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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (13 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Una vez visité Oneonta, Nueva York, donde había nacido el doctor Gardiner y ahora era su lugar de residencia en una clínica geriátrica. Con una vez tuve bastante. Ya es suficientemente alto el precio que hay que pagar en el matrimonio para que además tengamos que ver a nuestro suegro, con quien nunca ha existido la menor simpatía mutua, caminando hacia la muerte. Creo que la última reserva de vieja astucia animal que le quedaba al doctor Gardiner estaba tratando de decidir cuál de las siete puertas de la muerte traspondría. Los números pueden ser tan ambivalentes como una belleza perturbada, y ninguno más que el siete, las siete puertas de la Custodia para la buena suerte, y las siete puertas de la muerte, o al menos así lo veía yo: el fin por causas naturales como cáncer, ataque al corazón, parálisis, infección, hemorragia, asfixia y desesperación. Hablo como un medievalista, lo sé, pero no totalmente en broma: en el curso de una muerte lenta me parecía natural poder elegir la salida. Morir, por ejemplo, a causa del hígado o los pulmones, el cerebro o los intestinos. Así que no, no quería presenciar cómo el doctor Gardiner seguía deliberando ante las extremadamente pacientes puertas de la muerte, mientras su hija se veía obligada a cruzar aquellas grandes extensiones de apatía entre un eructo cotidiano y el siguiente de un hombre muy viejo con cinco sentidos casi perdidos y el sexto más débil que nunca.

Cada fin de semana, cuando mi esposa iba a visitarlo, me conmiseraba en secreto de ella y agradecía que no me pidiera que la acompañase, o que ni siquiera me insinuase que realmente necesitaba mi compañía para un viaje tan desolador (la distancia que separa Mount Desert, Maine, de Oneonta, Nueva York, parece interminable, no importa el medio de transporte que se use). Yo, por mi parte, la amaba mientras estaba ausente, la echaba de menos, y el par de ocasiones que aproveché estos viajes para hacer una visita a Chloe, me sentí tan culpable que tuve que admitir que Kittredge había ganado. Jamás me sentí más próximo a mi mujer que cuando probé el ajo silvestre de la traición. No es de extrañar, entonces, que jamás lo haya olido en ella, ya que estaba ocupado comiéndolo yo.

Entonces recordé sus llamadas telefónicas. Era ella quien siempre me llamaba desde Oneonta. «Así es más fácil.» Aunque no lo hacía tan a menudo. Después de todo, ¿de qué podíamos hablar, de que su padre seguía igual?

En este momento, sin embargo, ya no podía evitar las cuestiones desagradables. ¿Se veía con Harlot porque su amor por él era imborrable? ¿O era por lástima? No. No me engañaría visitándolo cada quince días sólo por lástima. ¿Acaso estaba al tanto de los Grandes Santones y no lo compartía conmigo porque Harlot no quería que ninguno de los dos supiera de la participación del otro? (¡A menos que ella sí lo supiera!) Me sentía como un esclavo rebelde atrapado dentro de una pirámide: cada nueva pregunta era una pesada lápida de crueldad sobre mi espalda. Pues, ¿qué es la crueldad sino presión sobre la parte de la carne que más duele, intolerable como la confusión para una mente cansada? Yo arrojaría todas las piedras. No toleraría otra pregunta.

—Si quieres —le dije a Rosen—, iré arriba por Kittredge.

Meneó la cabeza.

—Esperemos un minuto. Quiero asegurarme de que estamos preparados.

—¿Por qué, qué pasa ahora?

—Tal vez sería mejor que volviéramos a examinar el caso. Consideremos que, después de todo, efectivamente se trata del cuerpo de Harlot.

Suspiré. Suspiré con ansias. No nos diferenciábamos mucho de dos parteras que presencian el nacimiento de un monstruo; nos unía una misma y horrenda obsesión. ¿Qué es la obsesión sino la incapacidad de saber si el extraño objeto que acaba de entrar en nuestra vida es A o Z, bueno o malo, verdadero o falso? Sin embargo, ahí está, ante nuestros ojos, como un obsequio ineludible del más allá.

—No creo que sea el cuerpo de Harlot —dije.

