—Creo que será mejor que bajemos y no los perdamos de vista, o acabarán haciéndose daño —propuso Kitiara.
Los hombrecillos ya estaban inmersos en sus distintas especialidades cuando ellos se les unieron. Argos examinaba el horizonte con su catalejo. Crisol y Carcoma estaban echando cucharadas del polvo rojo en unos frascos. Pluvio, alejado del resto, entonaba la nariz y las orejas con la atmósfera. A Kitiara le recordó un perro de caza. Tartajo rellenaba hoja tras hoja de su libreta de anotaciones con un ritmo frenético. Alerón recorría la estructura de
El Señor de las Nubes
y, de tanto en tanto, daba una patada a las planchas de madera. Bramante y Remiendos examinaban el cabo del ancla y medían la resistencia que había demostrado al soportar el fuerte tirón. Trinos y Chispa discutían acaloradamente; Sturm oyó algo como «desacorde combadura de ala» y no les prestó más atención. El caballero recogió un puñado de polvo. Era laminado, no granular como la arena, y cuando cayó de entre sus dedos se escuchó un sonido tintineante. Kitiara se le acercó.
—¿Hueles lo mismo que yo? —le preguntó.
—Es el polvo. Acabará por posarse —olfateó Sturm.
—No. No me refiero a eso. En realidad, es más una sensación que un olor. El aire tiene un cierto regusto excitante, como al echar un buen trago de la mejor cerveza de Otik, que hormiguea en la nariz.
—No lo percibo. —El hombre se concentró unos segundos.
—Aquí están m...mis datos preliminares —les interrumpió animadamente Tartajo—. Aire: normal. Temperatura: f...fresca, pero no fría. No hay señales de agua, v...vegetación, o vida animal.
—Kit dice que nota en el aire una sensación de cosquilleo.
—¿De verdad? No he p...percibido nada.
—No lo imagino —replicó lacónica—. Pregunta a Pluvio; quizá sí lo ha notado.
El sabio del tiempo vino a la carrera cuando lo llamaron. Tartajo le preguntó por sus sensaciones.
—Las nubes altas desaparecerán muy pronto. La humedad es muy baja. Me parece que aquí no ha llovido desde hace mucho tiempo, si es que lo ha hecho alguna vez.
—Malas noticias —comentó la mujer—. Se nos está acabando el agua.
—¿Has notado algo más? —se interesó Sturm.
—Sí, pero no se trata de un fenómeno meteorológico. Más bien parece que el aire estuviera cargado de energía.
—¿Como d...descargas eléctricas de tormentas?
—No. —Pluvio comenzó a girar sobre sí mismo, con lentitud—. Es algo constante, pero de muy baja intensidad. No parece nocivo; sólo que... está ahí. —El gnomo se encogió de hombros.
—¿Y por qué nosotros no lo notamos? —preguntó el hombre.
—Porque no sois personas sensibles, como Pluvio y yo —se burló Kitiara. Luego dio una palmada y se volvió hacia el jefe de los gnomos—. Bueno, Tartajo, ahora que estamos aquí, ¿qué haremos?
—Explorar. Hacer m...mapas y estudiar las c...condiciones locales.
—Aquí no hay nada —opinó Sturm.
—Esto es s...sólo un reducido paraje. Imagina que hubiésemos aterrizado en las p...praderas de Arena de Krynn. ¿Habrías dicho entonces que en nuestro p...planeta no hay más que arena?
Sturm admitió que no.
El jefe de los gnomos llamó a los ingenieros y Chispa y Trinos se acercaron al trote.
—D...dadme un informe del estado del m...motor y de los daños sufridos.
—Los depósitos de relámpagos están a un tercio de capacidad. Si no encontramos pronto el modo de recargarlos, no tendremos energía suficiente para regresar a casa —reportó Chispa. Trinos gorjeó su informe y su compañero lo tradujo para los humanos—. Dice que el motor se ha soltado de los soportes debido a la brusquedad del aterrizaje. Por otro lado, el cable cercenado puede unirse.
Alerón, que se había reunido con ellos, intervino.
—Tengo una idea para solucionar el problema del motor. Si instalamos un interruptor en esa conexión, resolveríamos el problema de los fusibles fundidos por la descarga eléctrica de Pluvio.
—¡Mi descarga! —protestó el gnomo meteorólogo—. ¿Desde cuándo produzco yo descargas?
—¿Interruptor? ¿Qué clase de interruptor? —La pregunta la formuló Carcoma que, junto con Crisol, se había acercado al grupo, atraídos ambos por el tono de disputa.
—Pues un sencillo interruptor que conecte y desconecte —replicó Alerón—. De una patilla.
—¡Ja! ¡Escuchad a este aficionado! ¡Que conecte y desconecte! Lo que hace falta es un interruptor de polos alternativos con aislamiento en los conductores...
Kitiara lanzó un grito de guerra espeluznante al tiempo que hacía girar la espada sobre su cabeza. Sobrevino un total e instantáneo silencio.
—¡Me estáis volviendo loca, gnomos! ¿Por qué no os encargáis cada uno de una tarea y acabáis de una vez?
—¿Una sola mente encargada de una tarea? —Argos estaba escandalizado—. Jamás se lograría la perfección.
Remiendos intervino tímidamente.
—A lo mejor, Crisol podría fabricar el interruptor; tendrá que ser de metal, ¿no?
Todos lo miraron con la boca abierta, y el joven gnomo se refugió tras Bramante, con cierta inquietud.
—¡Una idea maravillosa! ¡Brillante! —opinó Kitiara.
—No queda mucho metal en reserva —informó Alerón.
—Podríamos recuperar parte del ancla y volverlo a utilizar.
La idea de Pluvio fue acogida con miradas apreciativas y amplias sonrisas por el resto de los gnomos.
—Muy buena ocurrencia —alabó Carcoma.
—Remiendos y yo acarrearemos el ancla hasta aquí —se ofreció Bramante.
Ambos agarraron la gruesa cuerda que colgaba desde el poste de la cola de la nave, la arriaron y comenzaron a jalar. A quince metros de distancia, donde el campo de piedras daba paso a la llanura de arenisca profunda, el ancla enterrada comenzó a moverse con dificultad, levantando surtidores polvorientos en su avance. De pronto, uno de los garfios se enganchó en algo. Los gnomos tiraron con todas sus fuerzas una y otra vez.
—¿Os echo una mano? —gritó Sturm.
—No...uff...podemos hacerlo —respondió Bramante. El gnomo palmeó a su ayudante en la espalda y ambos se dieron la vuelta. Después se pusieron la cuerda sobre el hombro, clavaron los pies al suelo y comenzaron a tirar de nuevo.
—¡Ánimo, Bramante! ¡Tira con fuerza, Remiendos! ¡Fuerte, fuerte! ¡Tirad! ¡Tirad! —los animaron el resto de los gnomos.
—¡Esperad! —gritó Kitiara de repente—. ¡La cuerda se está rompiendo...!
El cable, que había sido tejido deprisa y corriendo, comenzaba a deshacerse justo detrás de Remiendos; los filamentos y cabos de esparto se deshilachaban a toda velocidad y los gnomos, que ignoraban lo que ocurría a su espalda, no cejaban en sus denodados esfuerzos; el proceso se aceleró.
—¡Alto! —Sturm no tuvo oportunidad de decir nada más. En aquel momento, la cuerda cedió y tanto Bramante como Remiendos cayeron de bruces al suelo. Un trozo de cable quedó entre sus manos, mientras que el otro extremo, arrastrado por el peso del ancla, retrocedió con velocidad, como una culebra. Crisol y Carcoma se abalanzaron sobre él. Al regordete químico se le enredaron los pies, se tambaleó y vio cómo la punta del cabo se le escapaba de entre los dedos; pero Carcoma, en un alarde de energía, saltó sobre su postrado colega, se tiró de cabeza en pos de la huidiza cuerda y, ante el asombro de Sturm, consiguió aferrarla. Pero el gnomo no pesaba más de veinte o ventidós kilos y, en cambio, el ancla superaba los noventa. En consecuencia, cuando el pesado rezón se hundió en el polvo rojizo, arrastró con él a Carcoma.
—¡Suéltalo! —gritó Sturm, coreado por Kitiara y el resto de los gnomos; pero para entonces el hombrecillo ya se encontraba sobre el terreno arenoso. Luego, ante los aterrorizados ojos del grupo, el infortunado Carcoma comenzó a hundirse; durante un momento sólo fueron visibles sus piernas y después, nada. Los demás se quedaron mirando y aguardaron impacientes a que el carpintero emergiera. Pero no fue así. El polvoriento mar se lo había tragado.
Crisol se incorporó y dio unos pasos hacia el límite del terreno pedregoso. Kitiara lo hizo detenerse con un grito.
—¡Te hundirás tú también! —le advirtió.
—¡Carcoma! —La voz del metalúrgico tenía un tono de desesperada impotencia—. ¡Carcoma! —insistió en su llamada.
En la quieta superficie polvorienta se dibujaron unas ondas que empezaron a rebullir y crecer hasta formar una protuberancia de arena rojiza. Poco a poco, la protuberancia se concretó en una cabeza a la que se añadieron de manera progresiva unos hombros y unos brazos que conformaron un torso achaparrado.
—¡Carcoma! —La exclamación de alivio fue general.
El gnomo emergió con lentitud, en medio de afanosos esfuerzos y, cuando tuvo más de medio cuerpo fuera del polvo, todos descubrieron asombrados que sus pantalones estaban tan inflados que duplicaban su tamaño normal. La causa de tan extraordinario aumento era la ingente cantidad de polvo rojizo de Lunitari que los henchía hasta casi reventar. Carcoma alcanzó un terreno más firme y, una vez allí, levantó una pierna y la sacudió; un torrente de gravilla se escurrió por la pernera del pantalón.
Crisol se adelantó presuroso y abrazó a su polvoriento amigo.
—¡Carcoma, Carcoma! ¡Creímos que te habíamos perdido!
La respuesta del gnomo fue un explosivo estornudo que llenó de polvo al metalúrgico, el cual estornudó a su vez, lo que provocó la misma contrarréplica del carpintero. Esta situación se prolongó durante un rato hasta que por último Argos y Trinos se unieron a ellos para facilitarles unos improvisados Filtros Desatascadores de Nariz (es decir, pañuelos). Cuando la ininterrumpida secuencia de estornudos llegó a su fin, Carcoma se lamentó.
—Se han roto mis tirantes.
—¿Tus qué? —inquirió Crisol sin dejar de sorber.
El carpintero se subió a tirones sus ahora desinflados pantalones.
—Cuando el ancla me arrastró, sabía que me hundiría hasta el fondo de ese mar de polvo, pero no podía permitir que nuestra única reserva de chatarra se perdiese. Entonces mis tirantes se rompieron y, al tratar de cogerlos, el cable del ancla se escabulló de entre mis manos. —El carpintero suspiró—. ¡Mis mejores tirantes...!
Bramante, con expresión pensativa, giró en torno al carpintero, sin dejar de dar tirones a sus amplios pantalones.
—Dámelos —le dijo.
—¿Para qué?
—Quiero realizar unas pruebas estructurales de este material. Quizás obtengamos un gran hallazgo.
Carcoma abrió los ojos de par en par. Después se desprendió de sus roñosos pantalones de espiguilla, bajo los que llevaba unos calzones largos de franela azul.
—¡Brrr! Hace frío en esta luna —se quejó—. Buscaré otro par de polainas, ¡pero no se te ocurra hacer ningún hallazgo mientras me encuentro ausente! —Y salió corriendo hacia
El Señor de las Nubes;
en el camino soltó cascadas de polvo que se desprendían de sus hombros.
Sturm cogió a Kitiara por el brazo y la separó del grupo. Le habló en voz baja.
—Tenemos un buen problema. Nos hace falta metal para reparar el motor, y toda la chatarra disponible se ha perdido en ese lago de polvo.
—A lo mejor Crisol puede reunir un poco a partir de los elementos de la nave —sugirió la mujer.
—Quizá, pero no descarto la posibilidad de que al hacerlo acabe por dañar el barco de un modo irremediable. Lo que precisamos es más metal. —El caballero dirigió la mirada hacia los gnomos que se encontraban apiñados en torno al pantalón de Carcoma, absortos en el examen de la prenda, como si la misma ocultase el mayor descubrimiento de su vida. De tanto en tanto, alguno de ellos volvía la cabeza y estornudaba. El caballero llamó al metalúrgico.
—¡Eh, Crisol! ¿Podrías venir aquí un momento, por favor?
El aludido se acercó presuroso hacia los humanos. Se detuvo junto a ellos, sacó un pañuelo manchado de grasa y productos químicos, y se sonó ruidosamente la nariz.
—¿Qué deseas, Sturm?
—Saber con exactitud qué cantidad de metal precisas para reparar el motor.
—Depende del tipo de interruptor que tenga que fabricar. Para uno de doble patilla y mando giratorio...
—¡Sea cual sea el caso, dime la cantidad mínima que necesitarás! —lo interrumpió el caballero.
Crisol se mordisqueó el labio unos segundos, con actitud pensativa.
—Unos catorce kilos de cobre o veinte de hierro. El cobre es más maleable, ¿sabes?, y... —respondió antes de ser interrumpido.
—Sí, sí —lo cortó impaciente Kitiara—. El problema es que no tenemos cuarenta kilos de nada; excepto de judías blancas.
—Las judías no servirán —comentó el gnomo.
—Está bien. Entonces tendremos que encontrar el metal en alguna parte. —Sturm recorrió con la mirada los alrededores. Las nubes altas se estaban dispersando y la persistente luz mortecina que los había alumbrado desde el aterrizaje incrementaba su fulgor. El mismo sol que caldeaba Krynn iniciaba el recorrido de su órbita por su actual horizonte. Suponiendo que el este se hallara en aquella dirección, como parecía lógico, se divisaba una cadena montañosa distante, en el norte.
—Crisol, ¿reconocerías una veta de hierro si la vieras?
—¿Qué si la reconocería? ¡No hay metal que no conozca!
—¿Y puedes olerlo?
El gnomo captó de inmediato la idea que encerraba la pregunta del caballero y una amplia sonrisa iluminó su rostro.
—Buen razonamiento, amigo. ¡Digno de un gnomo!
Kitiara le palmeó con fuerza la espalda.
—¡¿Qué te parece, Sturm?! ¡Unos cuantos días por el aire y ya empiezas a pensar como un gnomo! —ironizó.
—Déjate de bromas, Kit. Tenemos que organizar una exploración por aquellas montañas y tratar de encontrar metal en ellas.
Crisol corrió a reunirse con sus colegas y los puso al tanto de las noticias. Las exclamaciones de regocijo se expandieron por las vacías llanuras. Carcoma, que bajaba en aquel momento por la rampa de
El Señor de las Nubes,
estuvo a punto de ser arrollado por la avalancha de gnomos que iban en dirección contraria y que acabaron por arrastrarlo de vuelta al interior de la nave en su marcha imparable. No tardó mucho en escucharse el estruendo de golpes y crujidos, señal inequívoca del entusiasmo gnomo.
—¡Buen lío has montado! —recriminó a su amigo, y sacudió la cabeza.
* * *
El primer desacuerdo se produjo a la hora de decidir quién formaría parte de la expedición y quién se quedaría en la nave.