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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (18 page)

No obstante, espero ofrecer una visión personal de la naturaleza de nuestra vida diaria y nuestras aventuras intermitentes, a veces excepcionales debido a la complejidad de la experiencia interior que debe examinar un oficial de Inteligencia mientras pasa sus años profesionales en un equipo que juega este juego único y singular.

Primera parte
Primeros años, adiestramiento inicial
1

Permítanme ofrecer el hecho principal. Soy un Hubbard. Bradford y Fidelity Hubbard llegaron a Plymouth siete años después del
Mayflower
y hoy pueden encontrarse ramas de la familia en Connecticut, Maine, New Hampshire, Rhode Island y Vermont. Sin embargo, que yo sepa, soy el primer Hubbard en admitir públicamente que el apellido de la familia no es tan impresionante como parecen demostrarlo nuestra cantidad de abogados y banqueros, médicos y legisladores, un general de la Guerra Civil, varios profesores y mi abuelo, Smallidge Kimble Hubbard, director de St. Matthew's. Incluso hoy mi abuelo sigue siendo una leyenda. A la edad de noventa años, en las cálidas mañanas de verano, aún podía subirse a su bote y remar hasta la bahía de Blue Hill. Por supuesto, de errar en una sola bogada habría caído a las frías aguas del Maine, una perspectiva casi fatal. Sin embargo, murió en la cama. Mi padre, el consejero Kimble Hubbard, conocido por sus amigos como Cal (por Cari
Cal
Hubbell, el lanzador de béisbol del equipo de los Giants de Nueva York, a quien él reverenciaba), fue igualmente excepcional, pero un hombre tan dividido que mi mujer, Kittredge, lo usó como modelo de referencia privada para su obra
El alma dual
. Era bravucón, pero al mismo tiempo un diácono; un hombre osado y poderoso que cada mañana se daba una ducha de agua fría con la misma convicción con que otros comían huevos con bacon. Iba a la iglesia todos los domingos; era un Don Juan prodigioso. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, mientras J. Edgar Hoover hacía todo lo posible por convencer a Harry Truman de que la propuesta CIA no era necesaria y que el FBI podía ocuparse de esas tareas, mi padre se embarcó en una misión para salvar el proyecto. Sedujo a unos cuantos secretarios influyentes del Departamento de Estado, enterándose de paso de una gran cantidad de secretos de oficina que luego pasó a Allen Dulles, quien de inmediato los transmitió a la Casa Blanca con un informe introductorio destinado a proteger a los secretarios. Eso, por cierto, contribuyó a convencer al gobierno de que podríamos necesitar un cuerpo de Inteligencia independiente. Después de eso, Allen Dulles le cogió mucho afecto a Cal Hubbard, y una vez me dijo: «Tu padre no lo reconocerá, pero ese mes que pasó con los secretarios fue la mejor época de su vida».

Yo amaba a mi padre de una manera escandalosa, razón por la cual tuve una niñez llena de temores y preocupaciones. Quería ser la sal de su sal, pero mi esencia era húmeda. La mayor parte del tiempo lo odiaba porque estaba decepcionado de mí y no se comunicaba conmigo tan a menudo como me hubiese gustado.

Mi madre era otra cosa. Soy el producto del casamiento de dos personas tan quintaesencialmente incompatibles que bien podrían haber provenido de planetas distintos. De hecho, mis padres se separaron pronto, y yo pasé la niñez tratando de mantener juntas dos personalidades desunidas.

Mi madre era de huesos pequeños, atractiva, rubia, y excepto durante los veranos, que pasaba en Southampton, vivía en ese núcleo social de Nueva York que está delimitado por la Quinta Avenida al oeste, Park Avenue al este, las calles Ochenta y tantos al norte y Sesenta y tantos al sur. Era una princesa judía, pero el énfasis debe recaer sobre el primero de esos dos términos. Habría sido incapaz de reconocer la diferencia entre la Tora y el Talmud. Me crió totalmente ignorante de todo cuanto tuviese que ver con el judaísmo, a excepción de una cosa: los nombres de los banqueros prominentes de Nueva York cuyos apellidos fuesen de origen semítico. Supongo que mi madre pensaba que, en caso de tormenta, los hermanos Salomón y los hermanos Lehman eran puertos seguros donde refugiarse.

Era suficiente con que el bisabuelo de mi madre fuese un hombre notable llamado Chaim Silberzweig (nombre que fue simplificado por los funcionarios de inmigración y convertido en Hyman Silverstein). Llegó como inmigrante en 1840 y de vendedor callejero ascendió hasta la categoría, claramente definida, de propietario de unos grandes almacenes. Sus hijos fueron príncipes del comercio, y sus nietos estuvieron entre los primeros judíos tolerados en Newport. (Para entonces, el nombre ya era Silverfield.) Si bien cada nueva generación de la familia materna era más derrochadora que la anterior, nunca lo fue en una proporción catastrófica: mi madre tenía tanto dinero como el que el primer Silverstein había legado a sus herederos inmediatos, a pesar de que poseía un cuarto de su sangre judía.