—Pero considera la posibilidad —dijo—. Por favor.

—¿De qué modo? ¿Asesinato? ¿Suicidio? Debo de haber gritado.

—Basándonos en los hechos, el suicidio me parece dudoso —dijo—. Él estaba acostumbrado a impulsar el bote con los brazos, pero le habría costado mucho ponerse en posición en la borda sin ayudarse con la espalda o los muslos. Habría necesitado cogerse a algo con una mano, mientras sostenía el arma con la otra. Luego habría tenido que caer de espaldas en el agua. ¿Por qué adoptar una postura tan incómoda para suicidarse?

—Para no ensuciar el bote con sangre.

—Ése es un motivo a tener en cuenta. Podríamos avanzar de un diez por ciento de posibilidades a un veinte por ciento.

—Todo ayuda —dije.

Me sentía muy mal. El alcohol volvía a surtir efecto. Podía sentir las primeras advertencias que emanaban de otro monstruo. Una o dos veces al año sufría un prodigioso dolor de cabeza, pariente cercano de una migraña, que al día siguiente me dejaba una breve secuela de amnesia: era incapaz de recordar las últimas veinticuatro horas.

Ahora parecía estar a punto de desatarse otra de esas tormentas en los trópicos de mi mente. Trópico de Cerebro. Trópico de Cerebelo.

—Lo principal, Arnie —dije—, es mantener la médula limpia.

—Harry, eres un caso único. ¿Es todo lo que tienes que decir? Por favor, no te escapes por la tangente.

—Los ingleses —dije— tienen un test para comprobar el grado de vulgaridad. Es éste: ¿Bajas las escaleras correctamente? ¿Glenlivet, viejo camarada? —Serví el scotch. Al diablo con el dolor de cabeza que se avecinaba. Hay huracanes que se extinguen cuando soplan sobre el mar. Vacié el vaso de dos tragos y volví a llenarlo — . Muy bien. Asesinato. A manos de nuestra gente.

—No descartes al KGB.

—No, hablemos de asesinato a manos de nuestra buena gente. Lo has pensado, ¿verdad?

—Vuelvo siempre a lo que tú dijiste.

Sí, podía sentir cuan real era para él desde que me oyera decirlo.

—Miles de millones —dije—. Alguien que puede llegar a perder mil millones de dólares, o incluso más.

—Cuando las sumas de dinero son tan grandes, no se matan individuos —dijo Rosen.

—Individuos, no. Indios. Veinte o cuarenta indios. Todos muertos.

¿Estaría pensando yo en Dorothy Hunt? Algo le había pasado a Rosen. Consideré que su reacción a mi última observación era exagerada, hasta que me di cuenta de que alguien de fuera le estaba hablando por un walkie-talkie. Apretó la mano derecha contra el audífono color piel que llevaba en el oído y asintió varias veces, luego buscó algo en el bolsillo superior de la chaqueta y sacó un micrófono negro del tamaño de una estilográfica.

—¿Estás seguro? —preguntó, y escuchó un momento—. Está bien, fuera.

Se dirigió nuevamente a mí. Su voz no era simplemente baja, sino casi inaudible. Había empezado a golpear el vaso de whisky con la pipa de una manera reiterativa y desconcertante: un método tradicional de defenderse contra cualquier tipo de electrónica que estuviese interceptando nuestra conversación en el cuarto.

¿Por qué empezaba a hacerlo ahora, entonces? Me pareció probable que uno de los guardias de fuera hubiese traído un equipo electrónico adicional para detectar cualquier acercamiento inesperado. Acababan de alertar a Rosen. Ésa parecía ser la explicación más simple de su comportamiento. Su voz se convirtió en un silbido apagado, como si algo muy pesado le estuviese oprimiendo el pecho. Finalmente, su voz se hizo tan débil que sacó una libreta, escribió una frase, la levantó para que yo leyera, y luego arrojó el papel al fuego.

«
Se me ocurre el nombre de alguien
—había escrito Ned Rosen—,
que hizo una gran fortuna mientras trabajaba con nosotros. Pero ya no está a bordo.
»

Me puse de pie para atizar el fuego. Sentía en mi corazón la ausencia del tiempo. Cada latido parecía hacer una pausa larga y deliberada. Podía sentir los fuelles de mis pulmones subiendo y bajando. La confirmación de una hipótesis es una de las emociones más ricas que le quedan al temperamento moderno.

Ned podía darme un nombre, pero no iba a hacerlo. Su aliento no se lo permitiría. El sabueso del temor estaba alojado en sus pulmones. Y yo tampoco podía pronunciar ese nombre, aún no. Mi memoria se parecía demasiado a esos antiguos tubos de bronce que antes, en los grandes almacenes, llevaban de un piso a otro el dinero y el cambio de las compras que se hacían. El nombre podía estar insertado en el tubo, y ya en camino, pero, ¡ay, mi cerebro!, había pisos y pisos que subir.

Entonces, antes de lo esperado, el nombre de la persona vino a mí. Hubo como una explosión en mi mente.

Extendí la mano para tomar la libreta de Rosen, «
¿Estás pensando en nuestro viejo amigo de la Granja?
», escribí.

«
¡EXACTO!
», escribió a su vez Rosen en mayúsculas.

«
¿Puede ser realmente Dix Butler?
», escribí.

—¿Cuánto hace que no lo ves? —preguntó Rosen en voz alta.

—Diez años.

Tomó la libreta. «
¿Has estado alguna vez en Thyme Hill?
»

—No —dije en voz alta—, pero he oído hablar de él.

Rosen asintió, arrojó el papel al fuego y, como si el peso de este diálogo lo hubiera fatigado, se recostó sobre el sillón.

Medité acerca de su afán. Es una palabra extraña, pero creo que apropiada. Reaccionaba como si estuviese realizando una tarea muy dura. Se me ocurrió que llevaba más de un peso de ansiedad. Hasta ese momento, sin embargo, no había mostrado su carga. No hasta ese momento. Los tres hombres del bosque cobraron un nuevo significado. No estaban allí por mí. Esperaban que llegase alguien.

Rosen se incorporó, asintió como para asegurarme de que todo estaba bien —¿qué estaba bien?—, luego sacó una cajita de píldoras del bolsillo superior de su chaqueta, extrajo una píldora blanca tan pequeña que supuse sería nitroglicerina para el corazón y se la puso debajo de la lengua con cierta ternura, como si estuviera ofreciendo un bocado a un animalito doméstico. Luego cerró los ojos para absorberla.

Probablemente había estado esperando a Dix Butler toda la noche. ¿Por qué otra razón iba a escribir «EXACTO»?

«PRIMITIVO», debería haber respondido yo. ¿Quién diría que no recibimos mensajes el uno del otro sin firmar el recibo? ¿Habría empezado a pensar en Dix Butler porque Rosen estaba preocupado por él?

Permanecimos sentados allí, cada uno en lo suyo. ¿Quién sería capaz de saber qué compartíamos? «
Millones de personas caminan por la tierra sin ser vistas.
» El intervalo de silencio volvió a prolongarse.

Omega-11

Podía sentir cómo levantaba una barrera contra todos los temores que me comunicaba Rosen. No necesitaba temores ajenos. Debía concentrarme en Butler. Tenía demasiadas cosas en qué pensar. Butler siempre había sido un hombre muy notable, desde el punto de vista físico. Era fornido. Era (no hay otra palabra para describirlo) apuesto. Durante el adiestramiento, los instructores solían decirle que se había equivocado de lugar: debía haber probado suerte en Hollywood. Él no estaba en desacuerdo. Su arrogancia estaba lista para consentir. Después de todo, había abandonado el fútbol profesional al cabo de dos temporadas de lesiones (
lineback
, elegido por los Washington Redskins en la cuarta ronda del
draft
) para incorporarse a la CIA. En la Granja habíamos sido asignados al mismo grupo de treinta. Naturalmente, él estaba más adelantado que nosotros en todos los niveles físicos. Como además era inteligente, hizo una carrera deslumbrante en la Compañía. Trabajé con Dix Butler en Berlín en 1956 y lo vi en Miami en 1960 cuando Howard Hunt y yo estábamos ayudando a adiestrar a los exiliados cubanos para la bahía de Cochinos. En 1962 tuve un par de misiones con él en el sur de Florida, cuando la comunidad cubana local estaba plagada de topos castristas. Una de nuestras tareas era descubrirlos. Durante los interrogatorios, Butler no tenía reparos en utilizar la taza del water para obligar a confesar a alguien. «Es el procedimiento adecuado para esta clase de cubano —decía—. Ahogos diferentes para tipos diferentes.» Ahora yo intentaba recordar lo que había oído decir de él a lo largo de los últimos diez años. Había dejado la Compañía y había emprendido por su cuenta distintos tipos de negocios. Eso era todo lo que sabía. Si en las grandes corporaciones los chismes son análogos a un río, nuestra galería de susurros es un río subterráneo. Algunas veces sube a la superficie y entonces fluye libremente mientras se conversa acerca de las dificultades matrimoniales de un colega o de una movida tan terrible en Kinshasa que aún deben de estar limpiando las manchas de huevo de las paredes del piso franco. Pero sabíamos cuándo no había que hablar. Entonces el río entraba en una caverna y no volvía a aparecer.

