minervina le sorprendió así de amanecida, le metió con ella en la cama y le restituyó su calor. Deshilvanadamente el niño le iba contando su experiencia:
—Y vino Nuestro Señor, pero era el taita, Mina, y me agarró de la oreja y me dijo que tenía que rezar siempre.
—¿Estás seguro de que el taita era Nuestro Señor?
—Seguro, Mina. Tenía los mismos ojos y la misma barba.
—Y ¿estaba muy enfadado?
—Muy enfadado, Mina. Me tiró de la oreja y me llamó caballerete.
Don Bernardo no veía con malos ojos el adoctrinamiento del niño por su niñera. Le sorprendió la formación de Minervina y aceptó el método de don Nicasio Celemín como base. Sin embargo, los conocimientos de la chica eran muy limitados y el tiempo pasaba sin que el niño progresase. Después de los mandamientos, Minervina le enseñó los artículos de la fe, los enemigos del alma, las virtudes teologales y las ocho bienaventuranzas pero de ahí no pasaba. La cartilla «para mostrar a leer a los moços» no iba más allá, ni el sistema de adoctrinamiento de don Nicasio Celemín tampoco. Entonces fue cuando don Bernardo empezó a madurar la idea de un preceptor. Había buenos preceptores en la villa entonces y las grandes familias les confiaban a sus hijos. Un preceptor suponía un casi seguro rendimiento didáctico, pero, además, comportaba un signo de distinción social que le aproximaba a la nobleza, el sueño oculto de don Bernardo desde que tuvo uso de razón. El señor Salcedo sabía que tras las bienaventuranzas, había otro mundo intelectual más vasto y distinto que desgraciadamente él no había conocido: vocales y consonantes, posibilidad de unión silábica, grafía y sintaxis latinas. Leer en latín y escribir en romance, se decía secretamente, he ahí el camino. El niño ya era mayorcito y no parecía recomendable dejar su instrucción en manos de criadas y menos teniendo en cuenta su posición social. Más lejos todavía estaba el capítulo tan difamado e intocable de las tablas de cálculo que, pese a las reticencias de la época, él deseaba que Cipriano aprendiera. Se hacía, pues, imprescindible un preceptor, pero ¿interno? Don Bernardo no era partidario de dar endrada en la casa a un instructor experimentado. La sola idea le cohibía y presentía que su ignorancia, apenas evidente ahora para su hermano Ignacio, trascendería ante un ayo que compartiera con él comidas y sobremesas. Así llegó a la conclusión de contratar un preceptor de mañana que abandonaría la casa a las doce del mediodía.
La presencia de don Alvaro Cabeza de Vaca, con su sayo hasta las rodillas, bastante raído, de corte francés y sus calzas negras, ajustadas, amilanó a Cipriano y no deslumhró a don Bernardo. Fue fácil, no obstante, llegar a un acuerdo, aunque para el pequeño la idea de cambiar el piso alto por el principal y su cuartito abuhardillado por otro contiguo al de su padre, y separarse por vez primera de Minervina, representó un duro golpe.
Don Alvaro, enjuto, severo, con pómulos prominentes y barba rala, marcó desde el primer día una distancia con su discípulo. Sin embargo, el niño respondía rápido, sin apenas dejarle terminar la pregunta, inteligentemente. Y mientras duró el recorrido por las trochas habituales las cosas rodaron sin novedad. Sin embargo, Cipriano, atemorizado desde el primer día, constató con espanto la inmediatez de su padre en la habitación vecina. Y cada vez que le oía carraspear o arrastrar el sillón empalidecía y quedaba inmóvil, la cabeza hueca, a la expectativa. Los diecisiete estornudos consecutivos de don Bernardo en las primeras horas de la mañana eran proverbiales. Él los daba vía libre de modo que cada uno venía a ser como una pequeña explosión, los objetos retemblaban y se conmovían los cimientos de la casa. La idea de la proximidad de su padre terminó por imponerse a toda otra consideración en el cerebro de Cipriano. Vivía pendiente de rumores furtivos, de sus gruñidos espesos, de sus paseos, de sus estornudos. Detrás de cada desahogo, Cipriano se representaba su rostro, su mirada gélida, su barba aceitosa, su entrecejo cruel. Don Alvaro, empero, no advirtió la desatención del pequeño hasta que concluyó con «la cartilla de los moços». Sin mala voluntad, Cipriano se resistió a transitar los nuevos caminos. Más que negarse, existía una imposibilidad material de escuchar las explicaciones del dómine, de colgar la atención de sus labios. El niño miraba sin cesar la pantorrilla negra del ayo, pero su cabeza se trasladaba incesantemente tras el tabique. ¿Qué significaba el autoritario carraspeo de don Bernardo que acababa de escuchar? ¿Por qué había corrido el sillón hacia atrás y se había levantado? ¿Adonde iba? Todos los miedos de la primera infancia se abalanzaban de pronto sobre él. Sin Minervina a su lado, se sentía un ser indefenso. Don Alvaro le hablaba sin parar, con un tono de voz levemente cascado, los ojos al fondo de sus pómulos:
—¿Has entendido, Cipriano?
