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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (15 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Una vez que sus hombres fueron masacrados y su barco echado a pique, el comodoro francés fue desprovisto de su uniforme. Desnudo, con los brazos atados, la víctima escupió en la cara de su captor. En respuesta, Farr levantó el alfanje. La hoja estaba muy afilada.

La cabeza del comodoro cayó igual que una col y, con el mismo sonido apagado que hubiese producido ésta, rodó sobre la cubierta: tal es la descripción de Damon. Otros miembros de la tripulación juraron que el cadáver, manando sangre por el cuello, y con los brazos atados, hizo un esfuerzo postrero por arrodillarse hasta que Farr, frenético, dio un puntapié a la cabeza. El cuerpo yacía sobre cubierta; los pies se sacudían. Pero la cabeza, de costado, seguía moviendo la boca. Todos dijeron que la boca se movía. Damon Butler agregó que él pudo oír lo que salió de aquellos labios ensangrentados. Le dijo a Farr: «
Si tu non veneris ad me, ego veniam ad te
».

Aquella noche, hace años ya, cuando en mi sueño seguí a lo que fuese, cosa o persona, hasta la Cripta, no pensé en las palabras que salieron de la cabeza decapitada. Ahora sí. El latín estaba claro: «Si tú no vienes a mí, yo iré a ti». ¡Una maldición personal!

Para que no me oyera Rosen, bajé por la escalera de atrás. En el sótano vi que una de las ventanas tenía un vidrio roto. El aire de la noche entraba por el agujero, trayendo un olor que no era típico de la isla. Si la nariz es un eslabón del recuerdo, entonces yo estaba oliendo las aguas contaminadas del Potomac. En el aire de Maine, los sofocantes pantanos del viejo Georgetown tenían un olor penetrante. Pensé en Polly Galen Smith y su agresor; me estremecí. Había rozado una telaraña al pasar y llevaba en el pelo parte de ella, pegajosa e íntima al tacto. Ahora estaba menos seguro del olor que llegaba hasta mí. ¿Serían los efluvios de las marismas de la bahía de Chesapeake y el canal del Ohio? Los gritos de una fiesta viajan a la perfección a través de la niebla y pueden llegar al porche de un desconocido a una legua de distancia. Me pregunté si el pantano de la bahía que fuera testigo de la muerte de un hombre que podía, o no, ser Harlot, estaría enviándome su pestilencia a cientos de kilómetros de distancia. ¡A qué lugar maloliente había sido arrastrado el cuerpo! El olor húmedo y malsano que me llegaba desde el fondo de la Custodia debe de haber sido el primer heraldo de tal espanto. Los escalones de madera de la Cripta estaban podridos y flojos. Hacía tanto tiempo que no visitaba aquel lugar, que había olvidado cómo se quejaban al pisarlos. Era lo mismo que entrar en una sala de mutilados de guerra. Cada escalón tenía su propio lamento insondable.

No había luces en la Cripta. Como he dicho, las bombillas se habían quemado hacía mucho. Sólo la puerta abierta proyectaba un haz de luz. Precedido por mi sombra, bajé trabajosamente. Sentía que mis piernas se esforzaban por abrirse paso a través de empalizadas de opresión para llegar al cubículo donde Kittredge dormía. Fue sólo al alcanzar la oscuridad casi absoluta del cuarto interior (la luz quedaba muy atenuada por el ángulo a la derecha que trazaba la escalera) cuando me atreví a reconocer que hacía años que no me aventuraba hasta allí. Las literas me parecieron podridas al tocarlas.

Sobre un colchón de espuma de goma que no se había pulverizado tanto como los otros, yacía Kittredge. Casi no había luz en la Cripta, pero por el reflejo su piel pálida estaba blanca. Pude ver que tenía los ojos abiertos. Al acercarme volvió un poco la cabeza, como si quisiera indicarme que se había dado cuenta de mi presencia. Al principio ninguno de los dos habló. Nuevamente pensé en aquel momento, años atrás, cuando vi la luna llena sobre el horizonte en el espacio entre dos colinas negras, y la superficie del oscuro estanque en que flotaba mi canoa pareció animarse con una luz pagana.

—Harry —dijo ella—, hay algo que debes saber.

—Supongo que sí —asentí suavemente.

Antes de oír sus palabras, el eco de lo que diría ya retumbaba en mi cabeza. Experimenté esa punzada que se siente tan pocas veces, aunque de manera precisa, en el matrimonio: la alarma que se anticipa al próximo paso irremediable. No quería que siguiese hablando.

—Te he sido infiel —dijo.

En cada muerte hay una celebración; en cada éxtasis, una pequeña muerte. Era como si las dos mitades de mi alma hubiesen intercambiado sus lugares. El peso de mi culpa por cada momento pasado con Chloe se alivió al instante, y como un torrente surgió el dolor por el nuevo espacio que se abría entre Kittredge y yo. Aquí estaba el huracán que había estado aguardando en el Trópico del Cerebro. El primer golpe sobre mi cabeza cayó con el largo, lóbrego estrépito de las olas contra el viejo casco de madera de un barco.