Los hombres Silverfield se casaron con doradas mujeres gentiles.

Ésa es la familia de mi madre. Si bien cuando joven veía a mi madre más que a mi padre, era a mi abuelo paterno a quien consideraba mi verdadera familia. A la rama materna trataba de ignorarla. Una vez, un hombre condenado a muerte dijo: «No debemos nada a nuestros padres; sólo pasamos a través de ellos». Así me sentía yo con respecto a mi madre. Desde muy temprana edad ya no la tomaba en serio. Podía ser encantadora y rica en interesantes extravagancias; por cierto, su talento para ofrecer cenas divertidas superaba la media general. Desgraciadamente, tenía una reputación terrible. La Guía Social dejó de incluir su nombre pocos años después de que Jessica Silverfield Hubbard se convirtiera en una ex Hubbard, y sus mejores amigos tardaron unos diez años más en dejar de frecuentarla. Sospecho que la razón no fue la sucesión de aventuras amorosas, sino su propensión a la mentira. Era una mentirosa psicopática, y finalmente su memoria se convirtió en su única amiga duradera. Siempre le decía lo que ella quería oír acerca del presente y del pasado. En consecuencia, si esperaba enterarse por ella, uno nunca sabía lo que hacían los demás. Insisto en esto porque creo que mi madre me equipó para el contraespionaje, campo en el que, después de todo, intentamos implantar errores en el conocimiento de nuestro adversario.

De cualquier modo, difícilmente puedo asegurar que hubiese algo de judío en mí. Mi única relación con el «barón del arenque», como llamaba mi madre al tatarabuelo Chaim Silberzweig, es que los comentarios antisemitas me ponían tenso. Si se consideraba la furia que me producían, cualquiera podría haber dicho que había nacido en un gueto. Porque entonces me sentía judío. Por supuesto, mi idea de sentirse judío se relacionaba con el recuerdo de la tensión y el agotamiento en los rostros de la gente durante las horas punta en el Metro de Nueva York, víctimas de ruidos ásperos y rechinantes.

Sin embargo, tuve una infancia privilegiada. Asistí al colegio Buckley y fui un Knickerbocker Gray hasta que, debido a mi total incompetencia en los ejercicios de formación cerrada, se me pidió que renunciase. Mientras marchaba, sufría unos dolores de cabeza tan intensos que no podía oír las órdenes.

Por supuesto, la mala reputación de mi madre puede haber sido otro factor, y la manera en que mi padre logró que me readmitiesen no hace sino confirmar esta sospecha. Como guerrero acostumbrado a duchas de agua fría, no era demasiado propenso a pedir favores para su progenie. Sin embargo, esa vez acudió al tipo de personas que uno conserva para casos de emergencia. Los Hubbard tenían en Nueva York amistades influyentes, y mi padre me llevó a conocer a varios ex miembros de los Grey. «Es injusto. Culpan al muchacho por ella» fue parte de lo que oí, y debe de haber sido suficiente. Volví a ser un Grey, y a partir de ese día me las ingenié para marchar con menos dolores de cabeza, aunque en mis tiempos de cadete jamás supe lo que era respirar con alivio.

Supongo que las personas que de jóvenes fueron felices pueden recordar bien su niñez. Yo recuerdo bastante poco. Resumo los años y conservo recuerdos según los temas. Siempre puedo contestar las preguntas más absurdas. Si me preguntaran, por ejemplo: «¿Cuál fue el día más importante que pasó con su padre o su madre?», yo respondería: «Cuando mi padre me llevó a comer al Veintiuno el día que cumplí quince años».

El Veintiuno era el lugar perfecto para llevarme. Aunque, según él mismo aseguraba, mi padre no sabía demasiado acerca de muchachos, sí sabía que al pedir una bebida para mí en el bar me daba una enorme satisfacción.

Ignoro si el comedor de abajo ha sido modificado desde 1948, pero apostaría a que no. Supongo que aún deben de estar suspendidos del techo bajo y oscuro los mismos modelos a escala: barcos de vapor, biplanos Spad de 1915, locomotoras y tranvías. El pequeño cupé con su asiento trasero exterior y su neumático de repuesto sigue estando sobre la barra. Encima de las botellas, los mismos cuernos de caza, alfanjes, colmillos de elefante y un par de guantes de boxeo tan pequeños que le irían bien a un niño. Mi padre me contó que estos últimos eran un regalo de Jack Dempsey a Jack Kriendler, el dueño del Veintiuno, y si bien espero y deseo que la historia sea verdadera, sé que a mi padre no le importaba pulir las leyendas a su antojo. Creo que había llegado a la conclusión de que estar bien y a gusto era una sensación que solía durar poco; por lo tanto, le gustaba dorar las historias que contaba. Guardaba, por cierto, cierto parecido con Ernest Hemingway —la misma personalidad intensa— y su bigote era igualmente tupido y oscuro. También tenía la complexión física de Hemingway. De piernas relativamente delgadas para un hombre de su tamaño, solía decir: «Podría haber sido un
fullback
en la selección nacional de no ser por mis piernas». Su tórax y su vientre eran enormes, lo que le daba un claro parecido con la antigua caja registradora de bronce del Veintiuno. El corazón de mi padre latía con orgullo.

