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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (38 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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—La estoy mirando, maese. Me parece que no tiene más de dieciséis años.

—Pero está desarrollada por completo. Y si logras desviar tu mirada lujuriosa de su sexo, verás que es una simple.

—¿Cómo, simple?

—Una retrasada, Arturo, de ahí su picardía con el agua. En cualquier caso, es una extraña ironía que precisamente ella esté hecha como Afrodita y, además, tenga que ocultar sus encantos bajo el hábito de monja. Pero es bastante habitual que las retrasadas, cretinas y demás idiotas terminen sus días en un convento. Si eso es para bien o para mal, no lo sé. —Alargó el cuello—. Pero no parece que se hayan traído a la vieja.

—¿A qué vieja, maese?

—A la madre superiora, pues monjas tan jóvenes raras veces abandonan el convento sin su abadesa. Pero por lo visto las chicas están solas, de ahí su regocijo. Vamos a alejarnos antes de que nos descubran; una vez oí hablar de un campesino al que estuvieron a punto de matar a palos entre cinco monjas cuando lo encontraron en la sala de baños, donde había estado espiándolas.

Una hora más tarde, Giuseppe y Arturo reemprendían la marcha.

El camino serpenteante subía y subía, y los Apeninos nunca estuvieron tan verdes.

El maestro iba al pescante mientras Arturo guiaba a la mula, y así continuaron hasta que el sol estuvo en lo alto.

Giuseppe se secó el sudor de la frente y bizqueó. Algo más arriba en la montaña cónica había un edificio con aspecto de fortificación. El camino zigzagueaba entre terrazas cultivadas de todos los tamaños. La imagen de la montaña con el torreón y la mampostería centelleaba a la potente luz del sol, se fundía en blancos, verdes y ocres, y desaparecía como un espejismo.

—San Marcelo —murmuró, colocándose junto a la rueda.

—¿Un castillo, maese?

—Un convento bastante grande, conocido por su hospital. Creo que las muchachas que hemos visto por la mañana eran de ahí. Sus hábitos, al menos, eran los de las hospitalarias de San Juan. Proceden de Amalfi. Sus principios fundamentales, de los que podrías aprender mucho, son la devoción, la humanidad y la piedad. Pero lo que más me llama la atención es el modo en que se ocupan de sus enfermos, porque en ese aspecto las hospitalarias destacan. No existen mejores hospitales. Los pacientes, dice el reglamento, deben ser tratados como el Señor y fortalecidos todos los días con carne. Cantidades abundantes de carne magra y blanda: ternera, cordero y conejo. ¿Me estás atendiendo, Arturo, o sigues soñando con esa ingle oscura y el pecho blanco? Se te nota por la sonrisa avergonzada.

—Estoy atendiendo, e intento olvidar lo que hemos visto por la mañana. Pero ¿está el maese enfermo?

Giuseppe cerró los ojos.

—Sí, estoy enfermo —suspiró—, sufro de desnutrición. Los griegos lo llaman
oreksi
. Voy a descansar en el carro, me da la sensación de que son mis últimas horas.

—Pero ¡si estaba usted perfectamente sano hace un momento!

—Pero ahora no —gruñó—, ya lo estás viendo. ¿Tengo que ponerme a discutir con mi alumno en este instante en que las fuerzas me abandonan? Dame un poco de agua y encuentra el camino del convento: los cuidados de las hermanas y las abundantes cantidades de carne fresca tal vez… tal vez logren que tu señor se restablezca. No puedo prometer nada, y noto ya que me falla la voz.

—Pero el camino para subir ahí es largo y fatigoso, maese; no llegaremos hasta ponerse el sol.

—Pues arrea a la bestia, pedazo de gandul, y no te concedas descanso. Aunque te duelan los pies y las rodillas, piensa en quien vive en lo alto. Era exuberante, ¿verdad, Arturo?

El muchacho giró el carro.

—Pero era una retrasada, maese.

—Sí que lo era, paliducho novicio; pero como dice el refrán, cada oveja con su pareja.

Así continuó la conversación entre el señor desnutrido y el alumno de andar veloz, aunque la velocidad disminuyó significativamente cuando el terreno se empinó y el calor de la tarde se tornó achicharrante. El diálogo se volvió menos pícaro, la última agua se invirtió en la mula, pero, aunque no ahorraban esfuerzos, el convento parecía estar igual de lejos. El polvo saltaba en nubes desde el camino, y el sudor corría a chorros por frente y pecho. El aire era pesado y húmedo, lleno de moscas y moscardones.

—Esto es duro, maese —dijo Arturo jadeando, tirando de la mula.

Giuseppe, que iba tumbado en el carro, puso la mano bajo la nuca.

—Aprieta los dientes —lo amonestó—. Cuando yo tenía tu edad, me ganaba la vida en el barco
Policastro
, que transportaba a los campesinos de Cerdeña a tierra firme, donde eran empleados como esclavos por los hombres ricos de Nápoles. La travesía del Tirreno no era ninguna broma, había olas como catedrales, pero allí no quedaba otro remedio que remar hasta que estallaban las ampollas y te chorreaba la sangre por las narices. En aquellos tiempos, los brazos de tu señor eran como troncos de platanero; en la espalda, los músculos se entrelazaban formando manojos, y, aunque remábamos durante días sin comer ni beber, nadie gimoteaba: apretábamos los dientes y aumentábamos el ritmo. Diablo, qué sabor a hierro noto en la boca. ¿No queda hierbabuena? ¿Por qué te detienes, mozo?

—La mula está a punto de reventar, maese.

—Pues que reviente cuando hayamos llegado. Cuanto más extenuados estemos al llegar, mejor nos cuidarán. Pero no nos perdamos en bagatelas. Recuerdo de manera especial a una alfarera que conocí en Cerdeña: era de las que me gustan, no muy joven, tampoco floja de carnes, pero estaba en el apogeo de su vida. Limpia, agradable y de lo más moderada en cuanto al precio. Tu señor, Arturo, habrá conocido a una docena de mujeres, pues también en ese campo tiene plena experiencia. O sea que si un día necesitas consejo y guía, ya sabes a quién has de recurrir. Pero tú ya te has estrenado con las mujeres, ¿no es así, pequeño cretino?

—¿Estrenado, maese? —dijo entre resuellos, tirando del carro—. Supongo que sí, maese. Pero no me he acostado con muchas más de veinte.

Giuseppe miró al techo de lona y pidió a su alumno que detuviera el carro.

—Ven aquí, que te vea.

Arturo echó a un lado el toldo de lona. Sudaba a mares. Tenía el pelo pegado a la frente, y su pecho subía y bajaba. El esfuerzo había hecho que le sangrara la nariz, pero la sangre llevaba tiempo coagulada.

—¿No queda ni una gota de agua, maese?

—¿Has dicho veinte mujeres?

—Más o menos, maese. ¿Seguro que no queda nada en la cantimplora?

Giuseppe se incorporó.

—En la vida he oído tamaña desvergüenza; pues, aprovechándote de la honradez irreprochable y la merecida reputación de esta farmacia, te has comportado como un conejo y has logrado acceder al lecho de mujeres inocentes; y no muestras el menor pudor por tus actos, sino que hablas con toda franqueza del número de veces que te has divertido a costa de la ciencia. Desde luego, ardo en deseos de oír qué explicación tienes para tu desenfrenada lujuria; por no hablar de la falta de respeto que has mostrado hacia esta institución educativa.

—Pero, maese…

—No andes con rodeos: suéltalo ya.

—El jardinero mayor decía siempre…

—¿Qué decía aquel criarranas, aquel charlatán impenitente?

—Decía que la mejor cura para la infertilidad es la natural, la que procede del amor y la pasión.

—¿Eso decía tu maestro anterior? Noto que la enfermedad me consume la carne, ya noto la epidemia royéndome los huesos. La suciedad jamás había logrado una gloria tan falsa. —Señaló a su alrededor—. ¿Crees que he pasado dos terceras partes de mi vida construyendo una farmacia para combatir la infertilidad para que ahora vayas tú por tu cuenta montando todo lo que se mueve? Y encima tienes la desfachatez de llamarlo amor. ¿Qué sabes tú del amor, Arturo? No sabes nada, porque tú el amor lo llevas entre las piernas. Verdaderamente tienes mucho que aprender, pequeño cretino, mucho que aprender. Y más aún de que avergonzarte.

—Ahora lo sé, maese.

—Y cuando lleguemos a San Marcelo y estés delante de la madre superiora, te mantendrás callado y dejarás que tu maestro hable. Pues se trata de un convento próspero y famoso que estará agradecido por ver la farmacia de Pagamino; y que me lleve el diablo si crees que vas a ponerte a curar a nadie con nada que no esté en los tarros y frascos de este carro. ¿Me he explicado con claridad, cretino?

—Sí, maese.

—Y tú ¿vas a arrepentirte hasta el fin de tus días por tus pecados del pasado?

—Sí, maese.

—¿No es una sonrisa lo que veo aparecer en tus labios?

—En absoluto, maese.

—Espero que sea así, porque si no, el cinturón va a silbar sobre tu lomo. Bueno, ya has descansado lo suficiente. Adelante, jovencito. Yo tengo que reposar para digerir tu espeluznante comportamiento. Veinte mujeres. ¡Lo que hay que oír! Me entran náuseas y pienso con pavor en la posadera de Ferrara que explotó abusivamente mis órganos sexuales.

—¿Alguna conocida de maese?

—Calla, cretino. Sólo hay una cosa más aburrida que los recuerdos de otros, y son los propios. Ahora voy a prepararme para descansar, para que me cuiden y para comer carne abundante. Si las monjas te preguntan por la salud de tu maese cuando me llevéis al lazareto, diles la verdad, o sea, que tu señor está débil y desnutrido porque compartió su último mendrugo de pan con un mendigo. Ya estoy viendo las sábanas limpias y noto las manos solícitas. Pero voy a callarme, porque las fuerzas me abandonan. La oscuridad se acerca. Acogedme, hermanas.

31

Giuseppe hace una amistad.
Al final, se habla de añoranza, de lunáticos
y de melones grandes

Se encontraba en el berzal, al bochornoso calor del mediodía. Sudaba a mares, tenía dificultad para mantenerse erguido y debía apoyarse en la azada, que constaba de un mango con una hoz toscamente sujeta con cuerda y tiras de tela. Ahora que el sol estaba en su cenit, ya no podía trabajar a la sombra del campanario y se hallaba al descubierto bajo la implacable bola de fuego, cuyos rayos golpeaban como el martillo contra el yunque. Había notado una presión en el pecho y un temblor en el brazo izquierdo. No solía tener problemas respiratorios, pero el trabajo de la huerta era duro para el corazón y los pulmones. Se hincó de rodillas y vio cómo goteaba el sudor sobre las coles verdes.

«Me huelo a mí mismo; es un tormento olerse a uno mismo, porque mi olor no es el mismo que era entonces. Huelo a orina, a sudor viejo y a tierra, sobre todo a tierra. La tierra tiene aromas diferentes, pero ninguna tierra resulta extraña a quien lleva toda la vida metido en tumbas ajenas. ¿Es mi propio olor el que percibo? Entonces apesto a fósforo y sales. Un hombre que ha jugado tanto tiempo con la muerte termina convirtiéndose, como es natural, en juguete de la muerte. Claro que no es ninguna broma estar tumbado en los berzales, notando que la vida se te escurre. No sé si es el corazón o son los pulmones, o la razón, pero es como si tuviera todo un continente sobre el pecho.»

Cerró los ojos, y la respiración se calmó. Sintió que el ataque estaba pasando. Una vez olió a jabón, sábanas limpias y camisa recién lavada. Una vez estuvo en Rafael. ¿Durante cuánto tiempo? No lo recordaba, porque en el Paraíso no se cuentan los días. Eso sí, fue hace mucho. Tanto, que la imagen del puente colgante se disolvía en puntos cada vez más pálidos.

Giuseppe suspiró. «El camino que baja al infierno —pensó— da un rodeo por la vida, y estoy viendo los últimos escalones antes de las llamas. Empieza con un dolor de espalda y molestias en el pecho. El estómago, mientras tanto, da guerra. Pero nadie quiere estirar la pata en un berzal; mejor en el camino, bajo las estrellas, porque ahí te sientes como en casa. En cualquier sitio menos en el huerto.»

—Hay quienes mueren aferrando una espada —murmuró—, otros mueren en el seno de la familia; yo muero con una azada en la mano.

Se puso en pie. A su lado había un hombre llamado Urbano, que era su nuevo camarada. Compartían la celda a la que habían llevado a Giuseppe cuando llegó con Arturo, casi cinco días antes.

—Menuda bienvenida.

En cuanto entraron, el carro se vio rodeado de hermanas dispuestas a servir, y, aunque había pasado ya la medianoche, no escatimaron esfuerzos. El enfermo fue enviado al lazareto, donde lo examinaron y atendieron en profundidad, en tanto que Giuseppe fue alojado en un entorno completamente distinto y mucho más humilde; a saber, en el anexo, donde vivían los sirvientes al lado de los cerdos.

Se quedó en el hueco de la puerta, con una velita de sebo, mirando la penumbra de la celda. Pasmado de asombro y mudo de indignación. ¿Qué manera era ésa de tratar a sus huéspedes? Huéspedes enfermos, además. Y ¿qué le pasaba a Arturo para que tuviera que ocupar el lugar de su señor en el lazareto? Dudar de la palabra de un anciano es como reírse de la luna.

Giuseppe se tumbó en el camastro, tratando de no hacer caso de su compañero de habitación, que lo miraba con esa forma de afectuosidad que normalmente sólo se encuentra en animales domesticados, de modo que se saltó las presentaciones. Juntó las manos sobre el colchón de paja desvencijado y rezó por que la desolación no acabara con él ya aquella primera noche. Pero al poco Urbano hubo de ceder a los efectos de la berza que había comido, y cuando terminó con aquello, se puso a soltar unos ronquidos que avergonzarían a un cerdo. Tal vez por ello, el sueño no quería hacer acto de presencia. De modo que Giuseppe se puso a observar a su camarada dormido. Aquello lo entristeció, porque era difícil apreciar la menor relación entre
ecce homo
y Urbano. El hombre carecía de cuello, y la cabeza, que descansaba directamente sobre un torso corto, tenía el doble del tamaño de las cabezas normales; los brazos y las piernas eran, por su parte, gruesos y propios de un enano. Pero lo más repugnante era la cara. Giuseppe había visto muchos monstruos a lo largo de su vida, pero Urbano los superaba a todos, pues pertenecía a una rara especie de primates, un extraño cruce de mono y borrico: no tenía nariz, sólo dos orificios nasales alargados; la boca era enorme, y los labios, extraordinariamente gruesos, pero no tenía dientes, sólo encías; y los ojos no revelaban más que la curiosidad de un animal mezclada con una forma morbosa de humor, que en los días siguientes iba a perseguir a Giuseppe desde la mañana temprano hasta última hora de la noche. Además de ser su compañero de habitación, Urbano era también escardero, de modo que trabajaban hombro con hombro en el berzal, donde Giuseppe tenía oportunidades de sobra para estudiar al fenómeno, que al final le provocó un malestar físico que se convirtió en enfermedad.

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