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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (33 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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Los viejos lo miraban con la boca abierta. Él dio una palmada en la cabeza al hombre, y alabó la higiene del campesino y la bondad de la mujer.

Finalmente llegó la jarra. Giuseppe bebió con moderación; Arturo, con más sed.

—Da las gracias a la señora —dijo Giuseppe, inclinándose ante la mujer al devolverle la jarra—. Mi alumno y yo venimos de lejos y llevamos ocho días sin comer. Por eso, un pedazo de pan sería bienvenido, si no es mucho pedir. Como podéis ver, ninguno de nosotros está muy gordo; a decir verdad, estamos bastante debilitados. De hecho, lo hemos pasado tan mal que tuvimos que hincarle el diente a la bestia que tiraba del carro.

Ninguna reacción.

Giuseppe acercó el rostro al del campesino.

—El asno. Que nos comimos el asno.

En aquel momento apareció un hombre rechoncho por la puerta entreabierta. No tenía pelo en la cabeza, sólo una barba sin cuidar que cubría su redondo semblante. Se quedó mirando a Giuseppe, quien se presentó inmediatamente.

—Como le he dicho a su familia, es un auténtico placer ver a toda la dinastía, niños, padres y ancianos, que deben de ser el orgullo de la comarca.

La mujer dijo algo al hombre, que miró de reojo a Arturo; éste dio otra voltereta, cosa que no gustó al campesino, que de pronto sacó un cuchillo. En un segundo, el resto de la familia estaba dentro de la casa.

—Señor —murmuró Giuseppe—, mi alumno y yo agradecemos su amabilidad y continuamos el viaje. No queremos molestar más a los suyos.

El montañés entrecerró los ojos y se dirigió con pasos de cangrejo hacia el carro; desgarró la lona, apartó las botellas y olisqueó los frascos.

—Elixires y ungüentos —dijo Giuseppe—. Aquí hay algo para la pérdida de cabello, un ungüento para la falta de memoria y unos polvos para los bubones. Todo eso puede adquirirlo a cambio de una comida para mí y mi…

—Dámelo —lo cortó el hombre.

—Vaya, hablamos el mismo idioma —repuso, mirando de reojo a Arturo, que había dejado de dar volteretas.

—Todo. Dámelo todo —exigió, agitando el cuchillo.

—Otto —dijo Giuseppe—, haz el favor de vaciar el carro.

—Pero, maese…

—Haz lo que te ordena tu señor. Un idiota vivo es siempre mejor que uno muerto.

El contenido del carro fue descargado: frascos, botellas, pucheros, utensilios de cocina, mantas y aceites. Todo quedó al borde del camino, incluso el pequeño cofre que era la posesión más apreciada de Giuseppe, pues allí estaba toda su fortuna: las hermosas sortijas, los pocos florines que le quedaban, así como la joya que perteneció al rey inglés.

—Si puedo quedarme con la caja… —dijo, recogiéndola.

—Es mía —gruñó el hombre.

Giuseppe puso el cofre delante del campesino, que abrió la tapa enseguida. La boca se le torció de entusiasmo. Después miró a Pagamino con expresión glotona.

—Mío —susurró.

—La cadena, me gustaría conservar la cadena. Era de mi madre.

—Todo mío. ¡Largo!

Giuseppe se alejó con los brazos levantados por encima de la cabeza. El montañés lo miró con maldad, y por eso no reparó en Arturo, que se acercaba con un palo. Pero antes de que el muchacho lo golpeara, el hombre giró sobre sí y le clavó el cuchillo.

Arturo miró fijamente el cuchillo que tenía hundido en el pecho. Al principio no brotaba sangre, pero después empezó a salir como de una fuente que surge del monte. Con la perplejidad pintada en el rostro, cayó de rodillas.

El campesino estaba de pie frente a él, con una expresión odiosa. Las manos le temblaban por la cuchillada, y de su labio goteaba la baba.