—¿Con quién? —pregunté—. ¿Con quién me fuiste infiel?

El observador real dentro de mí, intocado por huracán, terremoto, incendio o tormenta en el mar, tuvo tiempo para reparar en la corrección de mi gramática; ¡qué tipo más peculiar era yo!

—Hubo una tarde con Harlot —dijo—, pero no fue precisamente una relación sexual, aunque fue... horrible. —Se detuvo—. Harry, hay alguien más.

—¿Se trata de Dix Butler? —pregunté.

—Sí —respondió—, Dix Butler. Me temo que estoy enamorada de él. Aborrezco que sea así, Harry, que pueda estar enamorada de ese hombre.

—No —dije—, no digas eso. No debes decirlo.

—Es un sentimiento tan distinto...

—Es un hombre valiente, pero no es bueno —dije.

Mi voz surgía como un veredicto desde el centro mismo de mi ser. No, no era un hombre bueno.

—No importa —replicó — . Yo tampoco soy buena. Como tampoco tú eres un hombre bueno. No es lo que somos, sino lo que inspiramos, me parece. ¿Sabes?, me gusta creer que Dios está presente cuando hacemos el amor. Así era con Gobby, y así es contigo; como si Dios estuviera sobre nosotros con su aspecto de Jehová, juzgándonos severamente. Con Dix Butler, no puedo explicar por qué, me siento muy cerca de Cristo. Dix está absolutamente lejos de cualquier tipo de compasión, pero cuando estoy con él Cristo elige acercarse a mí. No he sentido tanta ternura desde que murió Christopher. Verás, ya no me importa nada de mí. —Me tomó la mano—. Ése fue siempre mi calabozo: Vivir enteramente dentro de mí. Ahora pienso en lo hermoso que sería si pudiese darle a Dix alguna idea de la compasión que siento. De modo que, como ves, no me afecta si tú o cualquier otro piensa que Dix es una persona digna o no.

De pie ante ella sentí que una imagen horrenda se acercaba. Era una lívida visión de mí mismo en el coche. Había chocado contra un árbol; mi cara me miraba desde la nuca del hombre que se había estrellado. ¿Sería una ilusión que hubiese salido ileso de ese interminable patinazo?

Entonces toqué fondo. Me sumergí en mi verdadero terror. ¿Habría explotado la realidad fantasmagórica de la Cripta con la fuerza de una infección que derriba las paredes de un órgano para extenderse por todo el cuerpo?

—No —dije—, no pienso perderte. —Como si estuviera en un trance en el que uno trepa más y más alto por las jarcias de su propia alma para finalmente atreverse a dar el salto, pregunté — : Dix viene hacia aquí, ¿verdad?

—Sí —respondió—, llegará muy pronto, y tú debes irte. No puedo permitir que estés aquí. —Aun en la penumbra pude percibir sus lágrimas. Lloraba en silencio—. Sería tan terrible como aquel día en que tú y yo le dijimos a Harlot que debía concederme el divorcio.

—No —repetí—. He tenido miedo de Dix Butler desde el día en que lo conocí, y por eso me siento obligado a quedarme. Quiero enfrentarme a él. Por mí mismo.

—No —dijo ella. Se sentó—. Todo ha salido mal, todo es confusión, y Hugh está muerto. Es inútil que te quedes. Pero si te vas, si no estás presente, entonces Dix se ocupará de mí. Creo que podrá hacerlo. Harry, si te quedas sería un verdadero desastre, te lo aseguro.

Ya no estaba seguro de si hablaba de amor o de peligro, pero en seguida respondió a mi pregunta.

—Harry —dijo—, será horrible. Sé lo que has estado haciendo para Hugh. Yo misma le hice algunos trabajos.

—¿Y Dix?

—Dix sabe lo suficiente para mantener en su lugar a mucha gente. Es por eso que debes marcharte. De lo contrario, me arrastrarás contigo. Ambos seremos destruidos.

La abracé, la besé con esa mezcla de amor y desesperación que es la única fuerza que puede encender la fría máquina del matrimonio cuando se ha perdido la pasión.

—Está bien —dije—. Si piensas que es preciso, me iré. Pero debes venir conmigo. Sé que no amas a Dix. No es más que una aventura.

Fue entonces cuando ella me rompió el corazón.

—No —dijo — . Quiero estar a solas con él.

Hemos llegado al último momento de aquella noche que estoy en condiciones de narrar como testigo. Tengo el recuerdo de haber recogido mi pesado manuscrito de
El juego
y de haber salido por la puerta de la despensa para dar un paseo silencioso por Long Doane. Pasé cerca de uno de los guardias, y recuerdo que volví a poner el bote en el canal. La marea estaba baja y crucé sin dificultad hasta la propiedad de un vecino a unos cuatrocientos metros de donde había aparcado el coche. Recuerdo haber conducido hasta Portland y a la mañana siguiente haber sacado, por sugerencia de Kittredge, todo el dinero de la cuenta bancaria, como si ahora que se desmoronaba nuestro matrimonio existiese todavía el cordón umbilical de la propiedad. «Harry —me había dicho finalmente—, saca el dinero de la cuenta de Portland. Hay más de veinte mil dólares. Los necesitarás. Yo tengo la otra cuenta.» De modo que me llevé lo que había allí, y volé a Nueva York. Llegado a este punto, me resulta difícil seguir con esta especie de resumen, sólo diré que un día y medio después supe (con la desesperación que lo embarga a uno cuando se entera por los medios de comunicación de una mala noticia que le atañe personalmente) que nuestra Custodia se había incendiado al amanecer y entre sus restos había sido encontrado el cadáver de Reed Arnold Rosen. Ni una palabra acerca de Kittredge, ni de Dix o los guardias.

