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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (12 page)

—¿Un dragón? —repitió el caballero.

—Los dragones son un caso especial, por supuesto. Los grandes de verdad —los Rojos o Dorados—, alcanzaban grandes altitudes.

—¿Hasta dónde?

—Tenían una envergadura de alas de cuarenta y cinco metros o más, ¿sabes? —Alerón estaba disfrutando con su conferencia—. Puedo calcularlo, si tomo como base un animal de quince metros de longitud y cuarenta y cinco toneladas de peso...; por supuesto, su vuelo de planeo no valdría ni un pimiento...

—Hiela aquí dentro —lo interrumpió la mujer, mientras rascaba la escarcha de uno de los cristales; a continuación, echó vaho en el trozo que había limpiado y la humedad de su aliento tomó un color blanco lechoso.

Tartajo apareció por el hueco de la escalera que arrancaba del piso inferior; su Atuendo Calorífero Individual se enganchó en los travesaños y pasó unos momentos de apuro hasta que consiguieron soltarlo entre todos.

—¿Está t...todo en orden? —se interesó.

—Los controles funcionan bien —respondió el piloto—, pero continuamos ascendiendo. La aguja del indicador de altitud se ha salido de la esfera, por lo tanto, de ahora en adelante, Argos ha de calcular la altura.

El jefe de los gnomos dio unas palmadas con sus manos enguantadas en esparto.

—¡P...perfecto! Eso le gustará. —Silbó por el tubo intercomunicador—. ¡At...tentos! ¡Que Argos se presente en el p...puente de mando!

A los pocos segundos, el pequeño astrónomo trepaba veloz por la escalera; al llegar al último escalón, se tropezó. Kitiara lo ayudó a ponerse de pie y, entonces, comprendió el porqué de su torpeza: el gnomo se había colocado el casco de vidrio de tal modo que la barba le cubría el rostro por completo. Cuando por fin, y sólo tras combinar sus esfuerzos con los de Sturm, lograron desenroscarlo, el casco transparente salió con un sonido de taponazo.

—¡Por Reorx! —exclamó Argos entre jadeos—. ¡Empezaba a creer que mis propias barbas trataban de asfixiarme!

—¿Has t...traído tu astrolabio? —le preguntó Tartajo.

—Siempre lo llevo conmigo.

—Sube p...pues al techo y oriéntalo con las estrellas. Necesitamos saber nuestra p...posición exacta.

—¡Por supuesto! ¡Sin problemas!

Argos, tras chasquear los dedos con actitud jactanciosa, abandonó el puente a través del comedor. El sonido rotundo de sus pisadas se escuchó en el techo.

—¡Oh, no! —La exclamación era de Alerón, que miraba fijamente al frente.

—¿Qué ocurre? —preguntó el caballero.

—Las nubes se cierran sobre nosotros. ¡Mirad!

La nave se había metido entre dos cúmulos por un angosto cañón que no tenía salida y, aún en el caso de que Alerón forzara un brusco giro con el timón, no evitarían el banco de nubes.

—Será mejor que avise a Argos —sugirió Sturm.

El caballero se dirigió hacia la puerta con intención de advertir con un grito al astrónomo, pero en el momento en que la abría,
El Señor de las Nubes
penetró en un deslumbrante muro blanco.

Los copos de nieve se arremolinaron a su alrededor, y, en un instante, los bigotes se le cubrieron de escarcha.

—¡Argos! ¡Argos, vuelve aquí! —Sus gritos se perdieron en una niebla tan espesa que no veía un palmo más allá de sus narices. Tendría que salir en busca del gnomo.

Sturm se resbaló en dos ocasiones al intentar subir por la escalera, pues los peldaños estaban revestidos de una gruesa capa de hielo. Hizo un alto para romper la resbaladiza superficie con el pomo de su daga. Cuando alcanzó el techo, el aguijonazo glacial del viento se le clavó en el rostro.

—¡Argos! ¡Argos!

Caminar sobre la cubierta del techo era demasiado peligroso; por consiguiente, el caballero siguió su camino a gatas. Al poco rato, los copos de nieve que se habían amontonado en la unión de la capucha con el cuello de la capa, se derritieron con el calor de su cuerpo y se le escurrieron por la nuca. Sturm estuvo a punto de rodar al resbalársele una mano y, aun cuando había casi un metro y medio de techo a cada lado, lo asaltó la horrible fantasía de verse precipitado desde la nave, y caer, caer, caer... Carcoma, sin duda, habría podido calcular el tamaño del agujero que habría hecho.

De pronto, su mano chocó contra una bota cubierta de hielo. Sturm levantó la cabeza y se encontró con el astrónomo... ¡erguido en su puesto de observación, con el astrolabio pegado a un ojo y recubierto en su totalidad por una capa de dos centímetros de hielo!

La nieve se amontonaba a los pies del gnomo, y el caballero picó con su daga para romper el hielo que sujetaba los zapatos de Argos al suelo. El Atuendo Calorífero Individual, Fase III, debía de haber reventado, ya que el gnomo estaba rígido de frío. Sturm agarró al hombrecillo por los pies y tiró...

—¡Sturm! ¿Dónde estás? —se oyó la voz de Kitiara que lo llamaba.

—¡Aquí arriba!

—¿Qué demonios estáis haciendo? ¡Más vale que Argos y tú entréis antes de que se os quede la cara congelada!

—Tu advertencia llega tarde para Argos. Ya casi lo he despegado... espera, ¡aquí está! —Sturm pasó al congelado gnomo por el borde del tejado para que Kitiara, que tenía los brazos extendidos, lo recogiera. Después, con una agilidad encomiable, el caballero descendió por la escalera y se apresuró a entrar en el puente.

»
¡Brr! ¡Y yo creía que los inviernos en el Castillo Brightblade eran fríos! —exclamó sin dejar de tiritar. Pluvio ya estaba examinando al congelado Argos.

—¿Cómo está? —se interesó Sturm.

—Frío —dijo Pluvio, mientras presionaba con unas pinzas de madera la punta de la barba de su colega. Se oyó un chasquido seco.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Pluvio, y chasqueó la lengua al ver entre las pinzas la mitad inferior de la barba de Argos—. ¡Vaya, vaya! —repitió. Alargó la mano hacia el astrolabio que todavía seguía pegado tanto al ojo como a las manos del astrónomo.

—¡No! —gritaron al unísono Kitiara y Sturm. Desprender ahora el instrumento significaría, con toda probabilidad, arrancarle el ojo a Argos.

—Llévale a...abajo y descongélale, pero c...con suavidad —ordenó Tartajo.

—Alguien tendrá que cogerlo por los pies —sugirió Pluvio. El jefe de los gnomos suspiró resignado y se acercó para ayudarlo.

—Se va a e...enfadar mucho por haberle r...roto la barba —le dijo al meteorólogo y médico en ciernes.

—Vaya, vaya. Quizá si la mojásemos, podríamos pegársela de nuevo.

—No digas t... tonterías. Jamás lograrás alinearla como c...corresponde.

—Si Carcoma me da un poco de pegamento...

Los gnomos desaparecieron por la escotilla en dirección a la cubierta de camarotes. Se produjo un estruendo, y Kitiara y Sturm corrieron hacia la trampilla y se asomaron; esperaban ver al pobre Argos roto en pedacitos como un jarrón de arcilla barata. Pero no. Tartajo estaba caído en el suelo con el astrólogo despatarrado sobre él y Pluvio, que colgaba cabeza abajo con los pies enganchados en los escalones, repetía incansable: «Vaya, vaya... Vaya, vaya».

Sin poder evitarlo, los dos humanos se rieron a carcajadas. Fue un reconfortante interludio tras las largas horas de incertidumbre en las que se habían preguntado si volverían a pisar el suelo firme de Krynn. Ella fue la primera en contener el regocijo.

—Corrimos un riesgo disparatado, Sturm.

—¿Qué riesgo?

—Rescatar a ese gnomo. Podrías haberte congelado tú también, y apostaría a que tu recuperación no hubiese sido tan sencilla como la de Argos.

—Con Pluvio de médico, desde luego que no.

Para sorpresa del hombre, Kitiara le dio un fuerte abrazo. Un abrazo amistoso, de compañeros, rematado con una palmada en la espalda que lo hizo tambalearse.

—¡Estamos saliendo! ¡Estamos saliendo! —voceó Argos en aquel momento. Kit se separó de Sturm y corrió hacia el gnomo, que brincaba de alegría al ver que la nave se desprendía del albo sudario.
El Señor de las Nubes
emergió de la borrasca de nieve a un cielo abierto.

Frente a ellos apareció un inmenso globo rojo, mucho mayor que el sol visto desde el suelo; bajo la nave no había otra cosa que una continua sábana de nubes teñida de escarlata por el resplandor de la esfera y alrededor miríadas de parpadeantes estrellas.
El Señor de las Nubes
enfilaba la proa hacia el rojo orbe de una manera directa e irrevocable.

—¡Hidrodinámica! —barbotó Alerón. Era el juramento más fuerte que conocía el gnomo; ni Sturm ni Kitiara fueron capaces de superarlo ya que estaban mudos de asombro.

—¿Qué es eso? —preguntó ella cuando recobró el habla.

—Si mis cálculos son correctos, y estoy seguro de que lo son, se trata de Lunitari, la luna roja de Krynn —respondió el gnomo.

Argos se asomó por la escotilla. El cabello le goteaba y, al hablar, los recortados pelos de la barba trepidaron de excitación.

—¡Correcto! Acababa de descubrirlo cuando estalló la tormenta. Nos encontramos a cien mil kilómetros de casa y vamos directos hacia Lunitari.

8

Hacia la luna roja

La dotación de la nave estaba reunida en el comedor. El anuncio de Argos suscitó muy distintas reacciones aunque, básicamente, los gnomos se mostraron complacidos, en tanto que los pasajeros humanos, aturdidos y horrorizados, no acababan de comprender la situación.

—¿Cómo es posible que nos dirijamos hacia Lunitari? —preguntó Kitiara indignada—. ¡No es más que un punto rojo en el cielo!

—Oh, no —refutó Argos—. Lunitari es un cuerpo celeste, una esfera, al igual que el mismo Krynn y el resto de lunas y planetas. Estimo que su diámetro tiene cinco mil seiscientos kilómetros y que se encuentra a unos doscientos cuarenta mil kilómetros de Krynn.

—Esto es demasiado para mí —dijo Sturm abatido—. ¿Cómo hemos podido llegar tan alto? Hace sólo un par de días que emprendimos el vuelo.

—A decir verdad, es muy difícil hacer referencias temporales a esta altitud. Hace mucho que no vemos el sol, pero, a juzgar por la posición de las lunas y las estrellas, yo diría que llevamos viajando unas cincuenta y cuatro horas y... —Argos garabateó unos apuntes sobre el tablero de la mesa—... cuarenta y dos minutos.

—¿Alguna ot...tra información? —preguntó Tartajo.

—Se han acabado las pasas —dijo Remiendos.

—Y la harina, el jamón y las cebollas —añadió Carcoma.

—¿Qué provisiones tenemos? —inquirió Kitiara; Trinos respondió con un graznido nada canoro—. ¿Qué ha dicho? —quiso saber ella.

—Judías. Tenemos seis sacos de judías blancas —tradujo Bramante.

—¿Qué pasa con el motor? ¿Se os ha ocurrido algún modo de arreglarlo?

Un «tuit-tui-tui-tuit» respondió a la pregunta formulada por el caballero.

—Dice que no —explicó Crisol.

—Los depósitos de relámpagos se mantienen bastante bien —Chispa amplió su informe—. Mi teoría es que el aire, frío y poco denso, ofrece menos resistencia a las alas, y, por lo tanto, el motor no tiene que trabajar al máximo.

—¡Simplezas! —opinó Crisol—. La causa es mi gas volátil. Todo ese aleteo no hace más que dificultar la marcha del vuelo. Si hubiésemos cortado esas estúpidas alas, llegaríamos a Lunitari en la mitad de tiempo.

—¡Idiotez aerodinámica! ¡Ese gran globo no es más que un gran rollo!

—¡Basta ya! —dijo Sturm con brusquedad—. No perdamos nuestro tiempo en disputas ridículas. Díganme qué haremos cuando lleguemos a Lunitari. —Diez pares de ojos de gnomos lo miraron y parpadearon. «Lo hacen al unísono para irritarme», pensó el caballero—. ¿Y bien? —preguntó en voz alta.

—¿Aterrizar? —sugirió Alerón.

—¿Cómo? El motor no se puede parar.

En el silencio que siguió, Sturm tuvo la sensación de que el aire de la habitación zumbaba con las vibraciones de los cerebros de los gnomos trabajando a marchas forzadas. Bramante empezó a temblar.

—¿Qué hace un barco cuando está en peligro de ser arrastrado hacia un bajío? —preguntó febrilmente.

—Choca contra él y se hunde —replicó Crisol.

—¡No, no! ¡Lo que hace es echar el ancla!

Una sonrisa iluminó los rostros de los humanos. Esto era algo que eran capaces de comprender, y no tanto depósito de relámpagos y gas volátil... ¡echar un ancla!

—¿Tenemos una? —preguntó Remiendos.

Alerón separó las manos, dejó un espacio de unos treinta centímetros entre ellas, al tiempo que respondía.

—Disponemos de unos cuantos rezones de este tamaño. No podrán detener a
El Señor de las Nubes.

—Si hacemos chatarra con algunas escaleras y otros accesorios de hierro, fabricaré una grande —se comprometió Crisol.

—Si no conseguimos apagar el motor, no habrá ancla que nos pare.

Un silencio absoluto siguió al razonamiento de Sturm. Kitiara agachó la cabeza hacia el jefe de los gnomos y clavó en él una incisiva mirada mientras le urgía a contestar.

—¿Y bien?

—¿Cuanto t...tiempo tardarías en hacerla? —preguntó a su vez Tartajo al metalúrgico.

—Si me ayudan, quizás unas tres horas —calculó Crisol.

El jefe de los gnomos se dirigió entonces al piloto.

—¿Cuándo caeremos en Lunitari?

Alerón empezó a garabatear a lo ancho de la mesa, giró en una esquina y prosiguió por el lateral.

—Tal como están las cosas, dentro de cinco horas y dieciséis minutos.

—Está bien. Chispa y Trinos seguirán t...trabajando en el motor. Si no nos queda otra s...salida, lo haremos p...pedazos antes de aterrizar.

Las palabras de Tartajo levantaron una oleada de exclamaciones consternadas por parte de sus colegas. Los humanos también expresaron su desacuerdo.

—No podremos regresar jamás si destrozáis el motor. Nos quedaremos atrapados en Lunitari para siempre.

—Kitiara, si nos estrellamos, n...nuestra estancia en esa luna será m...mucho más larga que todo eso y no la disfrutaremos porque estaremos m...muertos.

Bramante se levantó y se encaminó hacia el piso inferior.

—Remiendos y yo fabricaremos un cable para el ancla —dijo.

—Y yo traeré al puente todas las mantas y almohadas disponibles. De ese modo, tendremos algo blando que amortigüe el golpe cuando nos estrelle... ¡ejem! cuando aterricemos —ofreció Carcoma.

Los gnomos se dispersaron para iniciar las tareas correspondientes. Sturm y Kitiara se quedaron solos en el comedor. La expansión escarlata de la luna era perceptible a través de la claraboya; los dos amigos levantaron la vista hacia Lunitari. El hombre rompió el silencio.

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