Arturo se derrumbó de lado, blanco como una sábana.

Giuseppe abrió la boca, pero se dio cuenta de que no había nada que hacer: el alma que brillaba en los ojos del chico lo había abandonado ya.

El campesino se inclinó sobre el muerto, sacó el cuchillo y lo secó con la manga.

—Lo has matado —susurró Giuseppe.

El hombre no respondió; corrió hasta el carro y lo empujó con fuerza, y el carro fue traqueteando hasta la pendiente, donde volcó y desapareció en el abismo. Después tomó tarros, botes, botellas y los recipientes de barro en forma de gota, y los rompió unos contra otros, los destrozó uno a uno hasta que no quedó ninguno entero.

Se produjo un silencio despiadado.

Giuseppe seguía en el suelo, con las manos manchadas de la sangre de Arturo. En aquel momento no desapareció únicamente el sonido, sino que fue como si el mundo se hubiera desvanecido; Giuseppe ya no pensaba, ya no oía ni veía. Tampoco al montañés, patizambo y odioso, que se le acercó empuñando el cuchillo, el cual captó el refulgir del sol cuando su dueño lo levantó.

Giuseppe cerró los ojos, convencido de que había llegado su hora.

Inmediatamente después estaba tendido sobre la tierra, notando en la espalda un dolor que se le antojaba conocido y un regusto de yodo en la boca. «No estoy muerto —pensó—. Debería abrir los ojos, pero no tengo ganas. Aquí se interrumpe el viaje, en un camino de montaña entre Italia y Francia, en un paraje en que la diferencia entre las personas y los animales es ese cuchillo con que el campesino mata. Pobre de mí, que conocí el camino al Paraíso y me fui en dirección opuesta.»

—Maese.

Giuseppe abrió los ojos. Arturo estaba sentado junto a él. Seguía blanco como la nieve, y su camisa estaba manchada de sangre. Tenía una de las manos en el cuello del maestro, y con la otra apretaba el agujero de su pecho.

Giuseppe miró de soslayo a las botellas y frascos, que estaban amontonados de cualquier manera.

—Me he dado algo en la herida para que se cierre, maese.

Giuseppe parpadeó. Fue entonces cuando vio al campesino, apoyado en la fachada de la casa. La expresión de su rostro era la misma de antes. Parecía uno de esos muñecos que pueden comprarse en la plaza del mercado. Los mejores suelen ir provistos de hilos para mover las extremidades. El hombre no tenía ningún hilo en las extremidades, pero sí algo en la boca, que resultó el mango de un cuchillo. Detrás de él, en la pared, se extendía una mancha de sangre roja.

—¿Está mejor, maese? —preguntó Arturo.

Giuseppe apoyó la mano en la mejilla pálida del muchacho.

—Hemos de marcharnos —susurró.

—Ya lo sé, maese. ¿Cree que podrá ir encima de una mula?

—¿Tenemos una mula?

—Tenemos dos, maese, y pan y jamón para varios días.

—Cargas con la muerte de un hombre en tu conciencia —dijo Giuseppe, dándole una palmada en la mejilla—. Pero no desesperes, ya sé lo que se siente. Pues no hace mucho me atacó una vieja bruja en un bosque y no me quedó otro remedio que matarla. No me agradó, pero tampoco me ha quitado el sueño, porque aquella mujer recibió lo que merecía. Ahora ya conocemos los secretos del otro en relación con el peor crimen que puede cometer una persona. Por eso estamos en el país de Nod, porque fue allí adonde expulsaron a Caín.

Arturo entró en la casa. Al poco salió la mujer con el mayor de los hijos, seguida de Arturo, que llevaba al pequeño en brazos.

—Les he dado ámbar gris y tanaceto. Tenían lombrices intestinales.

Giuseppe se dirigió fatigosamente a la mujer.

—Su marido —murmuró.