La noche es ahora para mí una oscuridad igual al vacío que se cierne sobre una sala de cine cuando la película es mordida por un diente del engranaje del proyector, y se rompe, de modo que la última imagen muere con un quejido a medida que el sonido se va extinguiendo. Se eleva en mi memoria un muro tan negro como nuestra incapacidad para saber dónde nos conducirá la muerte. Veo la Custodia en llamas.

Durante los meses siguientes en Nueva York me obligué a mí mismo a hacer un relato de mi última noche en la Custodia. Como supondrán, me resultó muy difícil, y hubo días y noches en que no pude escribir ni una palabra. Creo que me aferré a la cordura mediante una excursión a la locura. Encontré que continuamente regresaba al momento en que el coche patinaba y el tiempo parecía dividirse tan nítidamente como un mazo de naipes cuando se lo corta en dos. Empecé a tener la certeza de que si regresaba a esa curva en horquilla donde el volante se me escapó de las manos, entonces no vería una carretera vacía, sino un coche hecho pedazos contra un árbol y, detrás del parabrisas, mi persona destrozada. Vi tan claramente esta presencia mutilada, que quedé convencido. Yo había pasado al otro lado. La idea de que aún vivía era una ilusión. El resto de aquella noche había tenido lugar en un teatro no mayor que la pequeña parte de la mente que sobrevive como una guía por los primeros caminos que los muertos eligen. Todo recuerdo de mí mismo conduciendo un coche, con los faros haciendo corcovetas, como si se tratara de las luminosas patas delanteras de un gran corcel, no era más que el desovillarse de mis expectativas. Estaba en la primera hora de mi muerte, sencillamente. Era parte del equilibrio y la bendición de la muerte el que todos los pensamientos incompletos existentes en nuestra mente en el momento de la extinción repentina continuaran desenrollándose. El que al regresar a Doane me hubiese sentido ligeramente irreal, podía ser la única pista de que me hallaba transitando los senderos de la muerte. Al comienzo, esos senderos podrían divergir apenas de lo que uno conocía. Si la noche había concluido con la desaparición de mi mujer, ¿habría sido realmente mi propio fin el que estaba lamentando? ¿Estaría Kittredge esperando aún que regresase yo a la Custodia esa noche de tormenta? Fue así como pude conservar la cordura a lo largo de todo aquel año en Nueva York. Un hombre muerto tiene menos razones para enloquecer.

El hecho de que no hiciera nada con respecto al peculiar estado de mi pasaporte es una muestra de la vida clandestina que me vi obligado a llevar aquel año. Cualquier intento por remplazaría estaba completamente fuera de cuestión. Con una expresión de incredulidad en el rostro, el guardia soviético en la cabina de vidrio sostenía en alto el pasaporte, que tenía todo el aspecto de una galleta. ¿Me proponía yo entrar en la URSS a través del Aeropuerto Internacional Sheremetyevo de Moscú, con un documento que había estado sumergido en el agua? Mucho peor. El aún no sabía que el nombre William Holding Libby remitía a una vida que no podría ser sostenida bajo un interrogatorio en toda la regla.

—Pasaporte —dijo el tipo en la cabina de vidrio—. ¡Este pasaporte...! ¿Por qué?

Era evidente que su inglés le iba a servir tanto como mi ruso.

—Río —intenté decir en su idioma, tratando de sugerir que me había caído en un río con el pasaporte encima.

No pensaba reconocer que había metido el documento en una máquina de secar ropa. «Río», creí que decía, pero luego, al estudiar un libro de frases para turistas, descubrí que había usado las palabras que designan brazo, costilla y pez (respectivamente ruka, rebro y ryba). Indudablemente le estaba diciendo que me había metido el pasaporte en la costilla y que un pez me había comido un brazo. Dios sabe si eso era suficiente para dejar atónito a mi soviético. Como un buen perro tozudo, seguía diciendo:

—Pasaporte, no sirve. ¿Por qué?

Después de lo cual se erguía cuan alto era y me miraba. Evidentemente, había sido adiestrado para hacer eso. Yo sudaba tan profusamente como si fuera inocente, cosa que, en cierto modo, era verdad. ¿Cómo, me preguntaba todo el tiempo, no había anticipado que aquella galleta hinchada que era mi pasaporte causaría consternación al ser examinado?

—No sirve —repitió—. Caducado.

Yo podía sentir la fila de pasajeros que esperaban detrás de mí.

—No. No ha caducado. Por favor —dije—
, ¡pozhaluysta!

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