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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (27 page)

—¿Por qué no trae vuesa merced a su señora? En buena medida ellas son las causantes de la infecundidad matrimonial.

Salcedo le confió que ella no estaba preparada para el evento pero que no descartaba que, con el tiempo, se decidiera a hacerlo. Cipriano Salcedo no dijo nada a Teo de su consulta a Galache ni, naturalmente, puso en práctica el remedio aconsejado por él.

A la mañana siguiente marchó a Pedrosa. Era un día tranquilo, de nubes blancas y altas temperaturas. La liviandad de Cipriano, la velocidad del caballo y el dédalo de atajos y trochas que había llegado a conocer le permitían llegar a Pedrosa en poco más de dos horas. Iniciaba el viaje faldeando las colinas, doblaba en la senda de Geria y desde allí, en línea recta, entre los majuelos, atravesaba Villavieja y Villalar y accedía a Pedrosa por los trigales, sin desviarse. En algunas gayolas, a la puerta, se sentaba un hombre y un perro ratonero le ladraba al pasar el caballo. En ocasiones había también niños que le decían adiós con la mano.

Se alojó en la posada de la hija de Baruque y acudió sin demora a visitar a su rentero. Hacía días que había concebido una idea luminosa: desarraigar las cepas del pago de Villavendimio y plantar en su lugar una pinada. Era cierto que en la ribera derecha del Duero nadie había osado nunca poner pinos pero la naturaleza del suelo, floja y arenosa, lo pedía a gritos aquí. Martín Martín, por añadidura, era un experto en esta clase de árboles. Había cultivado el albar con su tío en tierras de Olmedo y conocía las exigencias del pino e incluso los vaivenes del piñón en el mercado:

—La ventaja del pino sobre las siembras —le dijo— es que el pino marca las cosechas con dos años de antelación.

—¿Marca las cosechas el pino? —inquirió Cipriano.

—Lo que oye, sí señor; hoy recoge vuesa merced la pina hecha, pero en el árbol queda la perindola o sea la pina del año que viene, que está por hacer, y una cosita así —marcaba la mitad de la falange de un dedo—, en cuanto que se la advierte, que es la pina del año siguiente.

Cipriano Salcedo se sintió satisfecho de su iniciativa y Martín Martín quedó en apalabrar a una cuadrilla de gañanes para descepar las diez fanegas de Villavendimio. Ante Cazalla, Cipriano se pavoneó de terrateniente experto. Lo había pensado mucho. Después de incorporarlo a sus tierras no podía dejar yermo ese pago. Plantaría pinos albares que daban piñón e indicaban de antemano las dos cosechas venideras. Es decir, era el único cultivo del que no podían esperarse sorpresas. Por su parte, Pedro Cazalla le invitó a cazar el perdigón a la mañana siguiente en la línea del monte de La Gallarita. Cipriano Salcedo rompió a reír:

—Desde luego vuestra paternidad es aún más sorprendente que el pino albar —dijo.

La primera luz les sorprendió en las salinas del Cenagal, a una legua larga de Casasola. Cazalla llevaba un retaco en bandolera y en la mano derecha la jaula del perdigón cubierta con una sayuela. Apenas se anunciaba el sol cuando entraron en el tollo, una gran mata hueca, con una tronera al frente para disparar. Cazalla afirmó el tanganillo con cuatro piedras, colocó sobre él la jaula desnuda y, luego, se metió en el tollo y se sentó en la banqueta, junto a Salcedo. El día iba abriendo y, mientras el macho emitía el primer coreché de la mañana, Pedro Cazalla le mostró muy ufano su retaco, la escopeta que había comprado al maestro armero vizcaíno Juan Ibáñez. Mediría poco más de una vara de larga. El propio Cazalla, hábil de manos, había desbastado la culata de nogal y encepado el tubo de hierro en el otro extremo. El cañón se cargaba por la boca, baqueteando la pólvora con un taco de borra y poniendo encima un puñadito de perdigones. Cazalla le enseñó los perdigones de plomo que unos amigos le enviaban desde Alemania. Al mostrarle el sistema de fogueo puso en ello un entusiasmo pueril. Se trataba de una especie de serpentín, como una ese, en cuya parte superior se colocaba la mecha que hacía de percutor, en tanto la inferior servía de gatillo. Al oprimirlo, la mecha bajaba sobre el agujero del tubo y, al ponerse en contacto con la pólvora, provocaba la explosión, pero el cazador debía seguir a la pieza por el punto de mira durante cuatro o cinco segundos, hasta que aquélla se producía, si aspiraba a cobrarla.

La luz ensanchaba y el perdigón llenaba el campo con su cántico ardiente y persuasivo. De la parte del monte sonó una respuesta remota:

—¿Oye? El campo ya contesta.

—Y ¿acude a liberar a la prisionera?

Cazalla sonrió, con la sonrisa indulgente del experto ante el novicio.

—No se trata de eso —dijo—. Los pájaros están en celo y el macho acude a la llamada del otro para disputarle la hembra. Entra a pelear. Y unas veces viene solo y otras trae a la compañera para que sea testigo de su proeza.

El campo respondía cada vez con mayor ahínco y la perdiz enjaulada estiraba el cuello, difundía su coreché por el ancho mundo del páramo. Cazalla sacó cuidadosamente por la tronera la boca de su retaco y advirtió a Salcedo:

—Guarde silencio.

El macho cambió de tono, sustituyó el áspero coreché del comienzo por una parla inextricable, farfulladora, confidencial.

—Ojo, ya recibe —dijo Cazalla.

Salcedo se empinó en su asiento hasta divisar al perdigón enjaulado. Daba vueltas sobre sí mismo picoteando los alambres sin dejar de parlotear, mientras otra perdiz, al pie del tanganillo, cuchicheaba en tono menor. Cazalla susurró de pronto, afianzando en el hombro la culata de su retaco:

—Ya está ahí ese insensato. ¿Lo ve vuesa merced?

Salcedo asintió. La perdiz libre erguía el cuello y miraba a la de la jaula con ojeriza. El cura añadió:

—Detrás viene la hembra.

Salcedo se asomó a la mirilla y, en efecto, una perdiz de menor tamaño seguía a la primera. Cazalla aplastó la mejilla contra el tubo y tomó puntería sobre la más grande. Estaba a veinte varas, junto al pulpitillo, y abría un poco las alas en actitud retadora. Cazalla oprimió la parte baja del serpentín y, nerviosamente, siguió por el punto de mira los pasos del macho hasta que la explosión le aturdió. Cuando el humo se disipó, Salcedo vio la perdiz aleteando impotente en el suelo, mientras tres plumillas azuladas se elevaban en el aire y la hembra se alejaba pausadamente del lugar de la tragedia. Cazalla puso la culata de su retaco en el suelo. Sonreía:

—Todo funcionó a la perfección, ¿no cree?

Salcedo fruncía los labios disgustado. No aprobaba la emboscada, aquella espera alevosa, la intromisión de su amigo en la vida sentimental de los pájaros. Pero Cazalla, insensible, atascaba de nuevo la pólvora en el tubo con la baqueta.

—¿No le ha gustado? —dijo—. Es un método de caza limpio, casi científico.

Salcedo denegó con la cabeza:

—Me parecen deshonestos los juegos con el amor. ¿Por qué disparó vuesa merced?

Cazalla encogió los hombros. Por la tronera se divisaba al perdigón enjaulado, ahuecando las plumas, pavoneándose de su hazaña:

—No tengo otra salida —dijo—. Si no disparase, el perdigón se malearía y no volvería a cantar. La muerte es necesaria para que el prisionero siga incitando al campo.

