Cuando despertó, ya puesto el sol, lo primero que vio fue la cabeza de
Pispas
, alarmado, a dos pasos de donde estaba, mirándole. Relinchó alegremente al verle levantarse y se dejó ensillar dócilmente. Cipriano bajó al camino de Burgos entre dos luces, picó espuelas y reanudó el viaje. La oscuridad le iba envolviendo sin advertirlo, sin lograr apagar del todo la leve fosforescencia de la carrera. De este modo sus ojos se iban habituando a la oscuridad y podía correr sin riesgo. Algún arriero se apartaba al sentir el galope de
Pispas
, pero de ordinario el camino estaba desierto. Como una exhalación, Cipriano franqueó la ciudad de Burgos y cogió el camino de Logroño, un poco más angosto, de tierra rosada. Llevaba la mente concentrada en la carrera, pensando en los obstáculos que podrían aparecer, y únicamente, de vez en cuando, pensaba en Cristóbal de Padilla, si habría sido interrogado, si los habría delatado ya. A cada minuto que transcurría se sentía más seguro, más alejado de las fuerzas de la Inquisición que se pondrían en movimiento tan pronto el detenido hablase. Antes de Santo Domingo de la Calzada, Cipriano Salcedo determinó cambiar de caballo. Las espumas del belfo de
Pispas
fosforecían en las tinieblas y de cuando en cuando le agarraba en las ancas un agitado temblor. El animal se hallaba extenuado. Cipriano había pensado hacer con él veinticuatro leguas y había hecho más de veintisiete. Entró en Santo Domingo al trote cochinero. A orilla de la carrera divisó la Casa de Postas y se detuvo frente a ella. La lucecita de una candela brillaba en la segunda ventana y temió que alguien velase a aquella hora. Se apeó de
Pispas
y rodeó la casa de postas por el acceso embarrado. Al fondo estaba el establo y, en el patio anterior, pernoctaban dos caballerías. Avanzaba pegado al edificio, la espalda contra él, para evitar ser visto si alguien se asomaba. Medio a ciegas eligió el caballo y lo sacó hasta el patio, lo observó con mayor detenimiento. Era un jamelgo de cabeza grande pero parecía fuerte y descansado. Cambió la silla y encerró a
Pispas
en el establo con una bolsita con dos ducados al cuello y una nota en la que decía: «No le pago el caballo sino el favor». Le pareció oír ruido en una de las ventanas que se abría al camino y se aplastó contra el muro. Era el miedo el causante, la casa dormía. Propinó al caballo unas afectuosas palmadas en el cuello y lo montó. En las medias tinieblas parecía un bicho ruano de cabeza moruna y largas crines. Poco obediente a las espuelas, partió hacia Logroño a un galope regular. Cipriano recorrió otras ocho leguas antes de amanecer pero no a
caballo reventado
, como había hecho con
Pispas
, sino al ritmo uniforme que
Cansino
marcaba, ajeno por completo a sus estímulos. Ya con el sol en el cielo, rodeado de viñas con hojas tiernas, Cipriano tomó una senda a la derecha hasta alcanzar el soto del río Iregua. Ahí se apeó, ató las manos al caballo, almorzó y se tumbó al sol cálido de la mañana. Despertó a media tarde, volvió a comer y echó una ojeada a
Cansino
, tumbado unos metros más allá, mordisqueando las hierbas a su alcance. Ahora se daba cuenta de la falta de clase de la cabalgadura. Únicamente había visto en su vida un penco más desangelado que aquél: el
Obstinado
de Teo, su mujer, el vergonzoso acompañante de su tornaboda. Esperó al lubrican para salir de nuevo al camino.
