—Es demasiado ordinario el conejo —replicó sinceramente Salcedo—. Aquí en Castilla, tal vez por su abundancia, es poco apreciado.
Don Segundo reunió el rebaño y, con ayuda de los perros, fue entrizándolo insensiblemente hacia el monte. A uno de los mastines le llamó a voces
Lucifer
. No simpatizaba con él; le lanzaba piedras e improperios.
—Porque vuesa merced —dijo de pronto— fabrica zamarros para gentes encopetadas de ciudad, pero debería pensar un poco en los gañanes del Páramo. Para ésos ya están los corderos, dirá usted, pero es que el conejo le saldría más económico y tal vez más abrigado.
El sol se ponía en la llanura como en el mar. Se desplomaba sobre la línea del horizonte y éste empezaba a roerle por la base, en un crepúsculo incendiado, hasta terminar devorándolo. Las nubes, blancas hasta entonces, se tornaban color albaricoque al ocultarse aquél.
—Buen tiempo hará mañana, sí señor —dijo sentenciosamente don Segundo—. Vamos para casa. Es hora de recoger el ganado.
Salcedo llevaba a
Relámpago
de la brida. El espectáculo de la puesta de sol en el inmenso mar de tierra le había sobrecogido. Respecto a don Segundo Centeno no sabía a qué carta quedarse. Seguramente pertenecía a ese grupo de ganadores y labrantines guardosos que llegan a amasar una fortuna a fuerza de austeridad, de privarse incluso de lo necesario, por el inútil placer de morir ricos. Las sombras de las encinas reptaban por el suelo y, en pocos minutos, el monte entero se sumió en una silenciosa penumbra. Don Segundo se rascaba ahora la cabeza metiendo un dedo de uña negra por debajo de la carmenóla. Dijo de pronto:
—Hoy un conejo, su piel, le puede valer a vuesa merced veinte maravedíes. ¿Qué número de pieles necesita para forrar un zamarro? ¿Diez, quince? Y aunque así fuera, forrado de lana y echando por lo bajo, le costaría a usted el doble.
Cipriano Salcedo le dejaba a su aire. Para empezar no se creía que los moriscos de Segovia cargaran con los gastos de las reatas. Y, en cambio, pensaba, don Segundo Centeno podría fácilmente terminar, sin forzar las cosas, siendo su nuevo cliente en el Páramo. La casa se divisaba ya entre las matas, y en el hueco de una ventana brillaba la luz de un candil. Se fingió interesado en las pieles de conejo:
—¿Y cómo puede usted agarrar tantos conejos con lo que corren?
—Yo le hago una apuesta a vuesa merced —dijo jovialmente—. En una hora me comprometo a coger una docena de conejos sin moverme de un bardo. Y si me echa una mano el señor Avelino, el bichero de Peñaflor, cuatro docenas. ¿Qué le parece?
—Con lazo, claro.
—Quiá, no señor. El lazo es muy tardinero. Diez hoy, quince mañana. No me vale el lazo para hacer cifra. Al conejo hay que moverlo, buscarle las vueltas. Aquí en La Manga, hay millones de ellos. Y si dispone vuesa merced de una buena carnada de hurones, en cuatro días puede armar un estropicio.
Habían llegado al calvero y don Segundo distribuyó el ganado en las teleras. En otros apriscos, de la parte de Wamba y Peñaflor, pernoctaban al aire libre los meses calurosos otros rebaños. Cumplido el encierro, los mastines se encaminaron cachazudamente al corral, en una de cuyas ventanas, sin duda la cocina, temblaba una luz. En la puerta de la fachada crecía un emparrado del que pendían racimos en agraz.
—Pase un rato vuesa merced.
El mobiliario de la casa era de una austeridad conventual. Apenas una gran mesa de pino en la sala, dos escañiles, unas butacas de mimbre, una alacena y, a los lados, los consabidos lebrillos. Pero Salcedo no tenía tiempo para sentarse. Los bógales borraban el camino y era fácil perderse: tenía que aprovechar la última luz. Volvería otro día para seguir conversando. ¿Un jueves? De acuerdo, lo haría un jueves. ¿Una merienda? Agradecería esa atención a
la Reina del Páramo
. Él, don Segundo, le enseñaría además cómo cazar cuarenta conejos en una hora. Si me envía un correo a tiempo tendrá ocasión de ver al señor Ave lino, el bichero de Peñaflor, metido en faena. Y a lo mejor se encapricha usted con el conejo para los zamarros y armamos una comandita, ¿no le parece?
Cipriano Salcedo se disponía a salir cuando entró en la sala
la Reina del Páramo
, una muchacha alta, pelirroja, fuerte, vestida al uso de las campesinas de la región: saya corta con faldilla debajo y mangas con papos a la moda antigua. Hacía ruido al andar con las galochas que calzaba. A don Segundo Centeno se le avivó el semblante: aquí tiene vuesa merced a mi hija Teodomira,
la Reina del Páramo
por mejor nombre —dijo. Ella no se alteró. Saludó escuetamente. La llama de la lámpara iluminaba su rostro, un rostro excesivamente grande para el tamaño de sus facciones. Pero lo que más sorprendió a Salcedo fue la palidez de su carne, especialmente extraña en una mujer campesina; un rostro blanco, no cerúleo, sino de mármol como el de una estatua antigua. No había sombra de vello en aquella cara y las cejas eran muy finas, casi inexistentes. Con el cabello caoba, resaltaban sus pestañas sombreando unos ojos vivaces, de color miel. La muchacha se movía airosamente a pesar de su volumen y cuando don Segundo le presentó como don Cipriano Salcedo, el señor de los zamarros, ella le felicitó diciendo que había ennoblecido una prenda desprestigiada. Entonces la miró de frente y ella le miró a su vez y, bajo su mirada intensa, dulce y afable, se enterneció. Nunca le había sucedido a Salcedo una cosa así y se sorprendió aún más porque, objetivamente, fuera de la expresión de sus ojos y de su presencia amparadora, no descubría en la muchacha especial encanto. Entonces se alegró de haber prometido volver. Y cuando la muchacha le tendió la mano para despedirse y él la estrechó, notó que también su mano era blanca y dura como el mármol. Pero el señor Centeno repitió que a lo mejor se encaprichaba con los conejos y fundaban entre los dos una comandita. Cipriano Salcedo, para entonces, ya se había encaramado sobre
Relámpago
y, después de rodear el pozo y los abrevaderos al trote corto, se perdió entre las sombras del sardón agitando la mano izquierda en señal de despedida.
El jueves siguiente Cipriano Salcedo se presentó en el monte de La Manga a las cuatro de la tarde, aunque don Segundo le había advertido que esa hora no era la más adecuada para cazar conejos. Y allí encontró a padre e hija junto al pozo, gozando del sol vespertino, acompañados por un individuo chaparro, de rostro atezado, con jubón a listas, zaragüelles y botas de campo, que don Segundo le presentó como el señor Avelino, el bichero de Peñaflor. Don Segundo vestía su atuendo habitual, coleto corto, calzas abotonadas y carmenóla a la cabeza. La muchacha, en cambio, aunque se tratara de una excursión campestre, se había arreglado para el evento, lo que satisfizo a Cipriano porque «mujer vestida, mujer interesada», se dijo. Estaba tan habituado a pasar inadvertido que aquel detalle le conmovió. Con todo se reafirmó en la idea de que
la Reina del Páramo
resultaba excesiva mujer para ser bella, pero tan pronto se apeó del caballo y ella le tendió la mano, él quedó preso de su hechizo, de sus ojos melosos, calientes y protectores, sensación que no le abandonó en toda la tarde.
Luego, junto al bardo, viendo actuar al bichero, de rodillas como estaba, apenas divisaba los finos botines de tafilete rojo de la muchacha cuya presencia le arropaba.
Su padre iba y venía, trajinaba inútilmente, hacía observaciones obvias al bichero y éste, fingiendo atender sus indicaciones, iba colocando capillos sobre las huras y, de vez en cuando, golpeaba con los nudillos la vieja caja de madera donde se oía rebullir algo vivo, como reprendiendo a alguien:
—¡Quietos, a dormir! —decía.
—P... pero, ¿qué lleva ahí?
—Los bichos, claro.
—¿Qué bichos si no es mala pregunta?
—Los hurones. ¿Qué bichos quería vuesa merced que llevara?
Tenían un agudo hociquillo de rata y eran largos y delgados como culebras peludas. El señor Avelino se movía diligentemente y trataba a los hurones con deferencia, les dedicaba palabras dulces y afectuosas y, de cuando en cuando, escupía en la palma de la mano y dejaba que el bicho sorbiera la saliva con deleite. Y, cuando más de la mitad de las huras del bardo estuvieron cubiertas por los capillos, el señor Avelino introdujo dos hurones en dos bocas distantes entre sí y quedó un rato relajado, a la expectativa. Se produjo un tamborileo sordo, subterráneo, bajo el vivar:
—¿Los oye vuesa merced? Hay barullo dentro.
—¿Barullo?
—El bicho ya anda tras los conejos. Los achucha. ¿No los oye? A la postre no les quedará otro remedio que salir.
Apenas había acabado de hablar cuando saltó un capillo con un conejo enredado en ella y don Segundo emitió un gruñido de satisfacción.
—Ya empezó la zarabanda —dijo.
Agarró la red, sacó el conejo, lo cogió por las patas traseras con la mano izquierda y con el canto de la derecha le propinó un golpe seco en la nuca y lo arrojó al suelo agonizante. El ruido de carreras se acentuaba en el subsuelo.
—Ojo. Hay conejos a carretadas —advirtió el señor Avelino.
Los conejos en fuga, enredados en los capillos, empezaron a saltar por todas partes. Don Segundo y su hija desenredaban los animales de las mallas y volvían a cubrir las huras. El ganadero se sentía un poco protagonista de la exhibición.
—¿Eh? ¿Qué le parece el espectáculo?
Pero Cipriano observaba ahora a Teodomira, su maña para sacrificar gazapos, el golpe letal en la nuca, la absoluta frialdad con que se producía.
—¿No siente usted pena por ellos?
Su mirada, tibia y compasiva, desvanecía cualquier sospecha de crueldad:
—Pena ¿por qué? Yo amo a los animales —sonreía.
Cazaron seis bardos y, de regreso, recogieron los sacos con el botín: noventa y ocho conejos. Don Segundo exultaba:
—Diez zamarros podría forrar vuesa merced de este envite. Treinta vellones no le harían mejor servicio.
Luego, después de la merienda, cuando Salcedo mecía a
la Reina del Páramo
en un columpio entre dos encinas, al costado de la casa, ella retozaba de risa y le rogaba que la impulsara más despacio, que no soportaba el vértigo. Pero él la lanzaba con todo el vigor de sus pequeños brazos musculosos. Y, en uno de aquellos envites, su mano resbaló de la tabla donde ella se sentaba y rozó sus nalgas. Se sorprendió. No era el cuerpo fofo que hacían presumir su tamaño y palidez, sino un cuerpo compacto que no cedió un ápice a su presión. Él se sintió turbado. También la muchacha parecía desconcertada: ¿lo habría hecho intencionadamente? Salcedo atendió, al fin, a sus súplicas y el vaivén del columpio se hizo más remiso. Entonces ella le habló con elogio de las ropillas aforradas y le confesó que había visitado varias veces la tienda de la Corredera de San Pablo. Salcedo sonreía abochornado. Le agradaba la rentabilidad del negocio pero jamás se vanaglorió de su idea que se le antojaba de una vulgaridad plebeya. Ante ciertas personas, incluso, se avergonzaba. Pero Teodomira, aprovechando el moderado balanceo del columpio, proseguía su retahila: le agradaba, más que ninguno, el zamarro de piel de nutria pero no comprendía cómo se podía quitar la vida a un animal tan hermoso. Él le recordó el frío sacrificio de los conejos, mas la chica argumentó que había que distinguir entre los animales que servían al hombre para alimentarse y el resto. Él preguntó entonces si los animales útiles para abrigarse no merecían el mismo trato y ella argüyó que el hecho de matar por medio de asalariados, como él hacía, era aún más imperdonable que hacerlo por propia mano. Consideraba peor al inductor que al mero ejecutor. Cipriano Salcedo empezó a sentir un pueril regodeo con aquellas discusiones. Se dio cuenta que desde el colegio no había disputado con nadie. Que en la vida ni una sola persona le había dado beligerancia ni para eso. Entonces, cuando la muchacha dijo que amaba a los animales, en especial a las ovejas, que siempre sonreían, Salcedo, tan sólo por llevarle la contraria, mencionó al caballo y al perro, pero ella desechó sus preferencias: el perro era incapaz de amar, era egoísta y adulador; en cuanto al caballo era medroso y presumido, un animal tan suyo que estaba lejos de despertar afecto.
