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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (39 page)

Argos presentó al grupo el improvisado croquis de una lente de siete metros de diámetro y de un metro setenta de grosor en el centro del disco.

—¿Crees que funcionará? —preguntó Kitiara.

—Si la lente se moldea en una sola pieza, el pulido no llevará mucho tiempo. Después de todo, tenemos arena de sobra —contestó el gnomo, al tiempo que enrollaba el pergamino del diseño y lo guardaba en una manga.

Fuera, los Micones proseguían incansables con su tarea. El suelo temblaba bajo la fuerza de sus inexorables cabezas.

26

La lente

A fin de refinar la arena y eliminar todas las impurezas, los gnomos la lavaron; el infeliz Pluvio se subió a la repisa más baja y, desde allí, provocó lluvia hora tras hora. Poco a poco, el suelo del obelisco se convirtió en un barrizal. Cupelix bajó de su guarida para informarles que en la cúpula también se habían formado nubes, y no pasó mucho tiempo antes de que una suave llovizna se precipitara desde ciento cuarenta metros más arriba. Unos minúsculos relámpagos culebrearon por todo el hueco de la torre. Los fogonazos arrancaron destellos en el mármol; parecían el afanoso ir y venir de unos pececillos en un arroyo saltarín.

Cupelix no parecía molesto, ni mucho menos, con todo aquel barullo; por el contrario, disfrutaba enormemente. El dragón sabía de la existencia de algo llamado «fenómenos atmosféricos», pero hasta aquel momento no los había experimentado.

—Por lo general, no se producen en el interior de los edificios —dijo Sturm con aspereza. El caballero estaba calado hasta los huesos ya que los gnomos se habían apropiado de su cobertor impermeabilizado con grasa, a fin de utilizarlo como recipiente para la arena limpia.

A los Micones les habían adaptado un par de baldes a guisa de alforjas, que colgaban por los costados de sus esféricos tórax. Las gigantescas hormigas descendían hasta las profundas cavernas con su carga; allí, Argos, Trinos y Chispa preparaban con denuedo la tina en la que se fundiría la arena. Tanto este recipiente como el molde donde se vaciaría la lente, habrían de elaborarse con barro, de una forma simple y tosca. El esponjoso mantillo vegetal que revestía toda la superficie de la luna, mezclado con arena seca, formaba una excelente arcilla. Los gnomos que estaban en la caverna unieron dos secciones curvas de barro que formaban un ancho tubo y lo reforzaron con unos cuantos listones que tomaron «prestados» de
El Señor de las Nubes.
Casi amanecía, cuando la tina quedó terminada. Con la ayuda de uno de los Micones, los hombrecillos izaron el recipiente, lo situaron sobre uno de los respiraderos volcánicos, y se sentaron a la espera de que la arcilla se endureciera.

La cabeza de Chispa asomó por uno de los orificios del suelo de la torre.

—¡Ya podéis traer la arena! —anunció a gritos.

—¿Cómo es que estás ahí? —Bramante se acercó a él.

—Os lo he dicho. Espero que traigáis la arena —respondió el gnomo, con el rostro embadurnado de barro.

—Lo que quiere saber es cómo te sostienes en el agujero —aclaró Sturm.

—¡Ah, eso! Estoy montado en un Micón. —La hormiga gigante se aferraba cabeza abajo en el orificio, y Chispa se había puesto de pie sobre el cristalino vientre de la criatura.

Todo el grupo, a excepción de Kitiara y Pluvio, descendió a la gran caverna. Los Micones, cargados con tolvas de arenisca, formaban en una hilera ordenada, como una tropa de caballería dispuesta a pasar revista. Cada vez que Trinos asomaba la cabeza por el orificio rematado con los afilados salientes y emitía un silbido, una de las hormigas salía de la hilera e iba en pos del gnomo.

Más allá, pasado el nido de crías, los hombrecillos se afanaban en derredor de la tinaja. Sturm los observó mientras vaciaban balde tras balde en el recipiente de barro cocido; después extendían la arena de forma pareja en el fondo de la tina y esparcían sobre ella diferentes polvos enigmáticos que habían traído de la nave. El calor en la cámara era terrorífico, ya que los Micones, según las órdenes de Cupelix, habían roto una de las chimeneas del magma para que brotara más cantidad de roca fundida. El extremado calor no afectaba a las gigantescas criaturas.

La tinaja se sostenía en un precario equilibrio sobre el pozo de magma, apoyada sobre unos pilares de piedra. Los hombrecillos se movían con total indiferencia por el borde de la ardiente cavidad, sin apenas dar importancia al hecho de la espantosa y dolorosa muerte que significaría el más leve resbalón. Sturm sintió, y no por primera vez, una gran admiración por ellos; a veces eran absurdos y fastidiosos, pero cuando estaban en su elemento, resultaban indomables.

La arena se calentó y al fin el vapor comenzó a emanar de la tinaja. En un proceso demasiado fugaz y sutil para ser captado por el ojo, los duros granos se convirtieron en una masa blanda, anaranjada en principio y casi blanca al aumentar la temperatura al máximo. El ardiente fulgor se volvió irresistible y tanto los gnomos como Sturm se retiraron a un extremo de la cámara donde el calor no era tan sofocante.

—¿Cómo subiréis al molde el cristal fundido? —se interesó el caballero.

—De ninguna manera —dijo Tartajo, en tanto enjugaba su rosada frente—. El proceso de moldeado se hará aquí abajo.

En ese momento, entraron en la cámara unos Micones cargados con barro fresco. Trinos, que mantenía una especial relación con las hormigas, las llevó hasta una oquedad natural del suelo donde dejaron caer su carga. A continuación, Argos y Trinos tomaron unas paletas y removieron con lentitud el rojizo barro hasta formar un disco cóncavo.

Cuando el barro estuvo consistente, pero no seco del todo, Tartajo y Argos se apartaron para conferenciar. Todos aguardaron expectantes: los otros gnomos, Sturm, los Micones e incluso Kitiara y Cupelix, que permanecían en el obelisco. Tartajo chasqueó los dedos y comenzó a hablar demasiado rápido para que el caballero lo entendiera. Argos asintió en silencio.

Cuatro Micones se situaron en torno a la tinaja que contenía el cristal licuado y Trinos se montó a horcajadas sobre uno de ellos al tiempo que gorjeaba y agitaba las manos mientras dirigía los esfuerzos de los gigantes. Acto seguido las hormigas asieron con las dentadas pinzas los salientes a guisa de asas de la tinaja y la levantaron con facilidad. Repartido su peso entre veinticuatro patas, el recipiente se trasladó desde la boca del magma hasta el molde.

—¿Estás preparado? —preguntó Tartajo a Trinos, que respondió con un afirmativo silbido—. ¡Ya podéis verterlo! —gritó el jefe de los gnomos.

Dos de las hormigas levantaron la tina. El cristal licuado, al rojo vivo, se escurrió por el borde y se precipitó en el disco cóncavo. Se levantaron torrentes de vapor al evaporarse el agua del barro, aún húmedo, del molde.

—¡Más arriba! —urgió Tartajo—. ¡Que lo volteen más arriba!

De las paredes exteriores de la tinaja se desprendieron trozos y ésta comenzó a resquebrajarse. La masa ardiente de cristal presionó contra las debilitadas paredes del recipiente. En el borde se abrieron unas grietas.

—¡Echaos atrás! —amonestó Sturm. Los hombrecillos, en su afán de no perderse detalle, se habían arracimado junto al molde. Si la tina se rompía, el cristal licuado les caería encima. Tartajo empujó a sus colegas hasta apartarlos a una distancia más segura.

El recipiente quedó totalmente vertical y los últimos chorretones de la ardiente masa se precipitaron en el molde, que ya rebosaba del viscoso líquido. Justo cuando los Micones enderezaban la tinaja, los resquebrajados costados se hicieron añicos.

—¡Fiuuu! —resopló Tartajo. El gnomo tenía la frente escoriada de enjugar de manera continua el sudor—. ¡Justo a tiempo!

El molde, bien estabilizado con piedras, aguantaba. La mezcla comenzaba a tornarse roja en los bordes al perder poco a poco calor. En el centro brotaban unas burbujas, producto de la presión ejercida por el vapor generado en el barro que buscaba salida al exterior. Al ver esto, Argos frunció el ceño.

—Eso no estaba planeado —dijo—. Las burbujas deformarán el vidrio.

—No tiene por qué ser transparente como el agua —lo consoló Tartajo.

—¿Cuánto tardará en enfriarse? —inquirió el caballero, que miraba hipnotizado el rielar ardiente del cristal.

—De forma total, unas doce horas o más —informó Argos—. Se endurecerá mucho antes, pero no romperemos el molde hasta tener la completa seguridad de que el núcleo está frío.

—Quizá Pluvio podría rociarlo con agua —sugirió Carcoma.

—¡No! ¡Se quebraría en millones de partículas!

Había que esperar; por lo tanto, Sturm y los gnomos dejaron las cavernas. Sólo se quedó Argos para vigilar el proceso. Aún restaban unas horas de luz diurna y los gnomos las aprovecharían para verificar las condiciones de navegación de
El Señor de las Nubes.

La nave voladora se asentaba con dignidad sobre el liso terreno del valle y, una vez reincorporadas las alas al casco, alcanzó un aspecto majestuoso. La larga y estilizada sombra del obelisco se desplazó rauda con el veloz declive del sol.

—¿Listos para la comprobación de las alas? —La voz de Alerón resonó por el hueco tubo intercomunicador. Un apagado graznido afirmativo llegó desde el cuarto de máquinas—. ¡Conectar motor!

Kitiara percibió un profundo chirrido vibrante bajo sus pies. Las puntas de las alas se elevaron, se flexionaron y comenzaron de nuevo a bajar, pero de un modo inesperado se frenaron en seco. Una agónica sacudida recorrió la nave de punta a punta; la alas se desplomaron y tras unos violentos temblores, quedaron totalmente inmóviles.

—¡No, no! ¡Desconectad! —aulló el piloto. La puerta de acceso al comedor se abrió con violencia y Chispa emergió por ella, sacudido por un violento ataque de tos.

Alerón se asomó por la ventana del puente de mando.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó a gritos.

—¡Ese estúpido de Trinos había instalado la armadura de la conexión con los polos al revés! ¡Cuando giré el interruptor para la toma de fuerza, la corriente volvió por el cable y quemó los depósitos! ¡Nos hemos quedado sin energía! —exclamó Chispa, al borde de las lágrimas.

Kitiara agarró al piloto por el hombro y le hizo girar con brusquedad.

—¿Sin energía? ¿Qué significa eso? —inquirió.

—Que no podremos volver a casa.

27

Los invasores

Con la noche, un sombrío desaliento los invadió. A Trinos se le increpó con dureza su descuido; sin embargo, después de los reproches, los gnomos recobraron su afable camaradería. Kitiara estaba furiosa; Sturm, resignado. El dragón intentó alentarlos.

—¡Arriba esos ánimos! —los exhortó—. En el peor de los casos, volaré hasta el Monte Noimporta y notificaré a las autoridades gnomas vuestra precaria situación y, por supuesto, organizarán una expedición de rescate. Es decir, suponiendo que consiga salir de la torre.

—Sí, suponiendo que lo consigas —dijo Sturm. El caballero se reunió con el grupo de gnomos.

Kitiara se acercó al extremo donde el dragón estaba posado.

—¿Puedes oírme? —susurró de forma casi inaudible.

—Desde luego. —
La voz telepática de Cupelix acarició la mente de la mujer.

—Cuando te saquemos de aquí, quiero que me lleves contigo —musitó.

—¿Abandonarás a tus amigos?

—Tú mismo has dicho que se avisará de lo ocurrido a los gnomos de Sancrist. Tal vez transcurran meses, pero por todos los medios tratarán de rescatar a sus colegas atrapados en Lunitari.

Desde el desastre del motor de
El Señor de las Nubes,
Kitiara había empezado a comprender cómo se sentía el dragón al no poder salir de aquella luna. Además, temía que Cupelix, una vez obtenida la libertad, no permaneciera en Lunitari mientras los gnomos intentaban reparar la nave y, bajo esas circunstancias, sus sueños de asociarse con el dragón se vendrían abajo.

—¿Qué me dices de Sturm?

—Alguien ha de cuidar de los hombrecillos. No pienses que soy insensible a su suerte, pero estoy ansiosa por marcharme de esta luna.

—En busca de fortuna y batallas en las que vencer.

—Sin olvidar que también seré tu guía.

—Sí, por supuesto. Aun así, tengo una incertidumbre, mi querida Kit. Si pudieses volar y yo no, ¿también me dejarías abandonado?

Ella levantó el rostro hacia la enorme bestia y le dedicó una sonrisa burlona antes de responder.

—Eres demasiado grande para que te lleve en brazos.

La cena transcurrió en el más absoluto silencio, y todos los componentes del grupo se retiraron apenas acabado el refrigerio. Cupelix desapareció en su elevada guarida y los humanos y los gnomos se acomodaron en el ahora espacioso pavimento de la torre.

Sturm no lograba conciliar el sueño. Tumbado boca arriba, su mirada se perdió en las oquedades tenebrosas de la torre, tan negras como su propio estado de ánimo. ¿Es que aquél sería su destino? ¿Quedar atrapado para siempre en la luna roja? El dragón había dicho que nada moría en este mundo. ¿Seguiría viviendo por toda la eternidad, amargado, solitario, excluido para siempre de su legado de caballero?

Las tinieblas se cerraron sobre él. Una vez más, lo inundó la extraña y perturbadora sensación...

Se incorporó. En los arbustos se escuchaba el chirrido acompasado de los grillos; el cielo de Krynn apenas era perceptible entre el espeso dosel de las copas de los árboles. En la distancia, Sturm vislumbró la silueta estilizada de un elevado muro, y supo con certeza que se trataba del Castillo de Brightblade.

Se deslizó por el terreno envuelto en las sombras de la noche y llegó a la entrada principal del castillo. Para su sorpresa, el acceso estaba iluminado por las llamas de unas antorchas insertas en los hacheros laterales, y dos imponentes figuras ataviadas con armadura flanqueaban la entrada. Se acercó un poco más.

—¡Eh! ¿Quién va? —exclamó el guardián situado a la derecha de Sturm, al tiempo que le apuntaba directamente con su hacha.

«¡Puede verme!»
El caballero levantó la mano.

—Soy Sturm Brightblade. Este castillo pertenece a mi padre —dijo.

—Estúpido, no hay nadie —afirmó el otro guardián—. Baja el hacha.

—Yo digo que sí —insistió el primer soldado. Sin más, el guardián tomó una de las antorchas, se adelantó en dirección al caballero... y pasó a través de él. A la luz de las temblorosas llamas, Sturm columbró el rostro del soldado. No era humano, ni enano, ni elfo, ni gnomo. El protuberante hocico era verde y escamoso; de la ancha boca brotaban unos colmillos como navajas; las pupilas eran unas hendiduras verticales... como las de Cupelix. Su inconsciente gritó una palabra: «¡Draconianos!»

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