Read El fantasma de Harlot Online

Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (11 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
8.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Posiblemente digamos que lo fue. Con la esperanza de que la Prensa decida que un suicidio no despierta mayor interés que unas necrológicas.

—Asesinato, ¿verdad?

—No podemos asegurarlo. Todavía no.

—¿Cómo llegaste aquí? —pregunté—. ¿Por avión hasta el aeropuerto de Bar Harbour?

—En mi avión. He agregado una licencia de piloto a mi pequeño surtido de virtudes.

—Siempre hay algo nuevo de que enterarse cuando se trata de ti.

Como imaginarán, mi elogio estaba cargado de ironía, pero aun así no pudo evitar demostrar su satisfacción. En una oportunidad, después de que Richard Helms lograse salvar a Hugh Montague de una investigación del Congreso, Harlot, como reconocimiento de su deuda, se apresuró a elogiar las habilidades del director. «Qué oportuno ha sido tu nombramiento, Dick —le había dicho Harlot—, con qué habilidad has sabido sumar un mérito tras otro.» Más tarde, Harlot me comentó: «Todo depende de eso, Harry, la vanidad de los oficiales de alta jerarquía es inconmensurable».

De la misma manera, yo agregué mi lisonja en beneficio de Rosen. Pensaba sorprenderlo mientras se regodeaba.

—En tu vuelo hacia aquí —le pregunté—, ¿no te detuviste en Bath, Maine?

Se quitó la pipa de la boca.

—Por cierto que no. —Hizo una pausa—. Y por un momento pensé en hacerlo. Conocemos todo acerca de tu amiga Chloe.

—¿Fue el FBI quien la visitó anoche?

—No porque nosotros se lo indicáramos.

—¿Qué hay de la DEA?

—Tampoco. Puedo jurarlo.

—Entonces, ¿quién registró su caravana?

—¿Qué?

Parecía verdaderamente sorprendido.

—Chloe me llamó. Aterrorizada. Según su descripción, fue un trabajo completo, insultante, totalmente profesional.

—No sé nada.

—¿Por qué estáis interesados en ella? —le pregunté.

—Yo no lo estoy. ¿Tiene algo que ver?

—Ned, si vamos a hablar de la que llamas mi amiga Chloe, debemos trabajar con los hechos. Tomo un café con ella algunas veces cuando paso por Bath. Chloe y yo no nos conocemos carnalmente. En absoluto. Pero, Ned, necesito saber... —Sí, el Glenlivet (después del Bushmills y la Luger) estaba surtiendo un efecto inesperado: me estaba poniendo de mal humor—. Dime, compañero, ¿qué diablos tiene que ver Chloe con nada de esto? Sólo es una camarera.

—Quizá sí, quizá no.

Poco a poco me estaba despertando.

—¿Es que me habéis pinchado el teléfono del estudio? Es verdad, ella me llamó esta noche. ¿Tiene eso alguna importancia?

Levantó la mano. Me di cuenta de que me estaba soliviantando demasiado. ¿Acaso en mi voz había un dejo de culpa?

—Tranquilízate, Harry —dijo—, tranquilízate. Presumiblemente tu conversación telefónica con Chloe está en una cinta en algún lugar. Yo no tenía los medios para poder grabar nada directamente. —Hizo una pausa—. Ni ganas de hacerlo. No he venido aquí para atarte a una mesa y sacar de repente el proctoscopio.

—Aunque no te importaría una conversación a fondo.

—Me gustaría hablar de igual a igual.

—¿Sabes en qué estoy pensando? —pregunté.

—En los Grandes Santones.

Con esto Rosen me demostraba que no estábamos de igual a igual.

—Reed —dije—, yo no sé mucho acerca de los Grandes Santones.

—Tú solo, no. —Pero ambos sabíamos que mucho de lo que para mí carecía de sentido podría ser un regalo para él. Apuró su vaso de whisky y me lo entregó—. Sírveme un poco más de ese espléndido scotch —dijo—, y entraré en detalles.