—No era su marido —repuso Arturo, sonriendo—. Su marido está en el monte con las cabras. El otro era su cuñado.

—Uslau —dijo la mujer—. Uslau.

Giuseppe suspiró.

—No tenemos carro.

—Pero sí un asno —replicó ella, señalando a Arturo con expresión severa.

—Las mulas están ensilladas —dijo el joven—, y hay comida para muchos días.

Giuseppe miró desalentado al pecho de su alumno, que estaba manchado de sangre. Él le explicó que había cerrado la herida con tripa de gato.

—Porque es lo único que aguanta —añadió.

Giuseppe vació la jarra de agua y arrastró a Arturo hacia el cercado.

—Las viudas jóvenes son como la leña verde —murmuró—. En uno de sus extremos gotea el agua, y el otro arde.

—Maese es un hombre sabio.

—No me digas, cretino.

Arturo sonrió y puso la mano sobre la mula.

—Sí. Aunque no he entendido lo de la viuda.

Giuseppe abrió la camisa de su alumno y examinó de cerca la herida. El chico había realizado una bonita sutura. Siete puntadas atravesaban su pecho.

—¿Cómo es posible? —murmuró—. ¿No te ha dado en el corazón?

—El cuchillo ha pasado rozando, maese, lo he notado enseguida.

Giuseppe cerró los ojos. De pronto, con un brusco movimiento, atrajo a Arturo hacia sí.

—¿Puedes perdonarme? —musitó.

—¿Por qué, maese?

—Por todo, por toda la vida que hemos compartido, por todas las mentiras y ofensas, por mi cólera y mis caprichos, y porque te he obligado a tirar del carro durante seis días. —Se golpeó el pecho, e hizo tales molinetes con los brazos que estuvo a punto de perder el equilibrio—. No me lleves la contraria cuando estoy de buenas, porque aún tengo muchas cosas que decir. Desde luego, es increíble lo que lloriquea uno, si bien dicen que limpia las vías respiratorias. —Se secó las lágrimas—. Lo hemos perdido todo, Arturo, pero seguimos teniéndonos el uno al otro.

—Sí, maese.

Giuseppe sacudió la cabeza.

—Al diablo con todo —gimió—, dale el cofre a la aldeana.

—Ya se lo he dado, maese —respondió Arturo, sonriendo.

—¿Cómo dices? —preguntó, levantando la mirada.

—Como pago por las mulas.

—¿Le has dado mis esmeraldas, mis amatistas y mi ópalo a cambio de dos mulas? ¿Te has vuelto loco? Podríamos haber comprado cuatro caballos purasangre y cinco putas tunecinas a cambio de esas sortijas. ¿Qué hay de la cadena del rey? ¿Adorna también el talón de una retrasada?

—Aún la tenemos —cuchicheo Arturo, guiñándole el ojo—, porque ha de cruzar el océano con ella.

Giuseppe puso los ojos en blanco, pero después tomó impulso, montó en la mula y echó a cabalgar ladera abajo.

—Jamás serás comerciante —gruñó—, pero debía haberlo imaginado al ver la sonrisa de la mujer; aun siendo retrasada, ya sabía que había vendido dos mulos al precio de diez caballos, y hay que ver cómo apestan estas malditas bestias. No tenía idea de que supieras andar con las manos. Pero seguro que hay más cosas que ignoro de ti, ¿verdad, Arturo?

—Maese lo sabe todo, y ahora vuelvo a estar contento, porque estamos hablando.

—En contra de mi voluntad.

—Ya lo sé, maese.

—Un voto de silencio es un voto de silencio, y yo soy hombre de palabra. —Giuseppe miró alrededor con expresión ceñuda—. Con un poco de suerte, habremos bajado de la meseta antes de anochecer. —Subió la voz y amenazó a los peñascos—. Y pronto retumbarán los montes, porque ahora resuenan las carcajadas en el infierno. El diablo se ha llevado la universidad de Pagamino, pero no sólo eso: se ha llevado también la farmacia. Ahora Satanás podrá untarse las verrugas y curar su pérdida de memoria. A Giuseppe de Umbría no lo olvidará jamás, y en eso comparte el sino del obispo de Lucca.

27

Giuseppe se encuentra con alguien que conoce en la oscuridad de
la tumba y pide a Arturo que le repita la profecía de Florencia

Estaban al sur de Viareggio, en un bosque de pinos piñoneros tan poético que era difícil no entregarse al canto. Las siluetas verde oscuro de los árboles recortadas sobre el aterciopelado cielo nocturno, la apacible solemnidad de la tierra color canela, la beatífica quietud de la muerte.

El aire estaba impregnado de la acidez de los pinos, de dulces bayas y tierra húmeda, así como de las armonías de la aromática santolina, hojas de romero, ruda seca y clavo.

Giuseppe examinó el cielo azul nocturno y pidió que la capa de nubes no se desplazara hasta que hubiera terminado la labor. Cerró los ojos, tarareó una melodía y se estiró con ganas.

El viaje desde Génova había sido un auténtico deleite, dejando de lado el día en que una de las mulas se derrumbó y estuvo a punto de romperle la pierna a su amo. Pero tampoco fue muy grave, y pronto continuaron viaje hacia el sur, recogiendo por el camino laurel, lavanda, mejorana, cola de caballo, tomillo, cicuta de agua y salvia. Lo que no encontraban, lo conseguían mediante el trueque: anís, clavo, corteza de naranja agria y canela. En el mercado gris del pueblo portuario de Portofino, Giuseppe compró heléboro blanco, begonias secas, cinco gramos de la venenosa belladona y diversos brebajes contra la caída del cabello, la migraña y la tos crónica. En poco tiempo, la farmacia estaba mejor provista que la que desapareciera abismo abajo, y cuando Arturo curó el insomnio a toda una familia española con
Primula veris
, recibió como recompensa un magnífico carro de cuatro ruedas, fina factura y pulido pescante.

Se hallaban a principios de abril, y la vida era agradable. Olvidadas estaban las penas del invierno, y, aunque Giuseppe no volvería a poner los pies en Lucca, estaba seguro de que el nombre Pagamino se había borrado de las grandes tablas de la Iglesia: el registro de sus pecados hacía tiempo que habría sido superado por otros enemigos del poderoso obispo, mucho más peligrosos. Había, por tanto, buenas razones para tararear una melodía en honor de los pinos y el trabajo en que estaba ocupado su alumno.

Arturo se había tomado en serio el aprendizaje e iba dominando el difícil arte de cavar; así que no llamó a su maestro hasta que hubo que establecer el valor del hallazgo.

La noche había resultado provechosa, y cuando dieron por casualidad con un gran panteón familiar con tumbas antiguas y recientes, decidieron hacer un descanso. El bosque de pinos piñoneros de las afueras de Viareggio era fragante, como se ha dicho, y tenía un lirismo singular para el oído experimentado. Giuseppe opinaba que poseía un oído experimentado, y canturreaba siguiendo el compás de su alumno con la pala. Envuelto en un trapo estaba el resultado provisional de los esfuerzos nocturnos: un collar de perlas bastante deteriorado, un anillo negro con motivos, difícil de vender, así como una preciosa cinta para el cabello con puntadas de oro. Giuseppe esperaba más, teniendo en cuenta las dimensiones del sepulcro; pero aún no habían llegado al final del camino, y pronto se precisó su ayuda. Arturo le comunicó que había encontrado un cuarto ataúd, más reciente. Giuseppe le pidió que bajara la voz, porque todo el mundo sabe que las noches tienen oídos. Se dirigió sin prisa al agujero de tres por tres metros de contorno y dos de profundidad. De la fosa surgía la fragancia de santolina, ruda, romero y clavo, junto con el hedor habitual que sigue siempre a la muerte.

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