Cipriano volvía a la realidad de pronto. Le miraba como diciendo ignoro de dónde viene vuesa merced y dónde va, no sé de qué me habla, pero mentía.
—Sí, señor.
Don Alvaro iba entonces un poco más lejos hasta que se daba cuenta de que Cipriano no le seguía, que la mente del chico había quedado anclada en «la cartilla de los moços». Entonces, pacientemente, una y otra vez volvía a empezar. Una de dos: o don Alvaro tenía una fe ciega en su capacidad intelectual o el salario acordado con don Bernardo era considerable. El caso es que la ficción se prolongó durante meses y meses, don Alvaro esperando que su discípulo despertara, Cipriano al acecho de lo que sucedía en la habitación de al lado. De este modo, el niño llegó a leer el latín con cierta soltura pero resbalaba al afrontar las declinaciones. Y hasta tal extremo se le negaron éstas que, un buen día, don Alvaro, decepcionado, abordó a don Bernardo al terminar la clase. La entrevista fue breve y patética:
—De ahí no sacaremos nada, don Bernardo. El niño está en otra cosa.
—¿En otra cosa? El pequeño no ha conocido otra cosa, señor. Difícilmente puede estar en ella si no la conoce.
—Está ausente. No logro concentrarlo. Eso es todo.
Don Bernardo, vestido de calle para acudir al almacén, se mostraba malhumorado:
—Sugiere vuesa merced que el chiquillo es tonto.
—¡Oh, por favor! —dijo don Alvaro—. El muchacho es avispado como una ardilla, pero es inútil. No está conmigo, no me sigue, no le interesa lo que yo pueda contarle.
Don Bernardo se resignó a admitir que el preceptor no era el medio más indicado para educar a su hijo, el pequeño parricida. Había otras soluciones, pero, como hombre rencoroso, improvisó rápidamente la suya: un colegio. Un internado duro y sin pausas. Era hora de separarle de la rolla. Don Bernardo sabía que en la villa no había centros educativos que merecieran tal nombre, pero su hermano Ignacio era patrono mayor del más afamado: el Hospital de Niños Expósitos, regido por la Cofradía de San José y de Nuestra Señora de la O, dedicado a la formación de niños abandonados.
A su hermano le dolió la decisión:
—Ese colegio no es para personas de nuestra clase, Bernardo.
Don Bernardo coqueteaba ahora con la idea de dar una lección a la aristocracia, abrirle los ojos:
—Me han hablado bien de él. Dispone de veintiocho camas para becarios y mi hijo podrá pagar su alojamiento y el de cinco compañeros más si es eso lo que hace falta para que le abran las puertas.
Don Ignacio se echó las manos a la cabeza:
—El Hospital de Niños Expósitos vive de la caridad, Bernardo. Y tú sabes que los chicos abandonados por sus padres no suelen ser gente recomendable. Es un colegio serio porque los Diputados de la Cofradía nos hemos empeñado en que lo sea y hemos puesto en la dirección a un maestro competente. A la doctrina, por la mañana, a toque de campana, acuden chicos de toda condición e, incluso, en el resto de las clases, admiten alumnos de pago. ¿No podría ser ésta la mejor solución para Cipriano?
Don Bernardo denegó obstinadamente:
—A mi hijo hay que enveredarlo. Su niñera lo ha mimado demasiado. Y esto se acabó. Lo meteré interno y no disfrutará siquiera de vacaciones; pero para ingresar en el Hospital necesito tu concurso. ¿Estás dispuesto a prestármelo?
Intelectualmente don Ignacio estaba a cien codos de su hermano pero carecía de personalidad para imponerse. Al día siguiente visitó la Cofradía que administraba el centro, y, cuando habló de la generosa disposición de su hermano, no encontró más que buenas palabras, lo mismo que en la reunión de diputados del jueves siguiente, que votó la admisión del pequeño. Por esta vía y mediante el compromiso de pagar el mantenimiento de su hijo, las becas de tres compañeros y cooperar generosamente al Arca de las Limosnas, Cipriano fue admitido en el centro.
Minervina lloró hasta quedarse seca cuando le fue comunicada la noticia pero, por primera vez, su llanto no se contagió al pequeño. El temor que su padre le inspiraba podía más que cualquier otro argumento y el proyecto de alejarse de su casa y convivir con otros muchachos, le resultaba audaz y apetecible. La decisión de su padre de no verle
ni en verano
acrecía su deseo de alejarse de aquellos ojos cortantes que habían entenebrecido su infancia. Por otro lado, el hecho de que don Bernardo hubiera hablado de conservar a Minervina en su puesto, le infundía cierta seguridad, no había cortado la retirada. La chica volvió a derramar lágrimas en la Tenería, junto al río, frente al colegio. Besó y estrujó a Cipriano varias veces antes de dejarle escapar, con un fardillo en cada mano, y desaparecer por la doble puerta. Entonces tuvo la sensación de haberle perdido para siempre.
El edificio del colegio no era grande pero contaba con tres amplios desahogos: la capilla, el dormitorio y el patio de juegos. Tan pronto puso pie en él, Cipriano perdió dos cosas fundamentales: el atuendo y el nombre. Dejó de vestir la ropa distinguida que Minervina disponía semanalmente con tanto esmero y adoptó el uniforme obligatorio del centro, de marcado carácter rural: calzones de paño fuerte hasta debajo de la rodilla, un basto sayo, capotillo en invierno y unas botas de piel de carnero, abiertas y altas, que se ajustaban a las pantorrillas mediante cintas que remataban en una lazada. La segunda cosa importante que perdió Cipriano con su ingreso en el colegio fue el nombre. Nadie le preguntó cómo se llamaba pero, en el momento de tocar la campana convocando a la doctrina,
el Corcel
se le acercó y le dijo:
—Toca tú,
Mediarroba
, para eso eres el nuevo.
El Corcel
era un muchacho alto, empeinoso, con las extremidades desproporcionadas, levemente escorado del lado izquierdo y que, evidentemente, gozaba de una preeminencia en el centro. Cipriano agitó la castigadera con afán, la campana sonaba, mientras
Tito Alba
, con su mirada redonda, atónita, de párpados cortos, le interrogaba:
—¿Eres expósito, tú,
Mediarroba
?
—N... no.
—Y ¿pobre?
—T... tampoco.
—Entonces ¿qué pintas aquí?
—Educarme. Mi padre quiere que me eduque como vosotros.
—¡Vaya una idea! ¿Has conocido a e
l Corcel
?
—Él me mandó tocar la campana.
Cipriano se sorprendió de la vacilación de su voz en las primeras respuestas. El contacto con un ser desconocido le alteraba. Sentía como una rara emoción, un especial temor a comunicarse. Pero, una vez vencida la resistencia inicial, la conversación discurría fluidamente, sin tropiezos. Pensó cómo no lo había advertido antes y concluyó que su pequeño mundo acababa en la cocina de la casa de su padre y que, en sus breves visitas a Santovenia, el trato con otros niños era un juego de preguntas y respuestas mecánicas, sin reflexión previa y, en consecuencia, el titubeo no tenía razón de producirse.
En clase de doctrina cantaban los rezos y las preguntas y respuestas del catecismo hispanolatino con el mismo soniquete que empleaba Minervina, el mismo que utilizara don Nicasio Celemín, el párroco, en Santovenia veinte años atrás. De este modo, hasta los niños más romos memorizaban el catecismo que era lo que interesaba. Pero cuando don Lucio,
el Escriba
, terminó de recitar las potencias del alma y preguntó al grupo de cincuenta y siete muchachos quién sabía lo que eran las virtudes teologales, únicamente Cipriano levantó la mano:
—F... fe, esperanza y caridad —dijo.
Con la doctrina, los estudios se extendían preferentemente al latín, la redacción en romance y las tablas aritméticas. Era curioso el cambio operado en Cipriano, su repentino afán por ensanchar el mundo de sus conocimientos, su deseo de aprender, de acuerdo con su naciente afición a participar en los juegos que sus compañeros disputaban en los recreos del patio.
A las dos y media, después de comer en el ruidoso refectorio en dos grandes mesas, presididas desde la tarima por
el Escriba
, los expósitos salían de paseo acompañados por el inevitable tutor. Era un paseo higiénico, pero evidentemente el Consejo de Diputados que regía el colegio buscaba en aquel ejercicio colectivo algo más.
El Escriba
les hacía reparar en las escenas callejeras, en las vitrinas, en las actividades de la gente del pueblo y les formulaba preguntas, cuyas respuestas torpes o ambiguas él mismo aclaraba:
—Clemencio, ¿qué quieres ser cuando salgas del colegio?
El Corcel
no vacilaba:
—Arriero —decía.
—¿Sabes distinguir una muía de una acémila?
Los compañeros le soplaban: «es lo mismo», «es lo mismo», pero el grandullón, bien porque no les oía, bien por su afán de llevar la contraria, respondía sin vacilar:
—Una acémila es una yegua.
—Tendrás que perfeccionar tus conocimientos si de verdad aspiras a ser arriero.
Caminaban ligeros, en filas, de dos en dos, con sus uniformes campesinos, algunos uncidos, el brazo por los hombros del condiscípulo, otros sueltos. La gente con la que se cruzaban les miraba con simpatía y murmuraba: ahí van los expósitos. En rigor, los vecinos de la villa, con sus limosnas, contribuían al sostenimiento del centro del que se sentían orgullosos. Recorrieron el Espolón Viejo y abocaron al Nuevo, contiguo al Puente Mayor y, una vez cruzado éste, subieron al cerro de la Cuesta de la Maruquesa en cuyas cuevas y barracas vivían gentes necesitadas. Por el camino de Villanubla se veían bajar reatas de muías, pordioseros y algún que otro caballero apresurado. Al descender del otero,
Tito Alba
, su compañero de filas, le dio con el codo a Cipriano y le dijo confidencialmente: