—No es mal plan, ¿eh? —gritó, girando la cabeza.
Pero no había nadie escuchándolo.
—¡Arturo! ¿Dónde te has metido, rapaz? —Saltó del pescante—. ¡Arturo! ¡Calamidad!
Su voz resonó entre los troncos del bosque. Siempre había odiado el bosque. Ahora odiaba también a su obstinado alumno.
Apretó los puños.
—¡Daré recuerdos de tu parte cuando llegue a Rafael! —gritó—. Y me partiré de risa, ¿me oyes, Arturo? ¡Me mondaré de la risa! Por fin me he librado de oír hablar del jardinero mayor, que jugaba con la vida de los demás. Ahora puedo…
Se interrumpió, y en un ataque de furia echó a correr sendero abajo, porque el mozo no iba a librarse tan fácilmente. Había más cosas que debía oír, aparte de que no tenía ningún derecho a irse por su cuenta, sin más. Giuseppe aceleró, ayudado por brazos y piernas. No sabía que pudiera correr tan rápido. Lo llamaba mientras corría, no se enteró cuando se cayó, se levantó inmediatamente, pero al rato empezó a tener dificultad para respirar, las piernas le fallaban, y extendía los brazos y boqueaba en busca de aire, se tambaleaba de lado a lado bajo la pesada carga que soportaba en su caja torácica.
Todo da vueltas.
La cabeza golpea el suelo del bosque.
El dolor se ramifica y fluye por los brazos.
Las uñas se clavan en la tierra.
—Arturo —dice jadeando, mientras ve desaparecer el cielo.
Se ha hecho de día. Los pájaros han despertado, el sonido del río ha cambiado y la corriente se ha vuelto más intensa. El mundo gira atrás y adelante. Hay un aroma de madera medio podrida. Es un olor agradable.
Está tumbado de espaldas, pero rueda sobre un costado y comprueba que se encuentra en una lancha.
Lo dice en voz alta:
—Estoy en una lancha.
Sobre él se inclina un rostro conocido.
—¿Dónde estamos? —susurra.
—En el río, maese.
—¿En el río? ¿Qué hacemos en el río?
—Pues viajar, maese, dejarnos llevar por la corriente, justo lo que hemos hecho siempre.
—¿Qué ha pasado en el bosque?
—Se ha puesto malo, maese.
Giuseppe sacude la cabeza.
—No me he puesto malo, he estado a punto de estirar la pata.
Arturo le da una palmada en la mano.
—Pero ya está mejor.
Giuseppe cierra los ojos. Recuerda todo lo ocurrido por la noche. Aún nota cierto dolor. Dolor, angustia y soledad. Sobre todo soledad. Y el frío de la espalda, que se ramificaba por la sangre y lo dejaba tieso y destemplado. La neblina de la muerte había tejido una crisálida en forma de junco chino. Él lo veía todo desde fuera. Su propio entierro. No había mucha gente en el cortejo fúnebre, encabezado por un clérigo flaco con un alzacuellos miserable. Caminan por el dique, entre sembrados. A los hombres que llevan el féretro les cuesta apoyar el pie en el suelo, el viento desgarra su ropa, y de pronto el ataúd bascula y cae; la crisálida blanca y el cuerpo magro descienden por el talud. En el dique se quedan petrificados, sólo un niño corre tras el muerto. Un mozalbete pálido de grandes orejas de soplillo, piernas demasiado delgadas, que va descalzo. Entonces Giuseppe lo reconoce, pues es él mismo, de niño. El pequeño mira fijamente al muerto, que está tumbado de espaldas bajo las nubes desgarradas.
—Seppe… —gime el anciano—. ¿Giuseppe…?
—¿Maese…? ¿Le duele?
Giuseppe abre los ojos y nota las lágrimas cálidas en el rabillo del ojo.
—Arturo —musita—, ¿me quieres?
—Sí, maese, lo quiero.
—Y ¿cómo puedo saber que no estás diciendo lo que yo deseo oír? Está claro que te gusta agradar a quienes te rodean, sin pensar en las consecuencias. No, no digas nada; pero tengo que saber que hay alguien que me quiere. Que en esta vida tan perra hay alguien que quiere a Giuseppe Pagamino.
Arturo se inclina sobre su señor. Tiene los ojos brillantes.
—Maese, ¿me quiere usted a mí? —susurra.
—¿Es ésa una pregunta para hacer a tu señor?
—No lo sé, maese.
—Pues no, no lo es; maldita sea, cómo me duele la espalda. Aborrezco este río. Lo aborrezco todo. Ojalá estuviera en Ravena. Que el demonio se lleve a Ravena. ¿Qué iba a hacer allí? Prefiero Nápoles, donde los rateros visten calzas de seda. Jamás volveré a ver la maravillosa bahía de Nápoles. El viaje hasta allá es demasiado largo, estiraría la pata a mitad de camino. Qué triste es este tramo de la vida. La bahía de Nápoles no tiene igual. Aunque hiede a pescado podrido. Puedo pasarme sin ello. O sea que prefiero Pisa. No existe gente más mojigata que la de Pisa. Ricos y tacaños. Lo cierto es que un mendigo no debería aventurarse a entrar en Pisa, porque lo desplumarían los burgueses. He tenido una visión, Arturo; una visión terrible. ¿Por qué sería? Me he visto a mí mismo muerto, aunque no lo estaba totalmente porque podía verme de niño. Nos hemos quedado mirándonos uno a otro. De un extremo de la vida al otro. La vida es más absurda aún cuando Dios te ha abandonado. Pero Jesús estaba allí, encima del dique; he podido reconocerlo por el olor a moho que despiden siempre sus ropajes. —Se recuesta en la bancada y mira al agua. Aunque el río de hoy nunca se parece al río de ayer, reconoce el lugar—. Es igual que repetir mi propia vida —murmura—; sólo nos falta el sonido del llanto de las mujeres, porque fue justo aquí donde estaban dándole palos a la pobre Giulietta. Pobre chica. —Dirige la mirada a Arturo, quien lo observa con expresión inquisitiva—. Si —dice finalmente, abriendo los brazos—, yo también te quiero, cretino.
—Gracias, maese, ya lo sabía.
—Vaya, o sea que lo sabías. Tu engreimiento no tiene límite; pero escucha, no podemos entrar sin más y llevarnos al mozo. Me parece que no debo aparecer en absoluto.
—Ya he pensado en eso, maese: al fin y al cabo, hacemos lo mismo cuando cavamos.
—¿Cuando cavamos?
—Cuando tomamos de los muertos y lo devolvemos a la vida. ¿No fue eso lo que hizo cuando salvó a Piccolino del río, maese?
—Para ser un cretino, a veces eres inquietantemente listo.
—Yo creo que vamos a hacer como siempre, sin más.
—Logras que suene de lo más fácil.
—Déjeme a mí, maese, y beba un poco de agua fresca, que le hará bien.
La lancha pasó ante la modesta abadía. No era la primera vez que una lancha pasaba frente a la orilla verde donde solían pescar los frailes, pero a aquella hora tardía no se veía a nadie. Todo estaba en silencio. A distancia, el edificio parecía vacío, pero dos figuras se distinguían en la oscuridad. Conocedores del terreno, dieron un rodeo por el albergue para peregrinos, que aún olía a zorro.
La puerta de la cocina se abrió sin dificultad. Había colgadas salchichas frescas y jamones ahumados. Era tentador hacer acopio de provisiones, pero los intrusos continuaron, cruzando el refectorio, hasta encontrarse frente al dormitorio.
Giuseppe entró. Estaba vacío, pero junto a la puerta del despacho del abad se detuvo y aplicó el oído.
Abrió con cuidado y miró al interior.
El rollizo abad estaba echado sobre el escritorio, profundamente dormido. Junto a él había una botella.
Giuseppe sacudió la cabeza, volvió a cerrar y continuó la búsqueda. Registraron todos los rincones, también la lavandería y los cobertizos de las letrinas.
—No está —susurró Giuseppe—. Lo han vendido.
—Pero ¿a quién, maese?
—Eso no lo sabremos jamás.
—Pues no es difícil saberlo.
Giuseppe entrecerró los ojos.
—Cuéntame.
—Podríamos preguntar al abad.
—Estás loco, hombre. —Se quedó mirando el cuchillo que blandía Arturo—. ¿El cuchillo de Uslau? ¿Se lo robaste?
—Su cuñada me lo regaló.
—¿Y ahora vas a emplearlo contra un franciscano inocente?
—No, maese; es para saber qué han hecho con Piccolino.
Giuseppe le arrancó el arma de la mano.
—Deja que un hombre haga el trabajo de un hombre —le gruñó.
Al poco estaban ante el abad dormido. En la habitación flotaba un olor familiar. Giuseppe no tuvo pelos en la lengua.
—Está durmiendo la mona.
Pero Arturo no vaciló: agarró al grueso fraile, le levantó la cabeza y la sacudió, haciendo que la frente golpeara la mesa.
El hombre parpadeó y emitió un sonoro quejido.
—Amigo mío… —empezó Giuseppe.
—Estoy dormido, hermano, déjame en paz —respondió, apoyando la cabeza sobre el brazo.
Arturo repitió el tratamiento, y enseguida el abad estuvo totalmente despierto. Se quedó mirando a Giuseppe, se frotó los ojos y levantó las manos, asustado.
—Giotto —gimió.
—No tengas miedo, abad —repuso con una sonrisa amable—, porque vengo como amigo.
—Pero te están buscando, Giotto… o mejor dicho, Giuseppe. Toda Lucca te busca.
—También yo busco, abad, y cuando haya encontrado lo que busco, me habrás visto por última vez.
El fraile miró a Giuseppe, y después a Arturo, que se había colocado detrás de él.
Giuseppe se inclinó sobre la mesa.
—Mi chico. ¿Qué habéis hecho con él?
—¿Te refieres a Piccolino?
—Exactamente.
—Nos vimos obligados a esconderlo.
—¿Esconderlo? ¿De quién?
—De los de Lucca. No dejan de aparecer. Temíamos por su vida. Lucca tiene un nuevo verdugo, que es diez veces peor que el anterior.
—Todo eso ya lo sé, abad, pero dime: ¿dónde está mi chico?
—¿Qué quieres hacer con él, hermano?
—Devolvérselo a su madre.
—¿Puedo fiarme de ti?
Giuseppe sacó el cuchillo de la abertura de la manga.
—No, abad, no puedes fiarte. Pero eso pasa con muchas cosas, y no querrás oír en qué se ha empleado mi cuchillo…
El fraile se echó hacia atrás en la silla y se santiguó.
—Duerme en la herrería —susurró.
Arturo abrió la puerta. Llevaba un cirio en la mano. Tras él iba Giuseppe, que había ordenado al abad que no se moviera de donde estaba.
Inspeccionaron rápidamente la herrería. Si había habido alguna cama o camastro, ya no estaba allí.
—Me lo temía —murmuró Giuseppe—. El pájaro ha volado.
Arturo lo asió del brazo y señaló con el dedo.
El chico estaba dormido bajo el banco de los arreos. La cama estaba hecha con cañas del río y forrada de piel. Giuseppe apenas lo reconoció, porque Piccolino había crecido. Seguía siendo fuerte y bien formado, pero ya no era ningún crío.
—Parece que ya sabe hablar —cuchicheó Arturo, mirando a Giuseppe.
—No hay que descartarlo: no hay escuela mejor que una abadía. Bueno, deja el cirio y sal. Déjame a solas con él.
Esperó hasta que Arturo se fue. Después hizo una profunda inspiración, giró sobre sí mismo y terminó posando suavemente la mano en la mejilla del niño.
El pequeño murmuró algo entre sueños y se frotó la nariz.
—Piccolino, tienes que despertar.
El chico se incorporó y se quedó mirándolo.
—Buenos días, Piccolino.
El pequeño siguió observándolo. Sin despertar del todo aún.
Giuseppe lo tomó de la mano.
—¿Me recuerdas, Picco? ¿El abuelo?
El niño no respondió.
«Maldito viejo corazón», pensó Giuseppe, dejando caer una lágrima. Era una situación de lo más penosa. Se disculpó, se encorvó, tosió y se sorbió las lágrimas. Tal vez fuera todo una equivocación. Una más de una larga serie.
Agachó la cabeza, cerró los ojos y vio pasar su vida ante sí como una bandada de pájaros volando ante la luna. Algo veloz y fugaz. Parecía haber llegado a esa edad en que suceden esa clase de cosas.
—Desde luego —murmuró—, una buena acción era lo único que me faltaba en esta sucesión de pasos en falso y escapadas fatales.
Se volvió con un suspiro al niño, que tenía en la mano un muñeco de madera que acercó a la luz.
—Seppe —dijo el pequeño—. Seppe.
Giuseppe había olvidado totalmente el muñeco que él mismo recortó, vació y pulió. Los ojos estaban hechos con un hierro candente, y el pelo estaba pintado con ceniza y fuego.
—Que tengas dulces sueños con el reino de la bahía de Nápoles —susurró.
La mirada del chico se encendió. Asintió en silencio.
—¿Te acuerdas?
—El Cairo —dijo el niño.
—¿El Cairo?
—El Cairo —repitió.
—¡Ajá! El Cairo, te acuerdas, te acuerdas de la hermosura de El Cairo, fortunas jamás soñadas.
El niño puso un gesto serio.
—Nunca a la luz de la luna —dijo.
Giuseppe asintió con la cabeza, lo levantó de la cama y lo atrajo hacia sí.
—Nunca a la luz de la luna —susurró.
El niño sonrió.
—Voy a llevarte con tu madre, Piccolino, porque tienes una madre. Una buena madre, además. Eres un tipo con suerte.
Fue a donde estaba Arturo, que inmediatamente rompió a llorar.
—Pero bueno —gruñó Giuseppe—, ¿es que quieres asustar al rapaz con tu sentimentalismo?
—Perdone, maese. Es que es tan guapo…
—Sécate las lágrimas, calamidad, y tenlo un rato mientras me sueno la nariz. Menuda nochecita.
Se alejó un poco para recuperarse.
—Imagínate —murmuró—, imagínate: he vuelto a este lugar demencial, que habría sido mi prisión definitiva si hubiera dependido de Del Sarto y Agostino. Pero no habían contado con el zorro. —Levantó la mirada a la luna nueva—. Qué vida tan endiablada —gimió—. Pero como dicen los moros, no hace falta explicarle a un niño que hay un Dios.
Volvió con Arturo, que tenía al pequeño en brazos. Piccolino había agarrado al joven de la nariz.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Giuseppe.
—Boca —dijo el niño, poniendo la mano abierta en la boca de Arturo—. Oreja —continuó, cogiéndole la oreja.
Arturo tenía los ojos como platos, brillantes.
—Lo siento, maese —susurró—, pero es que es tan sorprendente… No dejo de pensar en Giulietta.
—Dámelo, cretino —dijo Giuseppe cogiendo al niño—. ¿Crees que tenemos tiempo para estas tonterías? Prepara la barca y vámonos de aquí. Conozco un albergue junto al río donde podremos lograr una jarra de vino y un colchón para dormir. Y deja de gimotear, que asustas al niño.
Poco después, los tres estaban en la vieja lancha, navegando por el mismo río al que Giuseppe había arrebatado el mismo niño, que volvía a agarrar a Arturo de la nariz, las orejas, la boca y el pelo.
En que Giuseppe tiene una visión y termina en el pescante
junto a un viejo conocido.
Al final, discute el precio de su madre