Salcedo volvió por el monte a la semana siguiente, con un zamarro de piel de nutria dos tallas superiores a la suya. Teodomira, que de nuevo había cambiado de indumentaria, agradeció el detalle. Luego dieron un paseo a caballo por el monte y hablaron de las cortas periódicas de los carboneros que a su padre le dejaban tanto dinero como las ovejas.
La Reina del Páramo
montaba a mujeriegas un feo caballo pío,
Obstinado
, que parecía una vaca. Salcedo le preguntó si había aprendido a montar en las Indias, pero ella le informó que el perulero era su padre, que ella había permanecido en Sevilla con una tía los diez años que don Segundo estuvo ausente. Entonces Cipriano le dijo que se le había contagiado la gracia de Andalucía y ella le miró tan reconocida con sus ojos color miel que él se turbó.
Cipriano Salcedo pasaba las noches inquieto. La escena del columpio, el recuerdo del contacto furtivo con el cuerpo de la muchacha le excitaban. Al día siguiente del hecho, apenas amaneció Dios, había corrido en busca del padre Esteban, al que había escogido, un tanto a ciegas, como confesor tras la triste separación de Minervina, hacía más de quince años:
—P... padre, he tocado el cuerpo de una mujer y he sentido placer.
—¿Cuántas veces, hijo, cuántas veces?
—Una sola vez, padre, pero no sé si hubo voluntad por mi parte.
—¿Es que no sabes siquiera si obraste deliberadamente o no?
—Fue una cuestión de segundos, padre. Yo le daba impulso en un columpio y mi mano resbaló o yo hice que resbalase. No salgo de mi duda. Ése es el problema.
—¿En un columpio? ¿Quieres decir, hijo, que la tocaste las posaderas?
—Sí, padre, exactamente las posaderas. Así fue.
En rigor su actitud no era nueva. El desahogo económico no había hecho sino exacervar la desconfianza en sí mismo. A pesar de los años transcurridos, seguía siendo el hombre roído por los escrúpulos y cuanto más acentuaba su vida de piedad más se recrudecían aquéllos. Había días de precepto que asistía a tres misas consecutivas agobiado por la sensación de haber estado distraído en las anteriores. Y, en una ocasión, abordó a un hombre maduro que había entrado en la iglesia después de la Elevación y le hizo ver la inutilidad de su acto. Procuró advertirle con tiento para no herirlo, pero el hombre se alborotó, que quién era él para dirigir su conciencia, que no admitía intromisiones de petimetres insolentes. Entonces Cipriano Salcedo le pidió perdón, reconoció que, de no haber intervenido, se hubiera sentido responsable de su pecado y que su advertencia, aparentemente impertinente, venía inspirada en el deseo de salvar su alma. Fuera de sí, el aludido le agarró por el jubón y le zamarreó y, en el momento cumbre de su irritación, blasfemó contra Dios. Cipriano había acudido al padre Esteban desolado: