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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (16 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Y extendí la mano. Me entregó el pasaporte con evidente desconfianza y cuidadosamente volví las páginas arrugadas y pálidas. ¡Bien! Acababa de encontrar la página que correspondía. Mi pasaporte no había caducado. Le indiqué la fecha y se lo devolví.

El guardia soviético podría haber pasado por un campesino de Minnesota. Tenía ojos azules, pómulos altos y pelo rubio cortado a rape. No creo que tuviera veintiún años. Me señaló con el dedo:

—Usted, esperar —dijo, y se alejó para volver de inmediato con un oficial de unos veintiocho años, pelo oscuro, bigote, el mismo uniforme militar verde pálido de cuello cerrado y trencillas.

—¿Por qué? —dijo el nuevo, señalando mi pasaporte como si se tratara de un objeto totalmente execrable.

Encontré las palabras que significan hielo y agua. Acudieron a mi mente como un
pas de deux.

—Lyod —dije—, bolshoy lyod. Mucho hielo. —Extendí las manos como si estuviera alisando un mantel. Luego al plano horizontal trazado en el aire le asesté un buen golpe de kárate. Hice un sonido para indicar que algo se quebraba, con la esperanza de que sonara como el hielo de un estanque que se resquebraja, y extendí la mano hacia abajo, en dirección de mis pies—. Voda. Bolshaya voda. Mucha agua, ¿entiende?

Agité las manos, dando brazadas desesperadas. Un nadador congelado.

—Ochen kolodno —dijo el primer guardia.

—Ochen kolodno. Bien. Hielo frío, muy frío.

Asintieron. Estudiaron el pasaporte, le dieron la vuelta, miraron mi visado, que estaba limpio y tenía los sellos necesarios. Repitieron con dificultad mi nombre en voz alta.

—¿Veelyam Haul-ding Leeboo?

Lo que en realidad quería decir William Holding Libby.

—Sí —dije—. Así es.

Estudiaron una lista de nombres. Libby no estaba en ella. Se miraron fijamente entre sí. Suspiraron. No eran estúpidos. Sentían que algo no iba bien. Por otra parte, si me llevaban para interrogarme, tendrían que rellenar papeles. Una tarde perdida, probablemente. Debían de tener planes para salir después del trabajo, porque el guardia rubio puso un sello en mis papeles. Me dedicó una gran sonrisa de muchacho.

—Pardone —dijo, tratando de darle un amigable toque franco-italiano—. Pardone.

El resto del camino a través de Llegadas me mostró Sheremetyevo, un aeropuerto de hormigón construido como un escaparate para las Olimpiadas de 1980: Bienvenido a la URSS (¡Nótese que nuestras paredes soviéticas son grises!) Mis maletas pasaron por la Aduana. El microfilme de Alfa, guardado en el compartimento secreto, no atrajo la atención; la maleta había sido diseñada para transportar papeles confidenciales a resguardo de las inspecciones de rutina. Traspuse la última puerta y encontré indicadores multilingües que me recomendaron buscar la oficina de Turismo. Se me acercó un taxista, un tipo gruñón, muy pareado a los de Nueva York, lo que me hizo recordar la sentencia de Thomas Wolfe de que la gente de la misma profesión suele ser igual en todo el mundo. Mi hombre pedía veinte dólares para llevarme al Metropole, un hotel en el que, según me había asegurado un agente de viajes de Nueva York, era tan difícil conseguir alojamiento como en el viejo National.

—Yo puedo hacerlo entrar en el nuevo National —había dicho el agente de viajes—, pero no le conviene. Está lleno de grupos de turistas.

—Sí —había contestado yo—, no quiero grupos de turistas.

¿Habría visto algo evidente en mí? Por supuesto, ya que había llegado de improviso, pagado en efectivo y pedido que mi visado fuera gestionado lo más rápidamente posible (suponiendo que tenía suficientes conexiones como para acelerar algún caso excepcional), cosa que hizo, de modo que todo el trámite estuvo listo en una semana, por lo cual le di una buena propina. Posiblemente el nombre de William Holding Libby fue puesto en una lista del KGB bajo el epígrafe de Turista Especial.

Antes de que tuviera tiempo de acomodarme en mi asiento, el conductor me anunció, en su inglés de mercado negro, que deseaba comprarme dólares estadounidenses. Su cambio, de tres rublos por dólar, era cuatro veces mejor que el oficial.

Podía tratarse de una trampa. El tipo no me gustaba. No confiaba en él. Las autoridades podían meterme en la cárcel por traficar en el mercado negro.

De hecho, el conductor demandaba tanto mi atención que casi no podía mirar por la ventanilla. No estaba recibiendo mis primeras impresiones de Rusia. Viajar en un estado de nervios es como pasar por un tubo. El ruido del taxi —era una especie de minicoche soviético— me afectaba más que el paisaje. La voz del conductor —«Muy bien, usted me dice, eeh?, cuántos dólares tiene, vamos» — hacía gárgaras en mis oídos.

Pasamos junto a extensiones de nieve limpia, nieve sucia y campos donde la nieve se había derretido, cuyo aspecto era tan vivaz como el lodo sobre los llanos de Jersey. Empezaron a aparecer partes de Moscú, pequeñas chabolas de mazapán a ambos lados del camino, con la pintura desconchada, construidas en hileras pero bostezando individualmente. Luego siguieron empalizadas de edificios altos, por lo general de un blanco sucio en la sucia nieve blanca. Parecía como si el yeso de los pisos inferiores se hubiera agrietado antes de que pasaran la llana por los superiores; cuánta pobreza había en esa tierra. El cielo de marzo era tan gris como las paredes de hormigón del aeropuerto Sheremetyevo. Llegado a este punto el comunismo empezaba a irritarme personalmente, igual que el taxista, agresivo, sucio, deprimido, ávido de dinero, pasado de moda. Por supuesto, podía ser un agente del KGB. ¿Estarían saliendo a mi encuentro?

Había una pancarta sobre la autopista. Una leyenda en ruso. Distinguí el nombre de Lenin entre las palabras. Un ramillete, indudablemente, de lenguaje de homilía. ¿Sobre cuántas carreteras de cuántos países del Tercer Mundo, escandalosamente pobres, podían verse esas pancartas? Zaire, por ejemplo. Y Nicaragua, Siria, Corea del Norte, Uganda. ¿A quién podía importarle? Yo ni siquiera era capaz de salir de mi túnel. Comenzaron a aparecer las calles de Moscú, pero las ventanillas del taxi estaban salpicadas de barro, y por el parabrisas sólo se podía ver a través del vaivén de los limpiaparabrisas, sobrecargados de trabajo, que no cesaban de trazar sobre el vidrio un par de abanicos estriados de sal. El conductor era tan hosco como el sofocante calor del verano.

Llegamos a una avenida sin demasiado tráfico. Viejos y solemnes edificios —oficinas del gobierno e institutos especializados— pasaban junto a las ventanillas. Pocos transeúntes. Era domingo. Estábamos en el centro de la ciudad.

Nos detuvimos en una plaza pública ante un viejo edificio verde de seis plantas. El cartel rezaba MИTРОПОП. Estaba en el Metropole. Mi hogar fuera de mi hogar.

Le di al conductor una propina de dos dólares. Quería diez. Tenía una peculiar fuerza psíquica. Yo debía de tener algún nervio debilitado, porque le di cinco. Sin duda mis nervios ya no eran los de antes.

El portero era un viejo corpulento, de mandíbulas cuadradas, que parecía un mafioso retirado de ínfima jerarquía. En la solapa de su abrigo gris llevaba una condecoración: héroe de la Guerra Patria. No había sido adiestrado para mostrarse cortés con un desconocido.

Tampoco demostró prisa para ayudarme con mis maletas. Su función era ahuyentar a la gente. Tuve que mostrarle el certificado de la agencia de viajes para poder trasponer la puerta. Dentro, el vestíbulo era sombrío. La paleta de tonos pasaba del marrón cigarro al verde vagón de ferrocarril. El suelo era de un parqué viejo que al pisarlo se combaba igual que linóleo barato. Me sentía como si hubiera aterrizado en uno de esos tristes hoteles de las calles laterales de Times Square, con una atmósfera de humo viejo de cigarro, que esperan ser demolidos.

¿Era éste el famoso Metropole donde (si era correcto mi recuerdo histórico) se reunían los bolcheviques antes y después de la Revolución? Una enorme escalera de mármol trazaba una espiral hacia arriba y luego un ángulo a la derecha alrededor de un hueco de ascensor de hierro forjado.

La mujer del mostrador de recepción llevaba un suéter y parecía resfriada. Era fea, usaba gafas, y fingió no notar mi presencia hasta que le llamé la atención. Su inglés tenía un acento desafortunado, con reminiscencias de las torturas infligidas al espíritu durante el aprendizaje, como lecciones de ballet dadas a muchachas sin condiciones para el baile. El ascensorista, otro héroe de guerra condecorado, era un hombre brusco, y la conserje del cuarto piso, una rubia regordeta de unos cincuenta años, con peinado nido de avispa y una cara muy rusa, grande y vigorosa, merecía ser la pareja del portero. Estaba frente al ascensor, sentada detrás de un pequeño escritorio con tapa de vidrio sobre el cual había una rosa en un jarroncito. Ceñuda, se dedicó a la tarea de buscar mi llave, que resultó ser de bronce, grande y pesada como un bolsillo cargado de monedas.

El camino hasta mi habitación discurría a lo largo de un oscuro corredor, doblaba a la derecha y desembocaba en un espacio cuyo viejo parqué mostraba un número considerable de pozos en los que habían insertado cuadrados de madera contrachapada. Sobre el primer pasillo se extendía una alfombra roja y estrecha, tan larga como medio campo de fútbol. Medio campo más allá se encontraba mi habitación. Como a cada paso el suelo se hundía, no podía evitar tener la sensación —si se me permite que vuelva a aludir al agua congelada — de ir saltando de témpano en témpano.

Mi cuarto era de tres metros y medio por cuatro y medio, y el techo estaba a una altura aproximada de cuatro metros. La ventana daba a un patio gris. Había una cómoda y una cama estrecha con un delgado colchón europeo sobre otro colchón más grande. En la cabecera, un respaldo tan pesado como un tronco empapado de agua. ¡Y un televisor!

Lo encendí. Nieve electrónica, una serie de ondas. En blanco y negro. Un programa infantil. Lo apagué. Me senté en la cama y puse la cabeza entre las manos. Me levanté. Corrí las cortinas. Volví a sentarme. Ahí estaba. Suponiendo que no hubiese llamado la atención de las autoridades, podía quedarme como mínimo una semana y clasificar algunas preguntas. Tenía tantas que ya no buscaba respuestas. Sólo disponerlas en categorías.

Como podrán imaginar, los rigores de recordar una vida que, en muchos aspectos, había terminado en la mitad de una larga noche, me obligaban a proceder con peculiar delicadeza. En una ocasión, un director de cine me di]o que, después de terminar sus películas, seguía viviendo con los operadores y los actores. Ellos se habían marchado, pero él se despertaba cada mañana con nuevas órdenes. «Bernard, hoy mismo tenemos que volver a filmar la secuencia del mercado. Di a los de producción que necesitamos por lo menos cien extras.» Se levantaba y cuando se estaba afeitando podía decirse: «La película ha terminado. Te has vuelto loco. Ya no hay más que filmar». Pero, como me explicaba, había pasado al otro lado del espejo. La película era más real que su vida.

¿Era yo igual a ese director? Durante un año, oculto en un cuarto alquilado en el Bronx, junto a un pozo de ventilación, había trabajado para erigir un muro entre mi último recuerdo de Kittredge y yo. Algunas veces transcurría un mes sin incidentes, y podía dormir de noche y trabajar todo el día poniendo una palabra al lado de otra como si estuviera hilvanando una hebra que me guiara fuera de la caverna.

Luego, sin ningún anuncio, me asaltaba el amor por ella. Me sentía como un epiléptico al borde de una crisis aguda. Un paso en falso y sobrevendría el mal. Después de muchos meses, el Bronx se me hizo insoportable. Tenía que mudarme.

Además, ellos debían de estar buscándome. Eso era seguro. Cuanto más tardara en salir a la superficie, más amplio sería su marco de referencia. Tendrían que preguntarse si me había trasladado a Moscú. Cómo me reía —con esos paroxismos de risa silenciosa con los que uno se entretiene cuando ha tocado fondo—, pues durante todo el tiempo que yo había estado en el Bronx, ellos pensaban que me encontraba en Moscú.

Sin embargo, por una lógica de pasos separados que me parecía totalmente rigurosa —aunque era incapaz de especificar los pasos—, había llegado a la conclusión de que debía hacer un viaje —por primera vez— a la URSS. No sabía por qué. Si me llegaban a encontrar en el Bronx, Nueva York, me vería en grandes dificultades. ¿Y si en Moscú me encontraba el KGB con el microfilme de mis extensas memorias? Verdaderamente sería imperdonable, incluso para mí mismo. ¿Qué ocurriría si, aunque había pasado sano y salvo la Aduana, los rusos estaban al tanto de mi llegada? Si Harlot había desertado, mi apodo actual podía estar en los archivos rusos. Esa suposición, sin embargo, pertenecía al ámbito del sentido común. Yo vivía en un dominio de lógica subterránea, la cual me había indicado que llevase conmigo el microfilme de Alfa. ¿Quién sabe cómo maniobran en las áreas de carga del sueño los furgones de la obsesión? No me parecía que estuviese loco, aún no, pero sin embargo parecía obedecer un plan de locura. Me aferraba a mis escritos como si fuesen órganos de mi propio cuerpo. Jamás podría haber dejado Alfa. Por cierto, la vieja dama judía en cuyo apartamento había alquilado una habitación, sabía muy bien que yo era un hombre que estaba escribiendo un libro.

—Ah, señor Sawyer —me dijo cuando se enteró de que me marchaba—, voy a echar de menos el ruido de su máquina de escribir.

—Bien, yo los echaré de menos a usted y al señor Lowenthal.

El era un artrítico de ochenta años; ella, una diabética de setenta y cinco. En el transcurso de más de un año no habíamos mantenido más que conversaciones casuales, pero aun así me satisfacía. Que Dios los bendiga, pero yo sabía que, en caso de conocerlos mejor, su vida me resultaría aburrida. Podía sentir cómo se despertaba el gusano de la condescendencia cuando hablábamos. Me costaba tomar en serio a personas que se habían pasado la vida como ahorrativos miembros de la clase media. Si bien yo esperaba que ellos sintieran curiosidad por mi pasado, no podía ser tan cruel como para obsequiarles la ficción de la carrera y posibles matrimonios de un tal Philip Sawyer, nombre que empleaba para no dejar rastros del nuevo William Holding Libby. Intercambiábamos algunas palabras cuando nos encontrábamos en el vestíbulo, y eso era todo. Ellos recibían un dinero suplementario con mi alquiler (que, felizmente para ambas partes, era pagado en efectivo) y yo podía conservar mi vida privada relativamente intacta. Me quedaba en mi habitación, excepto cuando me cansaba del plato de sopa y salía a comer o a ver una película. Escribía lenta y dolorosamente.

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