De nuevo volvía el silencio. Por la mirilla se descubría el páramo lleno de luz. Un majano, a la derecha, producía una sombra negra y escueta. La hierba era prieta y fresca y Salcedo se dijo que no estaría de más un buen rebaño en Pedrosa. Hablaría con Martín Martín. También aquí, como en La Manga, abundaban las piedras en los perdidos. Cazalla desenvolvía un pequeño paquete y alargó un pastel a Salcedo. Los había preparado su hermana Beatriz. El macho de la jaula parecía repuesto, olvidado de su adversario, y volvía a engallarse y a convocar al campo. La escena inicial volvió a repetirse media hora más tarde, pero ahora entró solamente un macho, un macho viudo o soltero, desparejado. Cazalla, nervioso con la demora del arma, erró el disparo cuando el animal se abalanzaba sobre la jaula. Contra lo que Salcedo esperaba, Pedro Cazalla no se enfadó. El retaco, con el percutor de mecha, era un arma muy traicionera, dijo calmosamente, pero su amigo, el vizcaíno Juan Ibáñez, no fabricaba de momento otro tipo de escopeta más acabado.

Hasta ellos llegaban los graznidos de las urracas, los pío-pío de las cogujadas, el áspero carraspeo de los cuervos. Hacía calor dentro del tollo. El perdigón daba vueltas sobre sí mismo y, de cuando en cuando, emitía un co-re-ché flaccido, sin el empuje inicial. Él mismo se sorprendió cuando le respondió el campo. Se entabló un diálogo de poco aliento entre los dos pájaros sin dejar apenas pausa entre sus cantos. A pesar de su respuesta inapetente, uno pensaba en un macho enardecido pues su aproximación a la jaula había sido más rápida que la de los dos anteriores. Entró en plaza con la hembra coqueteando detrás y, al parloteo confidencial del perdigón enjaulado, respondió con un fiero ataque con las alas entreabiertas. Pedro Cazalla lo abatió de un tiro certero, a dos varas del pulpitillo y, de nuevo, el perdigón pregonó su victoria estirando el cuello al límite. Cazalla se levantó sonriendo de la banqueta. Se había hecho mediodía, la hora de regresar. Colgó las dos perdices en la percha y enfundó la jaula en la sayuela cuando el macho comenzaba a alborotarse. Salcedo tomó el retaco al salir del tollo. Miraba el arma con curiosidad y desconfianza, pero Cazalla que iba sin sotana, con calzas abotonadas, insistió:

—El retaco no es un arma bien resuelta. Mi amigo Juan Ibáñez hará algo mejor cualquier día.

El sol caía de plano sobre el camino y Salcedo notaba en la frente el húmedo calor del sombrero. Al divisar las salinas del Cenagal, Cazalla se acercó a la primera, se sentó a la orilla, se descalzó y metió los pies en el agua. Cuando Salcedo le imitaba, voló entre los carrizos una pareja de patos reales.

—Nunca fallan —dijo Cazalla—. Siempre retozan aquí.

—¿No estarán anidando?

—Es tarde. El azulón es madrugador, tiene un rijo temprano.

Los carrizos se quebraban a su paso y Salcedo sentía un raro placer al notar las escurriduras del cieno entre los dedos de los pies. De pronto divisó el enorme sapo nadando entre las espadañas. Nadaba despacio, sin alborotar el agua, con los ojos abultados, fríos e indiferentes, en un punto fijo. Mostró a Cazalla el repugnante animal.

—Es la sapina —dijo éste con curiosidad—. Está en plena cópula. ¿Se ha fijado?

Al oírle fue cuando Salcedo descubrió al macho, un sapillo diminuto e impávido sobre el ancho lomo de la sapa. Algo se le revolvió en el estómago. Experimentó un almadiamiento y, acto seguido, la náusea. Miraba a los dos animales apareados pero no los veía. Veía una barcaza con el rostro y los pechos de Teo como mascarón de proa, y él bogando solitario en la popa. Experimentó asco de sí mismo, una repugnancia tan apremiante que salió apresuradamente del agua y, antes de alcanzar el camino, vomitó. Cazalla caminaba tras él:

—¿Se pone enfermo vuesa merced? Ha perdido el color.

