Los expósitos, desde el altar, hicieron una profunda reverencia a los deudos de don Tomás de la Colina antes de salir del templo, de uno en uno, levantando las antorchas por encima de sus cabezas. Cipriano no descubrió a su tío Ignacio hasta que se puso a su lado y notó su mano en el hombro. A su contacto se estremeció. Don Ignacio era para él un pariente mudo que tampoco osaba afrontar nunca los ojos de su hermano. Era afable pero no se podía esperar de él nada decisivo. Sin embargo, no le pasó inadvertida la mirada de entendimiento que cambió con
el Escriba
. Y cuando sus compañeros apagaron las antorchas y formaron en filas para regresar al colegio, él los siguió a distancia en compañía de su tío. Don Ignacio se inclinó ligeramente hacia él:
—¿Estás contento en el colegio, te gusta estudiar?
Asintió sin palabras para evitar el titubeo. No veía razones para confiarse a él. Seguramente sería un enviado de su padre. La voz de don Ignacio Salcedo se hizo aún más untuosa:
—No sé si sabes que yo presido el patronato que administra este colegio y soy miembro de la Cofradía a la que pertenece.
—E... eso dicen, sí señor.
—Pero ignoras que en la última reunión de la Comisión de Diputados me han dado informes favorables de ti. Número uno en doctrina, latín y escritura, notable en tablas de cálculo. Intachable en urbanidad y disciplina. ¿Crees que eso se puede mejorar?
El muchacho encogió los hombros. Su tío prosiguió:
—Todo eso es importante, Cipriano. Ante un cuadro así no tengo más remedio que hablar con tu padre y exponerle la situación. ¿Te gustaría dejar el colegio y volver a casa?
A don Ignacio Salcedo le sorprendió la resolución del chico:
—No —dijo—. Me gusta el colegio. Tengo amigos aquí.
—Eso me preocupa, hijo. Tus compañeros son niños sin padres, sin modales, ni educación. Por lo demás ya sabes lo que te espera. Otros dos años en sus aulas y el día de mañana trabajar en el oficio que elijas hasta la muerte. Ése es tu porvenir.
—También puedo ingresar en la Escuela de Gramática del Cabildo —objetó el muchacho—. Todo depende de mi expediente.
—Cierto, Cipriano. Ya veo que te has informado bien. Y no olvides el Centro de Latinidad si decides ser sacerdote. ¿Te gustaría ser sacerdote?
El muchacho vareaba el aire con el palo de la antorcha y luego la utilizaba como bastón. Primero denegó con la cabeza y luego dijo rotundamente:
—No.
—Y ¿doctorarte en Leyes? Tienes buena cabeza, dominas la sintaxis latina, escribes de corrido el romance... Podrías ser un buen letrado el día de mañana. Tu padre te dejará una fortuna importante y tuyo será también lo que hoy es mío. Pero al dinero hay que ennoblecerlo. El dinero en sí no tiene importancia y menos aún si no se debe a tu esfuerzo.
Habían salido de la Puerta del Campo y descendían hacia el nuevo barrio de las Tenerías, al fondo del cual estaba el colegio. Olía fuerte a cuero y tinturas y, entre la muralla y el barrio, se veía correr al Pisuerga en ejarbe. Cipriano levantó los ojos y contempló la piel rojiza, lampiña, de su tío Ignacio, su mirada insegura, pero fija en él.
—No sé —dijo al fin—. Falta mucho tiempo. Tendré que pensarlo.
—Eso está bien. No es bueno precipitarse pero debes ir reflexionando. Dos años pasan enseguida, antes de que lo que tú piensas, y para entonces sería conveniente que hubieras tomado una determinación.
Doblaron la última esquina y don Ignacio se precipitó:
—Una cosa voy a rogarte, Cipriano: que tu padre no se entere de nuestro encuentro ni de nuestra conversación. Él no debe saber nada de esto. ¿Te escribe?
—No —dijo Cipriano.
Don Ignacio vaciló al despedirse. No era ya un niño para besarle y además él era para el muchacho casi, casi un desconocido. Le tomó por los hombros, se inclinó ligeramente, luego se enderezó, le soltó y le tendió su mano anillada. Lo había pensado mejor:
—Adiós, Cipriano —dijo—. Sigue estudiando. Aprovecha las enseñanzas de don Lucio, es un gran maestro. Nunca te arrepentirás de haberlo hecho.
Por segundo año consecutivo desde su ingreso en el colegio, llegado agosto, Cipriano participó en la Ceremonia de las Eras acompañado de dos condiscípulos y dos cofrades de la Santísima Trinidad. La clase, dividida en grupos, visitaba las eras que rodeaban la villa y pedían a Dios «prieta espiga y grano abundante». A los muchachos les divertía tomar contacto con los labriegos, trillar, azuzar a las muías, montar en pollino y beber del botijo. Rezado el Pater Noster y las letanías rituales, los campesinos les entregaban unos fardillos de trigo que ellos, al llegar al colegio, depositaban en el Arca de las Limosnas y, al día siguiente, en el mercado, lo convertían en dinero contante y sonante. Cipriano, en compañía de
Tito Alba
y de un nuevo compañero, a quien apodaban
Gallofa
, quedó a un celemín de distancia del grupo más aprovechado y fue elogiado por
el Escriba
al iniciarse la clase.
Para entonces, Cipriano había empezado ya con sus escrúpulos de conciencia. Atendía con sus cinco sentidos a las clases de doctrina y religión, pero de su atención no derivaba una tranquilidad espiritual. Es más, se le antojaba que su formación religiosa dejaba mucho que desear. El padre Arnaldo les hablaba de la oración vocal y de la oración mental y se inclinaba por aquélla siempre que la concentración del orante fuese completa. A Nuestro Señor no debemos dejarlo solo, les decía el padre Arnaldo. Podéis aprovechar el recreo para hacerle una visita. Cipriano comenzó a visitar la capilla durante el recreo. Se trataba de una vieja costumbre que algunos alumnos acataban. A él le gustaban el vacío y el silencio del templo, donde apenas llegaba el alboroto de sus compañeros en el patio. Reclinado de rodillas, en el banco de madera, Cipriano tenía a flor de labios dos peticiones obsesivas: Minervina y su futuro una vez pasada la etapa colegial. Mientras oraba, se mantenía sereno. Era al marchar y tomar agua bendita en la pequeña pila, a la puerta de la capilla, cuando surgían las dudas: al rezar y santiguarse ¿había pensado en el sacrificio de Nuestro Señor o en el juego de zancos que le aguardaba en el patio? La duda se hacía cada vez más honda y corrosiva. Y si la daba de lado para entregarse al juego, los escrúpulos ya no le abandonaban el resto de la mañana. Entonces resolvía retornar a la capilla y signarse otra vez con agua bendita, muy despacio y pensando en lo que hacía. Pero este gesto tampoco le apaciguaba. Al salir al patio regresaban las dudas sobre su concentración y volvía de nuevo a la capilla a tomar agua y santiguarse con lentitud, deteniéndose fervorosamente en los cuatro movimientos esenciales. Mas, acorde siempre con las predicaciones del padre Arnaldo, llegó a la conclusión de que sus peticiones eran inevitablemente egoístas: pedía por él, para solucionar su vida el día de mañana y pedía por Minervina, único ser al que amaba en este mundo. Entonces decidió pedir también por
el Corcel
, para que no se hiciera pajas en el paseo, ni obligara a
el Niño
a ir a su cama cada vez que lo necesitaba. Y por
Tito Alba
por quien empezaba a sentir afecto. Paso a paso fue añadiendo peticiones (por
el Rústico
para que se le abrieran las vías del entendimiento, por
el Escriba
para que supiera guiarlos con tino, o por Elíseo, el ex alumno de la Tenería, para que su patrono cumpliese los términos del contrato) de forma que sus visitas a la capilla empezaron a durar tanto como los recreos. De esta manera Cipriano no encontraba tiempo para desfogarse y el sábado, en las reconciliaciones con el padre Toval, que confesaba en dos reclinatorios encarados y cubría, con un inmaculado pañuelo blanco, los rostros de confesor y penitente, reconocía que sus peticiones a Nuestro Señor seguían siendo egoístas por la sencilla razón de que con ellas no buscaba la paz o la felicidad de sus compañeros sino su tranquilidad de conciencia. El padre Toval le animaba a perseverar, a pensar menos en sí mismo y en las causas que movían sus actos, y un buen día, para ayudarle, le hizo un rápido examen a través de los mandamientos. Mas cuando llegó al cuarto, honrar padre y madre, Cipriano le dijo al padre Toval que su madre había muerto al nacer él y que a su padre le odiaba con todas sus potencias y sentidos. Aquí sí encontró el confesor materia grave y, pese a que Cipriano le habló de sus terribles miradas y de sus vejaciones, no justificó su aversión hacia él. El padre nos ha engendrado y sólo por eso ya merece nuestro aprecio. ¿Cómo amar a Nuestro Señor en el cielo si no amábamos a nuestro padre en la tierra? Los vagos escrúpulos de Cipriano iban concretándose ahora: no era tanto por
el Corcel
por quien tenía que rezar como por su padre y por sus sentimientos hacia él. Dejó el confesionario con las orejas rojas y aturdido. En lo sucesivo mentaba a su padre en las visitas a la capilla durante los recreos, pero lo hacía maquinalmente, no porque le amase sino porque el padre Toval se lo había indicado así. Sus escrúpulos se endurecían: yo no puedo amar y odiar a una persona al mismo tiempo, se decía. Y al pensar en su padre veía su mirada bellaca, heridora, y comprendía que su oración por él carecía de sentido. Dejó de ir a comulgar. Su amigo
Tito Alba
notó su cambio y, en un paseo por la ciudad, le preguntó por la razón. O... odiar es un pecado, ¿no es cierto,
Tito
? Cierto, dijo éste. Y odiar al padre todavía es un pecado más grave, ¿verdad?
Tito Alba
se encogió de hombros: yo no sé lo que es un padre, dijo. ¿Y qué puedo hacer yo si el odio nace en mi corazón con sólo pensar en él? Bueno, dijo
Tito
, reza para que eso no suceda. Pero si a pesar de todo sucede y yo no lo puedo remediar, ¿voy a consumirme en el infierno solamente por odiar a mi padre sin quererlo?
Tito Alba
titubeaba. Sus ojos desorbitados, de párpados cortos, eran sin embargo cálidos y mansos. No se parecían a los de don Bernardo. Dijo con poca voz: habla con el padre Toval. Cipriano se apresuró: lo hago todos los sábados. A
Tito Alba
le abrumaba el pesar de su amigo. Encontró un alivio al mirar a la pareja de compañeros que los precedía: mira, dijo, ya está el guarro de
el Corcel
haciéndose una paja. Por él sí debes rezar. Cipriano manoteaba excitado: pero tampoco puedes echar sobre ti todos los pecados del mundo, toda su porquería, ¿no es cierto?
También el padre Toval advirtió su desconcierto. Hablaron de los pecados que no producían placer sino dolor, como odiar o envidiar. El padre Toval llegó a decirle que ofreciera a Dios el asco de su odio como una expiación, pero a Cipriano no le convencía. S... sería engañarme, padre, me engañaría a mí mismo y engañaría también a Dios. Ofrecerle mi odio sería envilecerme.
El tercer año en el colegio resultó inquietante para Cipriano. Pese a la buena relación que mantenía con la mayor parte de los alumnos, de su aprovechamiento en las clases no se sentía satisfecho. Y no sólo eran sus escrúpulos de conciencia lo que le agobiaba. Empezó a atormentarle la injusticia humana, el hecho de que don Bernardo pudiera pagar la beca de tres compañeros que, por añadidura, desconocían a su padre, para que él pudiera estudiar; el que
el Niño
tuviera que acudir a las llamadas de
el Corcel
aunque no le apeteciera y que aceptara ser humillado periódicamente porque carecía de poder; el que su carne empezase a despertar y notase una extraña fuerza que transformaba su cuerpo y cuyas exigencias se imponían a su voluntad. Entonces empezó a comprender a
el Corcel
, aunque aborreciera la violencia que ejercía sobre
el Niño
, para complacerse a sí mismo. Estas novedades modificaban su carácter, sentía arrebatos de agresividad, vivía en permanente descontento consigo mismo. A veces, él mismo se sorprendía al arrogarse un papel justiciero que nadie le atribuía, como la noche que detuvo a
el Niño
en la penumbra del dormitorio cuando sumisamente acudía a la llamada de
el Corcel
:
—
Corcel
, no le esperes.
El Niño
no va contigo esta noche —dijo.
Pero, de pronto, en el extremo del dormitorio, se produjo un gran revuelo. Al leve resplandor que subía del río divisó a
el Corcel
en camisón, corriendo entre las dos filas de camas para meterse finalmente en la suya. Sintió su salvaje aliento, sus palabrotas, su dureza viril, sus brazos desmañados abrazándole, y entonces Cipriano, con gran serenidad, flexionó la pierna, le propinó un rodillazo en los testículos y le empujó con todas sus fuerzas hasta arrojarle fuera de la cama. Durante unos minutos se escucharon los quejidos de
el Corcel
en el suelo, como los de un perro apaleado. En el dormitorio había una tensión que se cortaba. Paulatinamente
el Corcel
se incorporó y le dijo a Cipriano en la penumbra con las manos en el vientre:
—Mañana, en el recreo, te espero en el patio.
En el patio, en la esquina que formaba con el gimnasio, a cubierto de miradas indiscretas, se dirimían las peleas entre los escolares. El pleno del alumnado se reunía allí, ante un desafío, rodeando a los contendientes. Por si los alicientes fueran pocos, era la primera vez que
el Corcel
peleaba en el colegio. Nadie había osado nunca enfrentarse a él. La actitud de los luchadores esta mañana era distinta. Mientras
el Corcel
, con sus brazos largos y desgarbados, aspiraba a hacer presa en el cuello de
Mediarroba
y voltearle, éste le esperaba a distancia, sin dejarle aproximar. A Cipriano le daba ventaja su viveza. En lo que
el Corcel
levantaba un brazo, los puñitos pequeños y duros como piedras de Salcedo se disparaban tres veces sobre la nariz de su adversario. Los compañeros observaban la pelea en silencio. A veces, un comentario: ¿te fijas cómo pega
Mediarroba
? Y Claudio,
el Obeso
, trataba de explicar a todos, uno por uno, que
Mediarroba
cargaba con los muertos del Hospital de la Misericordia sin ayuda de nadie y tenía unos músculos de acero. Cipriano lanzó su puño derecho una vez más sobre el rostro bobalicón de
el Corcel
y éste empezó a sangrar por la nariz. Claudio,
el Obeso
, volvió a repetir que
Mediarroba
tenía mucha fuerza, y éste daba vueltas en torno al grandullón y se agachaba, esquivándole, cada vez que trataba de asirle por el cuello.
El Corcel
resistió un par de puñetazos más. Era como ver representada, al cabo del tiempo, la desigual lucha de David contra Goliat. Y David era aquel muchachito reducido, bajo para su edad, pero con una agilidad pasmosa y una dureza de mármol. El sayo de
el Corcel
se llenaba de sangre y, entre dientes, provocaba a su rival llamándole enano y cacho cabrón, pero
Mediarroba
no caía en la trampa, evitaba lanzarse sobre él a ciegas, y guardaba las distancias. Sus puñetazos eran como las picadas molestas de un insecto que iban minando la moral del otro. Y cuando, al cabo de cinco minutos,
el Corcel
se olvidó de su guardia y atacó abiertamente a su contrincante persuadido de que era un alfeñique, Cipriano le recibió con un puñetazo en el pómulo derecho que le hizo tambalear. Al golpe siguiente,
el Corcel
hincó una rodilla en tierra pero, como avergonzado de su debilidad, se recuperó inmediatamente y echó su brazo derecho hacia delante tratando de hacer presa en su enemigo. Cipriano, sin embargo, se agachó, reculó a tiempo y, cuando
el Corcel
trastabillaba, después de su esfuerzo fallido, volvió a sacudirle dos golpes en la nariz y
el Corcel
se apartó jadeando y tratando de restañar la sangre con sus manos. Nadie hablaba, pero como
el Corcel
no pareciera tener intenciones de reanudar la pelea,
Tito Alba
se acercó a él y le dijo: