—No sabía que tuvieras tanta fuerza —dijo Sturm sorprendido.
—¡Tampoco yo! —Kitiara estaba tan perpleja como el caballero.
Crisol recogió uno de los trozos que ella había dejado caer y se lo alargó.
—Toma. Rómpelo otra vez. —El pedazo de palo no llegaba a los treinta centímetros y Kit tuvo que apoyárselo en la rodilla al ser tan corto, pero aun así logró quebrarlo.
—Aquí pasa algo raro —declaró Argos, achicando los ojos—. Sin duda, tu fuerza ha aumentado en el transcurso de las veinte horas que llevamos en Lunitari.
—¡Quizá todos nos estemos haciendo más fuertes! —Para comprobar su sospecha, Crisol tomó otro de los trozos del palo y trató de romperlo. Su rostro, ya de por sí rubicundo, se tornó purpúreo, pero la madera siguió incólume. Todos los demás, inclusive Sturm, lo intentaron, pero sus vanos esfuerzos dejaron bien claro que a ningún otro se le había incrementado la fuerza. Kitiara esbozó una sonrisa radiante.
—Al parecer tú eres la única favorecida con este don, sea cual sea. —La voz del caballero sonó imperturbable—. Al menos nos será de utilidad. ¿Te importaría sacar el carro de ahí?
Ella chasqueó los dedos y con gesto petulante se dirigió a la parte trasera del carricoche. Aplastó una mano contra la caja y empujó. El carro, que salió de las rodadas con un brusco salto, estuvo a punto de atropellar a Remiendos y a Alerón.
—¡Cuidado! —advirtió Sturm—. Tienes que aprender a controlar esta fuerza recién adquirida o de lo contrario dañarás a alguien.
Kitiara ni siquiera lo escuchó. Sus manos recorrían los brazos de arriba abajo una y otra vez, como si deseara percibir la fortaleza irradiada por los músculos desarrollados de forma tan extraña.
—No sé por qué ni cómo ha sucedido, pero me gusta —le confesó a Sturm.
El caballero la observó mientras se alejaba y notó un nuevo contoneo jactancioso en su forma de andar. Se quedó pensativo. Primero había sido su extraño sueño (por otro lado tan real), y ahora aquella pujante energía de Kitiara. No todo era normal en la luna roja.
* * *
Cuatro horas más tarde las colinas estaban al alcance de su vista. De cerca, mostraban una curiosa apariencia de suavidad, de redondez, como si una mano gigante las hubiese alisado.
Kitiara se puso al frente de la marcha cuando los pasos del caballero se hicieron vacilantes. Sturm se sentía cansado. El exiguo desayuno de judías y agua que había tomado no era suficiente para conservarlo en plena forma. Sin embargo, cuando hacía ya más de seis horas que caminaban, Kitiara echó a correr para ser la primera en alcanzar las colinas.
—¡Kit, espera! ¡Vuelve aquí! —Ella respondió a su llamada con un gesto de despedida, y luego incrementó la velocidad de su carrera.
Cuando llegaron al pie de la colina, la vieron en lo alto de la cima desde donde los saludó a gritos, con un agitar de manos. Luego, se deslizó rápida por la ladera y al llegar abajo se frenó al topar contra Sturm. Él la sujetó por los brazos y ella, jadeante, le sonrió.
—Hay una vista excelente desde allí arriba —dijo entre resuellos—. Los montes se extienden varios kilómetros, pero existen senderos bastante anchos que los recorren.
—No deberías haberte separado de nosotros —la reconvino él. Kitiara, perdida la sonrisa, se libró de un tirón de sus manos.
—Sé cuidar de mí misma —señaló con frialdad.
Los gnomos se habían dejado caer en el mismo sitio en que se habían parado. La larga caminata cuesta arriba había apaciguado de forma considerable su ardoroso entusiasmo por la expedición y en contra de lo que se les había aconsejado, acabaron en un momento con la escasa reserva de agua que les quedaba. Poco después, todos se mostraban ansiosos por beber más.
—Si al menos encontrásemos un arroyo —exclamó Alerón.
—O si lloviera, podríamos extender las mantas y recoger el agua —sugirió Argos. Luego se volvió hacia el meteorólogo—. ¿Y bien, Pluvio? ¿Lloverá?
El aludido, que yacía estirado boca arriba con los ojos cerrados, agitó débilmente una mano.
—No creo que jamás haya llovido aquí. Aunque juro por Reorx que quisiera estar equivocado —puntualizó con voz tajante.
No había acabado de decir las últimas palabras, cuando una voluta vaporosa, no más densa que una bocanada de vaho, se formó sobre el exhausto gnomo. El vapor se extendió y tomó consistencia hasta acabar por convertirse en una diminuta nube blanca de unos noventa centímetros. Tanto el resto de los gnomos como los humanos la observaron boquiabiertos mientras cambiaba de color hasta alcanzar un tenebroso tono grisáceo. Una gotita cayó sobre el inmóvil Pluvio, que seguía con los ojos cerrados y no se había percatado de lo ocurrido.
—Eso no ha tenido gracia —protestó. El gnomo abrió los párpados justo en el momento de ver cómo se precipitaba sobre él el minúsculo chaparrón creado por su nube personal.
»
¡Hidrodinámica! —exclamó.
Sus compañeros se arracimaron bajo la pequeña nube con los redondos rostros levantados en éxtasis, mientras las gotas de lluvia caían sobre ellos. Sturm se acercó y extendió una mano. Cuando la retiró, la tenía completamente empapada. Entonces, de manera tan súbita y misteriosa como había aparecido, la nube se desvaneció.
—Esto tiene visos de magia —opinó Sturm.
—Pero yo no hice nada —se disculpó Pluvio—. Sólo dije que querría estar equivocado porque deseaba que lloviese.
—Quizás es que ahora, del mismo modo en que Kitiara ha obtenido su fuerza, tú detentas la facultad de convertir en realidad tus deseos.
Los otros gnomos apoyaron esta teoría de Alerón y acto seguido asediaron a su infeliz colega con una tromba de peticiones. El piloto quería una gran chuleta asada. Carcoma pidió media arroba de manzanas crujientes. Crisol deseaba un cerdo asado y también manzanas. Bramante y Remiendos querían pastas —con muchas pasas, naturalmente.
—¡Basta, basta! —Pluvio se echó a llorar. No podía atender tantas solicitudes al mismo tiempo. Sturm apartó a los vociferantes gnomos. Sólo se quedó Argos, que miraba fijamente al sollozante meteorólogo.
—Si en verdad puedes hacer realidad un deseo, pide un interruptor para poder arreglar la nave. —Su sabia petición sorprendió tanto a gnomos como a humanos.
—D...deseo un nuevo interruptor para arreglar nuestro motor —declaró Pluvio en voz alta.
—Que sea de cobre —apuntó Carcoma.
—De hierro —lo contradijo Crisol.
—¡Shhh! —siseó Kitiara.
Pero nada sucedió.
—Quizá tengas que utilizar la misma fórmula —sugirió Alerón—. ¿Qué palabras pronunciaste cuando deseabas que lloviera?
—Dije algo de Reorx.
Reorx, creador de su raza, era la única deidad a la que rendían culto.
—Entonces, inténtalo de nuevo, pero menciona su nombre.
Pluvio siguió el consejo ofrecido por Argos. Se puso de pie e irguió sus noventa centímetros de estatura.
—En nombre de Reorx, deseo tener un interruptor... —exclamó.
—De hierro.
—De cobre.
—¡... un interruptor con el que reparar el motor!
Tampoco ahora ocurrió nada.
—Eres un inútil —lo insultó Crisol.
—Peor que inútil —redundó Carcoma.
—¡Callaos! —barbotó Kitiara—. Al menos lo intentó, ¿no?
El pronosticador del tiempo casi no podía hablar por los hipidos.
—Lo siento... Ojalá lloviese otra vez. Así todo el mundo estaría contento.
No bien acababa de decir las últimas palabras cuando otra nube se formó sobre él y la lluvia le cayó a torrentes. A sus pies, se formó un charco que empapó el polvo rojizo de Lunitari. Parecía casi un insulto, como si Reorx en persona se divirtiera a costa del gnomo. Entonces Pluvio reaccionó de un modo sorprendente: empezó a gritar como si se hubiese vuelto loco.
—¡Rayos y centellas! —La nube relampagueó y se escuchó el endeble retumbar de un trueno.
—¡Ja! ¡Tenemos tormenta! —se burló Bramante.
—Lo que deja bastante claro hasta dónde llega el poder de Pluvio: crear lluvia. Nada más. —El razonamiento de Argos no admitía réplica.
—Inútil, inútil —Crisol insistió en su anterior opinión.
—¡Oh, cierra el pico! —le espetó Kitiara—. La aptitud de Pluvio es muy valiosa. —Por la inexpresividad de las miradas de los gnomos la mujer comprendió que no habían captado la importancia del hecho y tuvo que añadir:— Necesitamos agua, ¿no?
Entonces, y como tenían por costumbre una vez que la luz de la razón se encendía en sus cerebros, acometieron el nuevo proyecto con un entusiasmo exasperante. Mientras unos desmontaban los tablones laterales del carro y los clavaban en el suelo con la ayuda del mazo de Carcoma, Bramante se dedicó a trocear una manta en amplios triángulos que más tarde cosió unos a otros de forma que quedase un agujero en el centro del círculo resultante. Cuando los preparativos preliminares concluyeron, sujetaron los bordes de la manta a los tablones con varios clavos y acoplaron uno de los odres de Remiendos al agujero central.
—Pluvio, ven siéntate aquí, justo en medio, y pide que llueva —lo aleccionó Alerón.
El meteorólogo procedió conforme a las instrucciones del piloto, y, al poco tiempo, la primera precipitación de agua recogida en el improvisado embudo se vertía dentro del recipiente. Pluvio, ensopado y maltrecho, repetía una y otra vez: «Que llueva», y se formaba una nube que lo rociaba. «Deseo lluvia.» El agua empezó a rebosar en el odre y los gnomos lo cambiaron por otro vacío. «Lluvia», insistió el infeliz Pluvio. El pobre estaba pasando un mal rato; sin embargo, perseveró en su petición, consciente de que les proporcionaría el agua necesaria para salvarlos de la agonía de la sed.
Cuando por fin le permitieron levantarse de la empapada manta, el gnomo, cuyos zapatos rezumaban agua a cada paso que daba, se manifestó de un modo rotundo.
—Me alegro de haber cumplido con mi parte.
Reemprendieron la marcha y poco después caminaban con lentitud y dificultad por una barranca.
—Me pregunto quién será el próximo —musitó Argos.
—¿El próximo en qué? —quiso saber Crisol.
—Bien, es obvio que se están adquiriendo cierta clase de facultades. Kitiara su fuerza. Pluvio la lluvia. Es lógico pensar que el resto de nosotros también desarrolle alguna cualidad nueva.
Sturm, que había escuchado la conversación de los gnomos, ponderó la pretensión del piloto. Su sueño (si es que realmente lo había sido) había resultado demasiado vivido. ¿Estaría también relacionado con el extraño proceso de transformación? Se acercó a Argos para preguntarle si se le ocurría alguna razón que explicara tales metamorfosis.
—Quién sabe —dijo el gnomo—. Lo más probable es que los cambios los provoque algún componente de Lunitari.
—El aire —sentenció Crisol—. Algún efluvio de la atmósfera.
—¡Paparruchas! La causa son los rayos rojos que se reflectan en el suelo. La luz roja siempre provoca efectos extraños en los seres vivos. Recuerda los experimentos llevados a cabo por El-Doctor-Torpe-Pero-Curioso-Que-Lleva-Las-Lentes-Tintadas-Sobre-Su-Nariz...
—¡Callad! —exclamó Kitiara al tiempo que levantaba una mano. Los otros la miraron expectantes—. ¿Lo percibes, Pluvio? —preguntó.
—Sí. El sol está saliendo.
Dos estrellas fugaces cruzaron raudas la bóveda celeste de oeste a este. Las cumbres rojizas resplandecieron y una sutil sensación de resonancia, que a ninguno pasó desapercibida, impregnó el aire. La línea luminosa del sol se deslizó por los montes ladera abajo en dirección a las umbrías quebradas. Ante la atenta observación de los exploradores, la suave y esponjosa capa superior de las colinas se alabeó y en el césped aparecieron unas protuberancias. De inmediato, las extrañas gibas cobraron una movilidad repulsiva y vital que recordaba el rebullir de un animal, que se retorciera e hinchara bajo la rojiza alfombra del suelo. Los exploradores se vieron forzados a saltar de un lado a otro para eludir las móviles gibas. Entonces, del césped, brotó un vástago rosa pálido en forma de arponcillo que aumentó de espesor y longitud al tiempo que rotaba con lentitud, como si ansiara elevarse para alcanzar la luz del sol. Remiendos preguntó con un hilo de voz:
—¿Qué es eso?
—Parece una planta —respondió Carcoma.
Del suelo brotaron más arponcillos rosas erguidos sobre sus tallos purpúreos. De otras protuberancias emergieron diferentes tipos de flora, entre los que se encontraban unos gruesos y nudosos hongos bejines (o cuescos de lobo) que se inflaron con rapidez. Junto a ellos, reptaron unos bastoncillos carmesíes, rectos como flechas para, un instante después, estallar con un sordo taponazo; docenas de flores, semejantes a pequeñas arañas, se desprendieron de los desgarrados tallos y fueron a caer,
y
flotaron con delicadeza, sobre el suelo. También crecieron setas venenosas con sombrerillos moteados en púrpura y hermosas laminillas rosáceas que se desarrollaron a ojos vista ante los boquiabiertos expedicionarios.
Para cuando los acariciantes rayos del sol alcanzaron la barranca, la sorprendente y pulsante vida vegetal había tapizado hasta el último centímetro de las laderas. Tan sólo una estrecha senda que aparecía al fondo de la hondonada, todavía inmersa en la penumbra proyectada por los montes circundantes, se había librado del veloz desarrollo floral.
—Un bosque instantáneo —comentó Argos.
Sturm, que observaba el camino ahora obstaculizado por las plantas, desenvainó su acero y respondió:
—Más que un bosque, parece una jungla. Tendremos que abrirnos paso a golpe de espada.
Kitiara, que contemplaba con evidente repugnancia la recargada vegetación, siguió su ejemplo.
—Esto es un insulto para un noble acero —dijo con desagrado—. Pero no queda más remedio que hacerlo. —Y, tras decir esto, levantó el brazo y descargó un certero golpe en la abigarrada espesura que crecía a la derecha del sendero.
Gracias a su incrementada fuerza, no tuvo mayor dificultad en cercenar limpiamente hojas y tallos pero, de modo inopinado, la mujer retrocedió un paso. Los fragmentos tronchados caídos en el suelo se retorcían agónicamente y de los cortes supuraba una savia rojiza cuya similitud con la sangre era notoria. El peculiar fluido había enlodado la hoja de su espada; Kitiara se la aproximó a la nariz y olisqueó.
—He participado en innumerables contiendas y me es muy familiar el olor de la sangre, ya sea de humanos, enanos o goblins. —Apartó el arma con una mueca de asco y concluyó categórica—. No me cabe la menor duda de que ¡es sangre!