—Esos bichos, esos bichos —repetía Salcedo.

—¿Los sapos dice? —reía—. La hembra es diez veces mayor que el macho. Curioso ¿verdad? El macho apenas es algo más que un minúsculo irrigador, un saquito de esperma.

—Calle vuestra paternidad, se lo ruego.

La turbia imagen no salía de su cabeza aunque torturara a
Relámpago
con las espuelas, como si la torpe visión estuviera relacionada con la velocidad. La Teo—sapa dejándose escalar por Cipriano—sapo y, una vez conquistada, navegar sobre ella por el gran lago, era una escena que volvía a alterarle el estómago. ¿Tendría valor para volver a poseer a Teo?

La Reina del Páramo
le recibió con exageradas manifestaciones de alivio:

—¡Oh, ya estás aquí, chiquillo! ¡Dios mío, creí que no volvías nunca! Me veía sola, Cipriano, y me decía: sola no puedo tener un hijo, necesito
la cosita
de mi esposo.

Pero a la noche Cipriano no hizo intención de acercarse a ella. Tampoco Teo como si presintiera algo, le buscó
la cosita
. Y, a la noche siguiente, volvió a repetirse la escena, cada uno esperó en vano la iniciativa del otro. Mas a Cipriano, la imagen de la gran sapa nadando en la salina del Cenagal era lo que le inutilizaba. Durante una semana se prolongó la infructuosa espera de Teo. Cipriano seguía viendo en ella la sapa autoritaria, caprichosa y posesiva. Y aún le repugnaba más el complemento: la actitud servil, complaciente y oficiosa del pequeño sapo fecundador encaramado en su dorso. Un saquito de esperma, había dicho Cazalla. Nunca, como en aquellos días, tuvo Cipriano tan alejada de sí cualquier inclinación salaz. La sola idea de atacar el flanco de su esposa le daba náuseas. Y Teo terminó enojándose, presa de una sofocación intensa, preludio de un ataque de histeria. Su marido no deseaba un hijo; no quería tenerlo. Hasta le regateaba su
cosita
y ella, por sí sola, carecía de la capacidad de fecundarse.
La cosita
era elemento imprescindible para la reproducción, pero ya no contaba con ella. Su marido la había hecho desaparecer como por ensalmo. Lloraba sobre él, entre sus ropas de luto, poco alentadoras también para cambiar el ánimo de Cipriano. Pero cada vez que éste la abrazaba sin abarcarla, volvía a ver en ella a la sapina, enorme y absorbente, nadando en la salina, encareciéndole que la fecundase. Las cosas iban de mal en peor, Cipriano no podía moverse de casa. Teo voceaba y gritaba sin causa, no comía, no dormía, hasta que una mañana Cipriano le propuso visitar al doctor Galache, la notabilidad del momento en la villa, para exponerle el problema. No le ocultó a Teo su visita anterior, la buena opinión del doctor sobre sus posibilidades reproductoras, su interés por verla a ella.

Cipriano encontró a Galache tan solemne y abierto como la primera vez, vestido lujosamente de terciopelo, con las manos muy cuidadas, desnudas. Pensó que cuarenta años atrás sus padres habían hecho una visita análoga sin resultados. Y que, precisamente, él nació cuando doña Catalina, su madre, hacía cuatro que había abandonado el tratamiento. Estuvo a punto de recordarlo pero calló. Con seguridad su impertinencia hubiera menoscabado el incipiente optimismo de su esposa. Ocultó pues este detalle en la información sobre los antecedentes familiares: la escasa fertilidad de los Salcedo. El doctor Galache le escuchaba gravemente. Dijo al fin:

—Permítame; voy a reconocer a su esposa.

Teo se tendió en la mesa. Y durante unos minutos reinó el silencio en la consulta, hasta que Galache se enderezó:

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