Cansino
adoptó el paso uniforme de la víspera y lo sostuvo a lo largo de toda la noche. Era su forma de galopar, había que resignarse. En la posta de El Aldea, entre Logroño y Pamplona, lo cambió por otro. En esta ocasión, Cipriano depositó cinco ducados en la bolsita y pedía disculpas por el cambio. El nuevo caballo era un bridón con estilo, cuya arrogancia se mostraba especialmente en el galope. No era desde luego
Pispas
pero tampoco
Cansino
; esta vez había ganado en el cambio. Cabalgó toda la noche y al amanecer se internó en un sardón de roble a un par de leguas de Pamplona. El fin de su viaje estaba a la vista y pensó que, al día siguiente, tendría que esperar al crepúsculo para entrar en Cilveti y entrevistarse con Echarren.
Cuando le asaltó el pensamiento de sus hermanos en Valladolid tuvo clara conciencia de que Padilla había hablado. Cipriano, tras varias experiencias al respecto, creía en la transmisión de pensamiento. La redada ha comenzado, se dijo. Trató de imaginar quiénes habrían intentado escapar y, al momento, pensó en don Carlos de Seso como seguro. Don Carlos podía estar ya en Francia, pero ¿quién más? Del cura Alonso Pérez presumía que no y tampoco de los Cazalla: don Agustín estaba demasiado entregado y a Pedro le consideraba incapaz de correr una aventura semejante. ¿Quién, entonces? Desconocía los arrestos de los Rojas, fray Domingo y su sobrino Luis, y descartaba al joyero Juan García, excesivamente pusilánime. ¿Pedro Sarmiento tal vez? ¿El bachiller Herrezuelo? De nuevo le vino a la cabeza la figura de Ana Enríquez. Podría haber huido con él. Quizá en ese momento el alguacil de la Inquisición estuviera deteniéndola en la finca de La Confluencia. Ana no era una mujer para ingresar en la cárcel secreta de Pedro Barrueco, aquel caseretón destartalado y lóbrego que imponía con sólo mirarlo. En cualquier caso, la cárcel secreta resultaría insuficiente para albergar a los presuntos sesenta herejes de la villa. La ley imponía el aislamiento de los reos, pero la cárcel de la calle Pedro Barrueco no disponía de sesenta celdas individuales. ¿Qué determinación tomaría el Santo Oficio? Hacía tiempo había comenzado la construcción de una nueva Casa de la Inquisición frente a la iglesia de San Pedro, pero por mucho que se acelerasen las obras no podrían terminar antes de un año. Posiblemente los encerrasen por parejas o por grupos poco afines. Las autoridades inquisitoriales, por grande que fuese su poder, no conseguirían esta vez la total incomunicación de los presos. El recuerdo de Ana Enríquez le indujo a acariciarse la mejilla izquierda. Después de tres días de viaje su barba había crecido pero aún creía notar la huella de sus labios. ¿Qué había querido decirle al darle la paz en el rostro? ¿Tal vez que le esperaba? ¿Manifestarle su alegría ante su decisión de huir? ¿Una simple prueba de fraternidad? Dio media vuelta entre la hojarasca y vio al caballo saltar con las manos trincadas. No le venía el sueño como los días anteriores pero cerró los ojos e intentó reconciliarse con Nuestro Señor. Pensaba mucho en Ana Enríquez, en el fondo admiraba su belleza y su coraje, pero su decisión de conservarse puro estaba por encima de estas debilidades. Se hallaba solo, el silencio del campo, salvo el lejano graznar de los cuervos, era total, ¿por qué no bajaba a su lado Nuestro Señor? ¿Tal vez la luz era excesiva? ¿Reservaba sus comparecencias para los templos? ¿Tendría razón el Doctor cuando afirmaba que la quimera era indicio de debilidad mental? ¿Padecería alucinaciones? Caía el sol cuando despertó. El caballo, de salto en salto, había puesto distancia por medio. Lo encontró bebiendo agua en el cangilón de una noria, al borde del arcabuco. Lo ensilló y buscó el camino, ya anochecido. No tenía prisa pero, al día siguiente, hizo un alto en Larrasoaña, su última comida y su última siesta. Deliberadamente aguardó a que se hiciera noche cerrada para entrar en Cilveti. El pueblo parecía desierto y, sin embargo, la puerta de Echarren, la de su casa, se encontraba abierta. También la trasera. Le llamó la atención el número de muías que se juntaban en el patio pero no sospechó nada. Se sentía lejos de cualquier asechanza. ¿Cómo podían imaginar los alguaciles de la Inquisición que uno de los hombres que buscaban se encontraba en este momento en Cilveti? Ató el caballo a la puerta y subió a tientas. La mujer de Echarren, con un candil en la mano, le acompañó en silencio a la sala que ya conocía. Oyó rumores de conversaciones, de cuchicheos en la habitación vecina y, de improviso, entró un hombre con el blasón de la Orden de Santo Domingo en el pecho, sobre el sayo, y dos arcabuceros detrás, apuntándole con sus armas. Cipriano se incorporó, retrocedió sorprendido:
—En nombre de la Inquisición, daos preso —dijo el alguacil.
No ofreció resistencia. Acató la orden de sentarse ante el oficial, los dos arcabuceros tras él. Luego entró Pablo Echarren, con el cabello alborotado, en jubón, en compañía del secretario, que se sentó junto al alguacil con unos papeles blancos sobre la mesa. El oficial miró a Echarren, a su lado, de pie:
—¿Éste es el hombre?
—Él es, sí señor.
Desde el otro lado de la mesa, el alguacil miraba la cabeza reducida y proporcionada, las manitas peludas de Cipriano:
—Lo recordaba usted bien —dijo como para sí, sonriendo levemente.
Tenía las melenas lacias y sucias y bizqueaba ligeramente al fijar los ojos en él. Le sometió a un interrogatorio de urgencia. Cipriano venía de Valladolid, ¿no era así? Cipriano asintió. Meses atrás, en abril de 1557 había pasado a Francia por los Pirineos acompañado de Pablo Echarren ¿estaba bien informado? El alguacil bizqueó de satisfacción cuando Cipriano reconoció que así era, pero se desconcertó cuando añadió que había viajado varias veces al extranjero por exigencias de sus negocios. ¿Negocios? ¿Qué negocios? El alguacil no conocía su profesión y el secretario, a su lado, tomaba nota. Le preguntó por sus negocios, si no era impertinencia, y Cipriano, a su pesar, se vio obligado a mencionar el zamarro y las ropillas aforradas. Del zamarro había oído hablar el alguacil, claro, todo el mundo conocía la gran revolución del zamarro, el zamarro de Cipriano, ¿no es así?
—Cipriano soy yo —dijo Salcedo.
El alguacil acogió con interés la revelación del detenido. El presumible dinero del preso suavizó el interrogatorio. El secretario anotaba sus declaraciones. Cipriano tenía relación comercial con Flandes y los Países Bajos. Los mercaderes de Anvers eran los distribuidores de zamarros y ropillas en el norte y centro de Europa. Ahora era el bizco el que asentía satisfecho y complacido. Pero su contacto más importante había sido con el celebérrimo Bonterfoesen, el comerciante más acreditado del siglo. El alguacil prosiguió la instrucción en otro tono. Había salido de Valladolid hacía tres días y medio. ¿Estaba enterado de la detención de Cristóbal de Padilla? Y ¿de la de todo el grupo luterano de Valladolid? Cipriano lo ignoraba. Esto debía haber ocurrido después de su partida, dijo. El secretario escribía y escribía. De pronto, Cipriano cerró la boca, empezó a responder con evasivas. ¿Conoce al Doctor Cazalla? Prefiero no contestar a esa pregunta, dijo. El alguacil prolongó el interrogatorio unos minutos más. Señaló a Pablo Echarren: y ¿a este hombre? Naturalmente Cipriano le conocía, sabía de su destreza, de su sentido de la orientación. ¿Quién se lo recomendó? Salcedo miró a Echarren y advirtió que estaba esposado. Para un comerciante que viaja a Europa con frecuencia, el señor Echarren no necesitaba presentación, dijo. Le maniataron también al acabar. Luego se oyó ruido de gente en el patio y, cuando salió, le introdujeron con Echarren y dos arcabuceros en un carruaje de dos caballos. Detrás, dándoles escolta, el alguacil y el secretario, montados en sendas muías, y dos familiares de la Inquisición.
Llegaron a Pamplona a altas horas de la noche y Vidal, el interrogador, entregó los presos al encargado de la cárcel santa. Se hallaba casi vacía. Fueron introducidos en dos celdas y, una vez tendido en su camastro, Cipriano trató de serenarse. Le habían detenido. Todo había sido demasiado rápido e imprevisto. Su celda era pequeña, apenas el petate, una mesa, una silla y un gigantesco orinal con tapadera en un rincón. Oía pasos en el piso alto, pasos marciales, firmes, como de soldados. Transcurrieron así dos días con dos noches. Al tercer día, al anochecer, se oyó arriba ruido como de carreras. A través del guardián que le traía la comida y por Genaro, que limpiaba a diario los orinales, supo Cipriano que había otros dos detenidos: don Carlos de Seso y fray Domingo de Rojas. Los habían prendido, según el guardián, en la frontera navarra y Seso había dicho que lo suyo no era una fuga, que no tenía intención de huir, sino que iba a Italia, a Verona, donde acababan de morir su madre y su hermano. Por su parte, fray Domingo de Rojas admitió que se dirigía a encontrarse con el arzobispo Carranza, que en Castilla se encontraba incómodo y que, sobre todo, pretendía evitar la deshonra que su posible detención acarrearía sobre la Orden. Habían estado presos tres días en la casa del comisario de la Inquisición, hasta que el obispo de Pamplona, don Alvaro de Moscoso, ordenó su traslado a la cárcel secreta. A don Alvaro le chocó el atuendo del fraile, un vestido de raso verde con sombrero de plumas y cadena de oro al cuello. Otro hábito es éste que el que llevó vuestra paternidad al Concilio, le dijo irónicamente el obispo, a lo que fray Domingo de Rojas respondió: reverencia, mi hábito lo llevo en el corazón. Luego aludió Rojas a la actitud de Carranza, el arzobispo de Toledo, en cuya busca iba, pero don Alvaro de Moscoso le advirtió que olvidase ese nombre, que el arzobispo nada tenía que ver en este pleito. Fray Domingo aclaró que el virrey de Navarra les había facilitado salvoconductos para pasar a Bearne pues llevaban cartas de recomendación para la Princesa y que la intromisión del Santo Oficio había sido injustificada. Andaba con ellos un señor grueso, al que llamaban Herrera, alcalde de Sacas de Logroño, también preso, quien les había dado favor para que emigraran a Francia. Admitió la acusación pero hizo constar que nada sabía de que la Inquisición tuviera cargos contra los dos detenidos.
Don Carlos de Seso conservaba su apostura y dignidad. Cipriano le vio pasar hacia los calabozos por la mirilla con su gallardía habitual, ropas sueltas, vigorosos ademanes, rostro arrogante y altivo. Encerrado en la celda contigua, Salcedo le oía pasear, cuatro pasos a un lado y cuatro a otro. De ordinario el carcelero no les visitaba y tanto el intendente como Genaro, el encargado de la limpieza, aparecían de tarde en tarde y a horas fijas y, fuera de ellas, transitaban por el pasillo tan sólo ocasionalmente. Al segundo día del encierro de Seso y Rojas y aprovechando el eco del sótano, Cipriano llamó por el buco de la puerta al primero. Don Carlos no tardó en oírle y se sorprendió de tenerlo tan cerca. Sí, el virrey le había comunicado que en Valladolid había habido una gran redada de presos, que no cabían en la cárcel secreta, que habían empezado los procesos y que el Doctor era el centro de ellos. Por su parte, Cipriano le contó su fuga, cabalgando de noche y descansando de día, hasta su prendimiento en Cilveti en casa de su recomendado Pablo Echarren, detenido también. Don Carlos le advirtió que no iniciarían el traslado a Valladolid hasta que detuvieran a Juan Sánchez, criado de los Cazalla, el único de los fugados que había logrado refugiarse en Francia.