—Contrabandistas.
Salcedo, encaramado en su muía, miraba en vano hacia la dirección indicada por el guía. Oyó la conversación muy cerca pero no los vio. Luego se alejaron paulatinamente y sus voces se convirtieron en un apagado rumor. Cuando éste se extinguió, Echarren montó en su muía y añadió:
—Es Marcos Duro, el mejor guía de estos contornos.
—Y ¿qué llevan?
—Posiblemente ámbar, cremas de belleza, perfumes y ungüentos aromáticos. El lujo viene de Francia.
La montaña se empinaba cuando salieron del área forestal y la vegetación empezó a ralear: matorrales rastreros, brezos, tojos, arándanos. Echarren procuraba ceñir su paso a las formas de las rocas para hacerse menos visible desde los bajos. En una ocasión, al salir de una curva, vieron huir un sarrio brincando de piedra en piedra. Se enredaron en una topografía escabrosa, de altos peñascos, difícil de franquear, pero, al fondo del congosto, sobre el abismo, al abrigo de una pequeña oquedad, apareció un hombre, ataviado con sayuelo y zaragüelles, con dos caballerías apersogadas. Echarren se volvió a Cipriano:
—Pierre nunca me hizo esperar —dijo sonriendo.
Y emitió un silbido modulado que el eco repitió, cada vez más suave, desde las barrancas del lado francés.
A instancias de Cipriano, el Doctor se avino a que Beatriz Cazalla sustituyera a su hermana Constanza en las lecturas de los conventículos. Hacía siete meses que Salcedo había regresado de Alemania y esta noche, apenas iniciado el mes de mayo, Beatriz había leído unas páginas de
La libertad del cristiano
, con la misma sonrisa dentona, la misma entonación y el discreto ceceo que acompañaban a las comunicaciones de doña Leonor. Había sido como resucitar a ésta. En las pausas, Cipriano admiraba el hermoso perfil de Ana Enríquez, tan luminoso y atractivo bajo el rojo turbante que achicaba su cabeza, sus manos largas y enjoyadas sobre el larguero del banco. Acto seguido el Doctor glosó las páginas leídas por su hermana Beatriz, con fervor, con la misma convicción que cuando su madre le acompañaba. Desde el regreso de Cipriano, con libros, informes y buenas noticias, don Agustín Cazalla parecía otro. Su posición religiosa se había afirmado y había recuperado su entusiasmo proselitista. Pero, apenas acababa de abrir el coloquio final, cuando en la calle se oyeron los zapatazos de un caballo en plena carrera, los cascos percutiendo en el empedrado, cada vez más próximos. Era tal el silencio de la sala que, cuando el caballo se detuvo, se oyó al jinete apearse y dar tres pasos hacia la puerta de la casa. Sonaron dos secos aldabonazos y, cuando Juan Sánchez se apresuró hacia las escaleras, el silencio del cenáculo se había hecho de hielo. Unos segundos después, don Carlos de Seso, con improvisado atuendo de caballista, desmelenado, la gorra en la mano, penetró presuroso en el oratorio, se encaramó de un salto en la tarima del Doctor, cuchicheó nerviosamente con éste y, una vez obtenida su anuencia, se dirigió hacia el auditorio con un deje de alarma:
—Cristóbal de Padilla —dijo— ha sido detenido anteayer en Zamora. Pedro Sotelo y su esposa Antonia de Meló lo han denunciado al Santo Oficio con motivo del
edicto anual
. Está preso en la cárcel secreta de la Inquisición y no es fácil que se produzcan otras detenciones en tanto Padilla no sea interrogado. No obstante, me considero en la obligación de comunicarlo a vuesas mercedes para que tomen las medidas oportunas, se deshagan de documentos comprometedores y huyan si consideran su vida en peligro. Nuestro Señor nos acompañe.
Se produjo la estampida. Todos querían ser los primeros en abandonar la casa del Doctor y Juan Sánchez encontraba serias dificultades para que los asistentes se avinieran a hacerlo ordenadamente, de dos en dos, con breves pausas de un minuto, como venían haciéndolo. Se oían los pasos apresurados de los que marchaban sin las precauciones habituales. Daba la impresión de que el hecho de alejarse de la casa madre les alejaba asimismo de los riesgos de su detención. Cipriano vio salir a Ana Enríquez y se dirigió al Doctor y a don Carlos quienes, desde el estrado, se consideraban en el deber de organizar la evacuación. Don Agustín había empalidecido y con sus manos blancas y finas tamborileaba mecánicamente sobre el tablero de la mesa. Había perdido el dominio de sí mismo. Estos cambios de ánimo súbitos, justificados o no, eran habituales en el Doctor. Intentó hablar con Cipriano Salcedo pero las palabras se le amontonaban en los labios y no acertaba a ordenarlas. Fue don Carlos de Seso quien le dio las oportunas instrucciones:
—Vuesa merced debe huir inmediatamente —le dijo—. El Emperador, desde Yuste, ha instado al inquisidor Valdés para un
pronto y terrible escarmiento
. Huya. Vuesa merced ha sido un miembro destacado en la secta desde su ingreso y su reciente viaje a Alemania y su entrevista con Melanchton le hacen especialmente vulnerable en esta hora. Ponga tierra por medio. El camino de Pamplona ya lo conoce. También conoce Cilveti y la casa de Pablo Echarren. Póngase en sus manos y en unos días estará fuera de España.
Las lágrimas asomaron a los ojos del Doctor cuando estrechó su mano. Cipriano, en cambio, se sentía resuelto y decidido, capaz de todo. No notaba cansancio y, al llegar a su casa, se encerró en el despacho y abrió la gran librería. Parecía imposible que en apenas tres años hubiera podido almacenar aquella cantidad de papeles: fichas, avisos, resúmenes, consejos, pequeñas esquelas, anuncios de conventículos, correspondencia variada con el Doctor, Pedro Cazalla, Carlos de Seso, Domingo de Rojas, Beatriz Cazalla y Ana Enríquez. Carpetas llenas de proyectos. Fascículos y opúsculos de su paso por Francia y Alemania. Mapas e itinerarios. Direcciones de personas y centros en el extranjero y libros, muchos libros, entre ellos los diecisiete ejemplares de
El beneficio de Cristo
, restos de la edición de Agustín Becerril que aún conservaba. Amontonó leña en la chimenea y le prendió fuego. Primero se deshizo de los papeles que se consumían rápidamente, después de caracolear unos segundos entre las llamas; luego de los opúsculos, de los papeles de mayor entidad y, finalmente, de las carpetas y de los libros, uno a uno, pacientemente, sin prisas. Algunos tenían encuademaciones duras, de piel o de tela, con cantoneras para darles firmeza, y los restos tardaban en arder. A medida que iban desapareciendo las pilas de papeles y las hileras de libros de los estantes, Cipriano se sentía liberado de un peso como después de una confesión. A las cuatro de la madrugada, se acostó. No sólo había quemado todo lo que pudiera comprometerle a él y al grupo, sino que se había deshecho de las cenizas del hogar. A las ocho se incorporó, desayunó frugalmente y ordenó a Vicente que aparejase a
Pispas
lo más rápidamente posible. Una hora más tarde, vestido ya de campo y con un mínimo equipaje, se disponía a partir, cuando Constanza le anunció la visita de Ana Enríquez. Cipriano se dijo que ella era lo único que echaba en falta en esos momentos. Ana acababa de llegar de La Confluencia y venía a pedir disculpas por la defección de su criado, por su negativa a adoptar las normas de prudencia que tan insistentemente se le habían recomendado. Otro criado, recién llegado de Toro, no creía que la gran redada fuera inminente. A juicio de los inquisidores, Cristóbal de Padilla, con sus conciliábulos y los contactos y visitas en la prisión, había
espantado la caza
. Había que darse prisa, le dijo doña Ana, cogiéndole de las manos y sentándose a su lado en el sofá del salón. Cipriano se sentía conmovido por la solicitud de la muchacha, por su celo para ponerle a salvo. Su padre, el marqués, le imploraba que pasara a Francia. Él no se consideraba comprometido y la posición de la marquesa en la Corte operaría en su favor. Pero Cipriano debía huir, insistía doña Ana. Le entregaba una nota con una dirección en Montpellier: Madame Barbouse le atenderá como si fuera yo misma, le dijo. Volvía a oprimir su pequeña mano peluda entre las suyas impacientes. Barbouse, no lo olvide. Pero a Cipriano le atenazaba una preocupación: ¿Y ella? ¿Qué iba a ser de ella en tan difíciles circunstancias? Ana Enríquez sonreía con sus labios carnosos, se le formaban dos hoyuelos en las mejillas. En estas situaciones las mujeres nos defendemos mejor que los hombres —dijo—. Un hombre, aunque tenga faldas, se compadece de una mujer; los tribunales de hombres con mayor motivo, puesto que los unos hacen fuerza sobre los otros. ¿Cómo admitir que el Santo Oficio pueda dictar una sentencia rigurosa contra las monjitas del convento de Belén? Se miraban a los ojos, se quitaban la palabra de la boca, sus rostros casi se rozaban. Vuesa merced sí está en peligro, añadía. Ha echado últimamente sobre sí todas las responsabilidades del grupo, ha viajado a Alemania en su nombre, ¿cómo justificar esta actitud? Felipe II no será menos inflexible que Carlos V. Valdés ha pedido mayores atribuciones al Papa y Pablo IV no ha vacilado en concedérselas. Se prepara un gran escarmiento, créame. Cipriano se dio cuenta de que estaba dejándose convencer de algo de lo que ya estaba convencido. Pero le agradaba la insistencia de Ana, verla inquieta por su suerte, su empeño por ponerle a salvo. ¿Es que significaba algo para ella? Pero cuando la muchacha se levantó, le tomó de las manos y tiró de él hacia arriba, obligándole a incorporarse, Cipriano reconoció que estaba dispuesto a marcharse. Al oírlo, Ana, súbitamente, sin nada que lo anunciara, se inclinó hacia él y le besó suavemente en la mejilla. Huya, dijo con un hilo de voz. No pierda un minuto más y que Nuestro Señor le acompañe.
Camino de Burgos, Cipriano pensaba en ella mientras espoleaba a
Pispas
. Viajaría el tiempo que pudiera a
caballo reventado
y, cuando fuera necesario, cambiaría de montura. Lo haría furtivamente en las casas de postas y dejaría unas monedas como compensación cuando considerase haber ganado en el trueque. Pretendía reposar de día y cabalgar de noche. Nadie podría decirle ya si Padilla había cantado o permanecía en silencio, pero parecía obvio que la Inquisición se decidiría a emplazar patrullas en los caminos en cualquier momento. Se llevó la mano a la mejilla izquierda. El dulce tacto de los labios de Ana Enríquez permanecía allí, con su discreto perfume. ¿Era posible que aquella bella muchacha hubiera llegado a interesarse por él? Recordó sus votos de unos meses antes, su decisión libre de repartir sus bienes y vivir en castidad. Al Doctor se lo había confiado una tarde, a su regreso de Alemania, en el gabinete de doña Leonor. No se precipite; vuesa merced está todavía bajo la impresión del fallecimiento de su esposa; aún se siente responsable. Cipriano le preguntó si creía que aquel sentimiento de culpa se desvanecería algún día y el Doctor no dudó que, con el tiempo, así ocurriría y entonces se vería en la dura disyuntiva de ser fiel a su palabra o amar a una mujer. Salcedo le hizo ver que su decisión había sido espontánea y meditada, anterior a la muerte de su esposa, que más de la mitad de sus bienes ya no le pertenecían, y que Nuestro Señor había sonreído al aceptarlo. Se apresuró a añadir que ya sabía que las obras no eran indispensables para salvarse y aclaró que, con su gesto, no buscaba la salvación sino una manera de resarcir a Teo de su desapego. El Doctor le escuchaba impasible, con la cabeza ladeada, como si el cuello fuera incapaz de sostener su peso. Hablaron un rato y Cipriano confesó ingenuamente que Nuestro Señor había bajado a su lado, complacido de su desprendimiento. El Doctor sonreía. La quimera era indicio de debilidad mental, le advirtió; la hora de los portentos había pasado. Cipriano volvía a disfrutar de la palabra del Doctor, un hombre lúcido, inteligente, que había logrado superar la muerte de su madre. A su regreso de Alemania, le había encontrado distinto, en realidad, había encontrado a un Doctor que nunca había conocido, consciente de su primacía intelectual, de la importancia de su jerarquía en el grupo. Aquella astenia, un poco femenina, que mostró unos meses antes, parecía no haber existido nunca. Cipriano Salcedo le había alentado. No mintió respecto a los pormenores de su viaje, pero sí exageró algunos pasajes, los adornó. Melanchton sabía de él —le dijo—; varios españoles emigrados le habían hablado de su persona y del foco luterano que encabezaba en Valladolid. Al Doctor, estos informes le enardecían, le imbuían seguridad. Cipriano Salcedo no reparaba en cuánto había también de fatuo en esta actitud. En realidad, el cambio del Doctor se había operado antes de que Cipriano iniciara su viaje. Fue como si una extraña presión le impidiera respirar y, de repente, con su decisión, alguien le hubiera quitado el obstáculo de encima. Los meses de ausencia de Salcedo no dejó de pensar en él. Y los dos largos correos que le envió desde Alemania le exaltaron hasta límites increíbles, según comunicó a Cipriano a su regreso. A raíz de ellos el Doctor terminó de olvidar las zozobras sufridas tras el entierro de su madre, se creció, volvió a la antigua actividad en la secta, a sus sermones ambiguos, a los conventículos. A Cipriano le estimulaba escucharle. De nuevo se hallaban en el buen camino. El Doctor se interesaba por la vida de Cipriano, le desconcertaba su desprendimiento pecuniario, su largueza. Habían hablado mucho durante los últimos meses, tanto que Cipriano empezó a descubrir en Cazalla un hombre nuevo, sobrio y santo sí, pero con una sombra de presunción en sus móviles. El Doctor se vanagloriaba de lo que era y de lo que representaba. Si sus actos hubieran sido secretos tal vez su comportamiento hubiera sido distinto. Y no es que Cipriano atribuyera doblez al Doctor, no creía que actuara buscando el aplauso, pero tampoco que fuese indiferente al elogio y la admiración.
Se desvió del camino en Quintana del Puente. Al fondo, a la izquierda, en la falda de la colina, se iniciaba la moheda y, en los bajos, un mar de cereal, todavía fresco, cabeceaba suavemente con la brisa. En algunos puntos clareaban las cebadas y, al pie del cerro, antes de alcanzar el monte, divisó una pequeña braña, fresca, de un verde tierno. El agua transparente manaba en abundancia del venero y se derramaba por el prado. Acercó a
Pispas
y le dejó beber hasta saciarse. El agua iba borrando las espumas blancas de sus belfos mientras su lomo dejaba de temblar. Cuando le vio satisfecho se internó con él en la espesura. Los gazapillos de las carnadas de primavera correteaban alarmados en todas direcciones y desaparecían en los vivares. A media ladera, Cipriano descabalgó, quitó la silla a
Pispas
y lo dejó pastando libre, en el claro. Su criado Vicente adiestraba bien a los caballos. Tanto
Relámpago
como ahora
Pispas
tenían un comportamiento más propio de perros que de équidos. Jamás perdían de vista al amo aunque se alejasen y acudían a su encuentro en cuanto le oían silbar. Esto daba al animal una gran libertad de movimientos e infundía tranquilidad al jinete. Cipriano sacó del fardillo una enorme hogaza abierta, con carne y salchichas en su interior y una botija de vino. Desde su posición dominaba la gran nava, donde ondulaba el cereal, hasta las colinas grises de enfrente, las aguas del Arlanzón fluyendo hacia Quintana y el camino, paralelo al río. El tiempo estaba quedo. Buscó un abrigo a la solisombra de una carrasca, se tendió y en pocos minutos quedó dormido.