—Otro mundo. Me pregunto cómo será.
—¿Quién sabe? Los gnomos podrían darte teorías únicamente, y yo no soy más que un guerrero. —Kitiara suspiró antes de proseguir—. Si el destino quiere dejarnos atrapados ahí, confío en que al menos haya batallas. Me gusta luchar.
—Siempre hay batallas. No existe un lugar que no cuente con su propia versión del Bien y del Mal.
—Para mí lo importante no es por quién lucho, sino la lid en sí. Y en ella radican mi moral y mi justicia. Uno no puede equivocarse de camino cuando tiene la espada en la mano y a un amigo a su lado. —La mujer enlazó su enguantada mano con la de Sturm. Él correspondió a su apretón, aunque el gesto amistoso de la mujer no logró disipar la sensación de inquietud suscitada por sus palabras.
* * *
Los gnomos eran incansables cuando tenían una razón que les motivara. En menos tiempo de lo que se tarda en explicarlo, Crisol había forjado un ancla monstruosa de cuatro uñas o anzuelos que tenía un peso descomunal, y para la que había utilizado una mezcolanza de trozos de metal tomados de cualquier parte de la nave. En su entusiasmo por añadir peso a su creación, el gnomo había arrancado travesaños de las escaleras, picaportes, cucharas del comedor, goznes de puertas y sólo, bajo seria amenaza de violencia, lo disuadieron de que no arrancara la mitad de los mandos de control de Alerón.
Bramante y Remiendos urdieron un cable bien robusto; por supuesto, la primera creación resultó en exceso gruesa para el orificio que Crisol había diseñado en el ancla. Carcoma apiló tantos almohadones y mantas en el comedor que casi no se podía acceder al puente de mando.
Entretanto, Lunitari crecía a pasos agigantados con el transcurso de las horas; de un monótono y uniforme globo rojo, había evolucionado a un paisaje con altos picos de montañas de un color rojizo oscuro, valles purpúreos y abiertas llanuras escarlatas. Tartajo y Alerón se enzarzaron en un debate interminable sobre el motivo de que fueran los matices rojos los que imperaran en el satélite. Como siempre, no llegaron a una conclusión definitiva.
Kitiara cometió el error de preguntar por qué parecía que ahora caían hacia la luna cuando habían estado volando hacia arriba desde que abandonaron Krynn.
—Todo es una cuestión de referencia relativa —respondió Alerón—. Nuestro «arriba» es abajo en Lunitari, y el «abajo» en Lunitari será arriba.
La mujer, que había ya desenvainado la espada para pulirla y afilarla, la puso a un lado.
—¿Quieres decir que si estoy en Lunitari y dejo caer una piedra que tengo en la mano, la piedra se elevará en el aire y, eventualmente, caerá en Krynn? —preguntó.
El gnomo abrió y cerró la boca tres veces sin emitir ningún sonido mientras su expresión se hacía más y más perpleja. Por fin, la mujer planteó otro interrogante.
—¿Qué hará que nuestros pies se sujeten a la luna? ¿O acaso nos precipitaremos hasta Krynn?
La expresión de Alerón era ahora de total aturdimiento. Tartajo soltó una risita e intervino.
—La misma p...presión que te sujeta al fértil suelo de K...Krynn será la que nos permita caminar con normalidad p...por Lunitari.
—¿Presión? —Ahora fue Sturm el que preguntó.
—Sí, la p...presión del aire. El aire tiene peso, ¿sabes?
—Entiendo —dijo Kitiara—. Pero, ¿qué es lo que mantiene al aire en su sitio? —Ahora fue Tartajo el que se quedó perplejo.
Sturm les salvó de su dilema científico al cambiar de tema.
—¿Es posible que haya gente ahí?
—¿Por qué no? —dijo Alerón—. Si el aire se hace más denso y templado, tal vez descubramos que Lunitari está habitada por gente normal y corriente.
Kitiara pasó la piedra de afilar a todo lo largo de la hoja de su espada mientras murmuraba.
—¡Qué extraño! Gente como nosotros viviendo en la luna. ¿Qué verán cuando miran arriba..., o abajo; hacia nuestro mundo?
Desde la cubierta inferior les llegó el silbido de Trinos que los llamaba. Crisol había desguazado la mitad de la escalera, por lo que el gorjeante gnomo no llegaba a los escalones restantes para izarse hasta el piso superior. Tartajo y Sturm se asomaron por la escotilla abierta, le tendieron las manos y lo subieron en volandas. El recién llegado trinó una prolongada explicación que Tartajo tradujo a los humanos.
—D...dice que a él y a Chispa se les ha ocurrido una f...forma de desconectar el motor antes de que aterricemos. C...cortarán el conducto principal de energía eléctrica c...cuando estemos a treinta metros del suelo, justo en el m...momento en que las alas estén batiendo, para así dejarlas fijas en p...posición extendida. De ese modo, p...planearemos hasta aterrizar.
—¿Y si no funciona?
Trinos levantó una mano y la extendió con los dedos juntos; luego la dejó caer de golpe sobre la palma abierta de la otra. Cuando chocaron las dos, se produjo un ruido seco y crujiente.
—No hay o...otra alternativa. T...tendremos que intentarlo.
Los demás se mostraron de acuerdo; Trinos se deslizó a la cubierta inferior y corrió en dirección a la sala de máquinas. Bramante y Remiendos aunaron esfuerzos para acarrear el ancla y el cable hasta la parte trasera de la cubierta, cerca de la cola de la nave. Carcoma, Argos
y
Pluvio empaquetaron sus pertenencias más valiosas —herramientas, instrumental, y el voluminoso libro de registro con los apuntes sobre la densidad de pasas en las pastas—, y las enterraron entre los almohadones amontonados en el comedor.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó Sturm al piloto.
—Encárgate de arrojar el ancla cuando te demos la señal.
—Yo también quiero ayudar —ofreció Kitiara.
—¿Por qué no vas a la sala de máquinas y les echas una mano a Chispa y a Trinos? No pueden ocuparse del motor y cortar el conducto de energía al mismo tiempo —le sugirió el gnomo.
La mujer levantó su espada hasta que la empuñadura estuvo al mismo nivel que su barbilla.
—¿Lo corto con esto?
—¡Por supuesto!
—Correcto. —Kitiara deslizó la funda sobre la afilada hoja y se encaminó hacia la recortada escalera—. Cuando queráis que corte el conducto, haced sonar esa loca bocina. Será la señal.
—Kit —llamó con voz queda el caballero. Ella se detuvo—. Que Paladine guíe tu mano.
—No creo que precise de la ayuda divina para este trabajo. ¡He cercenado cosas más gruesas que ese cable! —dijo, y esbozó una sonrisa torva. Luego, abandonó la estancia.
Para entonces, Lunitari cubría todo el campo de visión, y, aunque Alerón no había variado el rumbo, la luna parecía hundirse, como si saludara e hiciese una reverencia. Conforme pasaban veloces los minutos, el rojo paisaje se extendía más y más en todas direcciones. Muy pronto, la nave volaba bajo el cielo púrpura, por encima del suelo rojizo. El indicador de altitud funcionaba de nuevo.
—Dos mil ciento noventa metros. Cuatro minutos para contacto —advirtió Alerón.
Una hilera de picos escabrosos irrumpió de manera inesperada frente a ellos, y el piloto viró a babor con un brusco giro de timón. Las alas del lado de estribor rozaron las afiladas agujas, a menos de treinta centímetros.
El Señor de las Nubes
escoró hasta casi ponerse de costado. Del comedor llegaron unos golpes sordos y gritos amortiguados.
—¡Uaouu, oh, oh, oh! —exclamó Alerón—. ¡Vienen más sacudidas!
La proa chocó contra un elevado pináculo y lo arrancó. Una nube de grava y polvo rojizo golpeó los ventanales del puente de mando. El piloto, frenético, empujó palancas y giró el timón; la nave se encabritó, primero con el morro arriba y acto seguido con la cola. Sturm se tambaleó como un borracho y no pudo evitar sentirse como un guisante que rebotaba una y otra vez en una copa.
Las montañas acababan en unos cortados que se hundían vertiginosamente en un paisaje de llanas mesetas separadas por barrancos profundos. La nave bajó a trescientos metros. Sturm se encaminó hacia la puerta y la abrió; por la cubierta se deslizaban trozos de hielo derretido.
—¡Me voy a popa! —advirtió el caballero y Alerón asintió con un rápido cabeceo.
Sturm salió por la puerta justo en el momento en que el piloto ladeaba a
El Señor de las Nubes
en esa dirección; el hombre estuvo a punto de caer por la borda y se quedó cabeza abajo, agarrado a la barandilla. Allá abajo, el mundo escarlata fluía rugiente, a una velocidad aterradora, mucho más rápido, al parecer, que cuando navegaban a través de las altas nubes. Lo asaltó un angustioso vértigo, pero consiguió dominarlo; se apartó de la barandilla y, pegado a la pared de la cabina, se encaminó tambaleante hacia popa. Pegado al cristal de una portilla del comedor, vislumbró un rostro distorsionado: era Remiendos, con la bulbosa nariz y los gruesos labios aplastados contra el vidrio.
El viento azotó a Sturm cuando se acercó al ancla. La cola articulada se inclinaba y se extendía bajo el control de Alerón. El caballero rodeó con un brazo el poste de la cola y quedó a la espera.
Unas llanuras monótonas reemplazaron a las mesetas. El suelo rojo oscuro era liso por completo, carente de sinuosidades. ¡Por fin Paladine los favorecía con un espacio abierto y sin obstáculos en el que aterrizar la nave voladora! Sturm se soltó del poste y rodeó el ancla con los brazos. Crisol había hecho un buen trabajo; el enorme rezón pesaba casi tanto como él. Con grandes esfuerzos, consiguió llevarlo cerca de la barandilla. Ahora volaban muy bajo; el suelo parecía una losa de mármol pintada con sangre.
«Vamos, Alerón; haz sonar la alarma», pensó Sturm. Parecía que iban muy, muy bajo. Demasiado. «Se le ha olvidado», pensó de nuevo. «Estamos ya muy bajos. ¡Se ha olvidado de hacer sonar la alarma!» O quizás él no la había oído a causa del rugiente viento y los latidos ensordecedores de su corazón.
Tras un instante de indecisión, el caballero levantó el ancla y la dejó caer por la borda. La cuerda multicolor, tejida con lo que Bramante había logrado encontrar —cordel, cortinas, camisas y ropa interior—, se desbordó tras el ancla, lazada a lazada. El gnomo había dicho que el cable tenía más de treinta metros. Era suficiente. El rollo disminuyó con rapidez; al llegar al final, sonó un ruido seco y vibrante, y el pesado rezón de metal colgó ondulante tras la nave. ¡Lo había lanzado demasiado pronto!
Sturm se encaminó hacia la proa, sin perder de vista al ancla que se aproximaba más y más al suelo rojizo y, al llegar cerca de la puerta del puente de mando, se detuvo; estaba casi convencido de que el rezón rebotaría y se haría añicos al chocar contra el terreno, pero no ocurrió ninguna de las dos cosas. El ancla se hundió en la superficie lunar y abrió un surco ancho y profundo.
El caballero se precipitó a la puerta y la abrió de golpe. Alerón ya tenía la mano en el cordón de la sirena.
—¡Detente, no lo hagas! —gritó el hombre—. ¡El suelo ahí abajo no es sólido!
El piloto retiró la mano del cordón como si le hubiese quemado.
—¿Que no es sólido?
—Dejé caer el ancla y ahora se desliza por la llanura como si estuviese metida en agua. ¡Si aterrizamos nos hundiremos!
—Ya no hay tiempo para nada. ¡Nos encontramos a menos de treinta metros de altura!
Sturm corrió hacia la batayola y miró con desesperación el blando terreno que los rodeaba. ¿Qué hacer? ¡¿Qué hacer?!
De repente, a la izquierda, divisó unas rocas.
—¡Firme a estribor! ¡Suelo firme a estribor! —gritó.
El piloto viró el timón en aquella dirección. El ala derecha trasera tocó la superficie de Lunitari, se hundió en el polvo y volvió a salir intacta. Sturm percibió el olor a tierra que impregnaba el aire. Las rocas empezaron a menudear y el polvillo escarlata fue dando paso a una llanura pedregosa.
«¡AA-OO-GAH!»
El Señor de las Nubes
se estremeció como un ser viviente; las flexibles alas se elevaron, dibujaron un grácil arco, y se quedaron estáticas en esa posición. Sturm se lanzó a través de la puerta, se zambulló en el suelo, boca abajo, y se cubrió la cabeza con los brazos.
Las ruedas tomaron contacto con el suelo, giraron, y se hicieron añicos en medio de restallantes chasquidos y sacudidas. Cuando el casco de la nave tocó Lunitari, la proa corcovó, se levantó y escoró con violencia a babor. Sturm rodó por la cubierta.
El Señor de las Nubes
se arrastró, roturó el suelo, y levantó tras de sí una estela de polvo y tierra. Por último, como si se encontrara demasiado agotada para seguir adelante, la nave se detuvo con un crujido rechinante.
Veinte kilos de hierro
—¿Estamos muertos?
Sturm retiró los brazos de la cabeza y la levantó. Alerón se encontraba encajado entre los radios del timón, con sus cortos brazos apretujados contra el pecho y los ojos cerrados.
—Abre los ojos, Alerón; no nos ha pasado nada —lo animó el caballero.
—¡Oh, Reorx, estoy atascado!
—Aguarda. —Sturm agarró al gnomo por los pies y tiró de él. El piloto se quejó durante todo el tiempo, pero cuando por fin quedó libre, se olvidó por completo de las fatigas pasadas.
—¡Ah! ¡Lunitari! —exclamó.
Cuando el gnomo y el hombre salieron a la cubierta, la puerta del comedor se abrió de golpe y los otros tres gnomos emergieron en tropel. Incapaces de hablar, contemplaron el desolado panorama. Aparte de la prominente curvatura de unas colinas lejanas, el paisaje de Lunitari se prolongaba monótono y llano hasta el horizonte.
Uno de los hombrecillos soltó una risa de alegre complacencia y todos corrieron alborozados hacia el interior dé la cabina. Sturm escuchó el alboroto organizado por los gnomos que arrojaban cosas al aire para recuperar de entre los almohadones sus herramientas, instrumentos y libros de apuntes.
Kitiara apareció en cubierta acompañada por Chispa y Trinos. Ninguno de ellos había logrado ver nada desde la sala de máquinas. Habían estado demasiado ocupados en sus tareas para mirar por la portilla. La mujer tenía un buen chichón en la frente, sobre su ojo derecho. Sturm fue a su encuentro.
—¿Qué te ha pasado?
—Bah, me golpeé contra un aparejo del motor cuando chocamos.
—Aterrizamos —le corrigió él—. ¿Rompiste el aparejo?
Aquel talante risueño, tan poco habitual en el caballero, la dejó sin habla. Después ambos se fundieron en un abrazo, felices de seguir vivos.
La rampa del lado de estribor del casco se abrió de golpe y todos los gnomos se desparramaron por la roja pradera.