Me las arreglé para sonreír.

—Éste debe de ser un acontecimiento infernal para ti —dijo—. Lo creas o no, para mí sí lo es.

Bien, ahora estábamos hablando de lo mismo. Debía de tener alguna idea de cuántos documentos me había llevado de Langley. Estuve a punto de decirle que en nada había molestado a ese ente complejo que es mi conciencia. En verdad, era asombroso. Si bien podía llegar el momento en que tuviese que pagar por alguna de estas cuentas, virtualmente aguardaba con ansiedad la ocasión. «Tengo mucho que contarte —estuve a punto de decirle— acerca de mis sentimientos en ese asunto; me siento honrado, Ned.»

En cambio, opté por quedarme callado. Rosen dijo:

—Harry, hace años que estás loco como una cabra. Puede que con razón. Cuando un matrimonio se rompe, creo que uno debe decir: «No juzguéis. Sólo Dios puede determinar quién es culpable». En la Agencia todos estamos casados. Si crees que debes separarte, no seré yo quien te juzgue. Todos estos años has hecho trabajos que nos avergonzarían a todos. Cosas tan osadas y bien resueltas.

Yo trataba de disimular mi placer. «Osadas y bien resueltas» me había dejado escandalosamente emocionado. Tan vanidoso como un oficial de alta jerarquía.

—Te diré en confianza —continuó Rosen— que no importa con lo que te hayas alzado, y te aseguro que lo tenemos todo perfectamente documentado, créeme si te digo —su voz se tornó más resonante—, que esos pecados son veniales, amigo.

Era su manera de pedirme que cooperara. Durante años, Rosen debía de haber suministrado a Harlot una buena cantidad de material que la oficina de Seguridad hubiese preferido mantener para sí.

Estos pecados veniales se cometían todo el tiempo. La información se filtraba por las grietas entre el Departamento de Estado y nosotros, entre el NSC y nosotros, sí, especialmente entre el NSC y nosotros; simplemente éramos buenos ciudadanos que habían invertido en acciones de filtraciones.

Los pecados mortales eran harina de otro costal. Los pecados mortales eran entregar papiros a los soviéticos, un asunto incomparablemente menos gracioso. Si bien Rosen no podía estar completamente seguro de que yo estuviera en los niveles inferiores de la escala de los pecados veniales, estaba, sí, haciendo promesas implícitas. Prácticamente me había dicho que renunciar al servicio era mejor que un juicio y/o la destitución. Era obvio que necesitaba mi ayuda. Las preguntas que rodeaban la muerte de Hugh Montague iban a ser órdenes de magnitud mucho más vital que cualquiera de mis pecadillos.

Quizá fuera mejor tener a Ned por inquisidor que a algún mandril de Seguridad de alto rango, ignorante de cuántas generaciones de Hubbard habían sido necesarias para dar forma a las queridas y gastadas sutilezas de la Custodia.

Omega-8

La luz del hogar se reflejaba en sus gafas. Mientras le hablaba podía ver cómo chisporroteaban los leños.

—Demos por sentado —dije— que mi separación del servicio será equitativa.

Ignoro si mi voz sonaba inadmisiblemente presumida al decir esto, o si Rosen había estado jugando conmigo con una buena carnada, la cuestión es que de pronto sentí que él cedía.

Sus labios delgados adoptaron la expresión del pescador que está a punto de sacar una trucha del agua.

—Demos por sentado —dijo— que una cooperación concertada permitirá una separación equitativa en las condiciones permitidas por el reglamento.

No todo el mundo sabe manejar el discurso de la burocracia. Asentí con desprecio. Me di cuenta de que estaba borracho. No importaba lo mucho que bebiese, eso no ocurría con frecuencia por entonces, pero después de más de veinticinco años en el gobierno uno se siente competente en lo que respecta al dominio de la lengua.

—Sujeto —dije— a la conjunción apropiada, gestionaremos una investigación colateral de las eventuales contingencias.

Dije eso para borrar de los labios de Rosen esa sonrisita de superioridad, pero se puso triste, simplemente. Me di cuenta de que estaba tan lleno de alcohol como yo. Habíamos estado descendiendo por los rápidos del gran río del alcohol. El descenso había terminado. El río estaba en calma.

Suspiró. Pensé que estaba a punto de decir: «¿Cómo pudiste hacerlo?», pero en cambio susurró:

—No estamos preparados para hacer tratos.

—Entonces, ¿dónde estamos?

—Me gustaría conocer tu impresión general.

Bebí un trago de scotch.

—¿Por qué?

—Quizá la necesite. Nos encontramos en medio de un desastre. A veces tú ves las cosas más claramente que yo.

—Muy bien —dije.

—Hablo en serio —dijo.

Empecé a creer que de verdad lo estaba haciendo.

—¿Con qué contamos? —pregunté—. ¿El cuerpo que tienes es el de Harlot?

—Sí —respondió de mala gana, como si quisiese negar su propia afirmación.

—Supongo —dije, y bebí otro sorbo de scotch antes de proseguir— que los restos estarán estropeados e hinchados por el agua.

—Definitivamente, es el cuerpo de Harlot.

Guardamos silencio. Era consciente de que hablar de la muerte de Harlot no sería mera rutina, pero así y todo me sorprendí cuando se me atragantó la bebida. El dolor, el enojo y un dejo de histeria ante mi propia confusión buscaban en mi laringe un lugar donde ubicarse. Descubrí que mirar el fuego remediaba en algo la situación. Estudié un leño que brilló hasta la incandescencia antes de desplomarse suavemente sobre sí mismo. Empecé a lamentar la muerte de Harlot. Sin embargo, como aprendemos en los sermones, la mortalidad es la disolución de la materia; sí, las vidas de todos nosotros van a dar al mar, y la muerte de Harlot estaba entrando en el universo. De este modo mi garganta se alivió.

Descubrí que quería hablar de la muerte de Harlot. Sin importarme todo lo que había sucedido esa noche —¿o precisamente debido a ello?— sentía como si por fin hubiera retrocedido al medio de mi ser, al claro y lógico medio de mi ser, como si mis extremos emotivos se hubiesen consumido y ahora mi medio estuviera más fuerte. Si hacía diez minutos había estado borracho, ahora me encontraba sobrio. La borrachera es la abdicación del yo; ahora mi yo subía a la superficie, como una ballena. Sentí la necesidad de reconocer otra vez cuan cuerdo podía llegar a ser, es decir, cuan lúcido, cuan lógico, cuan sardónico, cuan superior a las debilidades de todos, incluyendo las mías. ¿Buscaba Rosen un análisis de la situación? Pues se la daría. Algo de los viejos tiempos volvía a mí, esa sensación de que juntos éramos lo mejor que tenía Harlot, lo más inteligente. Y lo más competitivo. Ya no importaba lo cansado que estuviese, en el centro de mi cerebro me sentía fresco y despejado.

—Ned, lo primero es saber si se trata de un suicidio o de un asesinato.

Asintió.

«El suicidio —pensé— sólo podía significar que Harlot había apostado por una recompensa muy alta, y había perdido.» El corolario era que los Grandes Santones eran mortalmente desleales a la Compañía, y si esto era así, me encontraba metido en un buen lío.

—Continúa.

—Por otra parte, si Harlot fue asesinado... —Volví a interrumpirme. Aquí empezaban las dificultades mayores. Elegí un antiguo refrán de la CIA—: No se perfora un furúnculo si no se sabe hacia dónde drenará el líquido.

—Por supuesto —admitió Rosen.

—Bien, Reed, si Harlot sufrió una pérdida, ¿hacia dónde se dirigen los canales, hacia el este o hacia el oeste?

—No lo sé. No sé si pensar en los hermanos King, o en alguien más cercano.

Suspiró, como si quisiera liberarse de la tensión que había soportado solo durante todas esas horas.

—No pueden ser los hermanos King —dije.