Dix Butler realizó una carrera brillante en la Compañía. Cuando regresó de Vietnam era una leyenda. Después de eso presentó su renuncia a la CIA e hizo una fortuna. La envidia habría bastado para que fuese tema de conversación durante años, pero no fue así. No estábamos muy seguros de qué hablábamos. Las noticias recibidas podían no ser más que una tapadera. Tal vez nos habían dado a entender que ya no estaba con nosotros pero seguía trabajando bajo contrato. Sólo Dios sabía lo que le estaban haciendo hacer. Hablar del asunto, por lo tanto, era una cuestión sensible, como un diente sensible que reacciona con un espasmo de dolor cuando se lo toca. De modo que guardábamos silencio. Éramos tribales. En la gran pradera (la cafetería de Langley) donde soplaban las brisas del rumor, sabíamos distinguir el viento norte del viento sur.

No obstante, era aceptable hablar en términos generales de lo bien que le había ido. Había comprado una cuadra en la zona forrajera, a unos ciento cincuenta kilómetros de Virginia, y ahí criaba apaloosas, o mejor dicho, no él, sino quienes trabajaban para él. Thyme Hill se fue expandiendo con los años. Se hablaba de miles de hectáreas. Una vez oí decir que en algún lugar, entre los árboles de su propiedad, existía un centro de adiestramiento para mercenarios, y que ahora su extensión era equivalente a la del campamento Peary, nuestra vieja Granja. Una historia increíble. Bien podía haber unos pocos de sus hombres-tigre favoritos de Vietnam alojados en sus bosques, pero ningún poder se atrevería a adiestrar un pequeño ejército en tierra estadounidense a ciento cincuenta kilómetros de la capital. No.

Otras historias parecían llegar a nosotros con tiempo suficiente para en seguida pasar a la clandestinidad. Las fiestas de fin de semana que solía celebrar en su residencia se parecían más a las que dábamos en Saigón que a las propias de la diplomática Washington. A senadores y demás congresistas, industriales y miembros de corporaciones, se les unían damas de fama dudosa. En Washington, las personas emprendedoras podían agasajar a los representantes del poder, fueran éstos miembros de corporaciones o congresistas, pero no con ese tipo de damas. Como descripción verosímil de una realidad comprensible, las historias de Butler y sus fiestas con invitados especiales gracias a las cuales conseguía sumas incalculables, habrían tenido más que ver con esos culebrones melosos con grandes magnates que sobreviven durante años a razón de una hora a la semana porque explotan la verdadera ciencia del cotilleo. Una ciencia que exige una falta total de inteligencia en los argumentos de sus historias, conocidas como cuentos de hadas para cachondos. Yo me daba cuenta de que acumular dinero es una ocupación que consume demasiado tiempo y energía como para que el sexo pueda distraerla. El sexo no era más que un atractivo adicional para jóvenes y cocainómanos. Si bien en Thyme Hill la cocaína no escaseaba, y algunas de las damas eran indudablemente jóvenes, el marco hipotético era erróneo. Si Butler ofrecía las fiestas más fastuosas y promiscuas a ciento cincuenta kilómetros de Washington no era para hacer negocios, sino para encubrir algo mayor.

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