Naturalmente, el orgullo era por él mismo. Si digo que mi padre era presumido y egocéntrico, no es porque desee degradarlo. Si bien tenía el aspecto complaciente de un atleta universitario triunfador, su relación fundamental con los demás era un reflejo de sus interminables negociaciones consigo mismo: las dos mitades de su alma estaban separadas. Cada noche, antes de dormir, el diácono y el bravucón tenían un largo sendero por recorrer; creo que su fuerza radicaba en haber hallado el modo en que esas dos mitades tan dispares cooperaran entre sí. Cuando el hijo del Director, impresionado por una rectitud digna de Cromwell, era capaz de embarcarse en una empresa que el mismo conquistador hubiese aplaudido, bien, entonces la energía fluía en abundancia. Aunque no era demasiado reflexivo, mi padre dijo una vez: «Cuando tu mejor y tu peor motivo coinciden en la misma acción, entonces observa cómo circulan los fluidos».

Ese día de diciembre de 1948 mi padre llevaba lo que yo había dado en llamar «su traje de batalla». Alguna vez había sido un traje de tweed escocés marrón claro, ligero de color pero tan abrigado y áspero al tacto como una manta de caballo. Compraba sus trajes en Jones, Chalk & Dawson, de Savile Row, sastres que sabían muy bien cómo vestir a un caballero. Le había visto usar el mismo traje durante los últimos diez años. Al cabo de tanto tiempo, con parches de cuero en los codos y puños, se habría podido mantener derecho solo. No obstante, le sentaba; le otorgaba un confortable aspecto de dignidad y sugería que los dos materiales —su carne de hombre y la tela de hierro— habían vivido juntos el tiempo suficiente como para compartir unas cuantas virtudes. De hecho, ya no poseía un traje de negocios, por lo que no tenía nada formal que usar, a menos que se tratase de su esmoquin de terciopelo negro. Resulta innecesario decir que en las ocasiones en que lo lucía era una visión celestial para las damas. «Ah, Cal —decían—, Cal es divino. Si sólo bebiera un poco menos.»

Creo que mi padre habría roto relaciones con cualquier amigo que se hubiese atrevido a sugerirle que Alcohólicos Anónimos estaba aguardando por él, y habría estado en lo cierto. Su disenso se basaba en el hecho de que él no bebía más que Winston Churchill. Además, nunca se emborrachaba. Es decir, nunca hablaba con dificultad ni se tambaleaba al caminar, aunque atravesaba por estados de ánimo tan poderosos que a su paso se alteraban los campos electromagnéticos. Ésta es una manera de hacer notar que tenía carisma. Le bastaba con decir «¡Barman!» en un tono bajo, y el hombre, si se hallaba de espaldas y nunca antes había oído la voz de papá, se volvía de un salto. La temperatura emocional de mi padre parecía elevarse y descender a medida que bebía; con el paso del tiempo sus ojos ardían con vehemencia o enviaban a su interlocutor a la morgue. Su voz hacía que uno vibrase hasta los pies. Indudablemente exagero, pero era mi padre, y lo veía muy poco.

Aquel día, cuando entré, vi que él y su traje de batalla estaban enfurecidos. En cuestiones prácticas, yo era como una de esas mujercitas casadas con corpulentos capitanes de mar: podía leer sus pensamientos. Bebía su primer martini. Había estado ocupado con un asunto serio antes del almuerzo, y cuando estaba a punto de resolverlo debió interrumpir su concentración. Podía imaginármelo diciendo contrariado a algún ayudante: «Maldición, tengo que ir a almorzar con mi hijo».

Para empeorar las cosas, llegué tarde. Cinco minutos tarde. Cuando de puntualidad se trataba, él siempre llegaba en el momento exacto, como buen hijo de un director de colegio. Mientras me esperaba, había tenido tiempo para terminar su primera copa y repasar mentalmente una nada prometedora lista de tópicos sobre los que hablaríamos. La triste verdad es que, en las raras ocasiones en que ambos estábamos juntos, invariablemente transmitía desaliento. No sabía de qué hablar conmigo y yo, por mi parte, cargado con los ruegos, mandatos y furia malintencionada de mi madre porque iba a ver al hombre capaz de vivir tan cómodamente lejos de ella, me sentía bloqueado. «Haz que hable de tu educación —decía cuando yo estaba a punto de salir—. Es él quien debe pagar, o de lo contrario lo demandaremos. Díselo.» Sí, claro que se lo diría. «Y cuídate de su encanto. Es igual al de una serpiente. Y —agregaba cuando ya estaba a punto de marcharme— dile hola de mi parte. No, mejor no le digas nada.»

Lo saludé con una inclinación de cabeza y me senté en un taburete a su lado. Naturalmente, me apreté el testículo más grande por apoyar demasiado bruscamente el culo en el asiento. Permanecí sentado, soportando la pequeña oleada de incomodidad causada por el incidente e intenté estudiar los letreros sobre la barra.

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