Se golpeó los dientes con la punta de la pipa. Que el KGB y nosotros empezáramos a matarnos mutuamente los agentes equivaldría a un suicidio mutuo. Mediante un acuerdo tácito no lo hacíamos. Agentes del Tercer Mundo, quizás, y ocasionalmente algún europeo, pero no el uno al otro.

—No, los rusos no —dije—. A menos que Harlot estuviera haciendo un doble juego. —Rosen dejó escapar otro suspiro — . Por otra parte —propuse—, bien podríamos ser nosotros.

—¿Y eso cómo sería? —preguntó Rosen.

—Harlot tenía una hipótesis que lo obsesionaba. Había llegado a la conclusión de que existía un enclave entre nosotros que utilizaba la información más secreta para comprar, vender e invertir en el mundo entero. Según su estimación, estas finanzas encubiertas son mayores que todo nuestro presupuesto de Operaciones.

—¿Quieres decir que Harlot fue asesinado por gente de la propia Agencia?

—Podrían perder miles de millones. Quizá más.

Yo compartía esa tesis. Por Harlot y por mí mismo. Si él era el buen centinela en guardia contra la corrupción interna, entonces haber trabajado con él podría arrojar una luz honorable sobre mí.

Rosen, sin embargo, meneó la cabeza.

—Ir en esa dirección no es productivo, al menos por ahora —dijo—. No conoces el argumento peor. Hay un enorme obstáculo frente a tu tesis.

Serví un poco más de scotch para ambos.

—Verás —dijo Rosen al cabo de un momento—, de hecho no estamos seguros de que sean los restos de Harlot. Los que aparecieron en Chesapeake, quiero decir.

—¿No estáis seguros?

Podía oír el eco de mi propia voz.

—Tenemos lo que pretende ser el cuerpo de Montague. Pero los laboratorios no pueden darnos un ciento por ciento de seguridad, a pesar de que las coincidencias son considerables. Concuerdan la altura y el peso. En el dedo medio de la mano izquierda, un anillo de St. Matthew. Sin embargo, la cara no nos sirve de ayuda. —Los pálidos ojos grises de Rosen, nada notables por lo general, me parecieron extremadamente brillantes detrás de las gafas —. No me atreví a decírselo a Kittredge —prosiguió—. Le volaron la cara y la cabeza apoyando contra el paladar la boca de un revólver. Un arma de cañón recortado, probablemente.

No me atreví a contemplar esta imagen más de lo necesario.

—¿Qué hay de la espalda de Hugh? —pregunté.

—Aparece una seria lesión. No le habría sido posible moverse por sus propios medios. —Meneó la cabeza—. Pero aun así no podemos estar totalmente seguros de que sea la lesión de Montague.

—Seguramente, tendréis en el archivo las radiografías de Harlot.

—Ya conoces a Harlot, Harry. Hizo que el hospital nos transfiriese el historial completo. Jamás habría permitido que una información acerca de su persona permaneciese fuera dentro de nuestros dominios.

—¿Y qué revelan las radiografías?

—Ése es pues el problema —dijo Rosen—. No podemos dar con ellas. —Se quitó la pipa de la boca y estudió detenidamente el progreso del alquitrán en la cazoleta—. Tenemos un quebradero de cabeza de primera magnitud.

Omega-9

Pude adivinar lo que a continuación me preguntaría Rosen: «¿Has sido tú, Harry Hubbard, quien quitó las radiografías de su expediente?». El problema era que yo no podía dar una respuesta. No recordaba haberle llevado a Harlot nada de su historial médico. Después de beber durante treinta años, mi memoria bien podía mostrar una laguna o dos. No era imposible que lo hubiera olvidado.

BOOK: El fantasma de Harlot
8.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Commitment Hour by James Alan Gardner
The Mascot by Mark Kurzem
The Next Move by Lauren Gallagher
Journey by Patricia Maclachlan
The Recovery by Suzanne Young
The Wish Stealers by Trivas, Tracy
The Light in the Wound by Brae, Christine
Rule by Alaska Angelini


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024